Hombre, el diablo juega al ajedrez contigo y se esfuerza por cogerte y darte jaque mate en ese punto (la muerte). Estate pues preparado, piensa en ese punto, porque si ganas en ese punto has ganado en todo lo demás, pero si pierdes, cuanto hiciste no valdrá nada. Girolamo Savonarola (1452-1498)
Memento mori: recuerda que vas a morir. En realidad durante el siglo XV, en una Europa devastada por las epidemias, el hambre y la guerra, lo difícil era olvidarlo. Estaba tan presente que pasó a considerarse que la hora de la muerte era el momento más importante de la vida. A afianzar esa idea contribuyó un tratado que alcanzó por entonces una gran notoriedad denominado El arte de morir, en el que se daban consejos para afrontar ese momento crucial, pues en él el moribundo se jugaba el ascenso a los cielos o el descenso al infierno ante un diablo que aprovechaba ese último suspiro para desplegar todas sus artimañas y tentaciones.
Ese periodo entre el final de la Edad Media y el Renacimiento trajo enormes cambios en todos los ámbitos, la rígida sociedad tradicional se resquebrajaba dando lugar a algo nuevo e incluso la propia manera de verse a uno mismo comenzaba a transformarse: estaba naciendo una creciente conciencia del libre albedrío de cada uno y de su individualidad. Algo que también pasó a reflejarse en la manera de ver la propia muerte, según la profesora de la Universidad Complutense Elisa Ruiz García: «La idea de un Juicio Final colectivo al final de los tiempos fue perdiendo terreno y, en cambio, prosperó la creencia de un juicio particular del alma, presidido por Dios, en el mismo instante en que el principio vital se separa del cuerpo». Si fuera necesario poner una fecha, esta podría ser la de la celebración del Concilio de Constanza de 1414, pues se cree que alguien cuyo nombre se desconoce pero que participó en él fue el autor de Ars Moriendi. Libro que luego contaría con una versión resumida. Se trataba de un manual cuya lectura se aconsejaba precisamente cuando se gozaba de buena salud y a la manera, decían, del caballero que se entrena para el campo de batalla. De esa manera se lograría encarar adecuadamente un momento que según historiador Philippe Ariès en su El hombre ante la muerte era percibido así:
La habitación está llena de gente porque siempre se muere en público. Pero los asistentes no ven nada de lo que pasa, y por su parte el moribundo no los ve. No es que haya perdido el conocimiento. Su mirada se centra con una atención feroz en el espectáculo extraordinario que es el único en vislumbrar, seres sobrenaturales han invadido su habitación y se apretujan a su cabecera. A un lado, la Trinidad, la Virgen, toda la corte celestial, el ángel guardián; al otro Satán y el ejército monstruoso de los demonios.
Se trataba de una imagen, un cliché o meme como diríamos hoy día, que logró una enorme popularidad y dejó una profunda huella en la cultura europea. Una escena pintada innumerables veces desde entonces y que mucho tiempo después, en 1788, contaría con una nueva versión esta vez a cargo del mismísimo Goya. San Francisco de Borja y el moribundo impenitente fue el título de esta obra encargada por la Duquesa de Osuna para la capilla que patrocinaba en la catedral de Valencia. En el boceto podemos ver un monstruo verde que recuerda mucho a un alienígena de película de serie B muy curioso, aunque lógicamente tiene más interés el cuadro final. En él vemos tal como su título indica a san Francisco de Borja intercediendo por un moribundo. Del crucifijo que sostiene el santo, un Cristo convertido en un aspersor de sangre a través de sus llagas riega al moribundo, al que acechan unos feos demonios intentando llevarse su alma en ese último momento. Tenemos por tanto en la escena tres grandes elementos: el moribundo, que representaría a cualquier ser humano en el momento de morir, y dos fuerzas sobrenaturales, el Bien y el Mal, Dios y el Diablo, luchando por el alma que está a punto de abandonar ese maltrecho cuerpo. Se trata de una pintura considerada como un anticipo de las pinturas negras, que realizaría más de treinta años después.
Pero volvamos al libro para conocer con más detalle cómo era esa escena. La muerte debía tener lugar en público, les resultaba perturbadora la idea de que alguien cayera fulminado en cualquier momento a solas. Algo que incluso hoy en día nos sigue provocando rechazo, pocas noticias resultan más angustiosas que aquellas sobre alguien, generalmente ya anciano, del que se descubre que llevaba ya varios años muerto en su casa (casos que cada vez serán más frecuentes, me temo). Por ello El arte de morir señala qué rezos deben recitar los acompañantes, entre los que se aconseja, eso sí, que no esté presente nadie que pudiera estar enemistado, que hubiera sido cómplice en pecados anteriores o que precisamente por su cercanía con el moribundo, como los hijos o esposa, le causaran desasosiego. Lo ideal es que sean amigos y conocidos de fe contrastada:
Cada uno debe con grand diligencia e cuidado prever de algund amigo o compañero devoto, idóneo e fiel, el qual le sea e esté presente en su fin e muerte, para que le conseje e conforte en la constsancia de la fe, e lo invite e provoque a ver paciencia e devoción, confianza e caridafd e perseverança en todas buenas obras, dándole esfuerzo e animando en la agonía e batalla final, e diziendo por é algunas devotas oraciones.
