Ocio y Vicio Videojuegos

Me gustaría que se lo hubieses dicho a la prensa

Tennis one of the twelve games included in the Odyssey Home Entertainment System Magnavox 1972
Una imagen promocional del Odyssey Home Entertainment System de Magnavox, 1972.

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Quizá nos encontremos con tres de las preguntas más comunes de la historia, ante las cuales suele ser difícil no recurrir a filosofía de la dura. Curiosamente, la conjunción de las tres también se convierte en un gran cuadro que Paul Gauguin decía tener en la cabeza y debía pintar antes de morir. Dicen que una de las características que definen a los seres racionales es precisamente el hecho de ser capaces de plantearse estas preguntas.

Preguntas que nos distinguen de, por ejemplo, las máquinas. De los ordenadores. De las consolas. Pero, a este ritmo, algún día no muy lejano nuestra propia consola será capaz de pasarse por el forro el test de Turing, contar con inteligencia propia e incluso plantearse cuestiones existenciales. Pueden dudarlo, obviamente. Lo que es indudable es que si llega ese momento es muy probable que entre partida y partida la consola nos mire fijamente a los ojos, cual hijo adoptado, y, entre sollozos, nos lance la pregunta incómoda. ¿De dónde vengo? ¿Quién es mi padre? Así que mejor que nos vayamos preparando la respuesta, porque es complicada. Para empezar, su familia no es tradicional. Y es que las consolas, amigos, tienen dos padres. Por lo menos.

Ya llegaremos a eso. Retrocedamos en el tiempo. Y pasémonos de frenada. El icono universal para representar ese momento Eureka es la bombilla inventada por Thomas Edison. Pero si por casualidades de la vida visitan su laboratorio en West Orange (New Jersey) se sorprenderán cuando les cuenten que Edison no inventó la lámpara incandescente. Un tal Joseph Swan —inglés— inventó y patentó la primera bombilla funcional exactamente diez meses antes que Edison. El teatro Savoy, del West End londinense, fue el primer edificio público del mundo iluminado completamente por energía eléctrica —con lámparas de Swan—. Y agárrense; hay referencias de hasta veintidós inventores anteriores, aunque ninguno de ellos fue capaz de encontrar la forma de convertir su idea —o sus prototipos— en un invento viable. La bombilla de Swan fue la primera en gozar de una vida útil suficiente como para ser instalada y por ese motivo se le suele mencionar como el inventor real de la lámpara incandescente. No obstante, Edison consiguió dar poco después con tres características todavía mejores: un material (bambú carbonizado) que le llegó a dar una vida útil de mil doscientas horas a sus bombillas, un mejor vacío al interior de la bombilla (con una bomba Sprengel) y una mayor resistencia, que permitía que fuese económicamente viable su uso en una red eléctrica. Pero lo que marcó la diferencia no fue la bombilla, que en realidad era una anécdota. En palabras del historiador Thomas P. Hughes, hablando sobre Edison: «La bombilla era un pequeño componente de su sistema de iluminación eléctrica, y no más crítica para su correcto funcionamiento que el generador Edison Jumbo, la toma principal, el alimentador de Edison y el sistema de distribución en paralelo. Otros inventores con generadores y lámparas incandescentes, con ingenuidad y excelencia parecidas, han sido olvidados en el tiempo porque sus creadores no presidieron su introducción en un sistema completo de iluminación».

Así pues, unos ciento treinta años después, el único nombre que resuena tras la bombilla es el de Edison. Y él no la inventó, sino que la aplicó, le sacó el rendimiento. Es uno de los ejemplos más claros de un fenómeno habitual: cuando la tecnología está lista para algo innovador, cuando los componentes requeridos para construir algo nuevo pasan a ser económicamente asequibles, ese algo lo va a hacer alguien y, muy probablemente, más de uno. Así ocurrió con la bombilla, con el teléfono, con la radio y con prácticamente todo lo que ha invadido nuestras casas. Nada surge de la nada, el camino está construido paso a paso por decenas, centenares de inventores que se han dejado la piel en ello. Y la historia es arisca; no siempre gana la mejor persona o la mejor idea. Hola, VHS.

Nueve años antes de la muerte de Edison nacía nuestro Swan particular, Ralph H. Baer. Lo hacía en Rodalben, un pequeño pueblo alemán prácticamente fronterizo con Francia. Creció mientras la historia se alejaba de la Primera Guerra Mundial para darse de bruces con la Alemania nazi. Baer tenía once años cuando Hitler llegó al poder y fue arrojado a una escuela solo para judíos, de la que le echaron a los catorce. Así pasó los que pensaba que serían sus últimos años en Europa puesto que, afortunadamente, su familia pudo huir a Estados Unidos dos meses antes de la tétrica Noche de los Cristales Rotos.

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Ralph H. Baer. Fotografía: www.ralphbaer.com.

