En la mañana del 7 de enero de 1988 una decena de coches patrulla y varios vehículos del departamento forense de Riverside, California, rodearon las instalaciones de la mayor empresa de suspensión criónica del mundo con una orden de registro. El forense y su equipo llegaban a la central de Alcor en busca de algo muy concreto. «Estamos aquí», informó el agente Alan Kunzman una vez dentro del edificio, «para llevarnos la cabeza de Dora Kent y todos los documentos relacionados».
En las siguientes horas, y durante muchos días, los forenses buscaron la cabeza de la señora Kent en los contenedores refrigerados de Alcor. Pero no la encontraron. Sí recuperaron allí el cuerpo inerte de la anciana (relleno de anticongelante) y sus dos manos cortadas. «En este momento, tenemos las cabezas de siete clientes almacenadas aquí», informó Michael Darwin, uno de los responsables de Alcor. «Todas perfectamente conservadas para el momento en que la ciencia sea capaz de reanimarlas y clonar sus células… Los llamo clientes porque nosotros no aceptamos que estén muertos, solamente «deanimados». También tenemos muchas mascotas. Tres perros. Y un mono».
A día de hoy la cabeza de Dora Kent sigue en paradero desconocido y su caso es uno de los episodios más sórdidos de la historia de la criónica. Unas semanas antes del registro policial, su hijo Saul Kent y el propio Darwin, ambos fundadores de Alcor, habían sacado a la mujer de ochenta y tres años, enferma de alzhéimer, de la residencia de ancianos en la que vivía con la excusa de llevarla a casa y darle los mejores cuidados. Esa noche, sin embargo, la llevaron al 12327 de Doherty Street, en el polígono industrial en el que se encontraba Alcor, y comenzaron un proceso que culminó con su muerte en apenas cuarenta y ocho horas. Tal y como reconocen en sus notas, varios miembros de Alcor, incluido su propio hijo, dejaron de alimentar a la señora Kent, esperaron a que falleciera, le cortaron la cabeza y la introdujeron en un contenedor con nitrógeno líquido a la espera de que la tecnología del futuro la reviviese.
Una de las principales fuentes para comprender lo que sucedió aquellos días es el relato de Alan Kunzman, uno de los forenses que participó en el caso, en su libro Mothermelters (Descongeladores de madres). Su investigación comienza la noche en que dos tipos de aspecto extraño aparecen en sus oficinas para que les firmen un certificado de defunción. Los protagonistas son el hijo de la fallecida y el mencionado Michael Darwin (que en realidad se apellida Federowicz). La mujer ha muerto como consecuencia de una neumonía en su domicilio, dicen, y necesitan que alguien firme el documento que la funeraria les ha negado. Pero a Kunzman y los otros forenses les parece todo extraordinariamente sospechoso.
Cuando los agentes recogieron el testimonio del médico y las enfermeras de la residencia de ancianos de la que habían sacado a Dora Kent, estos aseguraron que la mujer no presentaba ninguna señal de empeoramiento o algo que hubiera podido precipitar su muerte. La anciana murió sin la presencia de un médico y procedieron a decapitarla sin que nadie certificara oficialmente su fallecimiento. La autopsia posterior del cuerpo mostraría la presencia de barbitúricos en su flujo sanguíneo de tal forma, según el especialista, que solo pudieron ser suministrados antes de que muriera. Es decir, sospechaba Kunzman, los miembros de Alcor no esperaron a que la señora Kent se «deanimara», como ellos sostenían, sino que le dieron un empujoncito en su camino hacia el otro barrio.
Durante muchos capítulos, Kunzman enumera los intentos de los miembros de Alcor por engañarles y hacer desaparecer pruebas. No solo escondieron la cabeza para impedir que los forenses la analizaran, sino que se llevaron los papeles importantes antes del registro, ocultaron la cinta VHS donde estaba grabada la operación y, según Kunzman, se dedicaron a amenazarles a él y a otros forenses para que dejaran la investigación. «Hay que conseguir frenar a los agresores de los pacientes en suspensión criónica», decía una de las cartas amenazantes al equipo forense. «Cuando la criónica sea plenamente aceptada», continuaba, «usted ocupará su lugar en los libros de historia junto a los esclavistas, los luditas, aquellos que se opusieron a la anestesia o a la teoría microbiana. Mientras tanto, que le vaya bien, descongelador de madres [mothermelter]».
