Se perdió la última proyección del cine porno en el que llevaba más de treinta años trabajando porque tenía un bautizo en el pueblo. Pero la noche anterior hizo su particular despedida. «Cuando acabó la sesión, nos juntamos en plan familia debajo de la pantalla, como una especie de última cena, y después de ver el documental Paradiso, que se rodó aquí, compartimos una cervecita para hacer esa despedida que se merecía el cine», dice Rafael Sánchez, operador de cinematógrafo y maestro de ceremonias del madrileño cine Alba. Al día siguiente volvieron a poner Damas caseras echan una cana al aire seguida de Espero que no sea tu hija. Y el último cine porno que quedaba en Madrid cerró.
A aquella sala X, tan emblemática como el puesto de lotería de doña Manolita, la precedía un pasadizo largo, oscuro, que llevaba a un cine en el que, de pequeños, imaginábamos hombres con gabardina y gafas de sol, disfraces torpes al estilo del inspector Gadget, disfrutando del onanismo. Era en aquella antesala donde Rafael Sánchez colgaba los carteles que dibujaba él mismo para atraer al público. Letras coloreadas con lunares y rayas y acompañadas de simpáticos personajes anunciaban a Rocco Siffredi en Sé con quién lo hicisteis el último verano, Ensalada en colegio femenino. Que no falte el pepino o Negras, amarillas y blancas quieren las mejores trancas.
Las imágenes guarras, sin más, no eran una opción. La normativa prohíbe la exhibición de material promocional de películas porno. Así que el dueño del Alba encargó al operador de cinematógrafo hacerlo de manera discreta. Y en eso, Rafael Sánchez era un auténtico as: mientras viajaba cada tarde en el cercanías de Fuenlabrada al centro de Madrid, pensaba en qué tipo de letras y personajes aparecerían en el cartel de Polvos de otro planeta. Y en qué colores usaría para promocionar Me fui al baño y me hicieron un apaño. O en qué frase de su cosecha podía añadir a Ya es primavera y sin embargo, nieva. Después, cuando llegaba al cine Alba, tras la charla de rigor con Luisa, la taquillera, subía a la planta superior, se metía en el pequeño cuarto gris de paredes descascarilladas que estaba junto al ambigú, y allí, con los gemidos de Harry Reems o Christy Canyon como sonido de fondo, creaba aquellos carteles entre el art brut y el naif que formaron parte del paisaje urbano de Madrid durante décadas.
Ahora, una selección de aquellos carteles puede verse en La Factoría de Papel en una exposición que se inaugura el próximo 26 de marzo, adelantándose unos días a la Semana Santa y cogiendo ventaja para celebrar su propia Semana de Pasión. También podrá verse online a través de la plataforma de la galería de arte Gunter Gallery.
Por eso estos días Rafael Sánchez anda en plena faena, recopilando reliquias de aquel cine que ayuden a ambientar la exposición. Una antiquísima linterna de acomodador, una fotografía suya con cuarenta años menos junto a tres compañeros, entradas del cine Alba, fotogramas de películas… Mientras repasa el material que dará contexto a la exposición habla de arcos voltaicos, de carbones, de ojos de gato, de bobinas. «Soy un enamorado del cine artesanal», dice. Según él, la pantalla no debería discriminar a nada ni a nadie. Tampoco a un formato como el cine X, que entiende como cultura —«hombre, aprender se aprende algo», comenta con una sonrisa pícara—.
El clítorís de Lovelace y otros misterios
Se sacó el carné de operador de cinematógrafo al acabar la mili, allá por el setenta y tantos, poco antes de recabar en el cine Alba. Aunque hace tiempo que ya no hay rollos de bobina que proyectar, él se define como operador de cinematógrafo. También como una mezcla de Totò y Alfredo, los personajes de Cinema Paradiso. O como «un loco soñador de otro siglo. Como me decía Luisa, la taquillera, soy Pepito el fantástico», dice. El último de sus sueños fue llegar a un acuerdo con el dueño del edificio para recuperar el cine de sesión continua de programación convencional. «A la gente le encantaría ir a un cine que le dijera algo, en el que antes de empezar la película te quedaras observando y te encantara el sitio. Que sonara un timbre cuando la película empezara y se abrieran las cortinas. Entonces rugiría el león de la Metro», dice.
