Corruptissima
Hace pocos días el expresidente de la diputación de Castellón, Carlos Fabra, fue condenado por defraudar a Hacienda setecientos mil euros entre 1999 y 2003. Como quien activa un resorte, desde que se publicó la noticia hasta hoy hemos podido ver las reacciones de manual. Los unos que respetan la justicia pero entienden que no hay responsabilidad política que asumir. Los otros que alguien debe cargar con las culpas y hacerse responsable de que Fabra lo fuera todo en Castellón. Mientras, la ciudadanía ha reforzado su descrédito hacia los políticos, los tribunos han llamado a reestablecer la ética perdida y el gobierno ha presentado por enésima vez su plan para regenerar las instituciones. Eso sí, parece que nada cambia en el solar ibérico. Surge una noticia nueva y nos olvidamos del tema hasta el siguiente escándalo que, por otra parte, no tarda mucho en aparecer. Parece que este es nuestro destino inevitable; convivir con una corrupción que, como una lluvia fina, va calándonos hasta los huesos.
Basta con reflexionar someramente en algunas de las implicaciones que tiene la corrupción para constatar el precio que pagamos. Primero, la corrupción puede erosionar la legitimidad de todo un sistema político. Por ejemplo, cuando una democracia es joven tener altas tasas de corrupción política suele ser el preludio de su colapso y regresión autoritaria. Más aún, la corrupción generalizada suele llevar aparejada bajos índices de participación electoral, inestabilidad política, ausencia de competencia real entre partidos, reducción de la transparencia en la toma de decisiones, clientelismo… Toda una serie de patologías asociada a regímenes de baja calidad democrática. En la esfera económica (¡Hola Marca España!), la corrupción también tiene efectos claros. Es conocido que la corrupción implica un drenaje de la riqueza de un país. Solo a nivel microeconómico, de manera directa o indirecta, conlleva un incremento de los costes de transacción comercial y del precio de bienes y servicios. Ello a su vez implica que asumir prestaciones sociales sea más caro, lo que repercute en su peor calidad. La provisión de servicios se deteriora, se genera incentivos para levantar barreras artificiales a la competencia y, en suma, se empobrece a la población.
En un contexto de devaluación interna tras una burbuja inmobiliaria, tremendamente doloroso y que está repercutiendo sobre todo en las rentas del trabajo y precarios, la corrupción tiene un coste de oportunidad si cabe más sangrante. Y no solo en términos de ejemplaridad pública sino directamente a nivel presupuestario. Pero la corrupción va más allá de la esfera monetaria, erosionando el propio tejido social. Un ambiente de corrupción genera frustración y apatía, lo que se traduce en una sociedad civil débil. Menos asociaciones, ciudadanos menos participativos, menos intereses articulados que puedan traducir sus demandas en políticas y controlar a los poderes públicos. En contextos de corrupción extrema en los que sobornos sean lo habitual o la cercanía al poder político lo conveniente para hacer negocio, ello se traduce en una mayor desigualdad entre ricos y pobres. Por último, pero no menos importante, la corrupción también tiene un clarísimo impacto medioambiental. Para constatar sus efectos basta con pasearse por gran parte del litoral español.
Como se ve, la corrupción tiene efectos terribles para el bienestar de un país. Sin embargo, si se va a tratar el caso de España merece la pena aclarar dos cuestiones.
La primera es situar a nuestro país en sus términos apropiados. España tiene una corrupción política relativamente extendida —especialmente en el nivel municipal— pero no podemos decir que su administración o aparato público lo esté en exceso. Aquí la posibilidad de sobornar a un guardia civil o a un funcionario para conseguir una prebenda es algo relativamente extraño. Pensemos que en algunos países de Europa del este o de América Latina pagar una gratificación a un policía para que te deje continuar tu camino o a un médico para que te atienda es más bien la norma. No es el caso aquí. Por eso creo que podemos decir que hay una cierta infección en la cúpula dirigente pero no se ha extendido al conjunto del cuerpo. Si estuviéramos hablando de un «estado fallido» en toda regla tendría más complicada solución.
