«Vamos a tomárnoslo con calma», les dijo Malcom X a sus asesinos.
Le dispararon dieciséis veces.
A lo mejor se lo habían tomado con calma, pensaba Kugel. A lo mejor tenían planeado pegarle veinte tiros. En estas situaciones a la víctima le conviene especificar.
(Shalom Auslander, Esperanza: una tragedia [Blackie Books])
El protagonista de la novela Esperanza: una tragedia está obsesionado con encontrar las últimas palabras perfectas y por eso acumula en sus libretas apuntes con sus mejores ocurrencias. Le obsesiona tener algo con lo que aprovechar su último aliento en el momento en el que alguien QUE HABLE ASÍ se presente en su casa con una guadaña y ciertas prisas. El hombre repasa mentalmente algunas de las citas finales más repetidas de personajes ilustres y llega a simpáticas conclusiones, como el deducir que probablemente a la hora de palmarla el ser humano se va a encontrar más ocupado intentando asimilar la ridícula causa de su muerte que buscando la frase adecuada con la que descolgar el telón.
En el fondo, y aunque no existen estadísticas oficiales, la razón lleva a determinar que en el top ten de palabras pronunciadas segundos antes de morir nos encontraríamos, por encima de las despedidas lacrimógenas y las románticas declaraciones de cariño, con varios «Aaaaaaaaah», algún «Oh», una abultada colección de tacos y también con la gilipollez machista del «No hay cojones». Pero frente a la oratoria pop en el lecho de muerte la historia se enorgullece en presentar a una serie de personalidades que tuvieron la decencia de demostrar que un epílogo en ocasiones bien merece un texto para enmarcar.
Oradores
John Sedgwick era un general del ejército de la Unión que perdió la vida durante la guerra civil estadounidense. Y uno de los pocos ilustres que decidieron morir protagonizando un gag cómico. En mayo de 1864 Sedgwick se paseaba despreocupado por Spotsylvania mientras el resto de sus hombres, asustados por los disparos de un enemigo situado a un kilómetro de distancia, se arrastraban por los suelos. El general caminaba entre ellos manifestando reiteradamente su asombro por el miedo de los soldados a las salvas lejanas. La leyenda dice que sus últimas palabras fueron «Ellos no le darían ni a un elefante desde esta distancia» justo antes de que una bala le atravesara la cabeza. Casi pero no, aquellas fueron en realidad sus penúltimas palabras puesto que poco después de pronunciar la desacertada afirmación disculpaba a un soldado el acto de agacharse ante el ruido de disparos. Pero como la frase del paquidermo y el enemigo miope tenía más gracia sería aquella la que pasaría a la historia, incluyendo divertidas variantes falsas que la citaban de manera incompleta redondeando el efecto cómico («Ellos no le darían ni a un elefante desde esta dist…»).
La comedia en el fondo siempre agradece formar parte del ritual de la muerte, no existe mejor punchline que el punto y final definitivo. Bob Hope expiró tras decir «Sorpréndeme» a su esposa cuando esta le preguntaba dónde quería ser enterrado, Chico de los hermanos Marx pidió a su hija que metiera en su ataúd «Un mazo de cartas, un mashie niblick y una rubia guapa», Nancy Astor se vio rodeada de su familia y preguntó «¿Me estoy muriendo o es mi cumpleaños?». Ian Fleming se disculpó a los conductores de la ambulancia que le transportaba por las molestias causadas para a continuación apuntar «No sé cómo os podéis arreglar para ir tan rápido con el tráfico que hay en la carretera estos días», Humprey Bogart dijo adiós con «Nunca debería haber pasado del whisky escocés al Martini». Incluso hubo quien optaba por la comicidad trágica: Eugene O’Neill, dramaturgo, con varios Premios Pullitzer, un Nobel de literatura y un legado escrito de alma pesimista, más que despedirse del mundo se quejaba enrabiado de su existencia: «¡Lo sabía, lo sabía! Nacido en una habitación de hotel y muerto en una habitación de hotel».