Su sueño americano empezó con un curso de radio por correspondencia, del que se graduó en 1940. Ironías del destino, en 1943 regresaría a Europa después de ser reclutado y llamado a filas por el ejército americano para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Asignado a Inteligencia en Londres, Baer aprovechó su tiempo entre tierras británicas y francesas para estudiar álgebra. Qué sesiones más prolíficas. Tras una de ellas, acabó en la enfermería. Diagnosticado con pulmonía justo tres días antes de que su división desembarcara en Normandía, la consola debe gran parte de su existencia al álgebra. Y no solo a la de Boole.

Gracias al plan llamado G.I. Bill of Rights, consistente en beneficios para veteranos de guerra, Ralph Baer pudo finalmente ir a la universidad. En 1948, con veintiséis años, se graduaba en Ingeniería de la Televisión —en la primera hornada de la historia—. Durante la carrera, aprendió a diseñar y construir equipos de televisión. Su primer trabajo en Loral le permitió ponerlo todo en práctica al ser asignado a un proyecto que consistía en diseñar un equipo comercial de televisión, entre 1950 y 1951. Su joven y activo ingeniero interior se encontraba deseoso de encontrar formas alternativas de usar la televisión más allá de las emisiones estándar. Llegó a sugerir al ingeniero jefe de Loral, Sam Lackoff, incorporar algún tipo de juego dentro de sus televisores para diferenciarse de la competencia; el equipamiento que estaba manejando Baer ya le permitía dibujar líneas en pantalla. La respuesta fue tan contundente como imaginable: «Olvídalo. Dedícate a construir el maldito televisor; ya vas tarde tal y como está». Cuando Ralph terminó el trabajo, se deslizó hacia el campo de la electrónica militar. Y, durante los siguientes dieciséis años, no volvería a tocar un televisor.

Llegados a este punto, probablemente nuestra consola empiece a bostezar. La situación no será demasiado distinta de la de un capitulo de How I met your mother tras la quinta temporada. Será nuestra obligación llamarle la atención y quizás enseñarle eso de que la curiosidad mató al gato. Ahora le toca aguantar, que todavía nos queda un largo camino. Lo único que puedo hacer es prometerle que se pone interesante.

Durante ese período, Baer ascendió de forma meteórica, pero siempre a costa de trabajar duro y pasar muchas horas en el laboratorio. No volvió a tocar un aparato de televisión hasta 1966, pero por el camino coqueteó con el vídeo interactivo. Flirteo que se puso en relieve tras su llegada a Sanders, donde su experiencia y lugar de responsabilidad le permitieron poner en marcha proyectos que combinaban el trabajo para sus clientes militares y su pasión por la interactividad. La excusa era tan simple como la construcción de un sistema simulador de uso de armas. Al fin y al cabo, disparar a objetivos en un entrenamiento es técnicamente muy similar que hacerlo en una máquina arcade.

Baer era obsesivo. Tampoco me malinterpreten; sus principales virtudes eran la meticulosidad, tozudez y perseverancia. Y como ingeniero ejemplar anotaba metódicamente todos los pasos que daba. Desde que se le ocurría una idea, Ralph registraba el proceso entero, le ponía fechas y horas y lo almacenaba. A él le debemos esta historia. Gracias a esas notas, sabemos exactamente —y se puede demostrar— cuándo y dónde parió la brillante idea de las consolas domésticas. Citándole a él mismo: «Estoy sentado en la terminal de buses del East Side en un viaje de negocios a Nueva York, pensando qué podrías hacer con una TV más allá de sintonizar canales que no quieres. Y así me vino a la cabeza el concepto de hacer juegos, construir algo por 19,95 dólares. Era 1966, en agosto. Tenéis que recordar que soy jefe de sección. Tengo entre 7 y 8 millones de dólares de trabajadores en nómina. Puedo poner a un par de ellos en un banco a trabajar en algo distinto. No hace falta que nadie lo sepa. Ni me afecta en los costes de personal. Y así es como empecé».

El inicio de operaciones es un redondo uno de septiembre de 1966. El génesis. Aquí empiezan a aparecer nuevos personajes en la trama. Bill Harrison es el primero que se pone manos a la obra. Ingeniero puro y duro, una vez Baer tuvo los diseños, Harrison —un técnico joven y talentoso— ejecutó la mayoría de la implementación. En un primer momento, el objetivo de todos sus esfuerzos era conseguir mostrar imágenes en pantalla. Así pues, a los primeros juegos que salieron de esa colaboración les faltaba un elemento clave: la diversión. Ralph Baer demostraría con los años que era un excelente diseñador de juegos y juguetes, pero nadie lo hubiese dicho por aquel entonces.