La segunda es la referente al argumento culturalista. Una explicación clásica de nuestras tasas de corrupción política es la coletilla de que todos somos herederos morales de la picaresca del Lazarillo de Tormes, el que no roba más es porque no puede, y otras falacias acostumbradas. Obviamente, es un argumento tan perezoso y poco convincente que no resiste levantar la cabeza del ala. ¿Por qué Chile es el número veintidós de los países menos corruptos, España el número cuarenta e Italia el número sesenta y nueve de acuerdo con Transparency International si somos de la misma «cultura»? Quizá haya algo más para explicar estas variaciones. Por ejemplo, la existencia de unas instituciones que funcionen o no. Lo apunto simplemente porque decir que la cultura latina era incompatible con la democracia también era bastante popular en los años sesenta. Tanto como que los negros eran inferiores y otras lindezas semejantes.
Para atacar el problema de la corrupción necesitamos pensar en mecanismos políticos y ser capaces de detectar sus causas específicas para desactivarlas. Por eso se plantean dos grandes grupos de contramedidas, de baterías de reformas. Por un lado, desarrollar mecanismos verticales, en los que sean los ciudadanos/partidos los que vigilen la corrupción. Por el otro, fijar mecanismos horizontales, en los que sean los poderes públicos los que se vigilen entre sí. Entro en materia.
Re publica
Un primer gran mecanismo del control del corrupto son las urnas. La idea básica es que, tan pronto se encuentra que un político está envuelto en un escándalo de corrupción, los votantes le dan la espalda y lo hacen salir del poder. Sin embargo, visto que alcaldes imputados han sido reelegidos una y otra vez, este no parece ser el caso en nuestro país. Lo que rara vez nos preguntamos es si esto es normal en otros lugares. En el Congreso de los Estados Unidos un congresista imputado puede perder entre 6-11% de los votos pero sigue siendo altamente probable su reelección. Por ejemplo, en las elecciones de 1992 al Congreso la tasa de supervivencia de los corruptos fue del nada despreciable 80%. En Japón, en algunos casos, incluso han llegado a incrementar su porcentaje de apoyo popular. Hasta el escándalo de 2009 sobre los gastos de los diputados en Reino Unido no tuvo efectos electorales en los distritos demasiado relevantes —aunque muchos diputados se habían retirado antes de las elecciones de 2011.
Por lo tanto, aunque es verdad que el impacto electoral de la corrupción en España es modesto, todo depende de la comparativa. Tampoco es tan desproporcionado en otros países, por más que sea algo mayor que en nuestro caso. Para intentar explicar esta paradoja, el impacto tan limitado de la corrupción en el voto, se han dado generalmente tres argumentos.
La primera explicación es la del intercambio implícito. A veces se asume que toda la corrupción es igual, pero ni mucho menos es así. Por supuesto, cabe la posibilidad de que tengamos al tesorero de algún partido llevándose millones a Suiza. Sin embargo, también es posible que determinado tipo de corrupción genere un beneficio económico implícito para el ciudadano. Cuando en tiempos de la burbuja inmobiliaria teníamos a Paco El Pocero como empresario de referencia era porque recalificar terrenos traía dinero para la ciudad. Y el alcalde de turno, por supuesto, avalaba el pelotazo precisamente por esto, pese a que en algún descuido un maletín cambiara de manos. ¿Cómo no reelegirlo después? El votante no sancionaba esa corrupción porque sacaba tajada en mayor o menos medida. Aunque el procedimiento per se fuera ilegal. Aunque ello supusiera anteponer el rendimiento económico en el corto plazo a cumplir la ley —de cuya violación los efectos son más difusos.