La versión de Alcor está disponible en su web a través de las notas del diario de Michael Perry, uno de los miembros que participó en el proceso. Bajo el título Notas sobre la crisis de Dora Kent estos apuntes dan algunas claves de lo que sucedió y resumen el juego del ratón y el gato que Alcor y el forense se trajeron durante semanas. La obsesión de los seguidores de la empresa criónica, empezando por el hijo de la fallecida, era impedir que hicieran la autopsia de la cabeza, pues temían que eso la «matara» [sic]. Y en ese diario —al que también tuvo acceso el forense— se dejan caer datos muy reveladores. La noche antes de que la señora Kent muriera, Perry escribió estas líneas: «Tenemos un fuerte presentimiento de que ella caerá, como esperamos, y ya no está siendo alimentada por tubos como sucedía en la residencia. Ha sido mantenida con vida durante dos o tres años mientras su cerebro se ha descompuesto lentamente, una atrocidad que esperamos detener mediante la congelación».
No es el único momento en el que la verdad de fondo se desliza en las notas del diario. «Otro rito atroz», escribe Perry, «un crimen de incalculables proporciones, es perpetrado cuando se mantiene a una persona en una residencia hasta que su mente se ha ido, utilizando cualquier medio disponible». Y más delante, sin reparos: «¡Debimos congelar a la señora Kent hace muchos años! Cortar su cabeza y congelarla es una pena mucho menor que la que la naturaleza nos reserva a menudo: basta pensar en la atrocidad de algunos males como el alzhéimer o la enfermedad de Huntington. Piensen en ello, cualquier forma de muerte es un sacrificio de células cerebrales, ¿no? Excepto cuando es seguido de la suspensión criónica».
El asunto saltó a todos los periódicos y televisiones, y la opinión pública fue pasando del asombro al debate sobre la necesidad de prolongar la vida. El hecho de que la señora Kent estuviera prácticamente desahuciada parecía justificar para algunos que su hijo hubiera querido darle otra oportunidad a través de la criónica. Kunzman, en cambio, consideraba que debía investigar los indicios de homicidio del caso, aunque la víctima «hubiera tenido doscientos años». «La gente de Alcor», reflexiona el forense en su libro, «no consideraba que ellos hubieran desconectado a la mujer porque, en sus mentes, Dora Kent estaba todavía viva y recibiendo cuidados constantes. Esa idea me hizo preguntarme si quizá era a eso a lo que se refería Saul Kent cuando le dijo a la gente de la residencia que su madre recibiría el mejor de los cuidados. Por supuesto no mencionó que su versión de cuidarla incluiría llenar su cuerpo de barbitúricos y cortarle la cabeza y las manos».
A pesar del reguero de pruebas, el funcionamiento chapucero de la propia oficina forense desembocó en una victoria para Alcor. El relato de Kunzman es la historia de un perdedor con momentos de sordidez dignos de una película de los hermanos Coen. El responsable de la oficina, Ray Carrillo, fue poniendo trabas a la investigación por sus enfrentamientos personales o su afán de protagonismo. La primera visita a Alcor, en la que Kunzman intervino el cuerpo y las manos de la anciana muerta que encontró en un recipiente con hielo, Carrillo apareció en escena y ordenó que no tocaran la cabeza, con lo que a partir de aquel momento se hizo imposible recuperarla. Después del primer registro de las instalaciones, con aviso de bomba incluido, un agente perdió los nervios y detuvo a varios miembros de Alcor por asesinato, mucho antes de que se hubieran reunido las pruebas del caso. Y no solo eso, también amenazó con descongelar todas las cabezas que almacenaban en nitrógeno líquido.