Cuando el equipo directivo de Sanders —incluyendo su fundador— vieron por primera vez en lo que estaban trabajando, muchos ejecutivos pidieron que se dejara de perder el tiempo de la empresa en ese proyecto. Que «vaya basura». Quién sabe qué habría sido de las consolas modernas de haber cerrado el chiringuito de Baer. El punto determinante fue también casual; su jefe, en un momento ocioso, se pasó para jugar con el rifle óptico que estaban probando. Acertó la mayoría de disparos así que se fue contento. Ya tenían su atención. Y poco a poco, se volvieron más cercanos. El proyecto se mantuvo en marcha esencialmente gracias a él.

La diversión seguía siendo el ingrediente faltante en la mezcla. En 1967, Bill Rusch, un ingeniero desmotivado y rechazado por su propio jefe, fue añadido al equipo de Baer. Ese trío improbable trabajaba en una sala cerrada bajo llave de la sexta planta de su edificio. Los rumores eran inevitables y recorrían escaleras y ascensores. El prototipo que tenían entre manos no tenía la capacidad como para permitir controlar objetos y mucho menos gozar de ningún tipo de inteligencia artificial.

Pero a Rusch, que solía llegar a las diez o a las once de la mañana, se le apareció el espíritu santo un par de meses después de Pascua del 67. Sugirió usar un circuito lógico que proyectara un punto que volase por la pantalla. Con un poco de imaginación las posibilidades eran infinitas. La primera que se consideró fue que los jugadores tuviesen que atrapar ese punto. Pero con el tiempo, ocurrió lo que todos sabemos. Los jugadores se transformaron en palas, el punto volador en una Nittaku tres estrellas y el juego, en ping-pong (o tenis de mesa para los más puristas).

Y para la vuelta al cole, el equipo ya podía jugar a partidos de hockey (hielo, que esto es América, ni con patines ni con hierba como estamos habituados los catalanes) en condiciones. Decimos en condiciones, porque una de las cosas más increíbles que consiguieron fue dar, por primera vez, un cierto realismo al movimiento del puck. Su velocidad dependía de la fuerza del impacto, algo que no ocurriría de nuevo hasta muchos años más tarde. Pong no era capaz de hacerlo. ¿Hemos dicho Pong?

Rewind. Prácticamente mientras Baer volvía a Europa para luchar en la Segunda Guerra Mundial, en Clearfield, Utah, un constructor local tenía un hijo al que llamaría Nolan. Nolan Bushnell sería inventor e ingeniero eléctrico, aunque su verdadera invención sería una industria de miles de millones de euros.

Nolan tuvo una infancia tranquila comparada con la de Baer, pero mientras el segundo era todo orden, seriedad y profesionalidad, Bushnell era travieso, despreocupado y alocado. Aunque dejó el mormonismo pronto en la vida, tuvo ocho hijos. En todo caso, el evento que más marcó la vida del todavía joven Bushnell fue el fallecimiento de su padre en 1958. Como constructor, dejó una elevada cantidad de trabajos sin acabar. Quizás por su locura juvenil —que no se le pasaría con el tiempo— o por su sentido de la responsabilidad, Nolan, con quince años y más de metro ochenta, se encargó de que todas las obras llegasen a su fin. Si podía hacer eso con quince años, el mundo era suyo para comérselo.

Aunque su currículo juvenil —tápate las orejas, pequeña— incluía perlas como usar una cometa con luces para hacer creer a su vecino que venían los ovnis o cambiar la etiqueta de un bote de pintura verde con un llamativo «desodorante» para evitar que sus compañeros usaran sus pertenencias, Bushnell también fue capaz de tener resultados excelentes en campeonatos de debate y estudiaba filosofía en su tiempo libre.

En 1962, con Baer ya en Sanders, Bushnell entraba en la Universidad de Utah. Una de sus primeras reflexiones explica muy bien su forma de pensar. «Escribí que una persona brillante debería ser capaz de dominar cualquier disciplina en tres años —y, para mí, dominar es llegar al 90%—. Te podrías pasar el resto de tu vida para llenar ese 10% restante. Pero no tiene sentido, lo que necesito es seguir permanentemente en esa curva del 90%, con lo que me siento obligado a ir cambiando de temática. La forma de tener una vida interesante es mantenerse en la parte con la pendiente más elevada de la curva de aprendizaje».

Y cuando lo hagamos, hablaremos de la partida de póquer que es la vida. O cómo Bushnell perdió su dinero en una de ellas y tuvo que trabajar los cuatro años que le quedaban de carrera para pagársela. ¿Que dónde trabajó? En un parque de ocio de Salt Lake City, entre máquinas electromecánicas operadas por monedas y pinballs varios. Su ritual de iniciación a las máquinas sacacuartos. Su objetivo era atraer a la gente que pasaba a jugar en ellas. Y ver a los clientes jugar a juegos como Speedway, de Chicago Coin. También hacía tareas de mantenimiento y aprendió cómo funcionaban las máquinas. Esta fue la educación «en B» de nuestro segundo protagonista.