Basta con revisar los estudios que se han al respecto para constatar que hubo (hay) mucho de eso. De acuerdo con la evidencia disponible, aquellos alcaldes que fueron corruptos pero realizaron actividades de recalificación o especulación urbanística perdieron solo un 2% voto en promedio mientras que los que se implicaron en prácticas que les reportaban un beneficio estrictamente individual perdieron sobre el 4%. Esto apunta cómo el urbanismo se ha convertido en un elemento clave para entender el grado de impunidad electoral de la corrupción. Hay que pensar que el desarrollo de redes clientelares está detrás de los principales escándalos de nuestro país. Eso sí, parece razonable pensar que con la crisis económica esta impunidad electoral podría haberse relajado. Puede sonar cínico pero ante la ausencia de rentas para repartir es posible que muchos se hayan vuelto súbitamente más críticos con estas actividades. Consuelo efímero. El modelo que ha permitido esta corrupción endémica tan solo está a la espera de que la burbuja vuelva a engordar.
La segunda de las explicaciones hace referencia al nivel de elasticidad de los votantes. Esto se refiere a si un votante está dispuesto a cambiar de partido o, por el contrario, lo que hace es construir barreras cognitivas para blindarse ante la evidencia del escándalo. Aunque es bueno que los votantes tengan ideología para orientarse en el proceloso mundo de la política, también es conocido que esta hace que se tienda a exonerar los casos de corrupción cercanos a su partido. Además ello se relaciona con el papel de medios de comunicación. Se sabe que existe una autoselección previa de los medios que consumimos, con lo que sus contenidos tienden a reforzar nuestras ideologías. Esto en España no es una excepción, cuyo sistema de medios suele caracterizarse como uno de pluralismo polarizado. Todo el mundo puede encontrar una trinchera en la que sentirse cómodo aunque la porosidad con otras ideas es baja. Sin embargo, a lo hora de controlar la corrupción la mimesis de los medios con el sistema de partidos tiene costes ya que si la denuncia de corrupción la hace un medio contrario no se le da credibilidad.
Por último, la estrategia reactiva de los partidos también puede afectar a la probabilidad de sanción electoral. Por ejemplo, cuando los acusados entran en la clásica estrategia de contraatacar con escándalos de otros partidos con el objeto de hacer que la acusación sea percibida como no creíble. O el recurso de cinismo político; si todos los partidos políticos son percibidos como corruptos, los ciudadanos no verán razones para cambiar su voto. Esparcir el argumento de que «si todos roban, para eso al menos voto a los míos». De ahí que el posible predominio de sentimientos de antipolítica o desafección ciudadana pudiera hacer que el castigo electoral fuera menor. La argucia de acusar a los demás partidos de corrupción cuando uno de ellos tiene un escándalo tiene una interesada razón de ser. Una estrategia que ya es clásica en nuestro país y de la que González Pons ha dado ejemplo recientemente.
A tenor de esto, parece que el castigo electoral de la corrupción es más bien complicado. De hecho, sus condiciones son tan exigentes (desde información hasta elasticidad o que la sanción electoral sea suficiente para la derrota) que a veces parece milagroso que se produzca. En mi opinión cargamos con demasiada responsabilidad al votante. Con un mecanismo tan imperfecto como es una papeleta queremos que exprese sus preferencias, su ideología, respalde programas para el futuro, controle al gobierno por sus políticas, castigue a posibles corruptos… Quizá demasiadas pelotas a la vez. En todo caso, hay propuestas para intentar mejorar esa capacidad de control.
Por ejemplo, se habla de listas abiertas como una receta contra la corrupción: se podría sancionar más fácilmente al corrupto si se lo pudiera castigar individualmente. Sin embargo, no creo que podamos ser optimistas. Es más, si pensamos en la corrupción local ligada a actividades urbanísticas con rentas para los votantes, los corruptos podrían continuar siendo reelegidos bajo cualquier sistema de listas. Otras versiones de esta idea han sugerido que el castigo debería darse intrapartido y que mediante primarias podríamos resolver el problema. Los corruptos serían apartados por los suyos. Sin embargo, también soy escéptico. Cuando hablamos de primarias, los que eligen al cargo del partido casi seguro son menos que el conjunto de los electores. Incluso si fueran primarias abiertas, siempre votaría menos gente. Esto hace que los participantes, potencialmente, puedan ser más fácilmente receptores de prebendas por parte del político y/o estén más ideologizados que el conjunto de los votantes. Por lo tanto, no solucionan los problemas anteriores.
