Durante años se ha pensado que únicamente se soñaba durante la fase REM, etapa de sueño profundo a la que se accede después de setenta o noventa minutos de quedarte dormido. Se puede intuir que alguien está en esa fase porque, a pesar de que el cuerpo permanece relajado e inmóvil, se percibe el movimiento de los ojos a través de los párpados. Recientemente, se descubrió que el sueño no solo aparece en la fase REM, que representa un 25 % del ciclo, sino durante todas las etapas; incluso en aquella en que uno no está todavía dormido y escucha el ruido del televisor mientras va cerrando los ojos.
Se desconoce en qué fase se encontraba Flavio Valerio Constantino la noche del 27 de octubre del 312, pero se sabe que soñó. En ese sueño aparecía Cristo y le decía que debía usar la cruz que había visto en el cielo contra sus enemigos. Una cruz hermosa flotando junto al sol acompañada de las palabras griegas «Εν Τούτῳ Νίκα»; cuya traducción es «con este signo vencerás». El día de la batalla Constantino se despertó pronto, cortando el sueño, pues el único que se recuerda es el que se interrumpe, y mandó pintar cruces en los estandartes y escudos de sus soldados. A la mañana siguiente, Constantino I entraba victorioso en Roma y un año después proclamaba la libertad de culto en todo el imperio.
A los sueños siempre se les ha atribuido elementos proféticos, pero no todos cambian el mundo. ¿Qué hubiera pasado si Constantino no hubiera soñado o no se hubiera acordado? ¿Si no hubiera bebido agua antes de acostarse, motivo por el que se despertó en mitad de la iluminación, o si sencillamente no hubiera ganado la batalla? Las tropas de Majencio, el emperador romano con el que se disputaba el trono, eran superiores en número. Si no hubiera soñado, quizá hoy los cristianos continuarían escondidos en las catacumbas, el resto seguiríamos adorando a Baco y el mundo sería un poco más divertido.
¿Fue entonces la victoria de Constantino I y la posterior expansión del cristianismo fruto de una casualidad? ¿O formaba parte de un plan divino? La idea del destino es igual de antigua que la interpretación de los sueños. En la mitología griega este papel lo desempeñaban las moiras, tres hilanderas que tejían el hilo de la vida y de cuyo hilo dependía la existencia de los humanos y de los dioses, razón por la que inspiraban profundo respeto. Después del nacimiento de un niño, las tres mujeres se aparecían durante tres noches consecutivas para determinar su destino. La última de las moiras, Átropos, era la encargada de cortar el hilo y su corte indicaba la manera en que el niño moriría. Pero la figura de las moiras no es exclusiva de los griegos, esta también está presente en diferentes mitologías e incluso Shakespeare la recuperó de alguna manera en una de sus obras más importantes. «Y estas, ¿quiénes son de aspecto tan extraño, y tan ajadas que no parecen seres de la tierra, aunque habiten en ella? ¿Estáis vivas? ¿Sois seres que nadie puede interrogar?». Pese a que no se especifica el año ni el lugar salvo que es en un páramo, también son tres mujeres las que se le aparecieron a Macbeth. Cuando el protagonista vuelve andando del campo de batalla, distingue entre la niebla tres figuras que «con el dedo cuarteado sobre los labios secos» le advierten que haga silencio. Las brujas, que es el nombre que reciben en la obra, le auguran a Macbeth que será rey. Pero lo malo de las profecías es que nunca dejan muy claro ni cuándo ni cómo se va a cumplir aquello que vaticinan. Todo augurio se mueve entre conjeturas e insinuaciones que uno debe interpretar, y si lo hace casi siempre es de forma favorable. A nadie le gusta escuchar que el destino le depara el peor de los finales. Cuando Macbeth ya había realizado todas las traiciones y asesinatos que debía cometer para convertirse en rey, por miedo a perder el trono, volvió a visitar a las brujas. «Sé decidido, sanguinario, valiente: podrás tomar a risa el poder de los hombres, porque nadie nacido de mujer hará daño a Macbeth». Había que entender el «nadie nacido de mujer» en el sentido más tradicional del término, ya que Macduff, el que lo acaba atravesando con una espada, había nacido por cesárea.
