Llovía, claro. El horror cuida siempre los detalles. Dos mil quinientas personas eran conducidas a pie hacia un descampado por milicianos armados y bebidos. Una de las figuras de aquella espesa procesión era Benuste Karasira. Iba con su mujer y cuatro hijos pequeños. Arrastraba sus pies en el mismo silencio desharrapado que el resto de condenados. Todos ellos llevaban tres días encerrados en una escuela técnica de Kigali, la capital de Ruanda. Allí habían llegado tras esquivar los puestos de control que el Gobierno había instalado por las calles para identificar y asesinar a los vecinos tutsis. Cuando Benuste alcanzó la escuela, se creyó a salvo: los cascos azules de la ONU estaban allí. «Al día siguiente se fueron. ¿Cómo pudieron? ¿Cómo pudieron dejarnos ahí?». No es una pregunta retórica, Benuste espera con la mirada fija una respuesta que no llega. «Los milicianos hutus nos dijeron entonces que nos iban a trasladar a un lugar seguro, que no debíamos temer nada». «¿Les creíste?». Benuste sonríe, una sonrisa curtida, la mueca de un hombre de sesenta años que perdió un brazo y a casi toda su familia en una matanza a bocajarro. «No. Claro que no les creí. Fue esa mentira la que me hizo comprender que íbamos a morir». Habla pausado en el sillón de su casa, donde las tupidas cortinas no dejan entrar la fuerte luz del sol. Fuera las gallinas picotean perezosas por el calor. A su lado hay una mesa sencilla de madera llena de libros y revistas. La manga de su camisa cubre el muñón del brazo. «Dicen que éramos dos mil quinientos, te digo que allí estábamos más de ocho mil personas. Hombro contra hombro, caminando en silencio bajo la lluvia». Los milicianos les llevaron a un descampado. «Un oficial se subió a un lugar y nos dijo: «A lo mejor alguno de vosotros es hutu. Por favor, si aquí hay algún hutu que nos enseñe el carné y se irá». Algunos se levantaron y caminaron hacia el oficial, comprobaron la tarjeta y les preguntaron: «¿Por qué estabas con estas cucarachas? ¿Por qué un hombre estaba con cucarachas?». Recuerdo esa pregunta y yo me vi ahí, al otro lado. Esperando a morir». Minutos después, con la lluvia cayendo igual de ajena que cualquier otro día, los milicianos se situaron enfrente de la muchedumbre y apuntaron sus rifles y metralletas contra la masa compacta de tutsis. En realidad, eso fue todo. Todo lo que alcanza a describirse con palabras. Si acaso cabe imaginar el silencio de esos segundos previos a abrir fuego. O los ojos de quienes esperaban. Cabe imaginar los dedos en los expectantes gatillos goteando lluvia. Pero poco más. «Yo estaba allí, pero entonces en ningún momento pensé que tendría que contar esa historia. Para mí, describir cómo fue el ataque, qué ocurrió exactamente con detalles, es sencillamente imposible. El pánico que sentí fue tan enorme que no me permitió ni siquiera observar, ver lo que estaba ocurriendo. Recuerdo los gritos, el ruido de los disparos. «¡Dónde está mi hijo!». Recuerdo cuerpos cayendo, gente chocando entre sí y un dolor ardiente en el brazo mientras agarraba a uno de mis hijos. Todo el mundo entró en pánico. Ponte en mi lugar. En realidad puedes describir el ataque como quieras. Trata de imaginar el escenario y describe ese ataque. Yo no puedo ayudarte».
Los hutus y los tutsis
Benuste, su mujer y uno de sus hijos son supervivientes del genocidio de Ruanda, uno de los capítulos más oscuros de cuantos recuerda el siglo XX y que este año conmemora su vigésimo aniversario. En un plazo de cien días entre abril y julio de 1994, ochocientas mil personas fueron asesinadas en el llamado país de las mil colinas. Trescientos treinta asesinatos cada hora. Cinco cada minuto. La mayoría de ellos a golpe de machete.
No pocos antropólogos sostienen que la humanidad —literalmente— echó a andar en Ruanda. Los twas —pigmeos cazadores— eran los habitantes originarios de esta región. Enseguida se les unieron diversos vecinos. Dos de ellos arraigaron: los hutus, un pueblo bantú proveniente de lo que hoy es la República Democrática del Congo; y los tutsis, un pueblo nilótico llegado de Etiopía. Lo explica muy bien el antropólogo ruandés Canisius Niyonsaba en su libro Orígenes de la ideología hutu-tutsi en la tradición de los Grandes Lagos y sus indicios de superación. Los hutus eran agricultores y los tutsis, ganaderos. Étnicamente se fusionaron durante los miles de años que convivieron: se dieron matrimonios mixtos, compartieron lengua, cultura y tradiciones. Hasta los rasgos físicos quedaron reducidos a un estereotipo: se supone que los hutus son más oscuros, de rasgos más rudos y con la nariz chata, mientras que los tutsis son más esbeltos, de tez más clara y con la nariz afilada. La realidad es que la mayoría son indistinguibles para el visitante.
La diferenciación entre ambos pueblos, pues, quedó definida únicamente como social. En tanto ganaderos, los tutsis tenían el poder económico, de modo que, a pesar de ser solo el 14%, tomaron el control del territorio y se erigieron como la clase dominante. Los hutus, agricultores, se conformaron como una casta inferior siendo el 85% de la población. (Los twas —1%— quedaron marginados desde el primer momento). Sin embargo, un hutu que adquiriera vacas podía convertirse en tutsi y viceversa. Además, no en todo el territorio las diferencias eran las mismas. En Burundi y en Uganda, donde la población también se divide en hutus y tutsis, ambos pueblos tuvieron su particular desarrollo. La distinción antes del colonialismo era, pues, permeable. Y en el caso de Ruanda, era pacífica. Así lo recoge al menos la tradición oral ruandesa, que insiste hasta la saciedad en que los problemas violentos entre ambas facciones llegaron con el hombre blanco. Los memoriales del genocidio que pueblan hoy en día el país lo repiten como un mantra.
En 1897 los exploradores alemanes pasearon por primera vez su blanca tez por Ruanda. Actualmente existen infinidad de pueblos y aldeas ruandesas en donde los vecinos —especialmente los niños— contemplan con los ojos desencajados al inusual y pálido visitante. Cabe imaginar la reacción de las tribus del siglo XIX cuando los europeos llamaron a su puerta. Pocos años después de la llegada alemana, la Liga de Naciones concedió el control del territorio a los belgas. Para administrarlo, el Gobierno del rey Leopoldo II decidió aliarse con la élite tutsi y en 1933 dotaron a la población de un documento de identidad en el que se especificaba si se era hutu, tutsi o twa. Por primera vez la diferencia entre ruandeses se tornó racial.
En la Ruanda actual, oficialmente, ya no existen hutus ni tutsis. Las identidades están prohibidas por ley y hasta resulta grosero preguntar por ello. En público es como un tabú. Sin embargo, la realidad de la calle —siempre por delante— muestra que cada ruandés tiene muy claro lo que es y a qué segmento pertenece. Las identidades hutu y tutsi siguen perfectamente definidas y delimitadas. Y aunque conviven y viven mezclados en pueblos y barrios, entre ellos se diferencian, si no es por el físico sí por el vestir o el puesto de trabajo. Mezclados, pero no revueltos.