Estas pegas no significan ni mucho menos que los partidos no deban cambiar su funcionamiento interno o que el sistema de listas ser reformado. Todo ello es fundamental, particularmente para aumentar la rotación y la competencia dentro de los partidos, rompiendo el poder de las cúpulas y mejorando (marginalmente) la selección de élites. Sin embargo, lo que quiero señalar es que estos cambios probablemente generarían efectos muy modestos en el control de la corrupción, en particular frente a redes clientelares. Y lo que es peor, solo pueden actuar cuando el acto ilícito ya se ha cometido.
Plurimae
El segundo mecanismo es el referente al establecimiento de mecanismos de control horizontal. Es decir, a fijar sistemas de pesos y contrapesos que permitan la prevención de comportamientos corruptos. Es muy importante recalcar que, a diferencia de los anteriores, este tipo de mecanismos van dirigidos a evitar que el comportamiento ilícito se produzca. Lamentarse sirve de poco cuando la planificación urbanística de toda una ciudad queda arruinada por generaciones por culpa de un alcalde corrupto. O cuando el dinero ya está en paraísos fiscales, a nombre de testaferros varios. Lo que se propone con estos mecanismos es el recurso de la medicina preventiva.
Una de las principales reformas horizontales propuestas para reducir el nivel de corrupción es minimizar el control que tienen los políticos sobre las administraciones. No en la base misma, sino en esas zonas grises en las que el poder político y la tekné del burócrata se tocan. Por ejemplo, sabemos por bastantes estudios que allí donde hay mucha politización de la administración, en la que el alcalde dispone de amplio margen para nombramiento de cargos o establecer contratos, la corrupción suele ser notable. Los ayuntamientos españoles se parecen bastante a este extremo y ello facilita la construcción de redes clientelares. Y justamente es a este nivel donde la corrupción cala más. La externalización de servicios se ha convertido en el instrumento perfecto para esa silenciosa pero eficiente alianza entre empresarios locales en régimen cuasimonopolístico y alcaldes con gran discrecionalidad en fijar las condiciones de los pliegos.
Existen experiencias en las que inspirarse para el cambio de modelo. En muchos países europeos se emplea un sistema por el cual los cargos electos tienen capacidad de legislar pero la ejecución queda en manos de un directivo profesional nombrado por mayoría cualificada y con un ciclo que no coincide con elecciones. Al quitar las atribuciones de contratación e implementación política al cargo público estas redes de intereses quedan condenadas a desaparecer. La idea es que los políticos señalen las prioridades —para eso los elegimos— y que el gestor se encargue de ejecutarlas. El modelo de la reciente reforma local, sin embargo, parece que va en el sentido opuesto. No solo no se inspira en estas medidas sino que refuerza el rol de las diputaciones (instituciones opacas y de elección indirecta) sin impulsar la profesionalización de los servicios o la autonomía fiscal de los municipios. Un modelo que abre la puerta a más fantasmas todavía.
Otras propuestas, más moderadas que un cambio de modelo de gestión local, habla de reforzar el papel de secretarios e interventores municipales en el control de los alcaldes. La idea es que aumentando su independencia y coparticipación en la toma de decisiones, en especial en la contratación, se podría generar un efecto similar al comentado anteriormente. Además, estos funcionarios podrían servir como mecanismo de alerta temprana ante actuaciones sospechosas, elevando quejas ante señales de irregularidad siempre que se les diera la cobertura necesaria para mantener su identidad temporalmente en secreto mientras se realiza la investigación. Mantener el secreto del delator de la infracción es fundamental; sabemos las presiones que existen a nivel municipal con funcionarios locales. Estos sistemas de delación son más comunes de lo que nos parece en países de nuestro entorno y se han mostrado muy eficaces. La idea es ir hacia un panóptico de Jeremy Bentham.