Aunque no se sabe cuándo fue escrita la obra ni si Shakespeare fue realmente una sola persona, se cree que Macbeth fue representada por primera vez hacia 1606. Una de las lecturas que se hacen del libro no es solo que la ambición y la codicia llevan a la perdición y a la muerte, sino que nadie puede escapar de su destino. Días antes de la batalla por el trono, Majencio debió sentir el mismo miedo que Macbeth una vez se había hecho con el poder; y como él, también consultó qué le deparaba el futuro.
Como toda buena profecía que se precie, los libros sibilinos estaban escritos en verso. Según Virgilio, estos libros fueron comprados por un rey romano a Sibila Cumana, una mujer anciana hija de una ninfa que había nacido con el don de la clarividencia. Majencio, que no paraba de escuchar que a Constantino se le unían cada vez más tropas, fue a visitar en el templo de Apolo a los custodios de los libros. En ellos los oráculos leyeron que el día de la batalla moriría «el enemigo de los romanos». Se dice que esa frase fue suficiente para que Majencio dejara el abrigo de las murallas y fuera a encontrar a Constantino a campo abierto. Lo que no sabía Majencio es que ese enemigo de lo romanos era él. Después del caos de la retirada, los hombres de Constantino encontraron el cuerpo de Majencio flotando en el río Tíber. Era un 28 de octubre, casualmente, día en que se cumplía el sexto aniversario de su reinado.
El escritor mallorquín Blai Bonet dice en sus diarios que la vida humana nada tiene que ver con el destino y la fatalidad, sino más bien con aquello que uno decide libre y voluntariamente. Puede ser que las cosas sucedan porque uno tiene la actitud y la disposición para que pasen, pero dudo que alguien a quien apodaron Constantino el Grande, por mucha voluntad que tuviera en sus conquistas, no pensara que Dios tenía un plan para él. Constantino no solo fue el primer emperador en convertirse al cristianismo, fue el que unificó el imperio de oriente y occidente manteniendo Roma como capital y refundando otra en el otro extremo: Constantinopla. Aunque Constantino murió siete años después, la ciudad siguió llamándose así incluso tras la toma por parte de los otomanos en 1453, y los turcos no le cambiaron el nombre a Estambul hasta 1930. La ciudad, en su apogeo, fue un referente cultural y una de las ciudades más importantes del mundo. Durante ese período se mejoraron las murallas, tan imponentes que todavía se conserva gran parte, y se construyó la iglesia de Santa Sofía, una de las obras cumbre de la arquitectura antigua. Por sus calles, en el siglo VI, paseaban poetas, filósofos, músicos, artesanos, historiadores y cronistas. No es de extrañar, aunque se ambiente en otra época, que la escritora Virginia Woolf escogiera Constantinopla para que su protagonista sufriera un cambio de sexo durante un sueño que duró siete días. Orlando: una biografía es una de las novelas más famosas de la escritora británica y un referente en cuanto a literatura feminista. En ella se narra la trayectoria vital de un chico aristócrata de la corte de Isabel I que, tras una serie de amores y acontecimientos, se despierta un día encarnado en mujer. ¿Se podría haber transformado en alguna otra ciudad que no fuera esta? Igual que Orlando, Constantinopla también estaba destinada al cambio. El 1 de abril de 1453 era domingo, el primer domingo de Pascua. Junto a las misas y primeras liturgias, los habitantes disfrutaban de la llegada de la primavera. Pocos días después de la celebración inaugural, se divisó desde lo alto de la muralla un estandarte con una media luna dibujada en el centro. Todo indicaba que los días de la Constantinopla cristiana se acercaban a su fin. Mehmet II, un sultán de veintiún años, llegaba con un inmenso ejército y se preparaba para el asedio.
