Arte y Letras Historia

Chaves Nogales y Sánchez Mejías

Manuel Chaves Nogales. Archivo Pilar Chaves.
Manuel Chaves Nogales. Archivo Pilar Chaves Jones.

Ceñudo y severo avanza Manuel Chaves Nogales por los pasillos de las oficinas del Heraldo de Madrid, sin otro miramiento que el despacho de otro Manuel, Fontdevila. El director del diario, Fontdevila, acaba de pedir a su redactor jefe, Chaves Nogales, un gran reportaje en el que ausculte Europa sin más pretensión que el diagnóstico continental. El viaje será en avión, y Fontdevila confía en que con quinientas pesetas nuestro intrépido repórter (los anglicismos todo lo pueden) navegue los más de dieciséis mil kilómetros del vuelo.

—Con esto llego a París y quizás hasta Londres, pero…

—¿Y para qué lleva usted un carnet del Heraldo? No me va a decir usted que no sabe pedir dinero en las embajadas y en los consulados ¿verdad?

Esta escena la evoca socarronamente César González Ruano en sus memorias, lo que él denomina «el temple golfo, aventurero y eficaz del Heraldo». Como testigo de este encontronazo rememora Ruano que Chaves Nogales («un gitano rubiasco, muy fuerte, violento y alegre»), a pesar de protestar tímidamente, salió del despacho con los cien duros y el encargo. Para Ruano era Chaves uno de aquellos que «no sabían nada de nada, pero lo hacían todo admirablemente bien». A le bon vivant nadie le tosía a César, tan evidente como la tenaz creencia de Manuel de que para ponerse a escribir en los periódicos había que disculparse previamente por la petulancia que eso suponía, y la única disculpa válida era la de contar, relatar, reseñar.

Volar entonces era lo más cool —el comandante Ramón Franco, hermano de Francisco, venía de realizar una gesta similar en su viaje alrededor del mundo—, solo al alcance de sibaritas acaudalados o reporteros intrépidos, y ya sabemos a qué club no pertenece Chaves. Se destapó Chaves como un periodista «moderno» y visionario. Maribel Cintas, su lucidísima biógrafa, nos revela que «el público lector exigía emoción, obligando al periodista a abandonar la comodidad de la redacción, su objetivo era mover a la reflexión al lector para que fuera capaz de discernir en medio de los acontecimientos».

En agosto de 1928 inicia Manuel lo que Cintas denomina un «análisis de la situación ideológica de Europa, algo así como un mapa espiritual». El raid (porque este garbeo de Chaves Nogales, en sus notas, es un raid) tiende un puente de reporterismo en vena de Madrid a Leningrado, al Caspio por el Mediterráneo, de Berlín a la «grandeza fantasmal de Viena». Chaves radiografía cómo se gesta la Segunda Guerra Mundial, cómo se engendran los fascismos, y qué queda de aquella promesa rusa de ser alternativa al capitalismo emergente. Logró entrevistar a Ramón Casanellas, uno de los asesinos del expresidente Eduardo Dato, incluso buscó la interviú con Trotsky, pero Stalin ya lo había borrado hasta de las fotos. Nada tuvo de templado el tour por Europa de Chaves Nogales; incluso tras veintidós días desaparecido fue rescatado en una remota aldea del Cáucaso… Sus escarceos con la masonería (su nombre en la logia fue el de Larra, uno de su espejos periodísticos) exhortan a Chaves al compromiso político y social, sacudiéndose rémoras y clichés, logrando así testimoniar todo lo que allí vio. Un extracto reza como sigue: «la revolución no ha conseguido todavía hacer disfrutar a los trabajadores de ninguna ventaja de orden material: el obrero vive en Rusia tan mal como en cualquier estado capitalista y muchas veces peor. Pero la superioridad moral, los privilegios de índole espiritual están indudablemente en sus manos».

Manuel Chaves Nogales. Archivo Pilar Chaves Jones.
Manuel Chaves Nogales. Archivo Pilar Chaves Jones.

Es tiempo de censura, y Primo de Rivera fiscaliza todo lo que su torticera vanidad consigue abarcar. Maribel Cintas lo cuenta así: «es Chaves Nogales un joven de apenas treinta años que se empeña en conquistar el mundo informando de lo que ocurre. Y le interesa eso, el mundo, por encima y más allá de la ridícula censura impuesta por el dictador, Primo de Rivera, para evitar que la gente lea, justo lo contrario de lo que Chaves pretende». Afirma el jefe censor, Celedonio de la Iglesia, que son los del Heraldo los periodistas que mejor burlan la censura. El caso más flagrante fue el de La Caoba, bailarina con la que se encamaba el dictador, que se vio envuelta junto a su hermana en un turbio asunto de menudeo de drogas. Una vez la hermana ante el juez, dio orden Primo de Rivera de liberar a la implicada. Entre la espada del dictador y la pared del desacato el magistrado no tuvo ocurrencia más lúcida que hacer llegar su tribulación al Heraldo de Madrid. Al no poderse airear el asunto debido a la censura imperante se embozaron los hechos como si hubiesen ocurrido en Bulgaria. El cotilleo ya inundaba los mentideros madrileños, así que a los lectores poco les costó interpretar entre líneas. Uno de los que mejor supo ver este doble rasero fue Blasco Ibáñez: «El Directorio hizo una revolución contra la inmoralidad y resultó, desde los primeros días de su triunfo, que la inmoralidad llegaba con él».

