Orgulloso de su éxito, el insensato Ícaro renunció a la guía de su padre y, envalentonado por la vanidad, comenzó a remontar usando sus alas para ascender y poder así tocar el cielo. Pero tanto se acercó al sol abrasador que el calor ablandó la fragante cera que mantenía las plumas pegadas a sus brazos, hasta derretirla por completo. Así, en lugar de alas, quedó agitando en el aire sus brazos desnudos, sin plumas que sostuvieran el vuelo. Mientras gritaba el nombre de su padre, la voz de Ícaro terminó apagándose, sofocada por el oscuro mar azul. (Publio Ovidio Nasón, Las Metamorfosis)
Compra un terreno en Las Vegas. Algún día habrá aquí un millón de personas. (Benjamin Siegel)
Las ciudades, como las personas, tienden a embellecer su propia historia. Con frecuencia para ocultar las vergüenzas de un pasado turbulento, sobre todo cuando se entremezclan con la naturaleza misma de la ciudad, con el momento de su fundación o de su transformación en lo que son ahora. En el año 350 a. C., la ciudad griega de Estagira fue invadida por un terrible enemigo, el rey Filipo II de Macedonia, que la destruyó hasta los cimientos. Quizá el recuerdo de aquellas ruinas se hubiese perdido para siempre si allí no hubiese nacido treinta y cuatro años atrás cierto hombre llamado Aristóteles. En uno de los tantos giros irónicos de la historia, el filósofo se convirtió en tutor del príncipe Alejandro —hijo de Filipo—, el que después conquistaría el mundo y a quien la eternidad terminaría conociendo como el Magno. Aristóteles educó al primogénito del mismo rey que había arrasado su pequeña patria; Filipo, en gesto de agradecimiento, hizo reconstruir la ciudad natal del sabio. El mismo hombre que había borrado Estagira del mapa volvió a situarla en él, pero esto debió de entrañar una seria incomodidad para los estagiritas. Tras la muerte de Aristóteles, el más renombrado de todos ellos, trasladaron sus cenizas a la ciudad y decidieron que había sido el insigne filósofo, y no el sangriento Filipo, el segundo fundador de Estagira. Era una verdad a medias; una mentira, incluso. Pero era más llevadera que la verdad.
Algo parecido sucede en Las Vegas. Las autoridades de la capital mundial del juego, la joya del desierto de Nevada, no tienen demasiado interés en recordar que uno de los grandes artífices de su éxito, quizá el principal, fue un criminal con justa fama de sanguinario. Un gánster neoyorquino, Benjamin «Bugsy» Siegel, de baja catadura moral pero deslumbrante carisma, que había compartido fiestas con rutilantes estrellas de Hollywood mientras se manchaba las manos de sangre. Un hombre ambicioso que fue el principal responsable de que aquella población insignificante llamada Las Vegas se convirtiera en lo que ahora conocemos. Fue el primero en vaticinar lo que iba a suceder, y en sus visiones se erigía una capital del vicio donde la gente acudiría para dejarse vaciar los bolsillos con alegría. Hoy, sin embargo, Las Vegas reniega de Benjamin Siegel. Es verdad que en su memoria se ha erigido un monumento que conmemora la apertura del casino-hotel Flamingo, del que fue el primer director. Un monumento situado con discreta delicadeza en el corazón de un agradable jardín; quienes conocen su biografía pueden ir a visitarlo, pero no es exhibido con ganas por las autoridades por la ciudad que él ayudó a refundar. Es cierto que no fue una persona ejemplar y más allá de la deslumbrante máscara su carisma se mostró como un hombre vulgar en muchos aspectos; el vivo retrato de un sociópata. Pero al igual que sucedió con Estagira, los intentos por cambiar la historia no siempre tienen éxito. Veinticuatro siglos más tarde aún conocemos la verdad sobre la ciudad griega; en Las Vegas no pueden esperar mejor suerte para su conato de encubrimiento. Una vez la leyenda se hubo solidificado en torno a Bugsy, ya no hay campaña institucional que pueda borrar su recuerdo. Bien lo saben los políticos de Chicago y Cicero, que eliminaron todas las referencias que encontraron sobre Al Capone con el fútil propósito de romper su identificación con la ciudad. Las Vegas, con mayor motivo incluso, existirá a la sombra de Bugsy siempre.