«Que levanten la mano los tutsis»
«¿Si somos diferentes y somos más, qué hacemos sometidos?». Más o menos esa era la pregunta que planteaba El Manifiesto, un pequeño libro redactado en 1957 por un grupo de intelectuales hutus que tomó conciencia de la raza impuesta. Los belgas debieron oler lo que se aproximaba y decidieron convocar elecciones en 1959 para terminar con el dominio de las familias tutsis. Pero la tensión hacía tiempo que había pasado por encima de su control. El detonante fue la paliza que Dominique Mbonyumutwa, un activista hutu de la provincia de Gitarama, recibió el 1 de noviembre de 1959 a manos (y palos) de un grupo de tutsis. La revolución estalló. Mareas de hutus se echaron a la calle y quemaron cuanto hogar tutsi encontraron a su paso. Miles de familias tutsis fueron asesinadas y más de doscientos mil huyeron a la vecina Uganda. (Aviso: no olviden a este numeroso grupo de refugiados porque pronto cobrarán vital importancia en este relato). Finalmente, los partidos hutus tomaron el control de Ruanda y en 1962 declararon la independencia del país. Nacía un Estado. Y lo hacía con dos naciones enfrentadas bajo el brazo.
En los primeros años de vida Ruanda vivió sometida a una guerra civil de facto. Los tutsis exiliados cruzaban con frecuencia la frontera en guerrillas mal armadas para intentar recuperar el control. Por cada incursión, el Gobierno hutu respondía con matanzas sobre civiles tutsis, acusados de cómplices. Entre medias, el Gobierno aprobaba leyes cada vez más restrictivas contra los tutsis, los apartaba de la escuela, universidad, ejército o cualquier otro puesto o lugar de responsabilidad o formación. La población tutsi vivía completamente marginada y reprimida. Bealta Kabagwira, vecina de Kigali y también superviviente del genocidio, recuerda aquellos años. «En el colegio a los que éramos tutsis nos sentaban en la última fila. La profesora, cuando nos pedía algo, nos decía: «tú, tusti», en cambio a los niños hutus les llamaba por su nombre. Cada mañana, llegaba a clase y nos decía: que levanten la mano los tutsis».
En 1973 el general hutu Juvénal Habyarimana dio un golpe de Estado y estableció una dictadura militar que perduraría hasta el genocidio. Paradójicamente, la toma de poder de Habyarimana abrió en Ruanda un período de estabilidad. Aunque siguió marginada a todos los niveles, la población tutsi no sufrió más ataques masivos e incluso Ruanda estabilizó relativamente su economía y su maltrecha diplomacia. Habyarimana se reveló como un tipo con la mente más abierta de lo que cabía suponerle y con los años fue ofreciendo concesiones a los tutsis. Una deriva que no gustó a su entorno. En la década de los ochenta las medidas aperturistas del presidente —entre ellas permitir el acceso a la política a partidos tutsis o proponer un diálogo para estudiar el retorno de los refugiados— provocaron que el ala radical de su Gobierno se organizara. Encabezados por su propia mujer, Madame Agahte, se formó alrededor de Habyrimana un círculo de poder, una suerte de lobby, llamado la akazu, que podría traducirse del kinyarwanda (idioma autóctono ruandés) como «la casita». La akazu sería, en pocos años, la encargada de preparar y ejecutar el genocidio.
«Son los del 59, que vuelven»
Joseph Buhigiro, vecino tutsi de la provincia de Nyamata de sesenta y cinco años, estaba bebiendo cerveza de plátano en un bar (beber cerveza es la actividad por excelencia en Ruanda), cuando un conocido le dijo: «Tus familiares han entrado y vienen a matarnos». Otro tipo que andaba por ahí añadió: «Son los del 59, que vuelven». A Joseph aquel comentario le ha quedado grabado casi tanto como el espanto al que sobreviviría posteriormente. «Hasta ese momento, al menos en mi pueblo, todos bebíamos juntos y en paz. Pero esa frase me quedó grabada, todo cambió desde ese momento».
Los vecinos de Joseph le estaban informando de que los tutsis exiliados en 1959 habían vuelto a atacar. Esta vez, sin embargo, no eran un grupúsculo de tipos mal armados. Los refugiados y sus hijos habían guardado silencio durante tres décadas alistados en el ejército ugandés. De la noche a la mañana, sin que nadie lo esperase, desertaron en nombre de una guerrilla llamada Frente Patriótico Ruandés (FPR). Entrenados, organizados y disciplinados, los tutsis volvieron a poner sus pies en Ruanda para, según su anuncio, «acabar con la tiranía y restaurar la paz». Estalló la guerra civil.
Con toda seguridad el FPR se hubiera plantado en Kigali en una semana y con ello se hubiera evitado el genocidio. Pero el primer día se toparon con un obstáculo no previsto: el ejército francés. Preocupados por mantener la francofonía de la Ruanda hutu (excolonia belga), François Mitterrand ordenó hacer frente a los guerrilleros del FPR, provenientes de la anglófona Uganda, para evitar perder el control del territorio. El segundo día de combates los soldados galos abatieron a Fred Rwigyema, cabecilla de los rebeldes, y recluyeron al invasor en las selvas de Virunga, al norte del país. El FPR se atrincheró en los montes reclutando efectivos y esperando una oportunidad. Un joven Paul Kagame tomó entonces el control.
«Exterminemos a esas cucarachas»
Un hombre aparece tumbado en un diván con cara angustiada. A su lado, sentado, un médico toma notas. El hombre le dice: «¡Estoy enfermo doctor!», a lo que el psiquiatra le responde, «¿Qué le ocurre?». Y el paciente confiesa: «¡Los tutsis! ¡Los tutsis!». La escena de este hombre enfermo de tutsis es una viñeta publicada por el periódico Kangura durante la guerra. Kangura, que podría traducirse como «Despiértalos», fue uno de los instrumentos de la cruel propaganda que el Gobierno tuvo a su disposición durante el conflicto y que alentó —y casi mentalizó— a la población para llevar a cabo un genocidio contra los tutsis. Al frente de Kangura estaba Hassan Ngeze —miembro de la akazu— quien redactó los «Diez Mandamientos Hutus». Publicados como un editorial, estos diez mandamientos fueron la base de la ideología que desembocaría en el genocidio. El primer mandamiento decía: «Todo hutu debe saber que una mujer tutsi, sea quien sea, sirve a los intereses de su grupo étnico tutsi. Por ello, consideraremos como un traidor a cualquier hutu que se case con una mujer tutsi, sea amigo de una mujer tutsi o dé empleo a una mujer tutsi». El resto de mandamientos van en la misma y previsible línea.
