Artículo Premium. Jot Down Magazine para Alhambra Reserva 1925.
(Viene de la primera parte)
No es un personaje antiguo, y sin embargo es todo un clásico. Hattori Hanzo, el legendario forjador de katanas de Kill Bill, hacía las mejores espadas del mundo. Eran tan valiosas que ni siquiera podían medirse en una escala tan banal como la del precio. ¿Cómo? No lo sabemos, pero lo podemos imaginar. Las shinken y nihonto, aceros japoneses hechos a mano mediante herrería artesana tradicional, son algunas de las armas más caras que se pueden adquirir hoy en día. No resultan muy prácticas en la era de la pólvora y son artilugios demasiado valiosos como para mellar su filo contra otra espada o ensuciarlo con, pongamos, sangre. Aun así, las mejores se venden por precios que alcanzan los veinticinco mil dólares y algunas han llegado a doblar esa cantidad. La razón es simple: su forja, preciosista y muy delicada, dota a las aleaciones de una flexibilidad y una resistencia que desconoce cualquier otro filo del mundo. El precio a pagar por semejante acabado es que ningún momento del proceso, que se puede dilatar durante meses, se puede delegar el trabajo en otra herramienta distinta de las que tienen mango y se empuñan con las manos.
Con ellas empezamos nuestro segundo repaso a algunos de los oficios artesanos que, se pongan como se pongan los ingenieros, la historia y sus revoluciones tecnológicas, empiezan y acaban con las manos. Aquellos que no se miden por automatismos y ratios de producción por minuto, sino por singularidad, calidad y resultados. Y, en algunos casos, por los miles de años que esto lleva siendo así.
Y no estamos exagerando. El verdadero oficio más antiguo del mundo —que, por cierto, no es el que usted se piensa— tiene precisamente esa edad. Una pista: se hace con barro, agua y dos manos. Y también con la ayuda de un torno, al menos desde hace poco tiempo —léase, unos cuantos siglos—. La razón por la que aquí las centurias son eso mismo, «poco tiempo», es que la cerámica es tan antigua que, en realidad, no sabemos lo antigua que es. Y estaremos de acuerdo en que eso es mucho tiempo.
O, dicho en propiedad, hemos renunciado a saberlo. Si durante décadas se especuló con la fecha de la invención de la cerámica, muchos arqueólogos contemporáneos prefieren dejar la cuestión en suspenso, al menos de momento. Cada fecha que se ha propuesto se ha tenido que revisar y retrasar con cada nuevo hallazgo, y si algo se halla con facilidad en los yacimientos arqueológicos de cualquier lugar del mundo, eso es cerámica. Algunos de los ejemplos más antiguos que se conocen son venus y vasijas de la cultura gravetiense, de hace cerca de treinta mil años. Hoy el progreso de la ingeniería puede ofrecer al ceramista la posibilidad de automatizar su trabajo e incluso de producir en serie, pero es eso mismo: una posibilidad. La mejor cerámica, hoy como hace treinta siglos, sigue siendo la que se hace con los dedos.
Porque los dedos, por si no lo sabe, son una herramienta tan útil que sirven incluso para enmendar las imprecisiones de las unidades de medida estándar. Un ejemplo: sea en pulgadas o centímetros, debe interponer un dedo —preferiblemente el corazón— entre la cinta métrica y el cuerpo para medir el pecho, pero no cuando se trate de la cintura. Siempre que esté tomando medidas para una chaqueta, claro. Cuando sean para una camisa, sin embargo, sí conviene añadir un dedo extra al diámetro de la cintura y otro al del cuello, aunque eso depende del cuello. Estamos fabricando un traje, uno que se ciña debidamente a nuestra figura y dé la mejor imagen de nosotros, y por eso no hemos acudido a ninguna casa o firma, sino a un sastre. Los trajes de fábrica son más accesibles, pero pecan de atenerse a las medidas estándar. Son universales y obedecen a un canon. Y el canon, ya se sabe, es desagradecido con quien no cumple con sus reglas. Desagradecido y, por descontado, desfavorecedor.
Un modisto, en cambio, medirá nuestro brazo en dos tramos, nunca uno solo, y el ancho de la espalda de hombro a hombro, aunque también se comprobará con la cinta que sus dos mitades presentan el mismo ancho —algo no tan frecuente como podría parecer—. En sastrería solo hay una norma universal: medir cerrando la cinta por delante, no por detrás. Y es puramente técnica. A partir de ahí, cada profesional obedece a sus propias intuiciones, algo imprescindible en un oficio que consiste en vestir del mismo modo a las personas, entre las que —y esto es algo ampliamente documentado— no hay dos iguales. Puede que no con la frecuencia con la que solían, pero en la era de las franquicias de ropa y los grandes emporios textiles, los sastres siguen esgrimiendo alfileres, tomando medidas y trazando patrones. Por algo será.