El asunto religioso es otro campo que propicia cierto juego, Wilson Mizner le comentó al sacerdote «Yo con quien quiero hablar es con tu jefe», Bernard Montgomery dijo «Bueno, ahora tengo que encontrarme con Dios y tratar de explicarle todos aquellos hombres que maté en El Alamein» y la extraordinaria Joan Crawford escuchó cómo una de sus asistentas se ponía a rezar y acalló a gritos esas oraciones con un «Maldita sea, ¡no te atrevas a pedirle a Dios que me ayude!».
Luego están los que intentando no decir nada hacen justo lo contrario. Ante la insistencia de terceros Karl Marx se despidió del mundo con un «¡Fuera de aquí! Las últimas palabras son para los tontos que no han dicho suficiente» y el escritor Edward Abbey contestó con un «No comment» tan desafortunado que alguien cercano decidió grabárselo como epitafio en su tumba. Y en una posición mucho más distinguida se encuentran los que deciden marcharse con elegancia literaria, Lord Byron y su «Ahora debería dormir, buenas noches» opuesto al «No puedo dormir» que el autor de Peter Pan, J. M. Barrie, pronunció antes de fallecer, Edgar Allan Poe suplicando al señor que ayudase a su pobre alma o Frank Baum (creador de Oz y autor de catorce de los billones de libros ambientados en ese mundo) declarando que se iba a cruzar las arenas movedizas del desierto de Oz. Y un exquisito caso aparte es, como siempre, Oscar Wilde. Murió en un hotel y las biografías no se ponen de acuerdo en cuáles fueron sus palabras finales: «Este papel pintado y yo estamos luchando a muerte, uno de los dos se tendrá que ir», «Estas cortinas me están matando» o el cómico detalle de cómo encargó el champán más caro del hotel para después poder afirmar «Estoy muriendo por encima de mis posibilidades». Al parecer todo aquello era muy de cosecha Wilde pero fueron palabras pronunciadas durante las semanas previas a su muerte. A la hora final, un 30 de noviembre, lo que repetían sus labios era una parte de los sacramentos que le fueron administrados el día anterior.
Lo último que dijo James W. Rodgers fue «un chaleco antibalas», y esa frase era una respuesta: Rodgers había sido condenado a muerte por delito de asesinato y pronunciaba esas palabras como contestación a un pelotón de fusilamiento que se interesaba por saber si tenía algún último deseo. James French otro preso al que la sentencia se le hacía muy larga asesinó a su compañero de celda para forzar la pena de muerte y una vez sentado en la silla eléctrica remató su existencia con un juego de palabras para la prensa: «Hey, fellas! How about this for a headline for tomorrow’s paper? «French Fries!»». George Danton condenado a la guillotina durante la Revolución francesa se dirigió al público para sentenciar como últimas palabras un «Lo único que lamento es que me toca antes [pasar por la guillotina] que a esa rata de Robespierre» pero se guardó una jocosa sentencia final para el backstage: justo antes de ponerse la hoja de corbata le comentó al verdugo «Que no se te olvide enseñar mi cabeza a la gente. Merece la pena verla». Y María Antonieta dio a la audiencia una clase de buenos modales: antes de ser decapitada calzó un pisotón a su verdugo mientras subía al cadalso y aquello propició que se despidiera de este mundo pronunciando un simpático «Perdone señor, no lo he hecho a propósito» a su verdugo. Aquel ajusticiador era Charles-Henri Sanson, alguien que siendo el hombre que probablemente haya escuchado la mayor cantidad de últimas oraciones de la historia (era el verdugo oficial de Francia e hizo rodar unas tres mil cabezas en cuarenta años) en aquel momento debió de quedarse con la cara a polígonos ante tanta cortesía inesperada.