El resultado de tanto despropósito fue una orden temporal del juez, el 13 de enero, de que la oficina forense no se acercara a la cabeza de Dora Kent ni a los restos humanos conservados en Alcor, a pesar de todos los indicios e irregularidades. La orden se convirtió en definitiva tiempo después y un juez condenó al condado a indemnizar a los miembros de Alcor detenidos de forma injusta durante el registro de las instalaciones. Según Alcor, las sospechas de homicidio se disiparon porque los restos de barbitúricos descubiertos por el forense pudieron extenderse por la sangre de la señora Kent debido a las maniobras de mantenimiento vital propias del proceso de criopreservación.
Aunque hubo algunas voces críticas dentro de la propia comunidad criónica, Alcor considera que el caso de Dora Kent pasó de ponerles al borde de la desaparición a darles un espaldarazo jurídico y legal que les ayudó a consolidarse y continuar sus actividades. Saul Kent reapareció ante las cámaras en el año 2000, entrevistado por Errol Morris en su serie First Person. En la grabación defiende las bondades de la crionización, habla abiertamente de su madre y se lamenta de no haber podido congelar también a su padre.
Con el inquietante título de «Yo descuarticé a mamá», la entrevista es un retrato brillante del personaje. «Uno de mis héroes fue siempre el doctor Frankenstein», asegura Kent, «pero fue un incomprendido». Sobre lo sucedido con su madre, considera que se trató de un mero conflicto de intereses y un problema de permisos. La gente que congela a una persona, asegura, no puede ser la misma que la declara muerta. La idea de llevarla a Alcor le surgió al ver que su madre había tenido un cambio radical. «De repente no era la persona que yo había conocido. Empezó a recordar cosas que no habían sucedido». «Elegí que congelaran solo su cerebro porque su cuerpo estaba en muy mala situación», prosigue. «La razón por la que conservamos la cabeza entera es porque protege el cerebro y si tuvieras que sacarlo sería peor… Su cabeza fue separada quirúrgicamente del cuerpo doce horas después de que fuera declarada muerta y, por supuesto, cuatro años y doce horas después de que realmente empezara a morirse».
En un momento dado, y a petición del entrevistador, Kent fantasea incluso con la posibilidad de reencontrarse con su madre en un futuro. «Sería el tipo de reunión que nunca ha ocurrido antes, es posible que nos convirtiéramos más en amigos que en una madre y un hijo, es difícil describir cómo sería». ¿Y qué le diría en ese reencuentro?, pregunta Morris. «Mamá, ahora estamos juntos», responde Kent, «y vamos a probar una nueva forma de paraíso. Le diría: funcionó, realmente funcionó».
Sobre la cuestión clave, el paradero de la cabeza durante todo el tiempo en que los forenses la buscaron, Kent confiesa que estaba custodiada por un amigo. «Alguien la tenía en su casa», asegura. ¿Y ahora? ¿Se puede saber dónde está?, le preguntan. Su respuesta es una deliciosa pirueta final entre la fantasía y la confesión. «Preferiría no comentar eso», responde, «no hay una ley que fije los límites del asesinato, y preferiría no revisar dónde está, preferiría no hacerlo…». Y añade: «Puede que dentro de cien años».
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Referencias: Notes On the Dora Kent Crisis (Alcor) |Mothermelters: The inside story of Cryonics and the Dora Kent Homicide (Alan Kunzman) | I Dismember Mama (Errol Morris)
* Este artículo forma parte del libro ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?, de Antonio Martínez Ron. El período para apoyar el proyecto de financiación colectiva del libro termina el 18 de diciembre de 2013.
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Alucinante :O
Un articulo increíblemente bueno apoyado en una historia terroríficamente macabra.
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Muy buen artículo. Además por lo que he podido ver, la fundación Alcor sigue en marcha, eso sí con una web muy de los primeros 2000 y una sección de preguntas / respuestas bastante infantiles para los precios que manejan.
Me recuerda mucho a la mini-serie «Coma»:
http://www.imdb.com/title/tt2132641/?ref_=nm_flmg_act_5
Muy buen articulo, interesante, aterrorizante y reflexiva., sobre lo que es bueno o malo, según sus pensamientos de cada ser humano.
Que inquietante que alguien quisiera hacer algo así para alargar la vida de alguien sin saber si eso servirá de algo.