Venimos de los treinta, permitiéndonos el desliz consciente de dejar para esta década un título importantísimo en la historia de las tiras de cómic en prensa (en tanto que también ocupará esta década y las siguientes). En el 1934, empieza la larguísima saga de Terry y los Piratas a manos de su creador Milton Caniff. Éste se ocuparía de la colección hasta el año 1946, donde le tomaría el relevo George Wunder que la continuaría hasta el 1973. La de Terry Lee y sus compañeros no es propiamente una historia de piratas, sino de aventuras en general; si bien con el tiempo irá convirtiéndose en la historia del desarrollo y madurez del joven protagonista que, tras varias aventuras de corte más desenfadado, es llevado a relatos más dramáticos y profundos cuando sus andanzas lo emplacen a vivir la invasión japonesa en China (que nunca fue nombrada específicamente como tal, dentro de la historia, por razones político-diplomáticas) o al alistamiento de Terry en el ejército americano, momento en el que las historias de la Segunda Guerra Mundial coparían el trasfondo de la tira.
Sin embargo, pese a que la correspondencia temática con este tour por el género de los piratas parezca algo vaga, vale la pena pasar por él por dos razones fundamentales (amén de hacerse irresistible no rozar aunque sea un poco esta obra única)
La primera de esas razones está en que pocos (muy pocos) autores deciden narrar historias de -o sobre- piratas ilustrando a los piratas contemporáneos de sus mismas épocas. La mayoría de autores del género se han remontado a momentos históricos anteriores y/o inspirado en obras de la literatura de aventuras o el folletín a la hora de elaborar sus propios trabajos. Evidentemente, nadie hace cómic sobre piratas contemporáneamente al siglo dieciocho, el diecisiete o cualquiera anterior al uso de la historieta como medio narrativo. Pero igualmente, son pocos los que buscan un acercamiento a plasmar la realidad coetánea del elemento marítimo clandestino en su momento actual quizá por la falta de idealización o romanticismo que inspira el momento presente. Ya lo hemos visto en la década anterior y lo seguiremos viendo de aquí en adelante.
Sin embargo, Caniff es de los pocos que arranca precisamente a partir de esa idea. Bajo la idea inicial de su editor, Joseph Patterson, por cuyas manos habían pasado libros sobre piratas y mujeres pirata en el misterioso oriente de los años veinte y treinta, buscará el referente actual en cuanto a narrar aventura. La propuesta cuajó, y así, la tira presentaba como primeros rivales del protagonista a los piratas de los mares del sur de China (más o menos estereotipados, inevitablemente) con los que Terry tendría que lidiar una y otra vez durante sus aventuras en ese país.
La segunda razón para detenernos aquí está en la presencia de una de las villanas, con trasfondo pirata, más reconocidas de la historieta : La misteriosa y cruel Dama Dragón. Para su creación, Milton Caniff se inspiró en una “reina de los piratas” documentada en I sailed with chinese pirates (1930), una de las obras del periodista itinerante Aleko Lilius. Si bien la obra de Lilius es la única en la que se referencia la existencia de esta mujer -conocida como Lai Choi San, nombre que también se usaría en la tira para el mismo personaje- y existen dudas respecto de su existencia real, a Caniff ya le sirvió para crear a una villana memorable, quebradero de cabeza para el héroe casi desde el minuto cero de sus aventuras. Imponente y seductora, pero también fría y despiadada, el autor no escatima en dedicarle páginas a esta femme-fatale para desplegar su inquietante presencia, maquiavélicos planes o procedimientos de tortura; una sola página de la edición dominical consiste en un paseo por las diferentes cámaras del dolor de la fortaleza de la villana, para pasmo general de Terry y compañía. Pese al estereotipo del que parte de salida, también habrá momentos en que la Dama Dragón será una aliada temporal de los protagonistas en determinados momentos ganando en riqueza y profundidad con el tiempo, como sucede con toda esta obra de Caniff en general. La Dama Dragón incluso participaría en la resistencia contra los invasores, durante la guerra en su país, si bien más por proteger su patrimonio del enemigo que por patriotismo, todo sea dicho.
Tan relevante y presente se haría el personaje en la cultura popular que el término “dragon lady” se instalaría como forma de denominar a un estereotipo de mujer asiática con rasgos de personalidad como los que dibujó Caniff. Aunque también se llegaría a ampliar el uso del apelativo a mujeres no asiáticas de carácter recio.
Los primeros piratas en España: los cuadernos populares como carta de navegación
La entrada en esta década también nos permite empezar a hablar de las primeras historias de piratas narradas gráficamente en nuestro país desde el formato del cuaderno de aventuras. Aunque hubieron unos previos: en la revista Chicos, donde autores como Iranzo con El Pirata Desconocido (1945) o como Canellas y Blasco, con El Corsario X (1946), ya introdujeron este género a este tipo de publicación.
