La noticia de la muerte de Paco de Lucía me trajo de manera automática, como a muchos, el recuerdo de Félix Grande. La muerte de Paco de Lucía solo veintiocho días después de la muerte de Félix Grande es un dato importantísimo de la biografía de Félix Grande que Félix Grande (qué impotencia saberlo, porque le hubiera emocionado) se fue sin conocer. Entre las necrológicas de Paco de Lucía, espléndidas algunas, falta en la prensa la mejor: la de Félix Grande. Pero el necrólogo se murió antes esta vez. Ahora, mientras escribo estas líneas, hay un cadáver que aún debe atravesar el Atlántico. La imagen de un féretro nocturno sobre el océano. Y el sonido del motor del avión.
No hablé nunca con Félix Grande, pero lo veía con frecuencia en Madrid. Su trabajo estaba en el camino de mi colegio mayor. Era símbolo de algo: de tomarse la literatura en serio. Tan abrumadoramente, que a la vez de animarme me avergonzaba. Se habló en sus necrológicas (algunas también espléndidas) de su ausencia de ironía. Y la ironía es mi salsa; el aflojarse en lo frívolo. Me asfixiaba su seriedad. Y al mismo tiempo la admiraba, e intentaba que se me pegara algo. Este noviembre participó en el ciclo Poética y Poesía de la Fundación Juan March. Escuché los audios con sentimientos encontrados. Me impresionaron, pero los sentí excesivos. Resultaban emocionantes, pero hasta incurrir en lo embarazoso. Dos meses después se murió. Se estaba muriendo y lo sabía. Eran palabras testamentarias.
Su lectura poética empieza con «Una gotera», el poema en el que dialoga con Paco de Lucía. Pero antes hay unos minutos soberbios. ¿Tuvo alguna intervención pública posterior en los dos meses que le quedaban? Que yo sepa, no. Por eso es un documento ahora escalofriante. En la March es costumbre que, en los ciclos de un mismo orador, se le presente únicamente el primer día. En los demás comparece solo. Por eso, en la que debió de ser su última aparición en público, la del 28 de noviembre de 2013, compareció solo. Sus primeras palabras suenan en el audio como las de un personaje de tragedia que acaba de ser arrojado en el escenario, y rompe a hablar justo sobre eso. Un desvalimiento que se caldea al ser nombrado. Sigue un cobijo fabricado —que se va fabricando— con la voz.
Y confiesa con qué encabezaría un hipotético curriculum vitae de derrotas: «Me puedo jactar de ser un guitarrista flamenco absolutamente fracasado». De joven tocaba la guitarra, pero «llegó Paco de Lucía, dio una patada, y dos o tres mil aficionados nos fuimos a la cuneta». Antonio Lucas ha citado en El Mundo otras frases de Félix Grande sobre esto: «No tenía sentido para mí seguir esforzándome cuando tenía delante al artista de guitarra más lujuriosa, más temible, más hermosa. […] Paco está diez mundos por encima del mundo. Las horas que le ha echado a la guitarra no pueden sumarse ya. Desde niño, con una disciplina y una inteligencia privilegiadas. Paco nos ha jodido a todos los demás».
Es imposible no asociarlo con El malogrado, de Thomas Bernhard: la historia de los dos pianistas, el narrador sin nombre y Wertheimer, que abandonan el piano tras haber coincidido con Glenn Gould en un curso de perfeccionamiento. «La fatalidad de Wertheimer fue haber pasado precisamente ante el aula treinta y tres del Mozarteum, en el momento en que Glenn Gould tocaba, en ese aula, la llamada Aria. […] Wertheimer, si no hubiera existido Glenn —escribe el narrador— habría llegado a ser un excelente virtuoso del piano, célebre a lo mejor en todo el mundo». Pero, después de aquello, «yo regalé el Steinway, él subastó su Bösendorfer».
Guillermo Cotroneo, en Si una mañana de verano un niño, relaciona la historia de El malogrado con la de Mozart y Salieri, según la recrea Pushkin. En Salieri y en Wertheimer, y en Félix Grande, «el problema es rozar la genialidad. No es mirarla desde la distancia. Desde lejos, es algo que se soporta; rozarla trastorna». La condición de Wertheimer, para ser un malogrado, es ser «él mismo un extraordinario pianista. Solo en ese caso representa para él un privilegio (y también una especie de maldición) poder atisbar el abismo que lo separa de Gould».
A mí me interesa esa posición de privilegio, dolorosa. Dolorosa en cuanto a la propia creación, en cuanto a la percepción de la impotencia y la inalcanzabilidad. Pero en ese sitio trágico hay otro elemento, que es el privilegiado: el de la contemplación. Al margen de la valoración que nos merezcan las propias obras de Salieri y Félix Grande (y al margen de que en este último la frustración no derivó en resentimiento, sino en generosidad), pienso ahora en ellos solo como espectadores; en el caso e Wertheimer, que guardó silencio, como espectador absoluto. Espectadores de la obra de otro, desde el lugar exacto en que la contemplación quema.