Como culo inquieto que era el señorito, la filosofía lo llevó a las matemáticas y de las matemáticas saltó a la informática, descubriendo la sala de ordenadores. Con el profesor David Evans a la cabeza (y con el antiguo profesor de Harvard Ivan Sutherland) el departamento de informática de la Universidad de Utah tenía a su disposición algunos de los mejores equipos del país. De hecho, a finales de los sesenta, si querías conectar un ordenador al teléfono o a una pantalla de vídeo, solo podías hacerlo en cuatro sitios del mundo o del universo conocido: Universidad de Utah, MIT, Stanford o Minnesota. Albert Einstein escribió una vez que «Tú crees en un Dios que juega a los dados y yo creo en una ley y un orden completos en un mundo que existe objetivamente». No sabemos si juega a los dados o no —esperemos que lo haga a algo más entretenido— pero que Bushnell estuviese allí en el momento adecuado parece algo poco probable.

Los movimientos de Nolan en el laboratorio eran limitados —no era licenciado— pero su determinación y tozudez eran solo comparables a las de Baer. Poco a poco conoció a algunos de los becarios y aprendió Fortran y Gotran. Pero lo mejor no fue eso (ni los pocos juegos que programó), sino su entrada en contacto con Spacewar, de Steve Russell, al que era adicto.

Spacewar running on the Computer History Museums PDP 1 Foto Joi Ito CC
Spacewar! en ejecución. Fotografía: Joi Ito (CC) / Computer History Museum .

Steve Russell es conocido por inventar el primer videojuego. Spacewar!, en realidad, fue programado en 1961 por un grupo bastante más numeroso de estudiantes del MIT, pero quizás la de Russell fuese la aportación más importante. La computadora usada fue un PDP-1, un ordenador puntero en el momento, y el juego enfrentaba a dos humanos, cada uno al mando de una nave con capacidad de disparar misiles, mientras una estrella en el centro de la pantalla creaba un gran campo gravitatorio para las naves. El juego gozó de relativa popularidad (hay que tener en cuenta el contexto) y llegó a servidores de otras universidades. Incluso fue distribuido a través del todavía muy primitivo internet del momento. Spacewar! se considera el primer videojuego influyente.

Pero como el propio Russell reconocía, hay dos evidencias de juegos anteriores, OXO (1952) y Tennis for Two (1958), de William Higinbotham, un personaje del que nadie se acordó hasta 1982, cuando Nintendo intentó, infructuosamente, buscar una excusa para dejar de pagar regalías a Sanders. En todo caso, Russell los descartaba como precursores diciendo algo así como que «hay algunas dudas sobre como defines un juego de ordenador. Dos juegos interactivos existieron antes que Spacewar!, en los que interactuabas con interruptores y cambiabas lo que mostraba la pantalla, dependiendo de lo que hicieses con los interruptores. Pero no estaban particularmente diseñados como juegos. Y no eran muy populares porque, como juegos, no eran demasiado buenos».

El chico tenía parte de razón. Podría haber contado que esos juegos, como el suyo, corrían en maquinaria inaccesible al público general. Espero que hayan notado la cantidad de nombres que van saliendo; no son veintidós todavía, pero vamos en camino.

La respuesta es simple. Somos pobres. Spacewar! usaba una máquina de 60 000 dólares de 1961 para funcionar. Actualicen el coste. Sí, señores, casi 470 000 dólares en la actualidad. No es una cantidad de la que vayamos a disponer próximamente en esta casa. También se tiene que añadir una minucia técnica: el ordenador usado tenía gráficos vectoriales. No pintaba de la misma forma que lo hacen las televisiones domésticas. Más o menos lo mismo pasaba con el coste del llamado Galaxy Game, de Bill Pitts, la primera máquina de videojuegos operada con monedas, de aproximadamente 20 000 dólares en 1971 —más cerca de los 120 000 de hoy día—. A diez céntimos la partida, eran difícilmente recuperables. Así, consola, todo eso hubiese sido como un neandertal para ti. O como una preciosa Vectrex. Otra chispa que le faltó a Russell fue ver el potencial de su concepto, algo que tanto Baer como Bushnell identificaron de inmediato en sus respectivas sendas. En todo caso, Russell nunca patentó nada.

Y así, casi sin querer, Russell se convirtió en un símbolo para todos los que querían entrar en el negocio, ese negocio cerrado a base de patentes y litigios. Baer, en cambio, pasó a llevar la voz de los implicados que intentaban proteger sus derechos en lo que a propiedad intelectual se refiere. Russell quedará para la historia como un actor importante, un inventor de bombillas inviables, pero muy lejano de nuestro Edison particular.

Hablando del rey de Roma, y volviendo al presente, Bushnell se graduaba en 1968 y se mudaba a la soleada California, fichando por Ampex Corporation, una firma de ingeniería. Dieciocho meses después, Bushnell ya estaba aburrido de su trabajo. Pero Ampex proporcionaba a los trabajadores que lo deseasen piezas de forma gratuita para sus hobbies. La gran damnificada fue su hija, Britta, que con dos años empezó a dormir en el salón porque su padre había convertido su rosa habitación en un taller. El objetivo de Bushnell era claro; quería llevar Spacewar! al público general.

