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La nadadora entre los tigres

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(English version)

Reportaje realizado con el apoyo de Oxfam Intermón

Los paramilitares invadieron el pueblo de Condoto, robaron, torturaron, violaron, asesinaron y establecieron sus leyes. Por ejemplo: las mujeres debían cocinar para ellos, las mujeres debían lavarles la ropa, las mujeres debían quedarse en casa al ponerse el sol, las mujeres no podían vestir prendas cortas, las mujeres no podían llevar el pelo corto. María Eugenia Urrutia, una chica negra de 18 años, hirvió de rabia. Se rapó la cabeza al cero, se puso un tanga, cruzó el pueblo a zancadas, se metió al río casi desnuda y nadó arriba y abajo.

Mientras los paramilitares disparaban, requisaban las cosechas y expulsaban a las familias de sus minas artesanales de oro y platino, María Eugenia se empeñó en defender nadando su pequeño territorio: la playa del río Condoto. No era una playa cualquiera.

Ella nació en la ciudad de Cali en 1966. A los 10 años se le murieron el padre y la madre. Y marchó con sus tres hermanos al pueblo de su familia, a Condoto, en la región del Chocó, en la selva ecuatorial. Los habitantes del Chocó son indígenas (12%) y sobre todo negros (82%), descendientes de esclavos que el imperio español envió a esta comarca para extraer oro de los ríos. María Eugenia Urrutia lleva la vieja marca de la esclavitud (ese apellido vasco de un patrón) y la vieja marca de la rebeldía (una piel negra que expuso a los 18 años, que fue herida y que ahora vuelve a exponer con riesgo y orgullo).

El día en que llegó a Condoto, huérfana de 10 años, salió de casa de sus tíos y cruzó el pueblo con pasos lentos. Recién llegada de Cali, le sorprendieron las casas pequeñas, sin luz eléctrica y con las puertas siempre abiertas. Le gustaron los huerticos, las gallinas que correteaban por la calle, las plantaciones de plátanos, los campos de maíz. Llegó al río y le entusiasmó. Los hombres pescaban en las aguas transparentes, las mujeres lavaban la ropa, los niños se bañaban desnudos entre la playa y la selva. Este es el paraíso que me regala Dios después de la muerte de mis padres, pensó María Eugenia.

Con quince años empezó a dormir algunas noches en la playa. Sus tías tenían una preocupación: las aguas podían crecer y llevársela. Ese era el miedo. En Condoto a nadie se le ocurría que alguien molestase a una niña que duerme sola en la playa.

Los paramilitares son la avanzadilla

La playa de María Eugenia tenía un peligro: estaba en uno de los territorios más remotos y codiciados del país. En el primer cuarto del siglo XX, Colombia se convirtió en el mayor exportador mundial de platino, y la mitad de toda su producción salió precisamente del río Condoto. Fue una época de ganancias extraordinarias. Y, como explica la economista Claudia Leal, todas volaron fuera del país: la empresa Chocó Pacífico, parte de un consorcio minero estadounidense, enviaba cargamentos de platino a Nueva York sin pagar un solo centavo de impuestos al Estado colombiano. El saqueo más descarado duró diez años. Luego, durante cinco décadas más, la empresa pagó unas tasas irrisorias gracias a un juego permanente de corrupciones y trampas contables. A pesar de los riquísimos yacimientos de platino, de las minas de oro de gran pureza, de las maderas, la pesca y la ganadería, el Chocó sigue siendo el departamento más pobre del país: en 2012 el 68% de sus habitantes vivía en la pobreza, frente al 32% de la media nacional. Porque es una región olvidada por el Estado, con muy poca presencia de las instituciones, sin inversiones ni infraestructuras, abandonada en manos de oligarquías que se apropiaron de las riquezas a sangre y fuego.