Incluso puede decirse que Siegel dio su vida para que la ciudad existiese. No a propósito, y no como gesto de grandeza. Pero de algún modo se convirtió en un mártir, cierto que sin santidad alguna. La moderna Las Vegas nació como feliz accidente de la misma ambición que le costó la vida. Así como Alejandro Magno buscaba la inmortalidad fundando ciudades en homenaje a sí mismo, el nombre de Benjamin Siegel brilla en el mapa, allí donde una gran ciudad sustituye a lo que hace un siglo era un insignificante pueblo. Un gánster que dejó una capital tras de sí, gesta propia de faraones. Como Ícaro, el personaje del mito griego, Siegel quiso volar demasiado alto y cayó antes de ver su gran sueño convertido en realidad. Su vida se presta a tantas y poderosas lecturas que parece barnizada por la solemne inmensidad de los mitos bíblicos. Y si su vida es como un Evangelio pagano, por qué no comenzar por el mismo corazón del mito: el pasaje de la crucifixión.
Solamente nos matamos entre nosotros
—¡Marineros! ¿Os habéis enrolado en ese barco? (…)
—Sí —contesté—; acabamos de firmar el contrato.
—¿Figura en ese contrato alguna cláusula sobre vuestras almas? (…) Bueno, bueno; lo firmado, firmado está. Lo que tenga que ser, será. De cualquier modo, todo está ya establecido y arreglado. Unos marineros u otros tendrán que acompañar al capitán Ahab, supongo. Pues ya sean estos hombres de aquí o aquellos de más allá, ¡Dios tenga piedad de ellos! Buenos días tengáis, marineros, buenos días. Lamento haber interrumpido vuestra marcha. (Moby Dick, Herman Melville)
Veinte de junio de 1947. Es el último día que Benjamin Siegel va a pasar en el mundo de los vivos. Tiene cuarenta y un años de edad. Está metido en problemas. Después de muchos años siendo un mandado —de lujo, pero un mandado— en el crimen organizado, ha intentado erigir algo por sí mismo, algo grande. Algo que fuese su idea, su iniciativa, su creación, y no la de otros mafiosos que tienen fama de ser más brillantes e inteligentes que él. En el mundillo criminal, Siegel no era el faraón, pero eso no le impedía anhelar su propia pirámide. Y qué mejor emplazamiento para una pirámide que el desierto. En una población del desierto de Nevada, casi por completo desconocida del mundo, pero donde algunos avispados llevan más de una década maniobrando para construir casinos y salas de fiestas. Nadie tenía grandes planes para Las Vegas. Nadie, excepto Bugsy, que entendió que aquel sitio tenía un futuro mucho más prometedor y brillante de lo que había imaginado el más optimista de los empresarios del juego y de la noche.
En 1947 la ciudad soñada es todavía una quimera, aunque Siegel ya ha dejado su impronta en ese plan propio de reyes: el hotel-casino Flamingo, construido con el dinero de los principales jefes mafiosos del país. La aventura se le ha ido de las manos. No ha sido capaz de terminar su construcción dentro del presupuesto. Bugsy les debe más de cinco millones de dólares a sus amigos de la mafia. Y eso es un problema muy serio. Él confía en el apoyo de sus amigos de la infancia, esos que dirigen el cotarro, y quiere creer que le defenderán ante los acreedores más airados. Una fatídica muestra de ingenuidad que le costará la vida. En Moby Dick, la más famosa novela de Herman Melville, se respira la misma atmósfera fatídica que en los últimos meses de la existencia de Bugsy. Cuando Ismael, el protagonista, pasea por el puerto después de enrolarse en la tripulación del ballenero Pequod, un extraño individuo interrumpe su caminata. Se llama Elías, como el profeta bíblico, y lanza una oscura advertencia: quienes zarpen junto al capitán Ahab están condenados a entregar sus almas al océano, como en una maldición del Antiguo Testamento. Ahab está obsesionado con la monstruosa ballena blanca que un día le arrancó una pierna: o no sabe, o no le importa, que sus irracionales ansias de venganza ofenden al cielo y le conducirán a una muerte segura. A Siegel, obsesionado con su propia ballena blanca —la futura ciudad del juego— nadie parece haberle avisado de lo que viene. Aunque no debería hacer falta. Él sabe muy bien cómo funcionan las cosas en su profesión.