También en el ámbito de lo local hay quien dice que favorecer la fusión de municipios pequeños no solo sería más eficiente desde el punto de vista económico sino también permitiría un mayor control de la corrupción. La idea es que ciudades de tamaño medio harían más difícil la formación de redes clientelares al haber más ciudadanos a «capturar», permitiría disponer de profesionales de mayor cualificación técnica y daría pie a que, al haber más partidos políticos y una oposición más preparada, la tarea fiscalizadora de la corrupción también fuera mayor. En todo caso, modelos como el de Suiza han demostrado que se pueden realizar fusiones voluntarias con respeto a la autonomía local siempre que sea con criterios claros y apoyo técnico/financiero comprometido. Por desgracia, en España el caso más conocido es el de la fusión de municipios… y de sueldos.
Hay más reformas que pueden hacerse simplemente deshaciendo. Es decir, simplificando. Hoy la jurisdicción contencioso-administrativa, que es la que se encarga del control de legalidad en la administración, es tremendamente farragosa, lenta y complicada. Si la justicia ordinaria se toma su tiempo —recuerdo que la sentencia Fabra llega diez años tarde— la contenciosa no es muy diferente. El problema es que para cuando llegue una sentencia puede que el mal ya esté hecho. Por lo tanto, es fundamental el simplificar estas normativas, sumadas a mayor dotación de medios. Plantearse lo último sin lo primero sería un error, hay que tomarse muy en serio lo de la calidad normativa en España. Se legisla mucho y con frecuencia mal.
Todas las actuaciones que vayan encaminadas a aumentar la transparencia de las administraciones públicas pueden ser positivas. Sin embargo, la información por sí misma no es suficiente. No podemos ignorar que el principal control político —aunque sea limitado— se hace por los propios partidos y los medios de comunicación. Por lo tanto, es importante reforzar su rol en la denuncia rompiendo el alineamiento de estos últimos con el poder político. Y eso pasa no solo por la despolitización e independencia de los medios públicos, sino por la prohibición de ayudas públicas a los privados. La publicidad y campañas institucionales con frecuencia son el medio indirecto por el que el poder político compra a la prensa, en especial local y regional. Por eso romper este cordón umbilical también sería positivo para favorecer una mayor fiscalización de los políticos.
Finalmente, y las dejo para el final porque creo que son las que llegan tarde, también podría reforzarse la actuación penal contra los corruptos. Más medios humanos y físicos a la justicia para su persecución, incrementar las penas, garantizar la independencia en los procesos judiciales o impedir la prescripción de determinados delitos. En todo caso, estas medidas son reactivas, pues el mal ya está hecho. Y no deja de ser llamativo que muchos políticos y sus voceros tiendan a centrarse en ellas. Quizá porque la gente lo primero que tiene es sed de castigo. O quizá porque los que lo proponen saben bien lo que hacen. Se pueden aprobar las penas más duras inimaginables que mientras que la justicia sea ciega y sorda, no haya medios, el mal ya esté hecho y la detección del acto ilícito sea complicada los corruptos podrán seguir tranquilos a los suyo.
Leges
Cambiar comportamientos para hacerlos socialmente más justos es posible. Sin embargo, es importante que sepamos que lo fundamental es centrarse en los incentivos. Es decir, en los elementos que hacen más propenso a que alguien se comporte de determinada manera. Una de las políticas que más vidas ha salvado durante los últimos años, las de seguridad vial, ha sido exitosa precisamente porque estableció previsiones de incentivos (negativos) sobre la principal causa de mortalidad: el exceso de velocidad al volante. Carnet por puntos, radares, endurecimiento de penas, tolerancia cero con el alcohol… El efecto ha sido tremendamente positivo y la caída de la mortalidad en carretera ha sido sostenida en el tiempo. Con la corrupción la dinámica debería ser parecida.