Pero la vacilada definitiva ante las mirillas de los ejecutores pertenece a Erskine Childers. Influyente nacionalista republicano irlandés que se convirtió en objetivo del Estado Libre Irlandés, fue detenido, juzgado y condenado a muerte por la violar la Army Emergency Powers Resolution, un conjunto de leyes aprobada tras el asesinato de Michael Collins. El delito de Childers era portar una pistola, que para más guasa le había regalado el propio Collins cuando ambos guerreaban en el mismo bando. El día de su ejecución Childers estrechó la mano de cada uno de los tiradores que lo fusilarían, hizo prometer a su hijo que en el futuro se encargara de buscar y estrechar la mano de cada una de las personas que firmaron la sentencia de muerte y todavía le sobró mofa para soltar una sugerencia al pelotón antes de que nadie apretase el gatillo: «Acercaos uno o dos pasos, chicos. Será más fácil así».
Literatos
Dicen los rumores que las últimas palabras escritas por Walt Disney fueron «Kurt Russell». Dice Kurt Russell que sí, que siendo un niño un señor le enseñó aquel pedazo de papel en la oficina de Disney. Que Walt Disney estuviera escribiendo el nombre de quien entonces era la beta de Snake Plissken tenía cierta lógica empresarial, el pequeño Russell había sido fichado como actor para el todopoderoso ratón y teóricamente lo último que escribió Disney lo hizo mientras trabajaba en su despacho donde por costumbre se suelen tratar asuntos empresariales. Dice algún fanático de la historia del mundo mágico que no fue así exactamente pero casi. Y Disney no moriría realmente hasta un mes más tarde de abandonar esos papeles en su oficina, así que es bastante posible que en algún momento escribiese alguna otra cosa, aunque fuera un post-it, en la que Kurt Russell no fuese el foco de atención. Pero es de desagradecidos ensuciar las anécdotas con la aburrida lógica de la realidad.
Más interesantes resultan las letras que firman las despedidas. El diario de un soldado anónimo de la Unión encontrado junto a su cuerpo acababa con un terrorífico «Tres de junio. Cold Harbor. Me mataron». Sid Vicious se fue montando a caballo y en su nota de suicidio especificó que quería ser enterrado con su chupa, sus botas de motero y sus pantalones tejanos, dejando bien claro que cruzar el umbral no significaba ser menos punki. La carta de adiós de Kurt Cobain incluía ese legendario «Es mejor quemarse que apagarse lentamente». Pero en lo que a músicos autodestructivos se refiere el primer premio se lo lleva Dead (cuyo nombre real, y mucho menos interesante para lo que nos ocupa, era Per Yngve Ohlin) el vocalista de Mayhem. Un caballero que iba por el mundo con un cuervo muerto en una bolsa, enterraba su ropa para que oliera a podrido, era una depresión con patas y vivía obsesionado por convertirse en un cadáver. En 1991 se rajó el cuello y se disparó con una escopeta en una casa de campo. Cuando Euronymous (Øystein Aarseth), compañero de banda, se encontró el lienzo hizo lo que cualquier persona de bien: comprar una cámara de fotos, recolocar la escena y sacar unas instantáneas de ese bodegón nórdico post mortem (una de esas fotos sería la portada del infame bootleg Dawn of the Black Hearts). Lo encantador es que entre los objetos de aquella habitación se hallaba una carta de despedida que incluía ese maravilloso «Disculpad toda la sangre» como si lo de ensuciar fuese lo más preocupante. Nota: A Euronymous lo mataría un par de años después otro miembro de la banda regalándole veintitrés puñaladas: Varg Vikernes. Y con una trayectoria tan colorida se justifica totalmente que el Primavera Sound decidiera fichar a lo que quedaba del grupo para aquella edición de 2012.