Kangura fue la punta de lanza de la campaña de odio hacia los tutsis que se basaba en la idea de que el FPR había regresado para asesinar a todos los hutus. El Gobierno llegó a publicar documentos falsos en los que se podían leer los supuestos planes de la guerrilla tutsi, que no eran otros, claro, que exterminar a la población hutu. Se inoculó en la ciudadanía la sensación del callejón sin salida: o ellos, o nosotros. En realidad se estaba poniendo sobre la mesa un miedo atávico, un temor que verdaderamente nunca se había ido. El terror de una población sometida y que solo había gozado de unas décadas de poder. El histórico opresor regresaba a por ellos. Para no pocos estudiosos de la historia ruandesa el genocidio fue la virulenta e impredecible reacción del niño aterrorizado que se revuelve contra lo que le da pavor.
El clima de miedo radicalizó al Gobierno, que pasó a denominarse Poder Hutu, e hizo que la akazu tomase el control de forma definitiva desde la sombra. La primera medida que se decretó fue la creación de unas milicias civiles para defenderse del ataque del FPR. Fueron denominadas Interahamwe, que puede traducirse como «los que luchan juntos», un término que, a día de hoy, todavía asalta las pesadillas de miles de ruandeses. Los chicos de las Interahamwe eran el mal personificado. Jóvenes armados con machetes sin causa ni futuro, adoctrinados en el odio y empapados en alcohol y anfetaminas. «Recuerdo que las Interahamwe cantaban: «¡Os vamos a exterminar, os vamos a exterminar!». Me los crucé a veces por la calle cantando eso y armados hasta los dientes…», rememora Benuste, el superviviente que abre este relato. Las armas, por cierto, no crecían de la tierra.
«Francia nos las dio. Llegaban cargamentos de machetes y rifles». Toma la palabra Straton Sinzabakwira, de cincuenta y dos años. Cumple condena en la cárcel de Nyanza, en cuyo patio concede la entrevista. Lleva un pijama rosa, de camisa de manga corta y pantalones cortos, el uniforme de presidiario en Ruanda. Straton es lo que en Ruanda se conoce como un genocidaire, el término en francés. Cumple veinticuatro años de pena por organizar el asesinato de seis mil tutsis en el municipio de Nyamubunga, del que era alcalde. «Soy testigo. Vi como llegaban cajas con armas. Lo vi en Kungo, cerca de Muzanze y también vi armas de los franceses en Ku Giti». Straton afirma que las tropas francesas armaron a las Interahamwe y también ayudaron en su entrenamiento. No será lo último que explique Straton sobre el papel de Francia durante el genocidio.
Las Interahamwe comenzaron a protagonizar desfiles con un toque cutre de totalitarismo. Lucían llamativas camisas y cantaban consignas contra los tutsis. Los políticos remataban los actos con discursos inflamables. Los más recordados son los de Léon Mugesera, uno de los líderes de la akazu, que en sus intervenciones recordaba siempre que hutus y tutsis eran dos etnias diferentes y llamaba sin miramientos al exterminio.
El otro medio por donde se extendió el odio fueron las ondas de la Radio Télévision Libre des Milles Collines (RTLM), la radiotelevisión del Gobierno. Dirigida por Féliciene Kabuga, la RTML tuvo mucho más alcance que Kangura, ya que es raro el ruandés que no esté pegado a una radio. Las ondas de la propaganda hutu llegaron a todos los rincones del país. Ruanda se sumió en la paranoia. Los hutus acusaban a los tutsis de ser cómplices del FPR, células coordinadas entre ellas. Es verdad que algunas familias tutsis ayudaban económicamente a los rebeldes y que muchas otras enviaban a sus hijos a enrolarse, pero la gran mayoría no estaba al tanto de las operaciones de los chicos de Kagame. Cualquier gesto era malinterpretado. Evariste lo recuerda con un detalle. «Una familia tutsi de mi pueblo cavó un pozo para el agua y los vecinos les acusaron de que era para enterrar hutus. Cualquier cosa que unos u otros hacían era sospechosa».
El miedo también se alimentaba de las noticias que traían los hutus que huían del norte, donde el FPR avanzaba, y que hablaban de asesinatos, abusos y tropelías de los rebeldes de Kagame. Las represalias se convirtieron en un arma de guerra. Por cada ataque del FPR en el que lograba ganar terreno, respuesta del Gobierno contra civiles. Así murieron miles de personas durante esos tres primeros años de guerra (1990-1993). El FPR atacaba en una punta del país y en la otra eran asesinados cientos de vecinos tutsis como represalia, probablemente sin saber siquiera por qué les estaban atacando. Matar tutsis se convirtió en una práctica como cualquier otra, en una actividad que mantenía unido al pueblo contra el enemigo. «Los políticos llegaban a la plaza del pueblo, daban un mitin, los vecinos les señalaban las casas de tutsis y los milicianos los asesinaban», rememora Straton. Podría decirse que estaban llevando a cabo un gran entrenamiento.
La paz es una farsa
«El que piense que la guerra ha terminado como resultado de los Acuerdos de Arusha, se engaña a sí mismo». Es una de las líneas del editorial de Kangura firmado por Hassan Ngeze al día siguiente del acuerdo de paz. El FPR, contra pronóstico, logró sentar a la mesa de negociaciones al Gobierno del Poder Hutu. Habyariamana, consciente de la superioridad militar de los hombres de Kagame, concedió lo que las milicias tutsis deseaban: una negociación política que les permitiera avanzar y frenara las matanzas a civiles. El 4 de agosto de 1993, en la ciudad de Arusha, Tanzania, ambos bandos firmaron un acuerdo.
«¿Cómo decís vosotros? ¿Una farsa? Pues eso, ese acuerdo de paz fue una farsa». Evariste es el nombre ficticio de un hutu que habla español. Los hutus que se salen del discurso oficial del actual Gobierno ruandés no pueden dar la cara. Su vida y la de sus familias correrían peligro. «Los acuerdos sirvieron para que el FPR ganara terreno. Se acordó que el FPR enviara a doscientos representantes al Parlamento y Kagame envió a doscientos soldados. Habyarimana les dejó entrar hasta la cocina», comenta Evariste con risa burlona, como mofándose de la torpeza del presidente.
De aquella negociación también salió la decisión de enviar una fuerza de paz de la ONU, la Misión de Asistencia de Naciones Unidas para Ruanda (UNAMIR), que se instaló en suelo ruandés en octubre de 1993. Al mando estaba el general canadiense Roméo Dallaire, a la postre testigo crucial de la pasividad de la comunidad internacional cuando estalló el genocidio. Dallaire —que terminó la misión en tratamiento psiquiátrico— empezó a pie cambiado: le dieron cuatrocientos cascos azules en lugar de los dos mil quinientos prometidos y una orden expresa de no poder usar la fuerza.
Solo tres meses después de su llegada, el general Dallaire tomó conciencia —y evidencia— de lo que estaba a punto de suceder. Y se lo advirtió a la ONU mediante un fax. Un fax a la vista de cualquiera que tenga interés en leerlo, un fax mil veces reproducido en la Ruanda actual y que luce, vergonzante, en los memoriales del genocidio de todo el país.