Es cierto que cada vez que aparece un escándalo la lectura puede ser positiva o negativa. La primera, escasa, es la que dice que el sistema funciona porque es capaz de purgar los comportamientos de políticos deshonestos. La segunda, que es la más normal, es que señala que el mal es endémico, generalizado e irreparable. Sin embargo, el problema es que a diferencia de los accidentes de tráfico, donde hay una estadística con sus letales efectos, la corrupción política no tiene por qué ser detectable. Como buena actividad ilegal, es exitosa si pasa inadvertida. De ahí que centrarnos en lo que vemos siempre sea insuficiente. El verdadero reto es superar nuestras limitaciones a la hora de combatirla, las que nos hacen estar más enfadados con la corrupción que vemos que con los mecanismos del sistema que la facilitan.
Por desgracia, hasta la fecha la reacción en nuestro país para atajar esta lacra no puede haber sido más timorata. Una clásica, que suena casi a burla, es que los partidos aprueben códigos éticos cuando el escándalo es mayúsculo. Resulta notable que nunca están en vigor cuando hacen falta o, si lo están, parecen una especie de carta a los Reyes Magos, llena de buenos deseos pero de pocas consecuencias. Luego la realidad constatable es que tenemos parlamentos autonómicos en las que los imputados podrían formar un grupo parlamentario propio. Cúpulas de partidos políticos que ni siquiera pueden expulsar a sus manzanas podridas, quizá porque dependen de su apoyo político para gobernar, quizá porque podrían tirar de la manta. Desde luego los comités de garantías suelen funcionar de manera mucho más eficiente cuando hay críticas al líder. Pero no nos olvidemos que, al fin y al cabo, el mejor código ético es el que no se escribe porque no hace falta. Obras son amores.
La segunda actuación que hemos visto, tan eficaz como la anterior, suele ser el proponer pactos contra la corrupción, que suelen incorporar de manera grandilocuente la coletilla «de Estado». Amantes del consenso y del acuerdo, la idea es sacar a pasear el consenso de la Transición. Eso sí, los pactos a la sazón nunca tienen lugar si no es para dejarlo todo como está. Nunca se sustancian en nada concreto. El gobierno puede sacarse algún informe de la chistera para regenerar la democracia, pero las medidas siempre van a amenazar con sanciones. Pero sobre todo, medidas cuya concreción quede en una fase posterior, en su letra pequeña, o que hagan que el Tribunal de Cuentas, quizá la institución más lenta del país, se cargue de nuevas responsabilidades. Que audite lo que ya se ha hecho y levante acta. Algunos consejos y la promesa de que no volverá a ocurrir.
Finalmente, la trampa más cínica que han seguido muchos de nuestros políticos ha sido confundir de manera interesada la responsabilidad judicial y la política. La tesis doctoral que el diputado del Partido Popular y exconseller de Sanidad de la Comunitat Valenciana, Manuel Cervera, leyó en 2006 en la Universitat de València, incluye ochenta y cuatro páginas iguales a otra. Cervera no parece haberse dado por aludido. Karl Theodor zu Guttenberg, exministro de Defensa alemán, dimitió en el acto de su cargo tras detectarse que su tesis también había sido un plagio. Era el delfín de la CDU. La diferencia en el comportamiento no puede haber sido más diferente ni más ilustrativa de lo que son dos formas de entender la vida pública.
El prestigio y el honor de una institución dependen en esencia del comportamiento irreprochable de quien la representa, de ahí que la responsabilidad política la deba asumir el cuestionado para salvaguardar la integridad del Estado. Sin embargo, aquí como mucho se alega que las responsabilidades políticas quedan dirimidas una vez se sobrevive al paso por las urnas —y ya he señalado que esto no es infrecuente—. El argumento tramposo es olvidar que el cargo se debe a la institución, que la responsabilidad judicial le toca dirimirla a los tribunales pero la responsabilidad política se relaciona con una determinada concepción de la democracia. Y si tan fácil es imputar en España, que se cambie la ley, pero salta a la vista que hace falta un reciclaje urgente de los modos de entender lo público. Hay que restaurar las reglas no escritas de una democracia decente. Se ha tolerado demasiado tiempo que las instituciones sean el parapeto desde el que se fortifica el acusado.
