En poesía contemporánea, como en otras facetas de la vida artística, existe una primera división de poetas —los publicados, reconocidos y estudiados— cuya función de dar visibilidad a lo que siempre está en peligro de volverse invisible del todo resulta imprescindible. Por debajo de ellos, sin embargo, hay otra clase socio-poética importantísima a la hora de conseguir que nuevos lectores se incorporen a la tribu, esto es, que conozcan la existencia de esa poesía viva que todavía no aparece en los manuales de literatura, y mucha de la cual, probablemente, no llegará a aparecer. A estos seres anónimos que responden a la figura profesional de profesores-poetas, sobre todo en la educación secundaria, va dedicado este artículo, con permiso de los poetas con nombre y apellido. Al fin y al cabo, el anonimato y la dimensión colectiva de la poesía fueron comunes entre autores y oyentes hasta hace apenas doscientos años, y no hay razón para que una parte de ello, significativamente mayor en número que la de las élites, no siga siendo así.
Como ya han pasado los tiempos del mecenazgo y, además, en España la iniciativa privada jamás se ha caracterizado por apoyar la poesía —con felices excepciones como la de un célebre empresario que ha creado una editorial especializada en poesía y traducción—, aquí la mayor parte de los poetas se convierten en profesores de Lengua y Literatura, previa oposición, para procurarse un medio de vida; en Inglaterra, por ejemplo, es la BBC, en lugar de las Consejerías de Educación, la que emplea a un considerable número de poetas para sus programas culturales; en Estados Unidos, muchos pasan a formar parte de los programas de escritura creativa de las universidades. El caso es que, en nuestro contexto, y en contra de lo que casi todo el mundo cree, la profesión docente no es, ni mucho menos, una actividad a tiempo parcial que deje suficiente espacio a la creación, menos que nunca en este tiempo de recortes y de abrumador trabajo burocrático. El profesor no muda su piel por la del poeta sino a costa de robarle horas al sueño, agotado tanto física como mentalmente por las exigencias del día a día.
En los años setenta, cuando todavía parecía posible vivir de otra manera, algunos poetas se conformaban con un trabajo parcial y poco especializado que les permitiera vivir austeramente y tener la serenidad de espíritu necesaria para la creación. Algo parecido a lo que, quizá un tanto idílicamente, cuenta Stefan Zweig en sus memorias sobre los poetas parisienses de principios del siglo XX, apoyados por gobiernos con una mentalidad muy distinta de la nuestra hacia las artes:
En su mayoría, ocupaban un pequeño cargo oficial que les exigía muy poco trabajo; la gran consideración hacia la labor intelectual (…) había generado (…) este sabio método de otorgar sinecuras discretas a poetas y escritores que no podían vivir de los beneficios de su trabajo. (…) Ninguno de ellos tenía las pretensiones de sus sucesores (…) de fundamentar rápidamente su existencia soberana sobre la base de una primera inclinación artística. Lo que los escritores querían de esas pequeñas ocupaciones, elegidas sin ambición alguna, no era sino ese mínimo de seguridad en la vida exterior que les garantizara la independencia necesaria para su obra interior. (…) Vivir y trabajar tranquilamente para un círculo tranquilo (…) era más valioso para ellos que darse importancia y no se avergonzaban de vivir como pequeños burgueses y con estrecheces a cambio de poder pensar con libertad y audacia en el campo artístico.
Los poetas-profesores de nuestro entorno, menos mimados que sus antecesores franceses, procuran sin embargo vencer cualquier conato de esquizofrenia entre la obligación y la vocación, y lo hacen como mejor saben y con las herramientas de que disponen: llevan su amor por la poesía a las aulas, por descabellado que parezca, cuando han de atenerse a unos currículos escolares donde no parece estar contemplado, de ninguna manera, el disfrute desinteresado y desprovisto de cualquier otro objetivo de una actividad. Y en esas están, tratando de sacar de su adormecimiento al carpe diem de Garcilaso, las efusiones místicas de San Juan de la Cruz, las ingeniosas invectivas entre Góngora y Quevedo o la alegría de vivir y el goce de amar de Lope de Vega. Es el suyo un empeño casi arqueológico, como si el soneto, la lira o los tercetos encadenados fueran formas crípticas de lenguajes hablados por otras especies en épocas anteriores a la última glaciación. Ahora bien, los alumnos, les guste o no lo que libros y maestros les ponen delante, suelen reconocerlo sin mayores dificultades como «poesía». Las reglas aprendidas ayudan: la disposición del poema en estrofas, el número de versos, la rima, el lenguaje alejado del habla actual común… por consiguiente, la verdadera prueba de fuego para un profesor que además sea poeta y, por tanto, ame la poesía, y además desee transmitir ese amor a un grupo de muchachos que, como corresponde a su edad, tienen intereses muy distintos a los suyos, comienza a medida que se acerca a la poesía contemporánea.
