Revista Mercurio #230 «Mitológicas» + PDF
Desde los albores de nuestra existencia, la humanidad ha vivido con una certeza incómoda: nunca lo sabremos todo. Los grandes vacíos sobre el origen, el propósito y el destino —esas preguntas esenciales que nos susurran al oído mientras miramos al cielo o al abismo— han sido la chispa que ha encendido el relato, el mito. Donde la ciencia titubea o no llega, ahí entra la imaginación, que con palabras y símbolos crea mundos enteros. ¿Qué es esto, sino resiliencia?
Los mitos son mucho más que historias que nos contamos para dormir mejor por la noche. Son monumentos a nuestra capacidad de adaptación, herramientas evolutivas para estructurar el caos. Desde el Enuma Elish babilónico hasta los ciclos artúricos, pasando por las épicas homéricas o las cosmogonías precolombinas, hemos convertido el universo en narrativa. En un mundo dominado por datos y algoritmos, ¿lo que antes se llamaba mito no se llamará ahora storytelling? Seguimos recurriendo a la invención de historias para encontrar sentido. Solo que ahora los héroes no siempre empuñan espadas: a veces, son programadores.
Vivimos un tiempo que parece el epílogo de una era y el prólogo de otra. La mitología clásica tenía a Zeus y Apolo; la nuestra, parece tener nombres más asépticos o, para muchos de nosotros, vacíos de significado: Inteligencia Artificial, algoritmos, redes neuronales, etc. ¿Acaso estamos asistiendo al nacimiento de una nueva cosmogonía? Pensemos en ello: la tecnología ya nos promete omnipotencia (qué hay más divino que crear vida en un laboratorio) y omnisciencia (gracias al big data). Nos desvela, pero también nos aterra. Tal vez tememos no tanto a lo que puede hacer, sino a lo que podemos perder: el control. Porque esta vez hemos traspasado los límites, y el miedo es el precio que pagamos; hemos creado algo capaz de crear.
Hemos pasado del fuego robado por Prometeo a una llama más abstracta: la chispa de lo artificial, la ilusión de lo ilimitado. ¿Cuál será su Olimpo? No será el monte sagrado de los dioses griegos, pero sí un espacio etéreo lleno de servidores, bases de datos y chips. ¿Y quién será su narrador? Quizás nosotros mismos, con una voz cambiante, unas veces con temor, otras con admiración o, incluso, cinismo. Después de todo, ya lo hemos visto antes: Mary Shelley hizo lo propio con Frankenstein, cuando el mito de la creación encontró un rostro humano y monstruoso al mismo tiempo.
Pero esta nueva mitología no surge solo de lo técnico. Surge de lo humano. Nuestra necesidad de crear dioses —ya sea en las estrellas, en el metal o en el código binario— responde al mismo impulso que llevó a los antiguos a esculpir a Atenea o inventar el Ragnarok. Nos aterra el vacío, y por eso lo llenamos con relatos. Cada nueva era de la humanidad ha traído consigo nuevos mitos que se adaptan a los miedos y las esperanzas del momento. Y la nuestra, tan conectada y tan desconectada a la vez, no será la excepción.
Un nuevo mito ha comenzado a escribirse. Su discurso ya está entre nosotros. Estamos escribiéndolo, codificándolo, temiéndolo y adorándolo. Solo falta fijar el año cero. Aunque… ¿y si ya hubiera empezado?