En 1969, el hombre llegaba a la luna. Neil Armstrong y Buzz Aldrin daban aquellos pequeños pasos para el hombre, Ralph Baer y Nolan Bushnell hacían lo propio en sendas habitaciones. Antes de terminar el año, Sanders mostraría al mundo el prototipo de la primera consola de sobremesa de la historia, la célebre «Brown Box», prototipo acabado por Baer y sus dos compañeros un año antes. Bushnell estaba a punto de abrir el melón del mercado comercial de videojuegos. Se acercaban los setenta, la década en que las consolas cristalizarían, los circuitos integrados llegarían para quedarse y el mundo se volvería, poco a poco, más digital (y hippie) que nunca.

Seguramente la tele del salón estaría mostrando aquellos primeros pasos, pero Bushnell no los vería. Encerrado en la habitación de su hija, intentando encontrar una solución a sus problemas. Su idea inicial era usar un minicomputador de Texas Instruments, toda una novedad, pero el coste era demasiado alto y le faltaba poder de procesamiento. Las naves de Spacewar! no tenían forma y el juego se movía demasiado lento. Pero si algo no le faltaba a Nolan era perseverancia y recursos. Así que improvisó: en vez de usar una unidad de propósito general, diseñó una circuitería capaz de hacer única y exclusivamente una cosa: reproducir el juego. Ampex proporcionó la mayoría de materiales para el prototipo.

Evidentemente, el resultado quedaba muy lejos de los gráficos vectoriales del PDP-1. Pero parecía dar el resultado. Así que, con la maqueta bajo el brazo, Bushnell se lanzó a buscar un fabricante, que encontró en Bill Nutting, de Nutting Associates, que ya había dado sus primeros pasos en la industria de las máquinas operadas por monedas. Nutting lo contrató y licenció su máquina con el nombre de Computer Space. Nolan puso tanto empeño en que su diseño fuese futurista y atrayente que se olvidó —suponemos— de su accesibilidad. El juego era tan complejo que traía consigo un manual de instrucciones infumable. Otra gran limitación era la posibilidad de jugar únicamente a un jugador contra la máquina. Esos duelos de Spacewar! eran imposibles y los jugadores, solos y confundidos, abandonaban Computer Space rápidamente. Nutting fabricó mil quinientas unidades y colocó muchas menos. La propia Nutting decía que las pocas que se habían colocado, habían sido por la fuerza. Pero Bushnell, mostrando sus primeros delirios megalómanos, echó la culpa al marketing de Nutting.

Así que, ni corto ni perezoso, Nolan cogió sus bártulos y se largó. Esta vez, nadie tomaría decisiones por él. Iba a montar su propia empresa. Montó su trío particular sí, en esta historia vamos de tres en tres con Ted Dabney, un ex de Ampex que se había traído a Nutting, y Larry Bryan, otro de Ampex. Acordaron poner doscientos cincuenta dólares cada uno pero Bryan lo dejó antes de dejar su dinero. Todavía debe estar maldiciéndose a sí mismo.

La compañía debió llamarse Syzygy —un término usado para el alineamiento de tres cuerpos celestes— pero una comuna de hippies que fabricaban velas ya lo estaba usando. Bushnell viró al Go y eligió el que es, grosso modo, el término usado para describir un jaque, Atari. Godzilla había nacido y estaba dispuesto a llevarse el resto por delante, aunque nadie fuese, ni de lejos, consciente de ello. En tan solo diez años, Atari pasaría a facturar más de dos mil millones de dólares y se convertiría en la empresa con el récord de crecimiento en Estados Unidos.

Ted Dabney and Nolan Bushnell with Fred Marincic and Al Alcorn Computer History Museum
Ted Dabney, Nolan Bushnell, Fred Marincic y Al Alcorn. Fotografía: Computer History Museum.

Pero los inicios suelen ser complicados, y Atari subsistió de inicio del poco dinero que Bushnell recibía de la licencia de Computer Space. Las oficinas estaban ubicadas en una zona industrial de Santa Clara, en esos edificios incubadora que solo podían existir en California. La primera empleada fue Cynthia Villanueva, una adolescente de diecisiete años que solía hacer de niñera en casa de los Bushnell, que empezó a trabajar como recepcionista y chica para todo. Sus instrucciones eran simples. Tenía que actuar. Actuar como si Atari fuese una organización mucho más grande y establecida que una start-up. Básicamente, Bushnell no quería que quien llamase se pudiese poner en contacto directo con él; necesitaba al menos una secretaria para que todo pareciese mucho más profesional de lo que era.

El segundo empleado es, sin discusión, una de las personas que más trabajó físicamente para que esto saliese adelante. Al Alcorn, un joven ingeniero recién titulado, con una habilidad electrónica sobrehumana, que fichó también por Ampex cuando Dabney todavía estaba allí. La compañía no pasaba sus mejores momentos y tenía que aligerar plantilla, así que Bushnell le ofreció trabajo en Atari. Al Alcorn aceptó.