«Profe, este poema no me gusta porque no rima». Esa es la segunda y principal queja de un alumno cualquiera, sea de sobresaliente o de insuficiente —la primera es que por qué Juan Ramón Jiménez escribe con jota donde le da la gana—. Y con mucha razón se expresan así: tanta regla a tener en cuenta, y luego resulta que en la poesía actual no sirven las referencias clásicas, los manuales de instrucciones. Así que el profesor-poeta tiene que añadir, a sus diarios desvelos, la búsqueda de poemas que, por el tema, la forma, el lenguaje o cualquier recurso atractivo que ofrezcan, puedan «enganchar», de entre unos doscientos alumnos de bachillerato, a los dos, tres o diez de cada curso que acaben cayendo en la cuenta, sí, de que la poesía no está solo en los libros de texto; que está viva, que hay autores vivos después de la generación del 27; y, sobre todo, que merece la pena el esfuerzo de buscar sus poemas en las librerías, en la red o dondequiera que se encuentren, porque lo que dicen, una vez vencida la barrera inicial del sentido —no apoyado en rimas ni en motivos clásicos, ni ajeno a lenguajes supuestamente no poéticos—, les apela a ellos y a sus problemas; porque por debajo de los autores premiados y compilados, hasta llegar a lo más underground o lo más punk del espectro poético, hay todo un mundo por descubrir de revistas, fanzines, recitales y actividades en los que pueden verse reconocidos e incluso partícipes o fundadores. Y sobre todo porque, por insólito que parezca, siempre habrá alguien, parafraseando la hermosa película de Wong Kar-Wai, deseando amar la poesía, y es el deber de un profesor de literatura, máxime si además es poeta, atender esa necesidad.
Y ahí lo tenemos, otra vez, al profesor de turno, con la vista cansada sobre los exámenes que por fin ha terminado de corregir, los informes que ha terminado de rellenar, la voz cascada de tanto hablar y la lavadora aún por poner o la comida de mañana por preparar. De acuerdo, contemplado contra el pavoroso tapiz de tantos millones de parados es un privilegiado: tiene un empleo semi-fijo, no se ve obligado a trabajar en negro catorce horas diarias en cualquier antro nocivo para la salud, ni a peregrinar con su currículum en mano de oficina en oficina, sabiendo que nadie le va a dar trabajo por el simple delito de tener más de cuarenta años cumplidos. Ante tanta tragedia cotidiana, su labor pasa tan desapercibida como sus versos, publicados aquí y allá en revistas de amigos o en ediciones independientes de escasísima tirada. Probablemente pase por esta vida sin recibir nunca un homenaje ni un reconocimiento, y sí bastantes tirones de orejas de su cónyuge, que a estas alturas estará harto o harta de que le robe horas a las obligaciones familiares para entregárselas a la poesía en sus múltiples exigencias: leer, escribir, y la más delicada de todas: enseñar a otros a amarla.
Empecé con un reconocimiento a la labor de los profesores-poetas de hoy, que responden a nombres como Juande, Noelia, Laura o Diego, entre otros muchos; y quisiera concluir recordando a los que fueron profesores míos de literatura, y no porque ellos me mostraran el camino de la poesía contemporánea, que empecé a recorrer mucho más tarde. Hicieron, sí, el trabajo previo, que tampoco es asunto menor: inocularme para siempre y sin remedio el veneno de las palabras. Y es que hay clases que no se olvidan: la lectura de Los santos inocentes; las representaciones de obras de Alejandro Casona y Buero Vallejo; la descripción de la caverna de Platón y las traducciones del segundo libro de La Eneida; las explicaciones de La vida es sueño y Luces de bohemia. Clases que jamás he olvidado, hitos memorables que rompieron, y de qué manera, el tedio uniforme de las largas jornadas escolares, llenándolas de luz no usada. Gracias, Gabriel, Víctor, Chema. Gracias a los tres.
POSTDATA: Después de ver la última película de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, dan ganas de añadir a la lista a ese entrañable y machadiano profesor interpretado por Javier Cámara; basado, a su vez, en un profesor de carne y hueso, Juan Carrión, que acercaba la alegría del pop inglés —la beatlemanía— a esos alumnos suyos de la España de los sesenta. Enhorabuena a los tres (David, Javier, Juan) por haber creado a Antonio San Román, del que ahora podemos disfrutar todos.
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Gran artículo. Enhorabuena y muchísimas gracias por la mínima parte que me toca.
¿Eres tú, Víctor, mi profe de latín y griego? ¡Qué alegría encontrarte por aquí!
¿Alguien sabe quien es el célebre empresario que ha creado una editorial especializada en poesía y traducción? (se menciona en el artículo.
Es Adolfo Domínguez, y la editorial es Linteo, ubicada en Orense y especializada en traducciones de poesía. El director de la colección: Antonio Colinas. Saludos.
Hermoso artículo que muestra no sólo lo bien que escribes,
sino tambien tu generoso reconocimiento a quienes contri
buyeron a iniciarte en ello. Te honra y nos gratifica a los que
hemos compartido esa profesión.
Me ha encantado! Reenvío a Inma.
Pingback: 10/04/14 – Deseando amar | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real
natalia, te invito a participar en mi programa de radio. felicidades y un abrazo. @lluisvidal7
Gracias, Lluis. perdona que no haya contestado antes, soy un despiste. ¿Cómo podemos contactar?
Un abrazo, Natalia.
felicidades natalia.