En 1929 sale a la luz «La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja», donde el cronista sevillano recopila los apuntes que se trajo de su viaje, añadiendo material censurado de sus artículo del Heraldo. La aviación y sus hazañas, aún en pañales, concentraban toda la expectación del gran público; raids como el de Chaves Nogales, su opinión discrecional y su integridad de criterio, lograron un giro radical en la manera de captar la atención de los lectores. Para entender la hoja de ruta vital de Chaves Nogales bien vale este párrafo incluido en el «prospecto» inicial del libro:

No aspiro a que cuanto digo tenga autoridad de ninguna clase. Interpreto, según mi temperamento, el panorama espiritual de las tierras que he cruzado, montado en un avión, describo paisajes, reseño entrevistas y cuento anécdotas que es posible que tengan algún valor categórico, pero que desde luego yo no les doy. Pero esto es tan consuetudinario que no hay por qué entristecerse ni avergonzarse. Uno se mete las manos en los bolsillos y se va.

Hemos necesitado setenta años para saberlo. Chaves Nogales estaba alumbrando todo lo que luego los norteamericanos se arrogaron como Nuevo Periodismo: la reconstrucción de los hechos, el separar el grano de lo noticiable de la paja frívola, el coger al lector de la mano y sentarlo justo enfrente de lo que está pasando. Todo ello depurado con una sabiduría discreta, una visión certera y una escritura subyugante. Nuevo Periodismo, ya saben, eso que inventó Chaves Nogales pero que etiquetaron los Talese, Capote, Wolfe… incluso Mailer o Hunter S. Thompson. Relatar para responder; contar para encontrarse.

Mayo de 1929, oficinas del Heraldo de Madrid, calle Marqués de Cubas semiesquina Alcalá. Allí y entonces, Ignacio Sánchez Mejías —matador de toros temporalmente retirado— publica una serie de artículos en el vespertino esgrimiendo una sesuda réplica a las imprecaciones vertidas contra la fiesta de los toros. Quién sabe, quizá el redactor jefe del Heraldo ya pergeñaba en su cabeza la biografía de un torero.

Sánchez Mejías, quien en esos momentos es presidente del Real Betis Balompié, y también de la Cruz Roja, esparce su tiempo y dinero entre el mecenazgo de la generación del 27 —fue para todos ellos, como dejaron escrito, uno más entre los Bergamín, Gerardo Diego, García Lorca, Guillén y Alberti—, actuaciones cinematográficas, partidos de polo, y su pasión por autos y aviones, incluso llegó a impulsar la creación de un aeropuerto en Sevilla. Con todo y con eso, reside en él un prurito, como en las entrañas de Chaves Nogales, de lucha denodada contra la mediocridad, y un inefable ahínco por compartirlo. Así Ignacio descuella como un literato tanto más desconocido cuanto más pionero en los albores del siglo XX.

Ignacio Sánchez Mejías (DP)
Ignacio Sánchez Mejías (DP)

Justo cuando acude con sus legajos y notas al Heraldo está Sánchez Mejías, cual jeque árabe actual, inmerso en el fichaje para el Betis de tres jugones de aquel momento: Lazcano, que juega en el Real Madrid, y los vascuences Marculeta y Bienzobas, ambos en la Real Sociedad). Sánchez Mejías, ese «andaluz clásico, grave, y perfilado de la Sevilla de Trajano» en palabras de Alberti, ya había publicado en el periódico La Unión crónicas de sus propias actuaciones en las plazas, y en 1928 ya estrenó Sinrazón, primera obra teatral freudiana en nuestro país. Estos artículos en el Heraldo son refutación a un escrito de José Mª Salaverría aparecido en ABC, «El turno de los alemanes», en el cual zurra de lo lindo a la fiesta de los toros, al «sol y moscas», no solo por una cuestión animalista o de antiflamenquismo, sino más bien por el rechazo que causa dicha fiesta entre los alemanes. Afirmaba Salaverría en su ataque a la fiesta que «mientras los españoles se obstinen en mantener las corridas de toros, será difícil extirpar de las imaginaciones extranjeras la idea de una España extravagante o monstruosa».