El fax fue enviado, con firma del propio general, el 11 de enero de 1994 con el encabezamiento de «Solicitud de protección para confidente». Dallaire explica en el fax que había logrado la colaboración de un confidente que trabajaba en las esferas más altas de las Interahamwe, entrenando a los milicianos y planeando estrategias de ataque. El confidente, según detalla Dallaire en el fax, aseguraba que cuarenta comandos de milicianos hutus estaban listos y organizados para llevar un ataque a gran escala en Kigali. Describe que desde la llegada de UNAMIR se ha ordenado a las Interahamwe que hagan un censo de todos los tutsis de Kigali. El confidente, reza el fax, sospecha que la intención es exterminarlos. Detalla que tienen capacidad para asesinar a mil tutsis en veinte minutos. Continúa: el confidente afirma que el presidente Habyarimana no tiene control sobre lo que está sucediendo, mucho menos sobre las milicias. Dallaire explicaría más adelante que también informó a Naciones Unidas de la constante llegada al país de armas financiadas por Francia y cientos de contenedores con machetes provenientes de China.
La respuesta a Dallaire no tardó. El mismo día llegó un fax de vuelta desde Nueva York firmado por el entonces jefe de la misión de paz en Ruanda, Kofi Annan: «Se rechaza la operación contemplada porque excede el mandato confiado a la UNAMIR». La ONU rehusó intervenir en ese momento a pesar de que, en Ruanda, casi todo el mundo presagiaba lo que se venía encima. «Claro que sabía lo que iba a ocurrir», dice Straton desde la cárcel. «Todos sabíamos lo que iba a ocurrir. También la ONU y Francia. Todo estaba preparado y nadie hizo nada».
El horror
«Recuerdo de esa noche algo especial, pude adivinar que algo iba mal. Lo presentí. Esa noche oí muchas más bombas y disparos, todo el tiempo y por todos lados. Tuve un mal presentimiento. A la mañana siguiente lo confirmé. Estaba con mi mujer al lado de la radio y escuchamos que el avión del presidente había sido derribado, que lo habían asesinado. Ella me miró y me dijo: «Vamos a morir».
Benuste, el superviviente que abre este relato, recuerda con detalle la madrugada del 6 de abril de 1994, la madrugada que se desplomó sobre los tutsis. El avión de Habyariamana fue derribado por un cohete cuando estaba a punto de aterrizar en Kigali. Regresaba de Arusha y los restos de la nave cayeron en el jardín de su propia casa, hoy convertida en un museo en el que se pueden contemplar los restos del fuselaje como si hubieran caído ayer. Es otro debate vivo en Ruanda: ¿quién derribó aquel avión? El FPR sostiene que fue la akazu quien asesinó a Habyarimana para propiciar el genocidio. A Evariste, nuestro confidente hutu, le da la risa. «Pretenden que os creáis que derribamos el avión de nuestro presidente. Aquel avión lo destruyó el FPR».
Horas después del ataque, Kigali y el resto de ciudades y pueblos ruandeses fueron tomados por las Interahamwe, que instalaron puestos de control en los caminos y carreteras, conocidos en Ruanda con el término en inglés, road-blocks. «Yo vi cómo montaban una trinchera en mi calle. Veía desde mi ventana cómo llegaban los milicianos. Mi mujer no dejaba de repetir que íbamos a morir. Yo también lo pensaba», rememora Benuste. Los tutsis estaban solos. Había llegado la hora de aplicar la solución final. Ya no bastaba con ganar la guerra, ni siquiera con expulsar al enemigo como hacía treinta años. Era necesario terminar de una vez y para siempre con el problema tutsi. El horror se hizo con Ruanda.
Para las Interahamwe la cacería no fue excesivamente complicada. Tenían listas con todos los nombres de los tutsis, esos censos sobre los que el confidente de Dallaire advirtió y que la ONU prefirió ignorar. Los milicianos, casi siempre sobreexcitados de alcohol y anfetaminas, montaban road blocks, pedían en ellos la tarjeta de identidad (la de los belgas) y quien era tutsi era apartado a la cuneta y asesinado a machetazos. A veces, cansados de tanto machetazo, empujaban a los tutsis a un lado, sobre un montón de cuerpos y los mataban al cabo de unas horas. Las cunetas de todo el país se llenaron de cadáveres, entre los que a veces se hallaban vivos haciéndose los muertos, o muertos en vida, inmóviles de terror entre los cadáveres, o simplemente agonizando, en un punto que ya daba igual ser un cuerpo vivo o muerto. Era tanta la sangre, tantos los cadáveres amontonados por todos lados, que era imposible asegurarse de que todo el mundo estuviera muerto. En pocas horas, Ruanda era un desenfreno de violencia rara vez visto en la historia moderna.
Los tutsis que lograban esquivar los road blocks se refugiaban en lugares que ya habían acogido a sus padres y abuelos en otras matanzas. Las iglesias se convirtieron en destinos prioritarios donde miles de personas se encerraban con la esperanza de que no se violara lo más sagrado. Las propias milicias, para evitar que nadie escapara, animaban a los tutsis a refugiarse en estos sitios con la promesa de que estarían a salvo. No era cierto, claro. Aquellas iglesias se convirtieron en mataderos humanos que posteriormente han abandonado su función religiosa y han sido convertidas en memoriales que pueden ser visitados por los viajeros. Ruanda ha tomado como modelo los museos del holocausto judío y conserva hasta el mínimo detalle de la tragedia para que el visitante comprenda la dimensión de lo sucedido: huesos, calaveras, ropas, efectos personales, armas, agujeros de bala, restos de sangre… Sin embargo todo carece de organización, ya que la mayoría de estos memoriales están sin terminar aún. Las ropas se agolpan sobre los bancos llenas de tierra y polvo, las pertenencias de las víctimas están amontonadas al alcance de cualquiera, no hay una sola vitrina; si alguien quisiese, podría coger lo que se le antojara. Hasta los huesos y calaveras están expuestos como buenamente se ha podido, sin espacio suficiente. A veces da la sensación de que se ha entrado un rato después de la matanza.
En la modesta iglesia de Ntarama, al sur de Kigali, se refugiaron cinco mil tutsis. Fue la propia policía la que indicó a los vecinos que allí estarían seguros. A los pocos días, los muchachos de las Interahamwe, acompañados de soldados, políticos locales, vecinos y de la propia policía atacaron la iglesia con granadas y pistolas. Después accedieron a su interior y remataron con machetes y martillos a los que estaban vivos. A algunas mujeres las separaron, las llevaron a una capilla en la parte trasera de la iglesia y las violaron innumerables veces. Esta capilla es hoy parte del memorial. En uno de sus extremos hay un palo apoyado de cualquier forma contra la pared, un palo de unos dos metros que pasa desapercibido, sin letrero o explicación alguna. El guía lo agarra con rostro serio, lo golpea contra el suelo a modo bastón y añade: «Con este palo violaron y empalaron a unas veinte mujeres aquí». Luego lo vuelve a apoyar en la pared. El horror se supera a sí mismo con la mancha oscura que luce en la misma pared y a la que el guía se refiere a continuación: «Este es el punto donde mataron a los niños golpeándolos contra el muro, por eso quedó la marca».
