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La inexistencia frustrada del humor argentino

Diego Abad de Santillán. TEA DP
Fotografía: Diego Abad de Santillán / TEA (DP).

Este artículo sobre Macedonio Fernández (Buenos Aires, 1874-1952) llega para llenar un vacío, con otro. Versará sobre un autor desconocido por méritos propios, alguien que un día se propuso escribir la autobiografía perfecta de un desconocido: aquella que terminamos de leer sin saber exactamente si el protagonista es él o cualquiera de los demás. Llegó a acumular tal número de noticias faltantes sobre sí mismo que su gloria nunca se supo, y en adelante nunca sería posible terminar de ignorarlo, de tal manera que ni siquiera somos capaces de equivocarnos sobre él con algún acierto.

Del profundo desconocimiento en que existía vinieron a sacarlo dos genios dotados de un talento quizá más precioso que el de escribir bien: el talento de reconocer el verdadero talento. El primero fue Ramón Gómez de la Serna, que ya en 1927 mantenía correspondencia con Macedonio, cuyas piezas delirantes leyó en las revistas de vanguardia de la época con la instantánea adhesión que prende el hermanamiento estético: la rara confluencia de tonos, estilos y caracteres a ambos lados del Atlántico. Cuando Ramón se exilió a Buenos Aires le buscó enseguida para seguir cultivando en persona la coherente amistad entre dos de los grandes incoherentes de las letras españolas; dos talantes seducidos fatalmente por la ingenuidad seria de los problemas. «Macedonio es el gran hijo primero del laberinto espiritual que se ha armado en América, y hace metafísica sosteniéndola con arbotantes de humorismo, toda una nueva arquitectura de metafísica que, como se sabe, solo es arquitectura hacia el cielo», escribió Ramón en el obituario a su amigo ido.

Esa nueva arquitectura de la prosa argentina, esa metafísica bienhumorada de Macedonio la explicó luego con más detalle Borges, para quien la escritura de quien fue su primer maestro (junto a Cansinos Assens) niega el yo por esconderlo de la muerte, supremo escándalo que asquea a los temperamentos vitalistas. «Yo por aquellos años lo imité hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. (…) Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color». Así le despidió el autor de Ficciones un mes después de su muerte.

Y así, sobre los elogios de dos genios se alzó una cierta resurrección editorial del nombre genesíaco en la primera vanguardia argentina. Hoy, mientras la fama de Cortázar —que tanto le imitó— no mengua, la del primero de la saga del irracionalismo literario y la invención de géneros híbridos dormita en un letargo seguro, apenas interrumpido por un quijote o un pedante. Lo cual no deja de ser apropiado a su vida de solitario de mate y guitarra, soñador en gabán raído de éxitos que nunca llegaron.

Nadie es el Adán literario, sentenció Darío, y el propio Macedonio confesó las influencias de Twain, de Sterne y de Quevedo, que resultan por lo demás bien visibles: la premisa disparatada, la autoparodia llevada al absurdo, el conceptismo de frase subordinadísima y sentenciosa con regusto arcaizante, la paradoja como esqueleto para articular ocurrencias. Estamos ante el caso excepcional de un autor en quien coinciden la imaginación y la elocuencia en el mismo grado torrencial (normalmente se tiene una o la otra). Eso confiere a su estilo muy depurado una huella de oralidad, quintaesencia de la locuacidad porteña que delata el método compositivo de Macedonio: provisto siempre de una pequeña libreta, el propio orador corría a anotar la última genialidad proferida espontáneamente en tertulia con los amigos, de la cual él era el primer sorprendido. Esta estrategia creativa da cumbres de un ingenio apoteósico, aunque es justo señalar que en sus peores momentos el chiste se le amanera y la incontinencia verbal se confunde con lo farragoso.

Ya que no triunfaba, ya que apenas vendía ejemplares de sus poemarios surreales o de sus antologías de artículos disparatados para Proa o Martín Fierro, decidió reírse de su megalomanía frustrada. O quizá fuera al revés: quizá no vendía libros porque el tema de casi todos ellos era la tragicómica fragmentación de la identidad moderna, y al buen lector burgués no le gustaba (o gusta) que le recordasen (o recuerden) su metafísica irrelevancia. El caso es que Macedonio Fernández, como Mark Twain, pertenece a esa raza escogida por la musa para devolver toda su seriedad a la astuta condición de humorista. Su evolución política no deja de ser significativa, pues viajó de un socialismo juvenil más o menos utópico a un anarquismo místico que le enfrentó con las querencias fascistoides del futurista Marinetti, a quien le soltó en un brindis de bienvenida a Argentina:

Muchos deploran la brotación tardía, en vos como en Lugones, de una fe en el Estado que apena a cuantos creíamos que la superior Beldad Civil era El Individuo Máximo en el Estado Mínimo. Ilustres como sois en el mundo; naciendo dictaduras en toda Europa; mostrándose aún en los Estados Unidos frenesíes estatales de democracias y congresos dictadores con leyes de injerencia en los hábitos, creencias, placeres, viciosos o no, del individuo —prohibiciones del alcohol, del juego, imposiciones de higiene privada, etcétera—, hay que confesar, insigne futurista, que el pasado no ha muerto y no le falta un parecido de porvenir.

