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Guillermo Ortiz: La carrera meteórica de Jean Van de Velde

Decir que en 1999 Jean Van de Velde era un desconocido probablemente tenga algo de eufemismo. A sus 33 años y después de 10 temporadas en el Circuito Europeo, el francés se planta en el tee del hoyo uno del campo de Carnoustie para abrir su participación en el Open Británico con solo tres grandes disputados a sus espaldas, los tres en Gran Bretaña, sin superar en ningún caso el 34º lugar.

Carnoustie, durante aquellos cuatro días, parece cualquier cosa menos un campo de golf. Envuelto en una tremenda tormenta de viento y agua, todos los favoritos van cayendo poco a poco aburridos de pelearse contra los roughs, los bunkers y unos greens incontrolables. Woods, Duval, García… todos empiezan a sumar bogeys, doble bogeys y resfriados sin solución de continuidad. Nadie consigue batir al campo, ni acercarse: Van de Velde, cómodo líder desde la primera jornada, llega al último hoyo con un contundente +3.

Lo que en cualquier otro torneo le habría condenado a un puesto intrascendente fuera de los diez o quince primeros, aquí le da una ventaja de tres golpes sobre el segundo.

Un doble bogey, por tanto, le basta para la victoria en el 18. Un mísero doble bogey. En ese momento, algo dentro de su cabeza le dice que uno no pasa de ser un Don Nadie a ganar un Grand Slam del primer hoyo al último haciendo un doble bogey, así que el francés sale a lo grande con su drive imperial en vez de un palo más conservador. El golpe se va a la izquierda, muy lejos pero en el rough, a pocos metros de un riachuelo. Van de Velde mira al público, hace un gesto que parece decir: “Bueno, no puedo hacerlo todo perfecto” y el público, entregado, le ríe la gracia.

El segundo golpe no es tan divertido: en lugar de devolver la pelota a la calle y desde ahí, tranquilamente, acercarla al green y disponer de hasta tres putts para ganar el torneo, Van de Velde sigue en su búsqueda de la gloria. Con su aire elegante, determinado, napoleónico decide tirar directamente a por bandera: la bola sale incontrolada, golpea las gradas y se queda en el rough profundo. El jugador suspira. La tensión empieza a marcarse en su rostro pero hace como si nada, como si lo tuviese todo bajo control.

El problema es que a estas alturas Van de Velde no tiene ni puñetera idea de qué demonios está haciendo: en medio de una gran ovación el francés se coloca para dar su tercer golpe, un chip relativamente sencillo a green. La bola sale muerta del palo y apenas avanza unos metros, los justos para caer a una ría.

Repasemos un instante: a este hombre le bastaba con hacer seis golpes en un par 4 para ganar un torneo con el que probablemente no habría ni soñado a lo largo de su carrera. De repente se encuentra con que ya ha dado tres… y su bola está en el agua. Van de Velde entra en pánico. Empieza en su cerebro una cuenta atrás frenética: ¿cuántos golpes le quedan para ganar el torneo? Tres. Si consigue meter la pelota en el hoyo después del tercer golpe, la copa será suya. Las cámaras enfocan a su mujer, entre el público: tiene las manos en la cara y una sonrisa congelada en la boca.

Jean se acerca muy seguro a la ría y echa un vistazo. Puede dropar, con lo que perdería un golpe más y solo tendría dos de margen para la victoria, o puede jugarla desde la propia ría y confirmar a todo el mundo que ha perdido completamente el juicio. Se sienta en el borde, se quita los zapatos y los calcetines, se arremanga los pantalones como un percebeiro y baja al riachuelo para tomar la decisión. Si lo que quería era pasar a la Historia, desde luego lo está consiguiendo: esa imagen dará la vuelta al mundo.

Todos le miran como a un loco. Van de Velde, en ese momento, es un loco: mira la bola varias veces, mira la bandera, luego la bola otra vez y al final decide agacharse, recogerla resignado y tirársela con la mano al caddie. Dropará. Su mujer respira aliviada.

Al salir de la ría, se seca con una toalla los pies y las piernas, vuelve a bajarse el pantalón, ponerse las zapatillas con clavos e intenta parecer un jugador de golf. No lo consigue: el quinto golpe es elegante y balanceado, la gente incluso grita y aplaude en cuanto la bola sale despedida… para acabar con un sonoro “oh” al ver que aterriza en un bunker a la entrada de green. Van de Velde empieza a parecer Odiseo tratando de volver a Ítaca y encontrándose todos los obstáculos posibles en el camino. Obviamente, a estas alturas, él ya sabe que no va a ganar el torneo. No en ese hoyo, al menos. Necesita sacar la bola del bunker y meter el putt para forzar un desempate con Justin Leonard y Paul Lawrie.

De repente, se encuentra con que no tiene nada que perder y, liberado, consigue su objetivo: un wedge que deja la bola a unos dos metros de la bandera y un putt firme que le lleva al play-off.

Uno se pregunta a veces para qué sirve una victoria. A menudo, es una cuestión de fama o reconocimiento más que otra cosa. “Nadie se acuerda del segundo”, reza uno de los dichos más populares en el mundo del deporte. Van de Velde no acabó segundo ese torneo. Acabó tercero. No volvió a acercarse a la cima en toda su carrera y solo ganó un título más, menor, en 2003.

Eso sí, consiguió luchar contra las convenciones y ganar. Eso no es tan fácil. Cuando alguien recuerda aquel Open Británico de 1999, el primer nombre que le viene a la cabeza es el del tercer clasificado; la primera imagen, la de un loco con bombachos mirando su pelota como si le implorara “levántate y anda”. Van de Velde pudo ser cualquier otro hombre y llevar cualquier otra carrera. Podría haber sido Paul Lawrie, por ejemplo, ganador de aquel torneo y sumergido después en la mediocridad. Podría ser uno más de los muchos “elegidos por un día” o incluso podría haber marcado con esa victoria el inicio de una meteórica carrera ya superada la treintena.

De haber elegido, no seamos idiotas, hubiera preferido la victoria con o sin olvido. Seguro que si le preguntas cien veces, las cien te dirá que sí… pero cuando tuvo que tomar el palo optó por la Historia. De una manera absurda, ni siquiera romántica sino probablemente egomaníaca, francesa al fin y al cabo, decidió enfrentarse a los molinos y ponerlos en su sitio. Nadie en su sano juicio dirá “el destino le debe un Grand Slam a Van de Velde”. Lo que le ha dado el destino es mucho más que una copa con su nombre grabado: es la eternidad. Trágica y cómica. ¿Quién puede aspirar a tanto un fin de semana lluvioso en un rincón de Escocia?

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3 Comentarios

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  2. Es precisamente eso, egomaníaco…Nada de romanticismos. Aunque hubiera estado muy bien que se la hubiera jugado desde el agua, como hizo el personaje interpretado por Kevin Costner en «Tin Cup», hasta la ofuscación. Al menos hubiera sido coherente…
    Sinceramente, no me da ninguna pena. A mi juicio pecó de soberbio.

  3. Pingback: Guillermo Ortiz: Cómo perder un Open Británico con cincuenta y nueve años

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