La noche del 20 de junio es una agradable velada, típica del verano californiano. Los problemas financieros no han impedido que Siegel haya disfrutado de una jornada tranquila. No lleva mucho tiempo en Los Ángeles, tras pasar varios meses atrincherado en Las Vegas, temiendo por su vida. Ahora el Flamingo ha empezado a producir beneficios y Siegel imagina que, a ese ritmo, su deuda podría quedar amortizada en unos pocos años. Sin duda lo cree, porque ya no se esconde ni toma grandes precauciones. Ese mismo día ha acudido a un salón de belleza para hacerse la manicura, ajustándose al estereotipo de gánster elegante y presumido con el que todo el país le asocia. No ha sucedido nada. Nadie parece seguirlo. Cena en una marisquería, acompañado por su socio Al Smiley y el hermano de Virginia Hill, su novia, que durante esos días está de viaje en Europa. Al terminar, se detiene en un quiosco para comprar un ejemplar de Los Angeles Times, como hace todos los días. De nuevo, ningún problema. Si le vigilan para atentar contra él, debería notarlo; no en vano fue durante años el organizador del temible comando de ejecución con el que la mafia neoyorquina mantenía a raya a sus enemigos. ¿De verdad está libre de complots, o es que Siegel ha perdido el instinto? Quizá ya no conserva el olfato de sus años jóvenes, cuando las cosas eran más fáciles porque le bastaba con cumplir órdenes y después guardarse las espaldas. Ahora su cabeza está llena de cifras, de balances, de ensoñaciones difusas sobre la futura evolución de los beneficios; preocupaciones abstractas más propias de un empresario que del brazo armado de una organización criminal.
El grupo regresa al espléndido bungalow que Virginia tiene alquilado en el 810 de Linden Drive, una calle de suntuosas viviendas rodeadas de jardín. La casa se erige apenas a doscientos metros de la famosa avenida Sunset Boulevard, que a esas alturas, alejada del centro, se ha transformado en una discreta y apacible calle del lujoso barrio Beverly Hills. A la casa se accede desde la calle, caminando por una pintoresca escalerilla de piedra que bordea un césped impoluto, y no hay vallas ni muros. Es una construcción grácil, de inspiración mediterránea, con paredes blancas, tejas rojizas y arcos arábigos en los balcones. Parte de la fachada está enmascarada por setos, palmeras y un gran árbol; las ventanas denotan un calculado sentido de la discreción, pero nada de eso se parece a una medida de seguridad. Un gesto extraño sorprende a sus acompañantes: Bugsy se detiene y les pregunta si también notan el intenso perfume de las flores. Ellos no huelen nada. Todos entran en la casa. Mientras su cuñado se retira al primer piso en compañía de una chica, Bugsy entra el en salón y se sienta en el sofá. Al Smiley entra junto a él y tras descorrer las cortinas —según se cuenta, estaba al tanto de lo que iba a suceder— también se acomoda en el sofá, para no despertar las sospechas de Siegel, que sigue enfundado en su costoso traje de exquisito corte y todavía lleva puestos los caros y brillantes zapatos; lo sabemos porque ese mismo atuendo podrá verse durante los días siguientes en las portadas de los periódicos.
Se sumerge en la lectura. No mira hacia las ventanas. Ni siquiera sospecha que en la oscuridad del exterior se esconde un francotirador, armado con una carabina automática M1, como las que utilizan los militares. Con la paciencia de un profesional, el sicario aguarda el momento adecuado para cumplir su encargo. Ve luz en la cristalera del salón. Allí está su objetivo. Aprieta el gatillo. Las balas empiezan a silbar a través de la ventana. Varias impactan sobre él: dos en la cabeza, una en el cuello, otra en los pulmones. Las que no aciertan destrozan una escultura de mármol que hay detrás de él. Resulta difícil saber si Benjamin Siegel llegó a ser consciente de lo que estaba sucediendo. Es probable que no. Debió de ser todo tan instantáneo que las luces se desvanecieron de repente, como en un apagón, o como en cierta famosa escena de cierta famosa serie que muchos de ustedes recordarán sin duda. Es posible que ni siquiera llegase a escuchar el sonido de los disparos, porque las balas viajaban con mayor rapidez que el propio sonido. Así, tan fácil; en un momento está repasando las noticias del día, al momento siguiente ya no habita este mundo.