Respecto al protagonista del acto, el propio moribundo, en primer lugar debía aceptar en paz la llegada de la muerte, pues así lo había decidido Dios. En ese momento debía hacer frente a las cinco últimas tentaciones que el diablo le mostraría para intentar doblegarlo. La primera era la incredulidad o duda de la propia fe. Para ello el enviado del infierno le dirigiría estas palabras:
Esta fe o creencia que tú tienes, non es como tú la crees o segund que la predica, ni ay infierno alguno: todos avemos de ser salvos. E aunque el ombre faga muchas cosas que sean aquí avidas por malas, o se mate así mesmo o adore a los ídolos, assí como fazen los reyes infieles e grandes ombres.
Pero si a un lado del lecho de muerte estaban los demonios, al otro se encontraban los ángeles, que le susurraban «non creas en las temptaciones pestíferas e malvadas e falsos consejos del diablo» mientras le hacían recordar ejemplos bíblicos al paciente para que no se quebrase su fe en tan trascendental momento. La segunda tentación era la desesperación, para la que los ángeles ofrecían como remedio la confianza en la infinita misericordia del Todopoderoso. La tercera tentación era la intolerancia al sufrimiento, y dada la escasez de sedantes en la medicina de aquel tiempo no había mejor remedio que aconsejar estoicismo y prometer una recompensa tras la muerte para quien sobrellevase mejor el dolor. La cuarta tentación era el orgullo, «esa punzada que intenta joderte» como diría posteriormente Marsellus Wallace y que aquí lleva al moribundo a vanagloriarse de los logros que ha podido alcanzar en su vida. Por ello los ángeles a su lado le recuerdan que también ha sido un pecador y que en cualquier buena acción ha contado con la ayuda de Dios: «tú non podrías fazer cosa alguna meritoria e buena, salvo mediante e ayudante la su gracia». La quinta y última tentación a la que se somete al paciente en su lecho de muerte es la avaricia, definida por Philippe Ariès como «el amor apasionado, ávido, de la vida, tanto de los seres como de las cosas (…) apego excesivo a lo temporalia y a las cosas exteriores, a los esposos y amigos carnales o riquezas materiales, a las demás cosas que los hombres han amado demasiado durante la vida». En el momento de despedirse del mundo uno puede sentir dificultad por desprenderse de todo ello, tal como se lo recuerda el diablo maliciosamente:
¡O mezquino de ombre! Tú ya desamparas todos los bienes temporales, que por muy grandes trabajos e cuidados has adquirido e ayuntado; e también dexas a tu muger e fijos, parientes e amigos muy amados, e todas las otras cosas deletables e deseadas, en cuya compañía star et perseverar aun grand solaz e alegría te sería, e non menos a ellos grand bien se seguirá de tu presencia.
En la imagen de al lado podemos ver ese instante en el que los demonios recuerdan al interfecto todos los bienes materiales y seres queridos que está abandonando al morir. Los ángeles sin embargo le recordarán que nada de ello puede rivalizar de ninguna forma con lo que le espera en el paraíso. Ante todas estas tentaciones, si el sujeto es capaz de responder correctamente entonces finalmente lo habrá conseguido. Tras el breve paso por este valle de lágrimas que es la vida y tras ese último momento decisivo en el que el destino de su alma inmortal ha estado en juego, podrá recibir por fin su recompensa.
Si nos fijamos en las imágenes inferiores, mientras el moribundo intenta sujetar un cirio junto a su cabeza se representa un bebé. Es su alma en el momento de salir del cuerpo, que es recogida como si de un parto se tratara por los ángeles a modo de matronas de su cabecera y ante la frustración de los demonios que ven cómo otra víctima escapa de sus garras. Es simbólicamente un nuevo nacimiento, esta vez en una vida de eterna dicha en los cielos. O al menos así lo creían.
Interesante artículo. Lo del bebé que representa el alma viene de los iconos bizantinos (u ortodoxos) y se sigue mostrando así en iconos de iglesias de este siglo. Por ejemplo, el icono de la Dormición de la Virgen, se muestra siempre a la Virgen dormida y a Jesucristo con un bebé en brazos, que es el alma de su madre: http://www.preguntasantoral.es/wp-content/uploads/2012/07/dormicion_americano.jpg
Así que, probablemente estás en tiempo agregado, solo por usar un término futbolero, puede que haya llevado una vida dedicada a la exaltación de virtudes por demás espléndidas, y en el ultimo instante el demonio literalmente te lleva porque aprovecha ese preciado, para él, fugaz momento de debilidad, y ya está, todo el mérito de años de tenaz disciplina echado por la borda.
Que injusticia, se ve, que hace falta una (im)paciencia digna de job, en eso de mantenerse fiel a su filosofía hasta las últimas consecuencias. Pero en el polo opuesto, podría suponer que siempre habrá un espacio digno para aquel que ha tenido una vida delezbable, y con un simple acto de contrición da vuelta al resultado final. Mucho de remontada.
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