Los paramilitares suelen ser la avanzadilla. Invaden los pueblos, aterrorizan a sus habitantes y los expulsan. Una vez despejado el territorio, se despliegan las grandes explotaciones mineras, los monocultivos infinitos o las rutas del narcotráfico. Los paramilitares nacieron como bandas de ultraderecha, organizadas a menudo por soldados y policías, y se extendieron por toda Colombia en defensa de los intereses de ciertos terratenientes, industriales y narcotraficantes, bien anudados con políticos y altos funcionarios del Estado. En el Chocó, los paramilitares desataron una campaña brutal a mediados de los años 90 para expulsar a las comunidades negras, controlar la minería, extender cultivos de coca para el narcotráfico y de palma africana para la agroindustria.

La campaña fue una respuesta a la Ley 70, de 1993, que reconocía a las comunidades afrocolombianas la titularidad colectiva de sus tierras. Por primera vez poseían la capacidad de negociar o rechazar las explotaciones. Entonces los paramilitares recorrieron los pueblos de la región, casa por casa, con listas de apellidos de los propietarios de minas, campos y medios de transporte. No les bastaba con asesinarlos: torturaron y violaron de las maneras más espantosas posibles, para aterrorizar a los vecinos y expulsarlos.

Colombia es el país del mundo con mayor número de personas desplazadas a la fuerza: 5.087.092, más del 10% de su población, según datos de la Unidad para la Atención de Víctimas. Los expulsan y sus territorios pasan a manos de unos pocos: Colombia es el undécimo país con mayor concentración de tierras, según el índice Gini de desigualdad. La pobreza rural crece, la distribución de los ingresos es la más desequilibrada de toda América y las multinacionales esquivan las leyes para extender sus posesiones: en septiembre de 2013, por citar un caso reciente, Oxfam-Intermon denunció que Cargill, la mayor comercializadora de materias primas agrícolas del mundo, había creado 36 sociedades para adquirir un territorio treinta veces superior al permitido por la ley para un solo propietario. Y eran tierras del Estado, destinadas por ley para redistribuirlas entre familias campesinas despojadas.

Entonces empezaron a violar

Las mujeres de Condoto andaban siempre medio desnudas, dice María Eugenia, con los senos al aire, y nadie veía ningún morbo, ninguna malicia, ningún peligro. Es una tierra muy calurosa, la gente sale con poca ropa y eso es lo natural. Por eso, cuando llegó la primera época de los paramilitares en los años 80 y dictaron sus normas de vestuario para las mujeres, ella, aún adolescente, se metía el vestido de baño en el trasero para que pareciera un tanga y se echaba a nadar casi desnuda, como una ceremonia de placer y resistencia. Luego comenzaron a violar a las mujeres.

—Tiraban las puertas a patadas y entraban a por las madres, a por las hijas. Si alguien de la familia gritaba, le pegaban un tiro. Fue una conmoción. Las mujeres violadas no hablaban. No comprendían lo que pasaba —recuerda María Eugenia—. Se sentían culpables por no llevar ropa más larga. Organicé reuniones para decirles que no debían sentir vergüenza ellas sino los agresores, que debíamos denunciarlos. Yo me fui haciendo líder así, torpemente.

Los paramilitares anotaron el nombre de María Eugenia Urrutia. Le deslizaron amenazas bajo la puerta, la insultaron por la calle, la acorralaron para darle un susto. Cuando ella enviaba cartas de denuncia a las instituciones de Bogotá, los paramilitares le devolvían las cartas interceptadas.

—Un día de 1998 llegaron tres hombres armados a mi casa. Ataron a mi marido. Dos de los hombres me golpearon, me torturaron y me violaron delante de mis tres niños pequeños. Hicieron todo lo que quisieron conmigo, delante de mi familia. Yo estaba embarazada. Los paramilitares le dijeron a mi marido que se uniera a ellos. Él no se resistió. Antes de marcharse, solo me dijo: «Prefiero estar muerto que vivir con esta humillación». Le importaba más la humillación de su hombría que el cuidado de su mujer y sus hijos. Se marchó y nunca más supe de él. Esa noche huí con mis niños a bordo de una canoa. Subimos por el río remando con las manos, agarrándonos a las ramas, encontramos una casita en la orilla, iluminada solo con una lámpara de petróleo, y el señor que vivía allí nos dejó un sitio para dormir. Al día siguiente, remando de nuevo, nos encontró la Cruz Roja. Alguien tuvo que avisarles. Nos ayudaron a salir del río y nos enviaron a Bogotá. Al llegar, perdí el feto.