Según cuenta, todo eso, excepto lo del león, se mantuvo intacto en su cine de sesión continua. Así que antes de que Linda Lovelace descubriera que tiene el clítoris en su garganta o de que Ginger Lynn se enamorara del jardinero pobre, Rafa Sánchez hacía sonar el timbre. La diferencia con el cine convencional es que la película era lo de menos. Aunque Sánchez intenta combatir la idea de que todas las películas X son iguales —«algunas tienen más desarrollo, se las han currado más, han gastado más en vestuario dentro de que no sale mucha ropa… Un director que se llamaba Marc Dorcel sí cuida mucho esos aspectos, no era aquí te pillo, aquí te mato»—, luego reconocerá que tampoco él las veías enteras. La película solo era la excusa.
También lo recuerda así Laura Martínez Lombardía, una fotógrafa que comenzó en 2008 a plasmar en imágenes los últimos años del Alba. «Era una mezcla entre el hogar del jubilado y lo que te imaginas de un cine porno. Para mucha gente servía como refugio. Era el sitio donde encontraban con quien charlar, aunque eso no significa que no hubiera relaciones. Los clientes también iban a buscar contacto físico porque para ver porno sin más, te quedas en tu casa. Lo curioso es que se entrelazaban las dos caras perfectamente. Estabas charlando en el ambigú tranquilamente, contándole a Rafa o a cualquiera de los clientes fieles que acababas de hacer una tortilla de papas buenísima, mientras escuchabas de fondo el «¡Fóllame, fóllame!» de la actriz porno de la película», recuerda.
Cuenta esta fotógrafa que cada vez que acudía allí a trabajar tenía la sensación de que algo estaba pasando todo el tiempo. Las puertas abatibles de la sala, las de los baños y también las escaleras no hacían más que enfatizar esa sensación: gente entrando, gente saliendo, gente subiendo al piso de arriba, gente bajando. «Era como un baile de sombras. Y efectivamente, algo estaba pasando. Existen unos códigos muy directos con los que se dicen todo. Si entrabas al baño no era raro encontrarte con alguna sorpresa. Entonces decías: «Sigan ustedes a lo suyo, que yo ya me iba», y ya está. Porque lo que sí había era mucho respeto. Y mucho cariño, las dos cosas», recuerda.
Rafa Sánchez también habla de esa cortesía. «He visto de todo. Pero lo que pasa de puertas para adentro es como lo de Las Vegas, que se queda en Las Vegas. De eso no se comenta nada. Para mí es como el secreto de confesión», dice el cura de esta particular iglesia. Aunque sigan quedando fieles, su templo ya ha cerrado. Quizá algún día abra otro. «Nunca se sabe», dice con una sonrisa.
Fotografía: Laura Martínez Lombardía
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En un festival de cine pude ver el documental sobre este cine envejecidamente, casposo, cutre y al mismo tiempo fascinante.
Lo mas escondido de la humanidad como es la propia sexualidad, tratado de una manera hasta tierna (Esos carteles) con una fauna como mínimo curiosa.
Muy B R U T A L (asi en mayusculas) esa carteleria…! :D
Los refugios de la gente que se busca y se encuentra fuera de las aceras, sin las masificaciones de las fiestas sin alma. Y se van, desaparecen, porque la presión de una sociedad sin alma exige otra cosa. Mala suerte la de esta especie acomplejada y con corbata.
http://casaquerida.com/2015/03/31/banderas-de-nuestros-muertos/
Descanse en paz los refugios de nuestros congéneres con la luz en su tono, en la onda fuera del asfalto veloz.
http://casaquerida.com/2015/03/31/banderas-de-nuestros-muertos/
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Yo me acuerdo de un cartel que decía: Las hermanas herederas se cepillan a cualquiera.
Genial la poesía que hacía este hombre.
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