Jospeh Buhigirio, el hombre al que sus vecinos en el bar le dijeron «tus familiares han vuelto», se refugió con su familia en la iglesia de Nyamata, no lejos de la anterior. «Creíamos que estaríamos seguros. De hecho, el alcalde vino y nos dijo que no nos moviéramos de allí, que estaríamos a salvo. Cada vez llegaba más y más tutsis y los alrededores de la iglesia también se llenaron. El jardín, el patio de la iglesia y las casas. En total éramos unas diez mil personas. Ese mismo día el cura huyó».
El 14 de abril llegaron las Interahamwe. Con ellas estaba el alcalde y la policía. Un miliciano depositó una granada en la puerta de la iglesia y la voló. Dentro, dos mil quinientas personas se apilaban con pánico entre los bancos. «La puerta salió por el aire. Yo no tenía ninguna esperanza. Asumí en ese momento que iba a morir, lo acepté. Empezaron a matar, a matar, a matar…». Joseph reitera el verbo intentando transmitir la cantidad de asesinatos que se precipitaron en minutos. El énfasis se puede aplicar a lo que era Ruanda aquellos días. «Primero dispararon contra todos, contra la gente que gritaba y se desplomaba. También lanzaban granadas. Yo me metí debajo de un banco. Veía cuerpos cayendo por todas partes, también los de mis hijos, y empecé a notar que algo me mojaba. Me fijé que estaba tumbado sobre sangre, la sangre subía a una velocidad increíble y llegó a levantar un palmo. Tuve que subir la cabeza para respirar. Los cuerpos empezaron a caerme encima. Quedé completamente cubierto de cuerpos, oía los gritos, los disparos, cómo lloraba todo el mundo… y ahí ya no sentí nada más. Ahí me convertí en una piedra. No sentía nada, solo estaba inmóvil, cubierto de cuerpos y completamente cubierto de sangre. La verdad es que no había diferencia entre mi cuerpo y el de los muertos». Eso fue, probablemente, lo que salvó a Joseph.
«Cuando el ruido de los disparos y lloros desapareció, los milicianos comenzaron a caminar sobre los cuerpos, iban dando machetazos a todos, a todos los cuerpos, rematándolos. Yo oía gemidos, algunos lloros, pero sobre todo recuerdo el ruido de los golpes, de los machetazos. Yo tenía tantos cuerpos encima que no me golpearon, yo creo que ni siquiera me vieron». Joseph permaneció inmóvil durante horas, en una suerte de shock que salvó su vida. Después salió, tras comprobar que toda su familia estaba muerta, y caminó, cubierto de sangre ajena, hasta la frontera con Burundi, a pocos kilómetros de allí. La cruzó a través del bosque y se salvó.
Aunque en ese momento Joseph no se dio cuenta, otra persona estaba viva dentro de aquella iglesia tras el ataque. Era Euginie Nyirakimuzanye, que entonces tenía veintisiete años. Euginie se refugió en la iglesia con cuatro de sus siete hijos. Como Joseph, sobrevivió a los disparos quedándose inmóvil bajo los cuerpos inertes. En este caso, bajo los cuerpos inertes de sus hijos. «Estuve casi dos semanas dentro de la iglesia después del ataque. No quería moverme, no podía. Solo el olor de los cadáveres me hizo salir». El aspecto de Euginie al abandonar la iglesia —tanto mental como físico— hizo que los vecinos hutus que la vieron la dieran por muerta. «Yo escuchaba, «déjala, ya está muerta»». Euginie logró alcanzar una casa donde estaban escondidos su marido y sus otros tres hijos. La crueldad se cebó con ella. «Al día siguiente llegaron las Interahamwe y mataron a mis hijos y a mi marido con machetes». Euginie recibió un machetazo en la cabeza pero sobrevivió. Hoy, vive marcada por un profundo trauma que cobra forma con una imponente cicatriz en su frente. La verdadera herida, sin embargo, es la de haber perdido a toda su familia y se refleja en dolores crónicos y la negativa a salir de su casa desde aquel episodio.
Matar por inercia
Durante los cien días que duró el genocidio se estima que 1,7 millones de hutus participaron, en mayor o menor medida, en la masacre. Fue el Gobierno y las Interhamawe quienes organizaron y llevaron a cabo las matanzas, pero contaron con apoyo. Los políticos locales, gobernadores, alcaldes y concejales, fueron adoctrinados en la matanza y organizaron las listas y los asesinatos en sus provincias y pueblos. Muchos de ellos no se resistieron a participar. La policía también mató. Por debajo de todos ellos, los vecinos hutus.
Edison Zigirikamiro tiene sesenta y ocho años. Es un campesino hutu de las montañas de Bisesero, al oeste del país, muy cerca del lago Kivu. «Al día siguiente de la caída del avión del presidente fui a ver a mi cuñado, que era tutsi, pero cuando llegué a su casa ya no estaba. Al regresar me encontré un grupo de milicianos. Los vi matando vecinos, disparaban contra los vecinos tutsis, gente que yo conocía de siempre. Un miliciano se me acercó y me preguntó qué hacía mirando, por qué no estaba matando. Yo le dije: «Lo siento, pero yo no puedo matar a nadie». Y me dijo, «entonces te mataremos nosotros». Me tuve que unir a aquel grupo. Recorrimos mi propio pueblo buscando a un chico tutsi que se había escapado y que yo conocía. Los que iban más rápido lo alcanzaron y lo mataron. Yo no di ningún machetazo, pero soy responsable por formar parte de aquella persecución. Si lo hubiera encontrado yo, lo hubiera tenido que matar».
Edison representa —o podría representar, imposible saber si cuenta toda la verdad— el perfil de vecino hutu que se vio obligado a matar. Casi todos los implicados en la matanza afirmaron lo mismo en los juicios posteriores: fueron obligados. La obligación no era siempre directa. Muchos vecinos hutus explicaron que tuvieron que matar para pasar desapercibidos, para ser «normales». Era tal la ola de violencia en Ruanda que quien no estuviera matando pasaba a ser sospechoso. Se dieron casos de hutus que, mientras refugiaban a tutsis en su casa, mataban a otros en la calle para no llamar la atención. Este era el panorama. Las milicias y el Gobierno lograron un clima por el que matar era obligatorio, era la única salida a una situación extrema. La idea de que matar podría traer consecuencias se diluyó y dejó paso a la certeza de que no matar sí tenía consecuencias. De este modo muchísimos vecinos mataban: profesores mataban alumnos, médicos mataban pacientes, clientes mataban dependientes, vecinos a vecinos, hombres a niños, mujeres a mujeres… Se construyó la idea de que matar a un tutsi era salvar la vida de un hutu. El miedo a morir empujó a miles de hutus a ayudar. Impulsados por el pánico, no dudaban ante la disyuntiva: ellos o nosotros.