—Nuestra familia tenía minas de oro y una finca con frutales —explica Luz Marina Becerra, otra mujer negra expulsada del Chocó—. Los paramilitares nos acusaron de colaborar con la guerrilla. Era su excusa para echarnos. A los campesinos los acusaban de dar alimentos a la guerrilla y les requisaban las cosechas. A los que manejaban lanchas en los ríos los acusaban de transportar a los guerrilleros y los asesinaron a casi todos. Reunieron a todo el pueblo en la plaza, decapitaron a un hombre y jugaron con su cabeza al fútbol entre risas y disparos al aire. A dos sobrinos míos quisieron reclutarlos. Como se negaron, a uno de ellos le pegaron un tiro y al otro lo amarraron a un árbol, le echaron gasolina y le prendieron fuego. Un día entraron en casa y golpearon a mi mamá. A mí me torturaron con un clavo largo y oxidado, me rajaron la pierna izquierda de arriba abajo, me dejaron unas heridas muy profundas que se infectaron. En el hospital estuvieron a punto de amputármela. En el último momento mejoró, luego se me curó bien, pero tengo unas cicatrices grandes y me da vergüenza enseñar la pierna. Yo no he vuelto a ponerme un traje de baño. Otro día, ya en 1998, volvimos de recoger la cosecha y encontramos la casa destrozada. Venían de nuevo a por nosotros. Recogimos un poco de ropa y escapamos en una canoa, mi esposo, mi hijo de tres años, mi mamá y yo. Salimos por el río y después por carretera hasta Bogotá.

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De tigre en tigre

Luz Marina Becerra y María Eugenia Urrutia, las dos expulsadas del Chocó, van a reunirse en el centro de Bogotá y ambas llegan tarde desde sus barrios periféricos.

 —No nos han dado gasolina —se excusan.

Ambas viven ahora en la capital del país. Becerra tiene 36 años y es presidenta de Afrodes (Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados). Urrutia tiene 47 años y encabeza Afromupaz (Asociación de Mujeres Afrocolombianas por la Paz). Apoyan a las víctimas desplazadas por la violencia, presentan denuncias contra los agresores y como respuesta han recibido amenazas, palizas, tiroteos y violaciones. Pidieron amparo y en 2010 el Estado las declaró «en riesgo extraordinario». Aun así, tardaron un año en recibir la protección que les correspondía. Ahora se mueven con un guardaespaldas y un coche blindado cada una, pero de vez en cuando el Estado tarda en darles el combustible y ellas, sin un peso en el bolsillo, tienen que quedarse en casa o arriesgarse a salir por su cuenta. Esta vez han venido en taxi con sus escoltas.

—Nuestra vida es así: caminábamos por un bosque y de pronto nos encontramos con un tigre. Salimos corriendo entre los árboles y nos chocamos de nuevo con otro tigre. Volvimos a correr y volvimos a encontrarnos con otro tigre —explica Becerra, con una sonrisa lenta—. Salimos de nuestra tierra huyendo de los paramilitares. Llegamos a la ciudad, casi siempre mujeres solas con nuestros hijos, y nos cerraron todas las puertas. Se creen que las negras solo valemos para limpiar casas o prostituirnos. Nadie nos da empleo, nadie nos arrienda una casa, a nuestros hijos los acosan en la escuela. Somos mujeres, negras, pobres, rurales. Y desplazadas del conflicto: algo habrán hecho, dice la gente, serán medio guerrilleras. Sufrimos todas las discriminaciones. Si nos organizamos y exigimos nuestros derechos, nos atacan.