Pero los años 40 conocen el auge del formato del cuaderno apaisado. El éxito de historietas como Roberto Alcázar y Pedrín o El Guerrero del Antifaz demostró que el cuaderno funcionaba como medio para publicar aventuras gráficas y llegar conquistar al público.
La mayoría de estas hazañas piratescas se ven sometidas –como todas, las de otros géneros, por otra parte- a las características político-sociales del momento. Por un lado, los permisos para publicar periódicamente caían en manos de los más afines al régimen, con lo que casi todos nuestros piratas terminaban como “series” publicadas en números sueltos sin numeración visible en portada. Por otro, toda publicación tenía que pasar por el proceso censor, lo que retrasaba las publicaciones e, invariablemente, alteraba contenidos restándole libertad a los mares que podían surcar los engarfiados. Régimen aparte, las historias estaban sometidas a los sesgos ideológicos y culturales de un contexto de dictadura de postguerra.
Los cuadernos abarcan una variedad de escenarios y de géneros bastante extensa. Esto, unido a los míseros pagos y a la remuneración por viñeta, provoca que los autores busquen ser bastante industriosos y prolíficos en su trabajo. Ello facilitará que gran parte de los autores conocidos del momento trabajen en gran parte de los géneros de aventuras. Así pues, unos u otros acaban pasando por el género que nos toca.
Por lo demás, las historias se centraban en narrar aventuras, buena parte de ellas, quizás desde un ánimo de evasión y transporte al lector a otra realidad, diferente, más exótica, con algo de intriga, pero sobre todo acción y violencia (la permitida). Las referencias vuelven a ser la literatura de aventuras, pero también la cinematografía y la historieta americana con autores como Burne Hogarth o, de nuevo, Harold Foster. Algo que se usará con frecuencia también en este género serán las identidades ocultas con los primeros enmascarados piratas, Zorros de los mares.
En esta primera década de presencia estable del cuaderno, los piratas, quitando alguna excepción medianamente notable, no llegan a conseguir “series” muy largas.
Por ejemplo, uno de los primeros piratas de cuaderno es El Capitán Enigma (Marco, 1946) de Emilio Boix, del que sólo llegarían a publicarse 8 números. No obstante, en el año posterior, surgiría el cuaderno que más éxito cosechó en este género en esta década : El Diablo de los Mares (Toray, 1947) de Giralt (Artiz) y Artés. Giralt, además, vería su mayor éxito en esta colección, que llegaría hasta los 68 números. Sucesivamente aparecería un “spin-off” del mítico Boixcar, con Artés de nuevo en los guiones : El Hijo del Diablo de los Mares (Toray, 1949), narrando las aventuras de la progenie del primero, que cambiando barco por caballo y género piratesco por el de espadachines daría para 22 números más.
Otros títulos a mencionar de finales de esta década serían El Pirata Negro (Bruguera, 1948) de Luis Gago (hermano de Manuel Gago, creador de El Guerrero del Antifaz), de la que sólo publicaría 10 números, o El Pirata Cobra Blanca (Cies, 1949) de varios autores al dibujo y el imaginativo Casellas al guión, al que darían vida durante una docena de números.
No obstante, el verdadero “abordaje pirata” llegaría pocos años después, en la década siguiente, con un título que se haría un lugar entre los grandes del cuaderno.
Rumbo al sol naciente: en el albor del manga
Un dato “anecdótico” antes de terminar esta década. Pese a que los autores japoneses, en general, no tocarán el género pirata desde el clasicismo de los occidentales, existe una obra con algunas referencias sobre piratas -del “dios del manga”-, que es considerada como uno de los primeros pilares sobre los que se construye el manga moderno. En el 1947, Osamu Tezuka -con dieciocho añitos nada menos- publica Shin Takarajima (La nueva isla del tesoro) manga publicado con el formato de libro rojo, de unas 200 páginas (obra de largo formato al que no se estaba acostumbrada en aquel momento). Fábula de aventuras, con golpes de comedia y piratas como enemigos incansables del héroe, Tezuka empieza a desarrollar los fundamentos de lo que sería el manga a través de la inspiración occidental venida de la Disney y de un desarrollo de la acción muy dinámico, cinemático y con atención a los detalles. Toda una revolución en la historietística japonesa del momento.La reciente edición de Glenat en nuestro país de este trabajo contiene, además, un diario del kamisama Tezuka de aquellos momentos en los que se gestó la obra, repleta de detalles y anécdotas. El autor, en un entorno de postguerra tenía como objetivo llenar sus obras de optimismo, coraje y energía. Nada mejor que una reinvención de la obra de Stevenson, clásica búsqueda del tesoro, con piratas tras los talones del protagonista para soñar un poco y mover el espíritu de sus compatriotas.