Por aquel entonces, Atari ya tenía un par de proyectos en marcha. Bally, que se encontraba en el apogeo de las ventas de pinballs y máquinas tragaperras, les contrató para desarrollar unas máquinas de pinball más anchas. Bushnell, tozudo como una mula, seguía intentando desarrollar una versión multijugador de Computer Space que nunca llegaría.

1972 fue un año largo, muy largo. Técnicamente, además de ser bisiesto, ese año se añadieron dos segundos al Coordinated Universal Time (UTC), algo que nunca se ha repetido, convirtiéndolo en el año más largo de la historia. El 30 de enero nos dejaría el Bloody Sunday, esa masacre que todavía resuena en las calles de Derry / Londonderry. En febrero, Nixon visitaría la China en una maniobra sin precedentes tras la diplomacia del ping pong. Marzo nos dejaría una película. El escándalo más famoso de la historia explotaba en junio, el Watergate. Julio trajo dos bombazos al mundo: el F-15 Eagle, uno de los aviones de combate de más éxito, y a Sofía Vergara. Múnich, Juegos Olímpicos. Spitz se lleva siete medallas de oro para casa pero Septiembre Negro lo ensombrece todo. Los hechos reales en los que se basa ¡Viven!, de 1993, ocurren el 13 de octubre. Los supervivientes serían encontrados el 20 de diciembre, mes en el que moriría Harry S. Truman, el expresidente americano encargado de autorizar los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki.

Pero nos queda hablar de cuatro meses. Cuatro fechas que ilustran el momento cumbre, el génesis que supuso 1972 para la historia de la consola. Sí, tú, amiga, de la que ya parecía que nos habíamos olvidado: te encargaron algo antes, pero tus padres dieron a luz en un intenso 1972. De hecho, aunque a veces nos importen poco las oficialidades y burocracia, tu partida de nacimiento se encuentra en Estados Unidos registrada bajo el número 3659285. ¿Tu nombre original, antes que te adoptáramos? «Television gaming apparatus and method». La gestación fue de cinco años, así que naciste bastante desarrollada, el 25 de abril de 1972.

Y, casi por simple coincidencia, la caja marrón de Baer estaba a punto de llegar al mercado. Tras cuatro años de búsqueda, ahí es nada. Una consola que podría haber llegado en 1968 pero que no lo hizo hasta 1972. Cosas del destino, seguro. En esa eterna espera incluso hubo un período de un año y medio sin movimiento. «Finalmente me di cuenta de que los fabricantes de televisores serían los que más probablemente sabrían qué hacer con la máquina», dice Baer. Durante 1969, Sanders enseñaría ese trasto a los fabricantes que dominaban el mercado, de la época en que Estados Unidos era un gran fabricante de televisores. Sí, esa época no es un mito. General Electric, Magnavox, Motorola, Philco, RCA y Sylvania vieron la Brown Box. «That’s great». Ralph Baer fue a todos ellos y solo se llevó una camiseta que decía «That’s great». RCA se mostró tibiamente interesada pero la propuesta no era suficiente.

Pero los designios de Dios son inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos. Bill Enders, uno de los ejecutivos que había visto el prototipo en RCA, dejó la compañía para fichar por Magnavox. Él solito convenció a su nueva empresa para volver a darle un vistazo a la máquina. Baer, Harrison y Rusch ya estaban llamando a la puerta de sus oficinas centrales en Fort Wayne, Indiana, para volver a mostrar su prototipo. Y la respuesta esa vez fue un «Sí, quiero», dado a inicios de 1971. Magnavox empezó a trabajar para transformar la Brown Box en un producto comercial bajo el nombre de Odyssey.

Parecía la luz al final del túnel pero, para Baer, los dolores de cabeza acababan de empezar. Los siete juegos originales fueron incrementados hasta doce, incluyendo el ping-pong inventado en 1967. El rifle —que había convencido a Sanders de seguir trabajando en el proyecto— pasó a ser un elemento opcional y vendido por separado. Magnavox añadió billetes de papel, cartas de juego, fichas de póquer y una serie de plásticos que se colocaban en la televisión para crear los escenarios en la pantalla. Y con todo eso, los 19,95 dólares que Baer se había marcado como límite pasaron a ser 99,95. «Vi la caja y de golpe salen diez mil cartas, papeles y toda esa mierda. Sabía que nadie lo iba a usar». Ralph no podía ser más explícito.

The Brown Box Lightgun 1967–68 National Museum of American Hidtory
El prototipo del rifle óptico de Baer, 1967-68. Fotografía: National Museum of American History.