En un acto de las Naciones Unidas, Luz Marina Becerra presentó un informe sobre la persecución y la discriminación que sufren los afrocolombianos desplazados, con denuncias contundentes contra el Estado; al acto asistían altísimas autoridades políticas, judiciales y militares. Entonces empezaron a rondarla más tigres. El primero, un señor de gabán largo y gafas oscuras, se dedicó a visitarla en la oficina, a sonsacarle información personal, a ofrecerle cargos en instituciones públicas y le propuso una entrevista en un centro comercial al que Becerra, ya recelosa, no quiso ir. Más tarde se descubrió que allí los paramilitares secuestraban y asesinaban a sus víctimas. Unas semanas después, otros tres tigres de gafas oscuras persiguieron a la secretaria de Afrodes cuando salía de las oficinas y la apresaron. «No, esta no es Luz Marina», dijo uno de los tigres, y la soltaron.

El grupo paramilitar Águilas Negras publicó un panfleto en el que la amenazaba de muerte, al mismo tiempo que otra líder negra, Ana Fabricia Córdoba, era asesinada en un autobús en Medellín. Becerra se marchó exiliada a Estados Unidos, donde pasó dos temporadas, pero no pudo aguantar y volvió a Colombia en julio de 2012.

—No podía quedarme allá. Tenía que seguir luchando en mi país.

María Eugenia Urrutia también corrió de tigre en tigre. Cuando llegó a Bogotá huyendo de los paramilitares, se encontró con cientos de negras desplazadas, perdidas en la ciudad con sus hijos, y organizó grupos para reclamar sus derechos y denunciar a los agresores. Se convirtió en líder «torpemente», dice siempre. Un día, al salir de la oficina de Afromupaz, varios hombres armados la secuestraron junto a una compañera. Se las llevaron a una casa abandonada, las torturaron y las violaron durante un día entero, y mientras tanto les enseñaban las denuncias que ellas habían puesto en la Fiscalía y que alguien les filtraba. Urrutia no se achicó y buscó otras vías: salió en un reportaje a cara descubierta en el periódico El Espectador. Los tigres atacaron con más furia. Otras cuatro compañeras de Afromupaz fueron violadas, a ella le arrojaron una bomba de humo al interior de su casa, la volvieron a secuestrar en un taxi pero consiguió huir a la carrera en un despiste de los captores. Y tuvo que cerrar su pequeño restaurante de barrio después de que dos hombres llegaran en una moto y entraran disparando al grito de «negra hijueputa». Para entonces Urrutia ya tenía un escolta, que la arrastró hasta el baño y repelió el ataque a tiros.

—Nosotras no somos meras víctimas: somos supervivientes —dice Urrutia—. Porque no nos quebraron. Luchamos por nuestros derechos, denunciamos la dejadez del Estado y su complicidad con los agresores, cuestionamos al poder. Por eso nos vuelven a atacar. A pesar de toda la violencia, jamás hemos tomado un arma. Los hombres armados, los legales y los ilegales, se sientan ahora en la mesa de negociaciones de La Habana y dicen que van a hacer la paz. Miren, ustedes como mucho terminarán el conflicto. Pero la paz la estamos haciendo las mujeres desde hace años. A nosotras nos han atacado todos los bandos: las guerrillas, los paramilitares, incluso las fuerzas públicas. Y nuestra respuesta es construir una sociedad de justicia y paz. Porque no queremos poder, queremos que nuestros hijos vivan en paz. Yo lamento todos los días que mis hijos no conozcan Condoto. Yo quiero que mis hijos vayan tranquilos a bañarse a la playa.

La violencia sexual es un arma de guerra

La violencia sexual contra las mujeres la practican todos los  bandos. Así lo sentenció la Corte Constitucional de Colombia en el Auto 092 de 2008: «Es una práctica habitual, extendida, sistemática e invisible en el conflicto colombiano, ejercida por todos los grupos armados, tanto los ilegales como, en algunos casos, por los agentes de la fuerza pública».