De hecho, las industrias en las que imperan el estándar, la producción en serie y el acabado universal no han fulminado la artesanía. Se lo pueden haber puesto complicado a muchos oficios, pero en otros han abierto nichos donde simplemente no había ningún tipo de manufactura. De hecho, una de las profesiones artesanas de mayor salud en nuestro tiempo anida en una industria que rara vez asociamos al trabajo con las manos: la automovilística.
Porque, ¿qué es tunear? Según la RAE, «hacer vida de tuno» o «proceder como tal», aunque en la calle el tuneo o tuning tenga ya poco que ver con vestir mallas y cantar serenatas. En realidad, la personalización de vehículos comenzó a mediados del siglo pasado, pero no ha sido hasta finales del XXI y principios del XXI que cualquiera puede disponer de un vehículo tuneado. Las posibilidades son infinitas porque, precisamente, consiste en eso: en modificar, equipar y rediseñar nuestro coche con total libertad, al efecto de convertirlo en algo singular. Y en la versión más refinada de este arte tan nuevo, en restaurar modelos antiguos y darles una segunda vida en las carreteras de hoy. Nada de lo que entiendan los clásicos brazos robóticos de las grandes cadenas de montaje, esos de los que se reseña con frecuencia su precisión y el elevado número de piezas que son capaces de manufacturar —a falta de un verbo mejor—.
Y ahí está el quid, por supuesto. En que la cantidad suele estar reñida con la calidad. Y esa es el arma que blande lo artesano en la batalla que planta a lo industrial. A veces porque hacer las cosas lentamente es la única manera de hacerlas y a veces porque hacerlas lentamente es hacerlas mejor. ¿Sabe lo que es un queso hecho rápidamente? Es simple: un queso peor.
Y lo mismo ocurre con el resto de lácteos o con los embutidos de cualquier tipo, por poner solo un par de ejemplos. Nada que no sepa cualquiera equipado con un paladar, particularmente los de paladar más preciso. La cata es otro de esos oficios en los que las prisas son malas consejeras, quizá porque el diagnóstico del catador incluye en muchas ocasiones la propia cantidad de meses o años que ha requerido un determinado alimento o una bebida para alcanzar su punto óptimo. Puede que un análisis revele la cantidad exacta de componentes químicos y su proporción, pero no se engañe: una cerveza de calidad, un buen jamón o un gran queso son algo más que la suma de sus ingredientes.
No es una forma de hablar. Tome el ejemplo de un retrato al óleo, por ejemplo. O a la acuarela o al carboncillo. ¿Acaso diría que es la mera suma de sus materiales? Durante siglos, la pintura era la única manera de preservar la imagen de cualquiera. Cuando la técnica de la fotografía se generalizó a mediados del XIX muchos auguraron el fin de los retratos con pincel, pero nada más lejos de la realidad. De hecho hoy, en plena era del Photoshop, el retrato manual no se limita a sobrevivir, sino que se cotiza bastante más que cualquier fotografía. ¿La razón? Es complicado asignarle un nombre, aunque todos sabemos cuál es. Ese plus misterioso, el enigmático extra de valor y calidad inherente a la producción artesanal.
No tiene nada que ver con la precisión, y a veces siquiera con la delicadeza. De entre todas las artes clásicas, una de los que tiene que lidiar con materiales más bastos es seguramente la vidriera, y es por eso precisamente que aquí tampoco las máquinas consiguen hacer un trabajo mejor que el de las manos. ¿Por qué, si no son más que pedazos de cristal engarzados en metal? Misterio, pero así es.
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He sido tapicero, pero ahora todos compráis sofás del ikea, cabrones. :)
No es por nada, pero incluso vuestro propio enlace sobre la forja de espadas tradicionales samurai dice claramente que las espadas «industriales» tienen una calidad igual o superior a las forjadas a mano. Lo que las hace carísimas es que están hechas a mano por multitud de artesanos, e incluso se hace hincapié en que parte del proceso de forja tradicional (el plegado del acero) se hace por simple tradición, pero que no aporta nada al filo y si se hace incorrectamente puede perjudicar la resistencia de la hoja.