Los ocho relatos de este libro son atravesados por el hilo secreto de la narrativa poética. Esa combinación exquisita de historias (o retazos de historias) con una expresión sensorial única y curiosa (en el doble sentido del término). Es que la sensibilidad literaria de Roberto Elvira Mathez ha sido esculpida por los mejores cultores del género: Thomas Bernhard, Vladimir Nabokov y Juan José Saer, entre muchos otros.

Nuestro autor es un escritor clandestino y cosmopolita, y viaja con la mochila cargada de su propio ejército de fantasmas, como si se tratara de una nueva versión del síndrome de Estocolmo. Por eso, como Kafka, como Pessoa, como Kavafis, escribe para el futuro, con afección, sin presiones, sin público, acaso como su único verdadero lector, en busca de ese viejo saber vital que los griegos llamaban Sofía. Así, acá, coherentemente con su título, el agua es una constante esencial y sutil, como para Tarkovsky y Tales de Mileto.

Pero además están presentes las nubes, la arena, las cenizas y la espuma de los días; y también, claro, la materia –la carnadura– de las relaciones amorosas y filiales. Esos universos paralelos en los que el fluir de la vida suele desembocar más allá del arco iris: En la isla deshabitada de la ficción. Elegir la clandestinidad como gesto histérico, sustraerse a la impronta mercantil del deseo ajeno, eludir las figuraciones y las figuras fáciles de la esfera social, evitar la sobre-exposición y el exceso al que nos obliga la mercantilización salvaje de la actualidad, sin duda, es lo que ha hecho Roberto Elvira Mathez en sus viajes por los mundos posibles y el mundo real. Para que la literatura deje de estar en otra parte.

Marcelo Damiani