La violencia sexual contra las mujeres es una estrategia de guerra. Así lo detalla el informe Colombia: memorias de guerra y dignidad, del Centro Nacional de Memoria Histórica, de 2012. Los combatientes la utilizan para destruir a las mujeres líderes, a las que encabezan movimientos políticos, comunidades indígenas, asociaciones de víctimas, organizaciones de derechos humanos, a cualquiera que se enfrente a los paramilitares, las guerrillas o incluso las fuerzas públicas. También torturan, violan y vejan a las esposas, novias, hijas y otras familiares de los enemigos, porque entienden que es otra manera de castigarlos y humillarlos a ellos. A menudo ejercen violencia contra las mujeres para anular su libertad: aquellas que no se limiten a cuidar de la casa, que no vistan según códigos estrictos, que no actúen con discreción, son señaladas como «brujas», «chismosas», «infieles», «brinconas», y se las castiga con violaciones, cortes de pelo, humillaciones públicas, trabajos forzados y esclavitud sexual y doméstica. También se utilizan las violaciones como rito de cohesión entre los hombres de un grupo armado, como premio, como botín.

Y la violencia sexual contra las mujeres queda impune. Entre 2001 y 2009, 489.687 colombianas padecieron estos ataques dentro del conflicto armado, según un estudio de Oxfam-Intermón y la Casa de la Mujer. La violencia cotidiana es muchísimo más abundante, pero el estudio solo enumera casos relacionados con la guerra: violación, prostitución forzada, embarazo forzado, aborto forzado, esterilización forzada, acoso sexual, servicios domésticos forzados y regulación de la vida social. El 82% de las víctimas no los denunciaron, por temor a represalias y por una desconfianza profunda en las instituciones, que no investigan, se resisten a atender estas denuncias, cuestionan a las víctimas y no les proporcionan apoyo. Las que sí dieron el paso ven ahora cómo sus denuncias acumulan telarañas. La Corte Constitucional seleccionó 183 casos de violencia sexual, los más graves y evidentes, y ordenó a la Fiscalía que los investigara de manera prioritaria. Al cabo de cinco años, este es el resultado: tres sentencias.

«Eché a los soldados con el bastón»

—Nosotras nos defendemos con un bastón —dice Ana Secue, indígena nasa de 42 años. A los habitantes originarios del valle del Cauca les arrebataron las llanuras fértiles y ahora viven en las montañas, en reservas autónomas, atrapados en medio de los combates entre el Ejército y la guerrilla de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo). La región está plagada de cultivos de coca y marihuana, surcada por las rutas del narcotráfico, azotada por las batallas más violentas del conflicto colombiano.

En 2002 los nasa, los misak, los yanaconas, los totorós y los kokonucos organizaron la asombrosa Guardia Indígena: unos cuerpos de paz, formados por hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas, que recorren el territorio para encararse con los combatientes y expulsarlos. Su única arma es un bastón tradicional.

—Con el bastón desafiamos a los agresores armados —dice Secue, mientras camina por las calles de Santander de Quilichao, una ciudad fuera de la reserva, y sospecha de varios hombres que parecen vigilarla—. Si quieres darme un tiro, dame un tiro. Si quieres matarme, mátame, pero no voy a marcharme de mi territorio. Y si tan berraco te crees, agarra otro bastón y lucha conmigo de igual a igual. El bastón no es en realidad un arma: es un símbolo de autoridad moral. Nosotros tenemos la rabia y la razón.

Ana Secue fue tres veces gobernadora del resguardo de Huellas Caloto, una de las diecinueve reservas indígenas del Çxhab Wala Kiwe, «el territorio del gran pueblo», en el Cauca Norte. Caminaba por las montañas llevando un pañuelo rojo y verde al cuello (los colores de los indígenas), y un bastón en bandolera. El bastón de chonta, adornado con cintas de colores, era el símbolo de su mandato. Con el  bastón, con la rabia y con el poder de las multitudes desarmadas, en estos años la Guardia Indígena ha apresado a guerrilleros, ha liberado a secuestrados, ha expulsado a tropas del Ejército, ha confiscado camionetas cargadas de coca y marihuana que atravesaban sus tierras y ha quemado la mercancía.