El francotirador desaparece. Al Smiley, que se había tirado al suelo, vuelve a incorporarse. Está ileso. Poco después acude la policía. Se prevé un gran revuelo; es un suceso inusual en el pacífico entorno de Beverly Hills. Y la víctima es una figura de gran notoriedad, uno de los criminales más célebres de la nación desde los tiempos de Al Capone. Los agentes de la ley entran en la casa y se encuentran con la tétrica escena: Siegel recostado en el sofá, dando la espalda a la entrada; casi se diría que se ha quedado dormido mientras leía. Un segundo vistazo, sin embargo, bastará para desmentirlo. Su rostro aparece desfigurado y cubierto de sangre, pero sin expresión, como un maniquí con el que alguien se hubiese ensañado sin producir padecimiento alguno. Uno de sus ojos continúa abierto, lanzando una inerte mirada azul hacia el vacío. Donde debería estar el otro no queda más que un siniestro hueco; una de las balas ha entrado por un lado de su cabeza y ha impactado en el puente de la nariz con tal fuerza que la presión ha hecho saltar el globo ocular izquierdo a varios pasos de distancia, donde será encontrado por uno de los detectives que registran el salón en busca de pistas. Cuando llega el momento de obtener instantáneas para adjuntarlas al informe policial, el fotógrafo retrata el cadáver desde diversos ángulos. En una de las tomas se siente particularmente inspirado y nos muestra a Siegel reclinado en el sofá con su cara ausente convertida en una siniestra máscara, mientras en el primer plano vemos una estatuilla que adorna la mesa y que representa una mujer desnuda, de suaves curvas, una belleza adolescente muy al gusto del Renacimiento. Esa figurita ha sido la última mujer que Benjamin Siegel, el seductor nato, ha visto antes de morir. Está hecha de porcelana, pero en las imágenes parece estar más viva que él. El fotógrafo debió de sentirse satisfecho por tan certera alegoría.
Nunca se supo quién dio la orden de asesinar a Benjamin Siegel, pero no se necesita un nombre concreto. Toda la cúpula de la mafia estadounidense de la época bendijo la ejecución. Estaba escrito. El ambicioso proyecto del Flamingo tenía que convertirse en la cripta de Bugsy como el Pequod sería una tumba para un Ahab empeñado en dar caza a la invencible ballena. En el fondo, Siegel tuvo que presentir que algo así iba a suceder tarde o temprano. Un año antes, mientras estaba todavía enfrascado en la problemática construcción del Flamingo, había amedrentado a Del Webb, supervisor de las obras (y después propietario de los New York Yankees, el famoso equipo de béisbol) mencionando la cantidad de individuos a los que había liquidado él mismo, con sus propias manos. El pobre Webb palidecía más por momentos, cosa lógica cuando uno de los gánsteres más temibles del país le estaba amenazando de muerte. Siegel cambió de actitud y le explicó cómo funcionaban las cosas entre sus amigos: «No te preocupes. Solamente nos matamos entre nosotros».
El hijo pequeño de la familia Siegel
Meyer y yo éramos como analistas. No nos precipitábamos en ninguna decisión hasta tener la oportunidad de pensar sobre ello. Siegel era todo lo contrario. Y supongo que era eso lo que lo hacía bueno para nosotros, porque actuaba de acuerdo a sus entrañas y su instinto (…) Todo el mundo quería a Benny. (Charlie «Lucky» Luciano)
Aunque Benny Siegel no era tan listo como Lansky, era incluso más temerario, siempre dispuesto a hacer cualquier cosa, a aprovechar cualquier oportunidad para demostrar que tenía más agallas que ningún otro. Era el primero que lanzaba un puñetazo en una pelea, el primero que entraba en una tienda durante un atraco. Mientras los demás todavía tenían ciertos reparos a la hora llevar una pistola, Benny Siegel rara vez iba por ahí sin un arma. Estaba, según decían sus amigos, loco. Y por eso le llamaban Bugsy, aunque años más tarde, cuando adquirió un barniz más civilizado, nadie le llamaba así a la cara, excepto los amigos de los viejos tiempos como Lansky o Lucania. Para todos los demás, era Ben o Benny. (M. Gosch y R. Hammer, El último testamento de Lucky Luciano)