Hubo, por supuesto, muchos otros vecinos que no participaron e incluso muchos de ellos ayudaron a los tutsis con refugio o alimentos. En definitiva, se jugaron la vida por los que se suponían que eran sus enemigos. Y es que, a pesar de que el paisaje parece ahora definido entre buenos y malos, la realidad es que en aquella Ruanda los extremistas eran minoría. Con poder, claro, pero minoría. «Solo unos pocos locos se creían aquella propaganda. Nadie consideraba a los tutsis cucarachas. Cuando escuchábamos esas cosas por la radio no las tomábamos a broma, nos reíamos. Pero la situación al final se volvió tan tensa que mucha gente se vio arrastrada», explica Evariste, nuestro confidente hutu, quien da otra clave: «A muchos hutus les decían que, si ayudaban, se quedaban con las propiedades de las víctimas. En aquella Ruanda con un 80% de población con hambre, puedes imaginar el efecto de tal oferta».
En lo que respecta a los genocidas, el Gobierno estima que hubo unos ciento treinta mil, de los que ciento veinte mil fueron arrestados después de la guerra y, de ellos, cuarenta mil continúan en la cárcel a día de hoy. Solo dos mil trescientos eran mujeres. En Ruanda se considera genocida a todo aquel que mató directamente a alguien u organizó una matanza. Israel Duginzigimana es uno de ellos. Cumple veintiún años por participar en el asesinato de un grupo de trescientos tutsis cuando era concejal del ayuntamiento de Nyabisindu. También viste pijama rosa. Su rostro es serio, rudo. Israel hace de guía por la prisión, nos muestra sus abarrotados patios, su irrespirable saturación y lo hace sin la presencia de un solo guardia. Él parece el jefe del lugar. «De mi municipio solo salieron vivos seis tutsis. Yo ayudé a los milicianos con las matanzas. En una de ellas, rodeamos a un grupo de trescientos vecinos. Yo conocía a casi todos. Disparamos contra ellos. Yo disparé y lancé una granada que mató a un hombre que conocía». «Mi mujer me preguntaba por qué estaba ayudando, por qué mataba. Yo le decía que cumplía órdenes, que no me quedaba otra salida. Hoy me doy cuenta de que estaba equivocado y me arrepiento cada día. Pido perdón. Pido perdón a las familias».
«Actos de genocidio»
El genocidio de Ruanda duró cien días. En esos cien días, según las estimaciones más optimistas, fueron asesinadas ochocientas mil personas, casi todas ellas tutsis.
Por si fuera poco, no se trató de un exterminio sistemático. No fue un genocidio militarizado, «ordenado», como pudo ser el holocausto judío. No se trata de niveles de horror, de comparar qué fue peor, porque a tales profundidades de deshumanización son análisis vacíos. Pero es necesario subrayar la extrema suciedad, la intolerable crueldad de lo sucedido en Ruanda.
El doctor Bizoza Rutakayile es psiquiatra y director del centro psiquiátrico de Ndera Neoro, donde nos recibe. Trata casos de traumas en supervivientes y en los relatos de sus pacientes escucha hasta dónde se aventuró la crueldad en el genocidio ruandés. «Tengo dos casos extremos. Uno es de un chico que fue obligado a beberse la sangre de su madre y a comerse sus órganos sexuales antes de que la mataran. Otra paciente, una mujer que sigue con una depresión grave, fue obligada a comerse a uno de sus hijos a cambio de la vida de los demás». Los milicianos también llevaban a cabo macabros juegos. En el pueblo de Evariste colocaron a los vecinos tutsis en fila y les pusieron pimienta en la nariz. «Al que estornudaba —rememora Evariste—, le degollaban». La crueldad era tal, que algunos tutsis ofrecían dinero por ser asesinados de un disparo. Querían evitar las torturas, ser mutilados o ser quemados vivos dentro de sus casas, prácticas todas ellas muy extendidas entre las Interahamwe, como recuerda Israel: «Tal vez lo peor que vi fue cómo quemaban a las familias dentro de sus casas. No les dejaban salir y al que se escapaba, lo mataban a machetazos». Las mujeres, casi siempre, eran violadas antes de ser asesinadas. Las que lo sufrían por parte de un hombre infectado con VIH, eran indultadas, algo que se cobró un nuevo genocidio en la siguiente década, esta vez lento y silencioso.
En realidad, cuesta creer que cosas así puedan pasar. Pero pasaron. No hace tanto. No tan lejos.
El mundo, mientras tanto, intentaba no mirar. Una resolución aprobada por la ONU en 1948 obligaba —y obliga— a su Consejo de Seguridad a intervenir en donde se esté cometiendo un genocidio. Pero Estados Unidos no quería enviar una nueva fuerza de paz a Ruanda, escaldado por lo ocurrido dos años antes en Somalia, donde un helicóptero Black Hawk fue derribado y diecinueve soldados americanos murieron. Para conseguir escaquearse, el ejecutivo de Bill Clinton esquivó el término genocidio durante más de dos meses. Cada rueda de prensa o intervención desde la Casa Blanca que se refería a Ruanda se llevaba a cabo con el término «actos de genocidio». El 28 de abril, en plena matanza, un periodista le preguntó a la portavoz del Departamento de Estado, Christine Shelley, por qué no podían decir que estaba teniendo lugar un genocidio en Ruanda. Shelley respondió: «Porque, bueno, hay una razón para la selección de la palabras que hemos hecho, y yo he hecho… tal vez lo he hecho… yo no soy abogado. No enfoco esto desde el punto de vista legal, internacional o erudito. Intentamos, lo mejor que podemos, reflejar con precisión una descripción al abordar esta cuestión. Es… la cuestión está ahí. Está claro que la gente está enterada y ha estado mirándola». Aquella rueda de prensa de rodeos y malabares conceptuales duró unos diez minutos, tiempo en el que, de media, cincuenta tutsis fueron asesinados. Era un reloj de arena en el que cada vaguedad en Washington equivalía a una decena de muertes en Kigali.
Desesperado, el general Dallaire solicitó a la ONU el envío de más tropas, asegurando que con tan solo cinco mil hombres garantizaba detener la masacre en una semana. Desde un punto de vista militar nadie puso en duda el juicio de Dallaire, sin embargo aquello no era un asunto militar, era una cuestión política. Dallaire volvió a chocar contra un muro. En lugar del envío de tropas, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, impulsado en esta decisión por Estados Unidos, redujo el número de soldados de dos mil quinientos a dosciento cincuenta. Un grupúsculo que, desde ese momento, tuvo que limitarse a hacer todo lo posible por mantenerse con vida. Ese mismo día Cruz Roja envió una nota de prensa en la que ya estimaba en cien mil los muertos.
Antílopes
Los primeros ataques en la aldea de Jean fueron esporádicos. Algunos milicianos pobremente armados se acercaban, pero eran repelidos con piedras. Al cabo de cuatro días, llegaron las Interahamwe. Jean, que entonces tenía once años, los vio aparecer desde su casa. «Llegaron en todoterrenos que levantaban una polvareda, gritando. Se reían. Salimos corriendo en dirección al bosque. Todos los vecinos salieron despavoridos corriendo de sus casas. Yo corrí con todas mis energías. Conmigo iban mi primo, que era de mi edad, y mis padres». Aquella fue la primera de las muchas carreras que le esperaban a las pequeñas piernas de Jean.