—Nos matan por todas partes —dice Secue—. La guerrilla ataca nuestros pueblos una y otra vez, el ejército instala sus bases en nuestro territorio, disparan morteros contra nuestras casas, matan a gente bombardeando escuelas y hospitales. Montan controles en los caminos, hay balaceras, secuestros y asesinatos de líderes indígenas. Y ellos no tienen derecho a entrar en nuestras tierras. No queremos actores armados en nuestro territorio. Ni guerrilleros, ni paramilitares, ni soldados ni nada.

Cuando estallan los enfrentamientos más duros, con metralletas, artillería y helicópteros, la Guardia Indígena organiza el traslado de todos los habitantes, envueltos en sábanas blancas, hasta los refugios en los que almacenan provisiones para varios días. Pero muchas veces los guerrilleros y los soldados se instalan en los pueblos y se atacan con la población civil de por medio.

—Yo he visto caer a muchos hombres, mujeres y  niños —dice Secue—. Y por la pura rabia, por la pura impotencia, me olvido de mí misma. En un tiroteo en nuestro pueblo, los soldados mataron a una niña y dejaron a varios niños heridos. Estuve en la habitación donde la niña se moría y salí corriendo con el bastón en alto, a enfrentarme a los soldados a puros gritos. A punta de bastón los eché de allí. Cuando volví a mi casa, me puse a temblar: pero qué he hecho, yo, que soy madre de cinco hijos, pero cómo me he metido en la balacera… Pero en el momento, por la pura rabia, siempre me olvido de mí misma.

Secue también participó en las manifestaciones de mujeres para rodear las bases de los guerrilleros y de los soldados.

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—Con las Farc es más difícil porque se mueven mucho. Nos avisan: los guerrilleros están en aquella montaña. Al día siguiente subimos en grupo para echarlos pero ya no están. El ejército instala bases en los pueblos y entonces sí que los rodeamos. Una vez fuimos un grupo grande de mujeres y colocamos pancartas alrededor de su base para exigirles que se marcharan. Los soldados las arrancaron y las tiraron al río. Entonces nosotras llamamos a la defensoría del pueblo, a las organizaciones de derechos humanos, denunciamos al ejército. Al final, el coronel ordenó a los soldados que bajaran al río a recoger las pancartas y que las volvieran a colocar —Secue se ríe—. Les decíamos: «Oiga, soldadito, esta pancarta está floja, esa otra está mal puesta». Fue muy chistoso ver a los militares colocando nuestras pancartas: «Mujeres indígenas en resistencia. Rechazamos la guerra, defendemos la paz».

La verdad en la escombrera

María Elena Toro, de 68 años, con una flor amarilla entre la oreja y el pelo blanco, también tiene mucha experiencia desplegando pancartas. Lleva catorce años desfilando todos los miércoles en círculos frente a la iglesia de la Candelaria, en el centro de Medellín, con otras madres de desaparecidos. Cuando encarcelaron a Don Berna, uno de los mayores narcotraficantes y jefes paramilitares, le escribió una carta para exigirle que le contara dónde estaban sus cinco familiares desaparecidos. Luego lo visitó en la cárcel para mirarle a los ojos y esperar la respuesta.

Don Berna le dio algunas pistas. Ella encontró los restos de su hermana, su cuñado y su sobrino en una fosa; aún le faltan los de su hijo y los del amigo que le acompañaba. María Elena Toro da batallas largas y nunca cede. Ahora exige al Estado más investigaciones y más excavadoras.

—Podrían esforzarse como con los muertos de la torre —dice.

El 12 de octubre de 2013, un edificio de 24 plantas se desmoronó en Medellín y dejó once muertos. Los tres últimos cadáveres aparecieron al cabo de dos semanas, tras un trabajo frenético en el que se empeñaron 110 operarios, cuatro excavadoras y 25 camiones, que retiraron miles de toneladas de escombros.

A pocos kilómetros de allí, docenas de cadáveres permanecen sepultados en la escombrera de la Comuna 13 de Medellín. Por la noche los paramilitares lanzaban allí los cuerpos de sus víctimas y por el día los camiones arrojaban más capas de escombros. Don Berna declaró que en el vertedero podrían encontrarse alrededor de trescientos muertos. Los camiones siguen arrojando materiales y en algunos puntos la escombrera alcanza ya cincuenta metros de grosor. Algunas autoridades plantean dejar la escombrera como está y declararla camposanto.