Benjamin Siegel, como la mayoría de los más relevantes miembros del crimen organizado neoyorquino de su generación, provenía de las clases más pobres de la gran ciudad. Eran casi todos hijos de inmigrantes, o habían llegado a Nueva York siendo todavía niños, pero habiendo crecido ya como estadounidenses. Atraídos por el bullicio de las calles, se habían juntado en pandillas para divertirse y buscar emociones fuertes primero, ganar algo de dinero después, y al final pelear por la obtención de poder y reconocimiento dentro de sus barrios. Querían ganarse por las malas el respeto que la sociedad, por las buenas, nunca les había dado a sus padres, muchos de ellos extranjeros que habían desembarcado con siglos de tradición metidos en una maleta y que tenían que sobrevivir desempeñando duros trabajos a cambio de salarios de miseria. La vida no era fácil para los recién llegados. Cuando los padres de Bugsy, Max y Jannie Siegelbaum abandonaron Europa en busca de un futuro mejor, se encontraron con un destino que se parecía bien poco a la América de las grandes esperanzas, al paraíso que muchos emigrantes habían imaginado más por desesperación que por constancia de que existiese en la realidad. Casi todos ellos partían hacia América escapando de la pobreza, aunque pronto descubrirían que esa misma pobreza los estaba esperando al otro lado del Atlántico. Otros quizá no hubiesen embarcado nunca de no ser por las persecuciones étnicas que se producían en Europa. Los pogromos, movimientos de acoso y linchamiento perpetrados contra las minorías judías del centro y este de Europa, eran la otra gran causa de emigración. Los padres de Benjamin Siegel eran judíos.
El puerto de Nueva York era la puerta de entrada de la inmigración europea así que resultaba lógico que muchos se quedasen a vivir en esa ciudad; desde mediados del siglo XIX había estado experimentando el más desmesurado ritmo de crecimiento en todo el planeta, transformándose en una de las metrópolis más recargadas, desordenadas y heterogéneas de su tiempo. Hacia 1910 vivían más de dos millones de personas solamente en la isla de Manhattan y por lo menos la mitad de ellos había nacido fuera de los Estados Unidos, según refleja el censo de la época. Brooklyn albergaba otro millón y medio largo, del que una tercera parte eran extranjeros. Cualquiera de estos dos barrios contenía, por sí solo, más población que la mayor parte de las ciudades que había en el resto del mundo. En muchas calles neoyorquinas era más sencillo toparse con escenas cotidianas propias de Italia, Irlanda, Alemania, Rusia, China y otros países lejanos, que con escenas que podamos considerar típicas de la cultura estadounidense. Tanto era así que había varias zonas de la ciudad donde apenas se escuchaba hablar inglés. La policía y otros servicios públicos contrataban a inmigrantes o nativos de primera generación para que fuesen capaces de hacerse entender en esos vecindarios donde, por lo demás, ley apenas ponía el pie excepto cuando un suceso grave o llamativo agitaba a la prensa.
El caos demográfico era tal que hubiese parecido imposible estimar la magnitud y distribución cultural de la población neoyorquina, de no haber sido por el incansable trabajo de los agentes del censo municipal, que intentaban desentrañar el rompecabezas visitando las viviendas una por una para interrogar a sus ocupantes acerca de su origen. Comprobaban in situ el número de personas que había en cada apartamento. Es en uno de sus informes donde encontramos el primer registro documental de la existencia de Benjamin Siegel. Todavía hoy se puede consultar en los archivos neoyorquinos el microfilm que muestra la hoja censal de 1910 en la que un enviado del ayuntamiento registró los ocho habitantes de un pequeño apartamento de Williamsburg, en Brooklyn. A saber: el matrimonio formado por Max y Jannie Siegel, que se declaran originarios de Austria; sus dos sobrinas adolescentes, Rosie y Lillie, también austriacas. Y los cuatro hijos del matrimonio, tres niñas, Esther, Ethel y Betsie, y un niño, Benjamin, que por entonces tenía cuatro años. Aunque en esa hoja no consta la fecha exacta en que los Siegel llegaron a América, fue casi con total seguridad antes de 1906, año en que nació Benjamin.