En su Diario de un pintor (1952-1953), Ramón Gaya tiene dos reflexiones profundas que enriquecen el planteamiento. Una es sobre la contemplación liberada del impulso de crear (se refiere a otra persona): «Ese poder de atención extrema, de concentración extrema, se debe, en parte, a su muy decidida abstinencia creadora; porque, por extraño que pueda parecernos, en cuanto alguien cede a la tentación de… hacer, su facultad de ver, de comprender, de percibir, de recibir y de adentrarse en la realidad, se debilita: el… quehacer se apodera de todo, lo vacía todo». La otra es sobre lo que encierra la impotencia: «Así como la creación, el poder de creación es siempre una humildad, la impotencia desemboca siempre en una soberbia, en una soberbia satánica: no tiene, apenas, otra salida».
Pero quizá desde este envés de la impotencia sea desde donde mejor se pueda contemplar, a contraluz, como completamente ajena, la creación. Traigo la última cita, la de un poema de Emily Dickinson (el que empieza en inglés «Success is counted sweetest»), en la traducción de la Antología bilingüe de Alianza:
El éxito resulta más dulce
Para quienes nunca lo alcanzan.
Asimilar un néctar
Requiere muy penosa necesidad.
¡Ni una siquiera de las Huestes púrpura
Que hoy portan la Bandera
Puede dar definición
Tan clara de qué es la Victoria
Como el que es vencido —moribundo
Y en su oído agotado
Estallan mortecinos y claros
Los acordes lejanos del triunfo!
Pienso ahora en el Tour de Francia, en aquella fascinación vencida de Bugno por Indurain. Y en que Bugno fue, después de todo, el mejor espectador de aquellos triunfos. Nadie asistió tan de cerca, tan por dentro, a aquellas victorias en las que él fue el derrotado. Ni siquiera, quizá, Indurain: enturbiado por la necesidad de asimilar el néctar.
Escucho la guitarra de Paco de Lucía. Me gusta, me emociona, incluso la admiro. Pero no sé admirarla lo suficiente. Es un arte que no sé cómo va. Ignoro la dimensión radical de su mérito. Me asomo solo un poco, demasiado poco. Muy lejos de esa cumbre desde la que Félix Grande podía escuchar. Félix Grande, el malogrado como guitarrista y el privilegiado como espectador. Es aquí abajo, desde donde ni siquiera se ve el tamaño de lo que falta, donde quizá esté el verdadero malogrado.
Ya verás como algún comentario será para poner a parir a Glenn Gould.
GRAN texto!
Retraído y contenido en la ejecución, sin alharacas, pero al tiempo muy expresivo, como generalmente son las cosas verdaderas. Al ver el video, se tiene un poco la sensación de que se está mirando algo que no debería ser visto, por lo que tiene de privado.
http://holdontightmarie.blogspot.com.es/2014/02/muere-paco-de-lucia-grandisimo.html?showComment=1393665887169#c6315495417418609635
Hay Paco más allá de ‘Entre dos aguas’.
Gracias! Por cierto, que de ese poema de Emily Dickinson hay varias traducciones más aquí: http://joseantoniomontano.blogspot.com.es/2007/07/poema-y-traducciones.html
Muy interesante el artículo, sobre todo esa parte que explica que es precisamente rozar la genialidad lo que transtorna. El genio es asintótico, de forma que cuanto más cerca está uno de la perfección, más lejos se siente. Y esto no solo atañe al genio artístico, sino a cualquier tipo de virtud. Piensen, sino, en la Madre Teresa de Calcuta (quien para cualquiera de nosotros era la bondad hecha mujer, y por tanto algo así como una representante de la bondad de Dios) diciendo convencida que nadie está más lejos de Dios que ella. Algunos pueden ver ahí algo de falsa humildad, pero yo creo que lo decía con una íntima y profunda convicción, porque, como decimos, cuanto más cerca está uno de, digamos, lo absoluto, más lejos se siente.
Será verdad aquello que decía T.S. Eliot de que «el hombre no puede soportar demasiada realidad» (o la realidad desde demasiado cerca).
Precisamente cuanto más cerca del punto soñado se está, más lejos se siente porque se comprende que no se puede llegar nunca. Muy interesante el concepto de límite, no me lo había planteado así.
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Enhorabuena, Montano: excelente, en tu linea..
….siempre y cuando no hables de politica.. ; )
He leído más de una vez El malogrado de Bernhard porque me fascina el tema y creo que está bien la comparación. Igualmente la auto exclusión en los casos de los que, como se dice aquí, rozan el genio, me resulta incomprensible ya que considero al arte una expresión de uno mismo. Algunos llegan a unos niveles a los que nunca llegaremos, sin embargo, lo que nosotros podemos hacer, por muy humilde que sea, nos define, ya que nadie más lo hará igual. En fin, es un tema largo y complicado :)
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