—Si los muertos fueran de un barrio rico, si fueran familiares de los políticos…

Toro pasa la tarde tejiendo una muñeca en una sala del Parque de la Vida de Medellín, en compañía de otras veintiséis mujeres. Tejen muñecas que representan a sus familiares desaparecidos o asesinados, y las visten con la ropa que llevaban cuando los asesinaron o los hicieron desaparecer. Hay madres que visten a sus muñecas con un pijama (porque sacaron a su hija de la cama para asesinarla), con una camiseta blanquiverde del Atlético Nacional (el equipo favorito del hijo desaparecido), incluso con toga y birrete (porque mataron al hijo pocos días después de que se graduara).

La primera muñeca que tejen es para todas una prueba durísima.

—Qué hago yo poniéndole las ropas de mi hijo a un muñeco, si debería ponérselas a él —dice María Lucely Durango, madre del chico recién graduado al que mataron con 17 años porque cruzó sin darse cuenta una de las fronteras invisibles entre las bandas de Medellín.

Poco a poco tejen el duelo, tejen una memoria más soportable, tejen y hablan, tejen y se escuchan, tejen y crean proyectos con la ayuda de Marta Lucía Betancur, profesora universitaria jubilada, experta en justicia restaurativa. Construirán, por ejemplo, el parque del Sueño de los Justos, en colaboración con el ayuntamiento de Medellín. Una de las mujeres soñó que su hijo desaparecido la llamaba desde lo más profundo de un bosque. Así que el parque tendrá un bosque de la memoria, en el que cada mujer plantará un árbol en recuerdo de cada uno de sus desaparecidos y colocará una placa con su historia.

Las mujeres tejen y rememoran. Rosalba Usma cuenta cómo le asesinaron a tres hermanos y a su marido, cómo luego desaparecieron dos hijos, cómo asesinaron a su hija, a la que levantaron de la cama en pijama, mientras ella corría fuera de la casa con sus dos nietitas en brazos. Karen García recuerda cuando vivía en el campo y los guerrilleros amarraron a un familiar suyo a un caballo para arrastrarlo hasta morir, y cuando vivía en la ciudad y los paramilitares amarraron a un familiar suyo a un coche para arrastrarlo hasta morir. Otras mujeres hablan de hijos reclutados a la fuerza, de hijas desaparecidas, de hijos arrojados a la escombrera de Medellín.

Con algunos testimonios, el aire de la sala se tensa como la piel de un tambor, hasta que la tirantez duele demasiado y estallan los llantos. Las mujeres más serenas se levantan a abrazar y a besar a sus compañeras.

Somos mujeres aguerridas, dicen, nos ayudamos mucho. Encuentran consuelo en la compañía del grupo, en la comprensión, en la solidaridad. Algunas se han reunido con los verdugos en la cárcel, han perdonado y han recuperado un poco de paz. Otras se empeñan en que el motivo de sus vidas no sea el odio sino el amor: cuidan a los hijos supervivientes, a los nietos que quedaron huérfanos y quebrados, a otras madres que necesitan su ayuda. Otras encuentran fuerzas en la fe religiosa.

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Pero hay algunas que no encuentran ningún consuelo, ninguna fuerza, ninguna esperanza. En Colombia las víctimas proclaman una reivindicación poderosa: son personas activas, firmes en la defensa de sus derechos y en las exigencias al poder, con proyectos creativos. «No somos víctimas, somos sobrevivientes», dice un lema muy repetido. Pero no basta con decirlo. Esa transformación es muy exigente y algunas víctimas no consiguen cumplirla.

A Luisa, una de las mujeres que teje muñecas, y que prefiere ocultar su nombre verdadero, le mataron a un hijo hace veinte años. Se separó de su marido, que le fracturó una costilla durante una paliza. Apenas le alcanza el dinero para pagar el alquiler y sale a la calle a vender empanadas. Hace tres meses desapareció su hija, que iba a cumplir 18 años.