Jean Rwilangura —hoy el presidente de una asociación de supervivientes— se refugió en el bosque de Kayumba donde estuvo semanas corriendo por su vida. Representa el otro tipo de matanzas que tuvieron lugar en Ruanda. En esta ocasión no se reunía a los tutsis en iglesias, se les perseguía por bosques o pantanos como si de un coto de caza se tratase. Así lo retrata el periodista francés Jean Hatzfeld en su libro La estrategia de los antílopes. Eso es en lo que se convirtieron aquellos tutsis: presas que estuvieron semanas esquivando a sus cazadores.
«Cuando llegué al bosque, donde estaban casi todos los vecinos tutsis, no encontraba a nadie de mi familia», prosigue Jean. «Una señora se me acercó al cabo de unas horas y me dijo que habían matado a mi madre. Yo le dije que no, no le creía. Así que volví corriendo otra vez por el camino que había hecho. Me encontré un montón de cuerpos, iba mirando todos, hasta que vi el de mi madre. Entonces empecé a llorar y volví al bosque sin poder parar de llorar, pero esta vez no fui corriendo, fui caminando».
Durante las siguientes dos semanas mi vida se basaba en correr. Corría todos los días, cada vez que llegaban las milicias. A veces me notaba bien y corría muy deprisa. Otras me costaba más y alguna vez algún miliciano llegó a estar muy cerca de mí. Aprendí a correr por las partes más frondosas del bosque, aprovechando mi tamaño pequeño, y también aprendí que si corría en zigzag me dejaban de perseguir antes. Todo descalzo, claro. El resto del tiempo intentaba no moverme, aprendes a ahorrar energía. Me ponía en un sitio alto y si venían de un lado, corría hacia el otro. Si venían del otro, corría hacia el contrario.
Las milicias acudían cada día, incansables, a la cacería. Llegaban por la mañana, rastreaban el bosque, mataban todo lo que podían y se iban al oscurecer. «Solía estar en grupo, de cuatro o cinco personas, pero el grupo era cada vez distinto. Cada vez que echábamos a correr nos perdíamos. A algunos los cogían y otros nos volvíamos a reunir. O acababas en otro grupo. Nos contábamos cómo habíamos escapado o nos enseñábamos las heridas. Algunas veces terminaba solo y no encontraba a nadie durante horas. Esos eran los peores momentos. Solía llorar y pasaba mucho miedo. Una vez llegué a pasar tres días solo».
Las historias de los niños supervivientes de Kayumba son inauditas. «Recuerdo un día que corría con un grupo de niños me tropecé y me partí el labio contra una piedra. También me hice una herida en la rodilla. Me levanté al momento y seguí corriendo con la sangre. De aquel grupo recuerdo que cogieron a casi todos y los mataron. Estaba todo el día corriendo, pero había días que no podía. No podía moverme, era incapaz de correr. ¡Es que tenía once años! Y esos días pasaba mucho miedo porque si me hubiesen llegado a atacar, no era capaz de huir».
Con el paso de las semanas los supervivientes en Kayumba eran menos. Jean fue de los pocos que fue rescatado de aquel bosque con vida. Le sacaron los soldados del FPR en junio, cuando la guerra comenzaba a decantarse a su favor. Solo entonces, con Ruanda sembrada de cadáveres, la ONU despertó.
La gran evasión
El 22 de junio, con el FPR cerca de ganar la guerra, la ONU aprobó la Operación Turquesa. La reacción llegó a regañadientes y tras un informe de Cruz Roja que elevaba los muertos a medio millón. La operación sería llevada a cabo por el ejército francés y consistiría en abrir un corredor humanitario para que la población hutu que ya comenzaba a huir pudiera salir del país. Pero el papel desempeñado hasta ese momento por Francia hizo que los hutus interpretaran la acción de otra forma. Los soldados de François Mitterrand aterrizaron en Kigali entre los vítores de la concurrencia hutu. El periodista del New Yorker, Philip Gourevitch, recoge en su imprescindible libro Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias, el testimonio de hutus que recuerdan aquel recibimiento. Había pancartas en las que se podía leer «bienvenidos hutus blancos» y en la RTLM los locutores bromeaban con las mujeres. «Ahora que se han muerto todas las chicas tutsis es vuestra oportunidad con los hombres blancos».
Poco duró la alegría en el bando hutu. El FPR aprovechó que la misión de los franceses era únicamente permitir la salida de refugiados y alcanzó Kigali en menos de un mes. El 13 de julio de 1994 los rebeldes se hicieron con la capital y la guerra terminó. Comenzó entonces el epílogo del horror. Primero con los desmanes y venganzas del FPR, algo que el actual Gobierno ruandés niega rotundamente pero que todo hutu en Ruanda ha vivido más o menos de cerca. Evariste no es una excepción. «Los soldados del FPR entraban en las aldeas que iban tomando y disparaban contra los vecinos hutus. Hubo miles de venganzas, miles de asesinatos contra civiles hutus. Si me preguntas, te digo que creo que murió tanta gente en esas represalias como en el genocidio». Pero ese es un dato que el actual Gobierno ruandés no admite. El gobierno de Kagame no reconoce el dolor de los hutus, algo que sigue clavado en el orgullo de su población.
La segunda parte del epílogo fue la huida de más de dos millones de refugiados hutus a campos de países vecinos, especialmente a los levantados de forma casi improvisada en la vecina República Democrática del Congo (entonces Zaire). En su huida, ocultos entre las mareas humanas, iban los genocidaires. El nuevo gobierno ruandés montó en cólera y acusó a Francia de escoltarles en su evasión. Straton, el genocida que organizó la matanza de seis mil tutsis, salió así del país. «Llevábamos armas y a los franceses les daba igual. ¡Pero cómo no les iba a dar igual si nos estaban protegiendo! ¡Nos escoltaron hasta el Congo!». Straton casi ríe en su énfasis, como incrédulo. Años después el FPR asaltará los campos congoleños en busca de los milicianos huidos provocando, según un informe de la ONU de 2010, un nuevo genocidio, esta vez en el otro sentido. La violencia en Ruanda parece un bucle sin fin.
El sonrojo del mundo
Cuentan que muchos tutsis, durante el genocidio, usaban el cielo como mapa. Desde sus refugios, en bosques, cuevas o pantanos, observaban el cielo y evitaban caminar por donde veían bandadas de buitres. Los buitres les marcaban las rutas prohibidas y les indicaban los caminos despejados. Los caminos sin muerte.
El paisaje que el FPR se encontró tras instaurar un nuevo Gobierno era desolador: ochocientos mil muertos, doscientas cincuenta mil mujeres violadas, cien mil niños huérfanos, pueblos enteros destruidos, cadáveres por todos lados devorados por los perros y riadas humanas de desplazados. Un escenario que, como declararía Paul Kagame días después, «el mundo había observado con las manos en los bolsillos». A día de hoy siguen apareciendo cuerpos en Ruanda. Del casi millón de muertos solo doscientos cincuenta mil han sido identificados. El muro del memorial de Kigali apenas contiene nombres, a la espera de que se complete la lista de víctimas.