Estoy convencido de que podemos conseguir una España con menos corrupción, batalla que no será fácil pero que merece la pena librar. Eso sí, para atacar con nuestras mejores armas necesitamos ira y estudio. Al margen de la política concreta que se discuta, tenemos que centrarnos en acabar con los incentivos que hacen que ser corrupto sea la estrategia ganadora para un político ambicioso. No lo olvidemos, hay que pensar menos en el castigo y mucho más en la prevención. Pensar menos en la cultura y más en las instituciones. Por eso es importante que no nos quedemos de brazos cruzados, tenemos mucho que hacer. Nos merecemos una democracia de más calidad pero no se va a construir sola. Así que permitidme que cierre este artículo con una exhortación a liberar España de los bárbaros. Es hora de expulsar a los cleptócratas. Hay que salvar la república.
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‘Por eso creo que podemos decir que hay una cierta infección en la cúpula dirigente pero no se ha extendido al conjunto del cuerpo.’
Lo dirá en broma, ¿no? La Casa Real, los principales partidos políticos, las cajas de ahorro, la Agencia Tributaria, la SGAE, la Iglesia, las administraciones de la Comunidades Autónomas, los ayuntamientos… No hay ni una sola institución en esta tierra de ladrones llamada España que no se haya visto salpicada en los últimos años por un escándalo de corrupción, ¿y no estamos tan mal como Italia porque nuestras mafias no están tan organizadas, o porque aquí la policía no cobra mordidas como en México? ¡Pues menudo consuelo!
Eso es precisamente lo que dice el autor: Que la corrupción no suele calar al funcionario, se queda en el político y su camarilla de asesores y cargos digitales.
Aquí no se paga a nadie de hacienda, ni a un policía…., por servicio alguno. No hay mordida funcionarial. Tenemos la «suerte» de que se queda en la política.
Un mejor titulo podría habe sido «Utopías Españolas»
Me ha gustado eso de «salvar la república». A este ritmo, dado el actual descrédito de la monarquía a la luz de su aquiescencia y complicidad con la cleptocracia reinante, Felipe VI se va a quedar con ganas de que lo llamen así.
¿Cuantas veces fue reelegido Fabra, sabiendo lo que sabía todo el mundo? ¿Con qué porcentaje de votos? ¿Dónde queda la responsabilidad de los que le votaban?
En su afán «reformista» este Gobierno se está llevando por delante buena parte de nuestros derechos sociales y civiles (lo de la ley de seguridad es para no creérselo.
Pero no ha tocado nada de la legislación que puede impedir los comportamientos que se comentan, eso que se hace incapié en que mejoraría la competitividad del país, erradicar la corrupción. Al contrario, se hacen purgas de funcionarios molestos, para impedir miradas indiscretas: la Agencia Tributaria por Montoro, la secretaria municipal de Gijón (es un caso sin precendentes en España) por la alcaldesa de Foro Asturias (una títere del nunca bien ponderado Paco Alvárez Cascos ,que como sabemos figura en las listas de Bárcenas),….
Y si se se blindan para seguir con sus tejemanejes, ¿cómo salvamos la república? No tenemos una roca Tarpeya… ¿Encargamos una guillotina?
La ley de protección ciudadana (tiene guasa el nombre) es coherente con lo que es el PP, un partido franquista.
El artículo me parece francamente interesante, porque enfoca el problema muy bien, con todas sus aristas y su complejidad. No es el típico panfleto histérico que se lee en la prensa.