Ignacio Sánchez Mejías se decanta por un tipo de crónica innovadora, impresionista, vívido reflejo de su manera de sublimar el toreo y de apurar la vida. Porfiado en el ruedo volcó su vergüenza torera en las galeradas y crónicas que trazó. Escribe Ignacio como torea, que es como sentenció Cossío: «Su valor no era solo desprecio absoluto del riesgo, sino que daba la impresión de ignorancia total del peligro. (…) No se trata de un torero intuitivo, sino reflexivo. De todas las condiciones del torero, Ignacio tan solo posee (ese, en grado eminente) el valor». Son seis artículos seis los de Ignacio en los cuales desgaja todo su prontuario de argumentos y réplicas. Titula el primero «¿Cuándo hay que suprimir las corridas?» y en él se insta a Salaverría y sus diletantes lectores a avenirse a la razón de que los toros en España no se puede comparar con ninguna otra crueldad humana. Como al final esto de los toros nunca fue únicamente una cuestión animalista, faltaba la política por pronunciarse. No fue del gusto alemán este artículo de opinión, y Primo de Rivera puso a funcionar el mecanismo de la censura. Días después, espoleado por la mutilación de ciertos párrafos en su anterior artículo, Sánchez Mejías ve publicado su escrito, «Sobre la censura», abogando por la libertad de expresión a la hora de defender la Tauromaquia. Rezaba así:

Satisfecho con lo que creía obligación patriótica, mandé mis cuartillas al Heraldo, y al releer en él mi artículo, he quedado sorprendido de cómo la criba de la censura, al cernir mi propósito, debilitaba todos mis argumentos.

Miguel de Unamuno, que no se perdía una, se congratula de la valiente tozudez de Sánchez Mejías, y no duda en escribir una carta al torero identificándose con él taurina y literariamente («¿No será que la censura —o el mentecato que la inspira— está ofendida o molestada porque la prensa extranjera no se aviene a someter a ella sus opiniones, si es que en ese pobre pueblo aherrojado y amordazado se celebra la reunión de la Sociedad de Naciones?»).

Del resto de artículos rescatamos otros dos; el primero va dirigido a la Sociedad Protectora de Animales y Plantas, a los que tacha de «nuevos sentimentales», quienes desconocen la fiereza del toro, peligroso e indomable, perfecto para la lidia, incomparable con el resto de animales. El segundo, «En Fakires contra teólogos», se adelanta Sánchez Mejías un siglo a hipsters y especistas, sancionando cómo «los nuevos sentimentales» desnivelan intencionadamente el fiel de la balanza ética hacia los toros, evidenciando que ponderan la vida del toro por encima de la de los toreros.

Febrero de 1930, invitado por Federico García Lorca, desembarca Sánchez Mejías en Nueva York, y días más tarde imparte una conferencia en la Universidad de Columbia, «El pase de la muerte», donde en una honda disertación va desmontando los más espurios tópicos del torero bárbaro e iletrado, realizando un incisivo análisis prospectivo de todo lo que desde hace siglos —no es nuevo esto de las aboliciones— encona a enemigos y afines. Entre las cuartillas de Ignacio siguen vigentes las siguientes reflexiones:

El mundo entero es una enorme plaza de toros donde el que no torea, embiste. Esto es todo. Hablemos mucho más claro: antes de aceptar, sin más, la crueldad de la corrida de toros, habrá que discutir sobre la guerra, sobre la caza, sobre el boxeo y otras muchas cosas que la cortesía me impide enumerar. No tengo inconveniente en que se clasifiquen a las corridas de toros entre las crueldades universales. Pero es necesario que sepa todo el mundo que el toro es una fiera. El toro bravo no sirve nada más que para la emoción y la belleza de la creación artística a que da lugar: la lidia. Existe un principio teológico que afirma que el animal fue creado por Dios para regalo del hombre y cada cual debe utilizarlo a su gusto. Hay quien se lo come y hay quien lo torea.

Siete años duró Sánchez Mejías apartado de los ruedos. Polémico y contumaz, aseveraba Ignacio que «el toreo no es crueldad sino un milagro. Es la representación dramática del triunfo de la vida sobre la muerte, el contenido artístico de la lidia brilla sobre el instante y perdura por los siglos. Es el pueblo el que quiere ser torero porque quiere vivir, es el que quiere torear porque quiere hacer milagros».

Y en esas seguimos, opinando acerca de héroes, bestias y mártires, como años más tarde escribiría Chaves Nogales. Y sin solución de continuidad.

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3 Comentarios

  1. Pumazalama

    Malditos genios que por entonces existían. ¿Por qué por aquellos tiempos quien presidía el Betis no era un corrupto amigo de tarantantán, sino un torero más enamorado de la cultura que de la perra barata?
    Cuánta gloria hubo en España antes del desastre, cuánta Tercera España que,a veces, es olvidada a posta.
    Enhorabuena a quien nos rescata estos retazos.

  2. Cuando un escritor intenta lucir letra antes que tema, pasa lo que con este artículo, de tema fugitivo por la claraboya ante los ojos del lector.

  3. No conocía sino por referencias a los dos autores a los que se cita en el artículo. Buenas maneras escribiendo. Habrá que echarles un vistazo. ¡Gracias!

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