El 25 de marzo de 1998 Bill Clinton pedía disculpas a los ruandeses en un discurso en Kigali. Dos meses después, el 7 de mayo, Kofi Annan, ya secretario general de la ONU, hizo lo propio en el parlamento de Kigali. «El mundo debe arrepentirse profundamente por este error. La tragedia de Ruanda fue la tragedia del mundo entero. Todos los que nos preocupamos por Ruanda, todos los que fuimos testigos del sufrimiento, deseamos fervientemente haber evitado el genocidio. Mirando ahora atrás, vemos las señales que entonces no reconocimos. Ahora sabemos que lo que hicimos no estuvo ni cerca de ser suficiente, suficiente para salvar Ruanda y suficiente para honrar los ideales de Naciones Unidas. Nunca negaremos que, en el momento que más lo necesitaba, el mundo falló al pueblo de Ruanda».
Fotografía: Alfons Rodríguez.
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Sólo quiero decir que me ha parecido un reportaje abrumador. Nada más puedo añadir.
Gracias.
Aterrador
Durísimo.
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Espantoso.
Imposible no sentir terror y gran dolor por nosotros… estos miseros seres
Estoy decepcionada, es muy simplista, mal documentado, incluso con con palabras y nombres mal deletreados. Si se atreve a escribir sobre este terrible capitulo de la historia de la humanidad, estaria bien mencionar, lo que supuso el genocidion en Ruanda para la region. El conflicto en Congo comenzo el mismo diamque la operacion Turquesa y de una manera ininterrumpida, aun sigue dando coletazos. Aproximadament un millon de muertos, semejantes cifras de refugiados y no hablemos de los desplazados. Horrores semejantes a los del genocidio, a la orden del dia. No durante tres meses, pero durnate casi dos decadas.
Diana, escribe un mejor artículo y pon el link. Seguro que será más interesante que la queja gratuita que remites :)
un millon de muertos en veinte años, parece menos duro que en tres meses.
Yo también estoy decepcionado, Diana. Con tu inteligencia.
Un cordial saludo.
Wow Diana pides buena ortografia y ni siquiera la tienes tu misma por favor lee tu mensaje y corrigelo para luego poder pedir correccion al periodista q tuvo el valor de ir a recoger datos inequivocos y reales de lo que paso en Ruanda.. Pensar antes de escribir.
Pocas veces un relato me ha horrorizado tanto. Tengo un nudo en la garganta y ganas de llorar y vomitar. Estremecedor. Inexplicable.
Son sus costumbres sanas y hay que respetarlas
Ya se sabe, belgas ocupando un país ajeno y dividiendo a su población para colocar a conveniencia a unos sobre otros, descolonizaciones hechas a medias y a conveniencia de los estados europeos que acababan la colonización, dictaduras colocadas por esos mismos países para asegurarse el control de los recursos, armamento regalado a auténticos canallas por países como Francia para asegurarse el dominio sobre el país, países europeos y EEUU evitando intervenir ante una masacre que podía sacar sus vergüenzas a relucir.
Son nuestras costumbres y tienen que morir con ellas.
Fernando, lo que comentas es cierto. Muy triste, pero cierto. Todo se reduce al dinero y al poder. ¿Las vidas humanas, los sueños de las personas, su dignidad? Todo prescindible. A veces la humanidad da asco.
Excelente pieza, pese al dolor que desprende. Había leído bastante del tema, pero aquí han salido bastantes datos que desconocía. También ha ayudado a aclarar la cronología de los hechos.
Que vergüenza que el planeta se quedase mirando y no actuara. Realmente deplorable.
Tan buen reportaje como terrorífico. Aunque estaba preparado para leerlo no he podido evitar la piel de gallina con tales atrocidades. ¿Hasta dónde puede llegar la crueldad humana? Parece que no tenga límites en ningún lugar del mundo: Alemania nazi, los estados esclavistas de los Estados Unidos, la Europa colonial, Indochina, África, … parece que no exista ninguna sociedad libre de la vergüenza de su crueldad en algún momento de la historia reciente.
Impresionante artículo-reportaje. De lectura obligada.
Estoy congelado del espanto. Buf. Enorme trabajo, Nacho, me impresiona esa escritura contenida y tan certera, ese ritmo demoledor con esos fogonazos intercalados. Buf, es abrumador.
En compensación La fundacion Bill Clinton pago el museo del genocido en Kigali,impresionante la disección del holocausto y los testimonios,como los publicados en el articulo pero con fotos de las iglesias y de la maneran en que fueron destruidas.
Me quedo la imagen de las personas vivas arrojadas a las fosas septicas donde permanecerian hasta morir.
Añado que en Rwanda no hay sitio para escapar apenas hay selvas o campos como aqui,todo absolutamente todo esta cultivado y habitado.
Por cierto, ¿que hacia Al Gore?
Excelente artículo, estremecedor. El autor quizás podría haber hecho más hincapié en el futuro reciente de Ruanda. A día de hoy, la reconciliación nacional es total y se ha conseguido que tutsis y hutus y convivan pacíficamente y aúnen fuerzas para reconstruir el país.
No es eso lo que dicen los medios internacionales. Más bien es una tensa paz en la que no se puede ni nombrar el genocidio. Una dictadura encubierta, como tantas otras.
Espeluznantes hechos y patetica respuesta internacional y ya no digamos el papel de la ONU. Recomiendo como lectura adocional Ubuntu de Nico Valle.
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espeluznante relato que describe la cruda realidad del ser humano
Para quien le interese esta cuestión les recomendaría tres libros. Dos son de un escritor mencionado en el artículo, Jean Hatzfeld, y se titulan Una Temporada de Machetes, y La Vida al Desnudo:Voces de Ruanda. El tercero son las memorias del personaje que interpreta Don Cheadle en la increible «Hotel Ruanda» se titula Un Hombre Corriente, y el autor es Paul Rusesabaguinda -no sé si está bien escrito-.
Un saludo
Hay un capítulo sobre el genocidio Rwandés Ébano, libro de Rysarzd Kapuściński…
Hace ya un tiempo que lo leí, hay algunos detalles, sobre todo al principio que me han recordado mucho…
dolor por la especie humana.
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gracias por el artículo- reportaje, es necesario que se conozcan este tipo de actos de alguna manera, ya que ni en la escuela ni en los medios de comunicación se le ha dado importancia a este y a muchos de los conflictos en el continente africano
Muy interesante y claro el articulo. Felicitaciones
Recuerdo alguna noche haber visto algun documental acerca de esta masacre y me impactó. Después de leer el artículo veo que aquel documental tan solo fué una manera velada y pobre de describir esta masacre.
No puedo lograr entender que ambición pasó por la mente de aquellos que solaparon todo esto y no puedo dejar de imaginar que todos los días estas personas tuvieron conocimiento de lo que pasaba día con día y simplemente cada día escogieron mirar a otro lado. Ojala la historia nunca lo olvide.
Que magnifico reportaje, mil gracias.
Felicitaciones por el articulo, aunque haya mucho de tipico en el tema …. sobretodo esos sentimientos propios de blanquito que se acerca por esas latitudes por primera vez …
Libro a recomendar:
Shake hands with the Devil (memorias del Lt.Gen Romeo Dallaire)
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