Vaya si sabía también ponerse serio.

Volviendo al humor, por desgracia no he tenido aún la oportunidad de entrevistar a Les Luthiers y preguntarles si han leído a Macedonio Fernández. Me sorprendería mucho que contestaran que no. En la finura expresiva que caracteriza el humor del afamado quinteto parece difícil no advertir deudas de paisanaje con párrafos como este, extraído de sus deliciosos Papeles de Recienvenido:

No sé si por algunos excesos de conducta o por observancias poco estrictas en mi régimen de vida cumpliré en breve cincuenta años. No lo he efectuado antes porque, cada vez que impacienté al tiempo adelantando algún acontecimiento, me cambiaron uno bueno por uno malo. La elección de un día invariable de cumpleaños me ha permitido conocerlo tan bien que, aun con los ojos vendados, cumpliría mi aniversario. Alguien dirá: «Pero Recienvenido, otra vez de cumpleaños! ¡Usted no se corrige! ¡La experiencia no le sirve de nada! ¡A su edad cumpliendo años!» Yo, efectivamente, entre amigos no lo haría. (…) Otros juzgarán que el anuncio de mi próximo aniversario va encaminado a incitar a los cronistas sociales para recordarme con encomios: «Nadie como el señor R. ha cumplido tan pronto los cincuenta años»; o bien: «A pesar de que esto le sucedía por primera vez, cumplió su medio siglo el apreciado caballero como si siempre lo hubiera hecho». Alguien con algún desdén: «Con la higiene y la ciencia moderna, quién no tiene hoy cincuenta años». «A su edad no tenía mucho que elegir». En fin, lo cierto es que nunca he cumplido tantos años en un solo día.

La quiebra lógica, los juegos gramaticales, las situaciones absurdas recuerdan bastante a las técnicas usadas por Mihura en sus insólitas Memorias, y en general al humor sutil de la que se ha dado en llamar, con bastante pereza, «la otra generación del 27». También nos acordamos leyéndole de los cuentos de Groucho o de Woody Allen. El buen humor, como las familias felices de Tolstoi, se reconoce enseguida. Quizá solo un poco menos rápido que el humor de monólogo industrial que nos asola, donde el tópico se manufactura como los mejillones en las conserveras. Yo pienso que el odio al tópico es un regalo de las mejores sensibilidades. Cuando Macedonio describe los amores anticonvencionales de Alphabeticus y Teresina, subraya que «se querían entrañablemente, a pesar de que ni el padre de él ni la madre de ella se oponían despóticamente a sus amores».

Macedonio acarició un ambicioso proyecto. Ya que no se veía capaz de escribir la primera novela buena de Argentina, quiso escribir al menos la última mala. La tituló Adriana Buenos Aires; última novela mala. Tal cual.

En la obra de nuestro autor, sin embargo, no todo es greguería e ingenio; entre tanta selecta bufonada encontramos análisis sociales de una lucidez indiscutible: «Hoy la publicidad se ha hecho tan esencial a todo que la mera pasividad no nos gana concepto de desconocido».

Cumpliendo su deseo bartlebyano de disolución, la muerte se llevó a Macedonio Fernández cruzado el ecuador del siglo XX. Presumía de padecer un lote variado de enfermedades, aunque creía que con una le bastaría al fin. Confesaba que no las combatía porque no sabía exactamente cuál necesitaría en el desenlace. La posteridad le reservaba la paradoja de este insignificante artículo, que perturba la confortable tesis de su inexistencia.

Ediciones Corregidor Iliazd DP
Fotografía: Ediciones Corregidor / Iliazd (DP).

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6 Comentarios

  1. Pedro Picapiedra

    Hablando de evitar tópicos… Lo de «cruzando ecuador del siglo XX» te ha quedado de lo más original. Por lo demás, interesante artículo.

  2. Pingback: La inexistencia frustrada del humor argentino | ¡A los molinos!

  3. «Yo pienso que el odio al tópico es un regalo de las mejores sensibilidades.»

    Ya somos dos, disimulemos. A Macedonio, de quien leí «El Museo de la Novela de la Eterna», lo conocí, imagino que como muchos, gracias a Borges, fuente inagotable de sugerencias. Aquí unas cuantas anécdotas que me gusta recordar:

    http://lakbzuhela.blogspot.com.es/2009/01/jorge-luis-borges-anecdotas-humor-de.html

    Muchas gracias por el espléndido artículo, señor Bustos.

  4. José Luis Sanchez de lamadrid

    ¡Menudas influencias, con tales maestros!. Twain, Sterne, Quebedo….Ahí es nada. Maestro Bustos: yo veo, en sus magnjíficas prosas, parecidas influencias. Me felikcito por haberme reenciontrado con usted.

  5. José Luis Sanchez de Lamadrid

    Perdón. Se me ha delizado el dedo desde la v a la b. Don Francisco no me lo perdonaría.

  6. Enorme entrada, felicitaciones

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