Hunter S. Thompson, mesías del periodismo gonzo y el miedo y asco en Las Vegas, se voló la cabeza pero dejó una nota de suicidio que la Rolling Stone convirtió en contenido al publicarla en septiembre del 2005 bajo el título de «Football season is over»: «No más juegos. No más bombas. No más caminar. No más diversión. No más nadar. Sesenta y siete. Eso es diecisiete años más allá de los cincuenta. Diecisiete más de los que necesito o deseo. Aburrido. Estoy siempre cabreado. No hay diversión para nadie. Sesenta y siete. Te estás volviendo codicioso. Actúa en consonancia a tu (vieja) edad. Relájate.Esto no dolerá». A bombo mediático le ganaría en las redes Bill Zeller, exitoso programador creador de Mytunes, que antes de colgarse de una soga en 2011 redactaría una extensa carta (aquí se puede leer) tratando de explicar cómo la oscuridad había rodeado toda su existencia a causa de los abusos sexuales sufridos de niño. Su despedida se convirtió en una historia de terror más escalofriante que cualquier tipo de ficción.
Un Aldous Huxley bastante tocado en sus últimos días e incapaz de hablar escribía sus demandas a su esposa, quien se encargaba de atenderle durante su agonía. Lo último que saldría de la pluma de Huxley sería una petición muy específica y directa: «LSD, cien microgramos, intramuscular» y después de un par de chutes proporcionados por su señora el hombre abandonaba algo más feliz un mundo.
El caso más curioso es el de John Thomas, varón de cuarenta y nueve años, que se tiró en 1954 desde el Golden Gate dejando un papel a modo de nota de suicidio en el que explicaba: «Absolutamente por ninguna razón, excepto que tengo dolor de muelas». Se barajó la posibilidad de que también tuviera algo suelto en la cabeza.
Double combo
La reportera Christine Chubbuck sería la maestra definitiva en cuanto a combinar últimas palabras pronunciadas con últimas palabras escritas y sentido del espectáculo. El 15 de julio de 1975 presentaba su programa Suncoast Digest repasando las noticias hasta que una cinta con metraje correspondiente a un tiroteo en un restaurante decidió fallar por problemas técnicos y Chubbuck atajó el problema de manera ligeramente desmesurada. «Manteniendo la política de Channel 40’s de acercaros lo último en «sangre y tripas», y a todo color, estáis a punto de ver otro primer intento de suicidio» anunció a su audiencia para a continuación sacar un arma y volarse la cabeza en directo. Semanas antes Chubbuck, aquejada durante años de profundas depresiones, había realizado un reportaje sobre el suicidio en el que un oficial le aseguraba que lo mejor para tales metas era tirar de gatillos cerca de la cabeza. Mike Simmons, director de noticias del canal, descubriría que entre los papeles que aquella mañana la reportera tenía en la mesa del show se encontraba un texto en el que ella había redactado a modo de noticia del día las consecuencias de su plan para redecorarse las ideas a balazos. En aquella hoja se podía leer: «La presentadora de noticias de TV40 Christine Chubbuck se ha disparado a sí misma esta mañana durante una retransmisión en directo de un programa de Channel 40. Ha sido trasladada de urgencia al Sarasota Memorial Hospital donde permanece en estado grave». Chubbuck moriría en el Sarasota Memorial Hospital tras permanecer en estado grave durante catorce horas. Lo que se dice llevar el periodismo a otro nivel.
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Me permito intervenir para añadir a Saki. Se dice que una noche estaba abroncando a sus compañeros de trinchera durante la Primera Guerra Mundial por fumar y ofrecer un blanco fácil a los francotiradores alemanes con la brillante brasa del cigarrillo. «¡Apagad ese maldito cigarrillo!», gritó. Y un francontirador le voló la cabeza.
Pobre Saki… Pa qué habló.
Yo haría como mi buen amigo quen gloria esté Frenando Frenan Gomez: ¡¡¡A LA MIERDA!!!
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Iba a poner también la de Saki/Munro. Creo que fue un final más que digno, totalmente en consonancia con su obra.
Muy curioso. Me han venido a la cabeza las últimas palabras de Moebius, el genial dibujante de comics francés, a su mujer:
«Je sens qu’il se passe quelque chose… Je sens que je transmute… Il faut que tu me donnes les codes de réparation.