La ciudad, debido a su riqueza y posición estratégica, había sido objetivo de los musulmanes desde los primeros siglos del islam. De hecho, los intentos por conquistarla se inician ya en tiempos de Mahoma. No obstante, la toma pasó a formar parte del deber religioso y del plan divino a raíz del hadiz del profeta: «Un día Constantinopla será conquistada. Grande será el comandante que la conquiste y grandes serán sus soldados». Dicho que a Mehmet II le repitieron desde pequeño. Y es que la creencia en el destino divino al que los árabes llaman Qadr, es una pieza fundamental en la religión islámica. Según la fe musulmana, Allah conoce y controla todos los acontecimientos que le suceden a uno en la vida. Aunque los teólogos reconocen el libre albedrío del ser humano, nada de lo que pasa es casual y todo ha sido previamente escrito y orquestado. Una de las noches más importantes durante el mes de Ramadán es la Laylat al-Qadr, que al castellano se traduce como la noche del decreto o del destino. Durante esa noche se cree que Allah decide los acontecimientos del próximo año, motivo por el que los musulmanes se esfuerzan en los rezos. La importancia de la Laylat al-Qadr reside en el mismo origen del islam, pues fue durante esa noche cuando Mahoma recibió la primera revelación del Corán.
Resulta curioso que el emperador que perdió Constantinopla se llamara igual que aquel que la refundó, pero quizá no podría haber sido de otra manera. Durante los últimos días Constantino XI, igual que el emperador que le dio el nombre, vio una señal en el cielo. Pero al contrario de su predecesor, este no fue signo de buen augurio. Tras una niebla espesa que envolvió la ciudad por completo, fenómeno desconocido en mayo por esas latitudes, se observó un resplandor en la cúpula de Santa Sofía. Después de un destello, la luz se escondió detrás de una nube y desapareció. Para los cristianos este suceso indicó sin ninguna duda la marcha del Espíritu Santo. Para los otomanos, que lo vieron desde el campamento, reveló que pronto la verdadera fe iluminaría el sagrado templo. Aunque la caída de Constantinopla se debe a una multitud de factores históricos, como el empobrecimiento del imperio bizantino, la división de la iglesia cristiana o la expansión del Imperio otomano; hay un hecho difícil de explicar si no es a través de la intervención divina. La ciudad contaba con uno de los mejores recintos amurallados de su tiempo, formado por tres murallas consecutivas, torres de defensa y un pozo. Además, a lo largo de su historia, Constantinopla llegó a soportar un total de veinticuatro asedios de los cuales solo uno, doscientos cuarenta y nueve años antes, había tenido éxito. ¿No es casualidad que la defensa cayera porque alguien se dejó una puerta abierta? Tras semanas de lucha, el agotamiento y los pocos avances habían hecho mella entre los otomanos. Tras un día de descanso, Mehmet II lanzó un último ataque. Cuando parecía que este iba a ser rechazado, un grupo de jenízaros encontró una puerta abierta en una de las torres defensivas. Los cristianos intentaron cerrarla pero todos los esfuerzos fueron en vano. A los pocos minutos ondeaba la bandera otomana en lo alto de la torre y por las calles resonaba como un eco ¡se ha perdido Constantinopla!
¿Se debe a un despiste el fin de los últimos vestigios del Imperio romano? Seguramente no, tal vez la historia ya tuvo suficiente. Algo parecido dice Víctor Hugo sobre Napoleón: «La desaparición de Napoleón era necesaria para el advenimiento de un gran siglo». La derrota de Bonaparte en Waterloo también fue fruto de un accidente, pero en ese caso meteorológico. Bonaparte perdió la batalla porque llovió demasiado y tuvo que esperar a que el suelo secara para usar los cañones. Gracias a esa espera, llegaron los prusianos a su retaguardia. A veces la providencia solo necesita una puerta mal cerrada o un poco de lluvia para que un mundo se derrumbe. Obviamente, para los turcos la caída de Constantinopla no fue una casualidad. Hoy en día todavía se puede leer en varios puntos de Estambul el hadiz del profeta. «Un día Constantinopla será conquistada. Grande será el comandante que la conquiste y grandes serán sus soldados».
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