Con todo, agosto de 1972 pasaría a la historia por el lanzamiento de la Magnavox Odyssey, la primera consola de sobremesa de la historia. Tu tatatarabuela. Exclusiva de los distribuidores Magnavox. La compañía no era novata en eso, así que montó su evento para mostrarla a los trabajadores y a la prensa en Burlingame, California, muy cerca de San Francisco. Y de Santa Clara.

El 24 de Mayo de 1972 se mostró la Magnavox Odyssey en petit comité. El destino puso a Baer y Bushnell en el mismo día en el mismo sitio. Porque sí, Nolan Bushnell fue uno de los que probó la Odyssey ese día, en uno de los episodios más controvertidos del duelo entre padres. Bushnell mentiría durante varios años sobre esa pelea doméstica; su versión sería que él nunca estuvo allí. Y eso que firmó el libro de visitas…

Volviendo a Atari, que se fundaría un mes más tarde, ¿recuerdan que habíamos presentado a Al Alcorn, su primer fichaje técnico? Pues Bushnell quiso ponerle a prueba usando un juego simple y pensó en el ping-pong que había jugado en la Odyssey un mes antes. Le describió el juego a Alcorn y le dijo que era parte de un proyecto con General Electric. Un proyecto que, obviamente, no existía. Bushnell no pensaba hacer nada con el juego, eso de poner dos palas y una pelota era demasiado simple como para que fuese popular. ¿O no?

Bendita juventud. Al, que era todo ganas y, además, con unas habilidades extraordinarias, consiguió en dos meses algo impensable: abrir el melón de una industria multimillonaria. Al ejercicio de clase de Bushnell le añadió mejoras hasta convertirlo en un proyecto final de carrera. Ideó un sistema para que la pelota rebotara en ángulos distintos en función de la parte de la pala en la que impactara. Añadió sonido. Y puntuaciones. ¿Qué sería de nuestra vida sin puntuaciones? Tras ver como día tras día pasaban varias horas jugándolo, Bushnell cambió de idea. Era divertido. Era la hostia. Tenía una sola regla: no falles. El nombre se lo puso él mismo. Pong acababa de nacer.

Pero mientras Atari ponía una máquina de prueba en la Taberna de Andy Capp (Sunnyvale, CA), Bally Midway desestimaba la opción de fabricarla. No la querían porque únicamente se podía jugar a dos jugadores y ¿dónde se ha visto una máquina operada por monedas que no puedas jugar solo? Además, las cosas solo parecían empeorar: Alcorn recibió una mala noticia del propietario de la taberna. Pong se había estropeado. El padre de la criatura fue corriendo a visitarla y mientras abría la caja de las monedas para tener partidas gratis mientras la diagnosticaba…. Clink. Cli-cli-cli-clink. CRASH. El suelo se inundó de monedas. La inmensa cantidad de monedas que se había depositado en la máquina la había bloqueado. La gente hacía cola para jugarla, y mientras una máquina cualquiera recogía unos cincuenta dólares a la semana, Pong recibía doscientos.

Atari lo tenía claro. Bushnell más. Eso iba a ser un bombazo, pero el eterno problema: la liquidez. El capital para financiar la fabricación de semejantes mastodontes. Con los datos de recaudación, intentó volver a convencer a Bally Midway. Volvieron a recibir un no como respuesta. Incluso se arrastró hasta Nutting que también les rechazó. Atari se quedó sin opciones. La única alternativa era hacerlo uno mismo. Y se lanzaron a ello. Con el dinero de todos los implicados, lograron fabricar once unidades. Esa era la última oportunidad y la supieron aprovechar: mientras fabricar la máquina costaba doscientos ochenta dólares, se vendía por novecientos. Oficialmente, se empezaron a vender el 29 de noviembre de 1972. Esas primeras once unidades se colocaron rápidamente. Sin darse cuenta, ya tenían su dinero de vuelta, que utilizaron para fabricar cincuenta máquinas más. Pocos meses antes se les acababa el dinero, ahora se quedaban sin espacio. Pero a veces no hay mal que por bien no venga, y la empresa adyacente a Atari se declaró en bancarrota. Bushnell se hizo con la nave y con un agujero en la pared para unir ambas propiedades.

Para entonces, Pong ya se había expandido como la gripe por el negocio de los juegos arcade. Los distribuidores de Estados Unidos chillaban, literalmente, para hacerse con una. En poco tiempo, Pong había enseñado qué era un videojuego a millones de personas a lo largo y ancho del país americano. Los clones se empezaron a suceder y las empresas tradicionales de pinball —como Chicago Coin y Williams— lanzaron copias poco disimuladas del éxito de Atari. Incluso Bally Midway, que había rechazado dos veces lanzar Pong, firmó un acuerdo de licencia que le entregaba el 5% de todas las ventas a Atari. Entre una cosa y otra se calcula que en septiembre de 1974 más de cien mil máquinas de videojuegos poblaban el país de las barras y estrellas.