A veces se ha escrito que la familia de Siegel era de origen ruso, aunque esto es exacto solo desde un punto de vista administrativo. Sus padres procedían del protectorado de Podolia, que por entonces era territorio del Imperio ruso (hoy pertenece a Ucrania), pero eran miembros de la minoría germánica local. El apellido de su padre, Siegelbaum, era de origen bávaro. El apellido de soltera de su madre, Riechenthal —lo conocemos porque aparece en la documentación personal de Bugsy, por ejemplo en su certificado de defunción— era también alemán. Estas consideraciones étnicas quizá puedan antojarse secundarias, pero además de ilustrar la confusión burocrática que existía en torno al origen de muchas familias inmigrantes, sitúa mejor a Bugsy en el rompecabezas cultural que eran las bandas juveniles de la ciudad. Pues bien, como tantos otros inmigrantes, Max Siegel se tuvo que adaptar por la fuerza al país que le había dado acogida, dispuesto a aceptar cualquier empleo disponible. Trabajaba durante largas y agotadoras jornadas a cambio de un magro salario con el que intentar alimentar a su familia, con la poca ayuda que sus dos jóvenes sobrinas pudieran aportar desempeñando empleos igual de ingratos. Lillie se ocupaba de la casa y los cuatro niños. Max pronto aprendió a hablar inglés; su esposa Jannie, en cambio, nunca llegó a dominar el idioma. Muchos años más tarde, Millicent Siegel, hija mayor de Bugsy, recordaría que siendo niña no entendía casi nada de lo que su abuela le decía; tan malo era el inglés de la mujer incluso después de haber vivido durante varias décadas en los Estados Unidos.
Desde muy temprano, el único hijo varón de la pareja mostró una clara tendencia a tomar atajos para salirse con la suya. Durante sus primeros años, el joven Benny siguió una línea biográfica que, de tan repetida entre sus colegas criminales, parece casi un estereotipo. Empezó teniendo muchos problemas en el colegio, producidos en especial por su palmaria incapacidad para someterse a cualquier tipo de autoridad. Pese a su afición a los números, faceta en la que mostraba una gran habilidad, dedujo que en la escuela no tenía porvenir y la abandonó en cuanto pudo. Se unió a una pandilla de delincuentes juveniles del Lower East Side, barrio situado al otro lado del puente de Williamsburg, ya en la isla de Manhattan. El delito fue su primera y única ocupación profesional. No quería romperse el lomo trabajando como su padre a cambio de unas pocas monedas, así que empezó a cometer hurtos y robos de poca monta. Pronto terminó derivando hacia un negocio más lucrativo, o por lo menos más sencillo: la extorsión. Junto con otro chaval llamado Moe Sedway, que ejercía como su fiel escudero, chantajeaba a los dueños de los puestos ambulantes que saturaban las calles, carromatos de madera en los que se exponía mercancía de todo tipo. Benny se acercaba al dueño de algún puesto y le ofrecía «protección» frente a los ladronzuelos y malhechores de la zona —como si él mismo no fuese uno de los peores— a cambio, por supuesto, de un pago regular. Si el comerciante se negaba, Moe y algún otro compinche rociaban el carromato con gasolina y encendían una cerilla, momento en que los comerciantes podían elegir entre someterse al chantaje de aquellos jovencísimos malhechores o arriesgarse a que le prendiesen fuego a su preciado carromato, con todo lo que hubiera dentro. A Siegel, pese a su juventud, no le resultaba difícil intimidar a la gente, incluso a los adultos. Le gustaba la violencia y no se arredraba ante nadie. Incluso parecía disfrutar durante las situaciones de peligro. Aquella característica de su personalidad siempre despertaría admiración y a veces incluso asombro entre sus colegas. Todos pensaban que estaba mal de la cabeza. Fue entonces cuando se ganó el apodo Bugsy, que significaba algo así como «majara» o «pirado», y que él, por cierto, siempre detestó. Ironías de la vida: en el futuro todo el país le conocería por ese apodo, que aparecería incluso en los titulares de los periódicos.
Sin embargo, es posible que nunca hubiésemos oído hablar de Bugsy si su ascenso no hubiese estado ligado al de otros dos chavales, uno siciliano y otro polaco, a quienes conoció en la calle durante sus años de pandillero juvenil. Los tres, juntos, estaban destinados a hacerse famosos. Su amistad, que parecía inquebrantable, duraría décadas. Hasta el momento en que los otros dos tuvieron que firmar su sentencia de muerte.
(Continúa aquí)
Muy buen documental cronológico y detallado de como surgió la mafia en america. Que bien. Se sabe que Bugsy fue malo aunque no le vendría mal una estrella en el paseo de la fama…!!!
Excelente reseña historica.