Dicho eso, quisiera apuntar que me parece curiosa y simpática, aunque algo chocante, la obsesión de Jot Down con Valencia. Los dos únicos políticos que aparecen con su nombre son Fabra y Pons. Hay más corrupción en España. Por ejemplo, en Andalucía, tan importante para el PSOE, o, por qué no, en Cataluña. Entiendo que el caso de Valencia es interesante por su conexión, vía PP, con el actual gobierno del país, pero la (o las) corrupciones catalanas también han contagiado a todo el país por medio del papel que CiU o el PSC han jugado como sostén de los distintos gobiernos de España. La verdad es que Valencia es un caso periférico, secundario, eso sí, grotesco si se quiere (y Fabra y Pons, dos mindundis locales). Pero mucho más importantes, puestos a citar, son los otros dos ejemplos que he mencionado.
Creo que Valencia, en el imaginario colectivo, y no sólo en el de Jot Down, representa el arquetipo de corrupción de este país. Esa corrupción que creció hasta límites insospechados al calor de la burbuja inmobiliaria, por medio de una gestión urbanística fraudulenta y por un insaciable sector de la construcción que parecía dispuesto a hormigonar hasta el último centímetro de este país. Los póliticos y los empresarios de la construcción bien juntitos, guisándoselo y comiéndoselo tan a gusto.
Valencia, con las ruinosas obras de Calatrava y los kilómetros de litoral destruido por promociones de vivienda a cada cual más hortera, ofrece una imagen demasiado potente como para que no cale. Todo eso aderezado con Fabra y sus gafas de sol, Camps y sus trajes, el chulo de Pons y su pose de señorito perdonavidas, y el ya casi olvidado pero igual de importante Zaplana y su perenne bronceado, que prácticamente dió el pistoletazo de salida con Terra Mítica. Y, por si fuera poco, acompañado por una mayoría absoluta tras otra. Vamos, que Valencia lo tiene todo.
Y sí, tienes razón, en otras zonas de España (en casi todas, vaya) hay y ha habido corrupción, pero como imagen me temo que Valencia las eclipsa a todas. Por lo que me parece bastante comprensible que, por su potencia, se recurra a ella como ejemplo de la corrupción en este país.
Un saludo.
http://www.eldiario.es/politica/jovenes_0_205429973.html
Tenemos un problema enorme. Una población tremendamente envejecida y una juventud minoritaria.
No tenemos un sistema político asentado con unos mecanismos de control y una obligación de transparencia que obligue a que se justifique cada euro público gastado y que impida a a los corruptores y corrompidos actuar sin consecuencias.
Es imprescindible un cambio íntegro del sistema y de las reglas del juego, Y ese cambio no lo va a hacer ninguno de los que se benefician del actual. Solo un partido sin una base sólida de votantes, que se sintiera vigilado y pudiera perderlos tan rápido como los consiguiera se atrevería a impulsar cambios estructurales. ¿Y quién va a llevar a ese partido al poder? En el país del «atado y bien atado», con los herederos no solo del franquismo sino de Fernando VII campando a sus anchas desde hace siglos, ¿cuánto durarían esos cambios? ¿Qué tipo de presiones empezarían a ejercer los «sospechosos habituales»? El PSOE está K.O. Pero, a no ser que les toquen las pensiones de manera escandalosa, ¿alguien piensa que al nicho de votantes del PP le preocupa «el estado de la nación»? Perderán votos, pero seguirán ganando más que el resto. Con o sin alianzas, y aunque acabaran gobernando con el voto del 15% de la población, a día de hoy seguiría siendo el partido más votado. En una sociedad tan envejecida, y encantada de seguir expulsando jóvenes, los cambios a través de reformas desde dentro del sistema son casi entelequias.
Quizá cuando España se convierta efectivamente en la China de los 90 y la precariedad + desempleo afecte a una mayoría de ciudadanos, es decir, haya más precarios que estables, la balanza empiece a decantarse hacia el otro lado.
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De esos polvos estos lodos