La fiebre no entiende de fronteras y el virus se extendió rápidamente. En Japón, Taito, un fabricante de jukeboxes y máquinas de venta de cacahuetes, lanzó Elepong, el primer juego arcade japonés. René Pierre, con nombre de vino pero fabricante de billares, lanzó Smatch, apuntándose al carro. En Italia, Zaccaria (en Bolonia, también fabricante de pinball de alcance mundial) entraba en el mercado con TV Joker, licenciado por Atari. Incluso esa fiebre trajo un célebre clon de la Odyssey a España, en la que podría ser la primera consola que piso tierras europeas, la Overkal.

Y es que el efecto halo de Pong también ayudó a Magnavox y a su Odyssey, que parecía estar estancándose. Tras los malos presagios de Baer, la realidad había sido todavía peor. Magnavox centró el marketing de la Odyssey junto con sus propios televisores —y disponible solo en los distribuidores propios de la marca—. Siendo la primera consola de la historia, no es de extrañar que el consumidor estuviese, en general, más bien confundido. Así que la idea que cuajó fue que ese aparato funcionaba sola y exclusivamente con aparatos de Magnavox. Y no estamos hablando precisamente de malas ventas —el propio Baer tiene bien anotado que fueron 165.000 aparatos entre el 72 y el 73 — sino de cómo todo esto limitó enormemente sus posibilidades, dejando la puerta abierta a eventuales competidores. La expansión de Pong arcade revitalizó las ventas de la Odyssey, que totalizó 350.000 hasta el cese de su producción en 1975. Al fin y al cabo, el invento de Baer era lo que más se aproximaba a Pong en el salón.

O más bien, Pong se parecía al Ping-Pong de la Odyssey. Ni el nombre disimulaba. Bushnell negaría durante varios años haberse inspirado en ella, pero Ralph Baer era un hombre que lo registraba todo minuciosamente mientras Bushnell no sabía ni dónde dejaba su americana. En 1975, Magnavox demandó a Atari —y a un puñado más de grandes empresas— por sus clones de su Ping-Pong. Entre las decenas de patentes de Baer, las de Magnavox y las de Sanders no hubo ni necesidad de discusión. Además, la evidencia (como el libro de visitas firmado) dejó sin posibilidades a Bushnell, que finalmente admitió haber probado la Odyssey en esa exhibición. El caso se cerró fuera de los tribunales. Magnavox, que creyó que la pequeña startup no tendría mucho dinero, cerró un trato por 700.000 dólares en un pago único. Una cantidad nada desdeñable pero que no hizo ni cosquillas al gigante en el que Atari se estaba convirtiendo. Además, otras compañías más grandes como Bally, Nutting o Williams sí sufrieron toda la ira de Magnavox y Sanders en sus carnes con perjuicios económicos notablemente mayores. Mientras Atari quedaba libre, su competencia sufría un duro golpe. Dos pájaros de un tiro. Como parte del trato, Magnavox obtendría derechos sobre cualquier producto que lanzase Atari en el año siguiente, 1976. Atari no lanzó nada.

Nolan Bushnell afirmaría más tarde que ayudó a negociar dicho trato. «Pagamos tan poco dinero y, como parte del trato, acordamos que [Magnavox] iría a por el resto de competidores. Vaya, nosotros dominábamos el mercado, y de golpe Magnavox dijo, «os ayudaremos, os daremos un trato dulce y daremos una paliza al resto»».

Ese día, Baer estrecharía la mano de Bushnell, al que acababa de ser presentado. Tras un intercambio de cortesías, fueron en direcciones opuestas. Con los años, Bushnell se convertiría en una celebridad, conocido como el «padre de los videojuegos». Pero, amiga consola, ya has visto que no es tu único padre. Que tienes dos por encima del resto, pero aquí muchos pusieron su granito de arena. De hecho, tu primer padre, Ralph Baer, paciente y tranquilo como pocos, aprovechó su jubilación a finales de los setenta para sacar a la luz muchas cosas que habían caído en el olvido hasta entonces.

Nolan Bushnel Max Photography for GDC Online CC
Nolan Bushnell. Fotografía: Max Photography para GDC Online (CC).

«Finalmente, me cansé de ser obviado y empecé a afilar mi cuerno un poquito. Pero no tuvo efectos financieros porque por aquel entonces ya todo había acabado. De la misma forma, no abrí antes la boca, no me hice autoprensa porque tíos como Nolan eran clientes. Tras el trato, tenía licencia. Él puso el negocio en el mapa. De hecho, sin él, no habría generado dinero. Si Nolan quiere decir que él fue el gran inventor, hurra para él. Eres un buen tipo, nos has hecho ganar mucho dinero, puedes decir lo que quieras».

Y en un CES —Consumer Electronics Show— Nolan Bushnell y Gene Lipkin, director de marketing de Atari del momento, se cruzaron con Ralph Baer. Dice Baer que Bushnell lo presentó como al «padre de los videojuegos». Baer sonrió y solo dijo: «Me gustaría que lo hubieses dicho a la prensa».

 

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