«Siento que pasa algo… Siento que me transmuto… Necesito que me des los códigos de reparación»
Este Moebius… ¡»Quedándose» con su mujer hasta el último suspiro!
Bueno, en wikipedia dicen de Pedro Muñoz Seca
Humorista de ley hasta los últimos momentos, dirigió estas palabras al pelotón de fusilamiento: «Podéis quitarme la hacienda, mis tierras, mi riqueza, incluso podéis quitarme, como vais a hacer, la vida, pero hay una cosa que no me podéis quitar… y es el miedo que tengo». Cuentan que los soldados que a la postre lo fusilaron le pidieron perdón por lo que estaban obligados a hacerle, es decir matarlo, pero parece ser que él fue quien los consoló diciéndoles que estaban ya perdonados, que no se molestaran… «aunque me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades»
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Para mi la mejor es la del general Baldomero Espartero en su lecho de muerte: «me voy con la conciencia tranquila de tener ningún enemigo ya que los he fusilado a todos».
Lo último escrito por Pessoa: «I don’t knot what tomorrow will bring».
Lo último que dijo: «Dame las gafas».
vespasiano
j
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Muy curioso. Me han venido a la cabeza las últimas palabras de Moebius, el genial dibujante de comics francés, a su mujer:
“Je sens qu’il se passe quelque chose… Je sens que je transmute… Il faut que tu me donnes les codes de réparation.
“Siento que pasa algo… Siento que me transmuto… Necesito que me des los códigos de reparación”
Malcolm X. Con dos «eles».
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-Hazme un último favor, compañero.
-Lo que haga falta.
-Dile a cada una de mis novias que sólo la mencioné a ella cuando llegó mi hora.
Últimas palabras del sargento Harp. Lamentablemente el sargento es un personaje de ficción, que aparece en un arco argumental del comics Fables. Pero me gusta mucho este diálogo, y si a veces citamos últimas palabras que nunca fueron dichas por personajes reales, o tenemos dudas si fueron las últimas, me parecía justo citar a un personaje irreal diciendo palabras irreales pero que estamos completamente seguros de que las dijo, porque somos testigos, cualquiera puede serlo.
Esa es una característica de la ficción: siempre podemos estar ahí para ser testigos de lo falso, aunque sea bello. Con la vida no, a veces no estamos, aunque sea etcétera.
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«…idéntica disposición de ánimo que el hombre que, cansado de la vida, acaba de tomar una buena dosis de estricnina: obra por impulso y nada le merece interés. En la misma disposición se hallaba Luis XIV cuando, próximo a morir, exclamó: Cuando yo era rey. ¡Frase sublime!»
– Rojo y Negro, Stendhal
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oui, vous m’arrachez tout, le laurier et la rose !
Arrachez ! Il y a malgré vous quelque chose
que j’emporte, et ce soir, quand j’entrerai chez Dieu,
mon salut balaiera largement le seuil bleu,
quelque chose que sans un pli, sans une tache,
j’emporte malgré vous,
et c’est…
c’ est ? …
mon panache.
No es del todo «lo último que dijo antes de morir», pero que Thomas Bernhard, en su testamento, prohibiese (mientras durasen los derechos de autor: 70 años) la representación, edición y comercialización de cualquiera de sus obras en Austria (su país natal) me parece muy grande.
Un saludo.
No recuerdo el nombre ni el título del protagonista, pero sin duda la mejor y más hilarante frase dicha nunca antes de morir ha sido la de ese noble francés que, subiendo las escaleras que llevaban a la guillotina, tropezó, y al incorporarse le dijo al verdugo «dicen que tropezar trae mala suerte».
Siempre se dice que Donald O’Connor se despidió de este mundo agradeciendo el Oscar Honorífico que nunca le dieron
No recuerdo quién, al ser conducido al cadalso, comentó a sus compañeros reos «Pues sí que empieza bien la semana…»