—A mí esto de la reconciliación me parece una farsa. Los detienen, dicen que se arrepienten y luego vuelven a matarnos. No creo en el perdón. Yo vivo enferma, tomo muchos medicamentos para sobrevivir, muchos días no puedo levantarme de la cama. El Estado no me ayuda en nada. Parece que yo no existo. Estoy sola. Para mí morirme sería un alivio.

Carlos Beristáin, psicólogo y perito de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, explica que las personas se estancan en su condición de víctimas cuando no tienen un reconocimiento: «Cuando hay reconocimiento, verdad y reparación, la gente empieza a dejar atrás el pasado doloroso y aprende a vivir de nuevo. Pero si no se dan estas condiciones, es habitual que se enquiste una identidad de víctima, que esa sea la condición central de su persona y que no pueda alejarse de ese pasado traumático ni mirar adelante».

Reparación para seis millones de víctimas

Paula Gaviria trabaja en el piso 32 de uno de los rascacielos más altos de Bogotá. Desde los ventanales de su oficina se contempla una panorámica espectacular de la ciudad, extendida sobre un altiplano a 2.600 metros de altitud. Gaviria trabaja con perspectiva general y con respeto por el detalle. Por eso se sabe una cifra de memoria: 5.845.002.

Es el número de personas registradas, a 1 de octubre de 2013, en la Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas. Supone el 12,5% de la población colombiana, una persona de cada ocho. Gaviria, abogada especializada en derechos humanos, de 40 años, fue elegida como directora de la Unidad en 2012, por consenso entre los partidos políticos y las asociaciones civiles.

—Entiendo que muchas personas se sientan aún desatendidas —dice—. Es muy difícil pedir paciencia a las víctimas, pero empezamos a trabajar hace solo un año, hemos actualizado un registro minucioso de las víctimas y ya estamos dando reparación a miles. No se trata de enviarles un cheque y olvidarnos. Buscamos una reparación lo más completa posible de sus vidas. Es más lento pero es más justo.

La Ley de Víctimas colombiana es una de las más ambiciosas y complejas del mundo. Hubo un primer intento de aprobarla en 2009 pero el Gobierno de Álvaro Uribe la rechazó porque el coste económico le parecía inasumible y porque se negaba a admitir la responsabilidad del Estado en la desatención de las víctimas, incluso en la violación de derechos humanos. En 2011, con el Gobierno de Juan Manuel Santos y un gran consenso, la ley salió adelante. Estableció la Unidad para las Víctimas, la dotó con una financiación blindada para diez años (unos 21.000 millones de euros) y planteó una reparación integral para casi cinco millones de víctimas, que ya son casi seis, porque el conflicto sigue siendo un grifo abierto.

—Lo primero es el reconocimiento —explica Gaviria. El Estado envía una carta a cada víctima, en la que reconoce que no estuvo a su lado y se compromete a apoyarle en el proceso de reparación. Luego vienen las indemnizaciones económicas, los programas de rehabilitación física y psicosocial, la restitución de tierras a los desplazados, la reconstrucción de comunidades destruidas, los actos de memoria, las reparaciones simbólicas…

Hasta el momento, la Unidad ha completado la reparación de 230.000 víctimas, de las cuales 200.000 recibieron asesoramiento individualizado para reorganizar sus proyectos de vida.

Junto a la oficina acristalada de Gaviria pasa un grupo de mujeres con túnicas de colores vivos y estampados de flores, pañuelos en la cabeza y collares grandes. Son mujeres wayuu, víctimas de la masacre de Bahía Portete. El 18 de abril de 2004, varias docenas de paramilitares llegaron al pueblo y asesinaron una a una a las líderes indígenas que se oponían a su presencia en la zona, donde controlaban los corredores del narcotráfico. Torturaron, violaron, desmembraron y mataron a seis personas —casi todas eran mujeres líderes— y dejaron el pueblo arrasado: sus quinientos habitantes huyeron, muchos de ellos a la cercana Venezuela. En las paredes de las casas los paramilitares pintaron imágenes de mujeres violadas, senos arrancados y vientres rajados. Nueve años después, en el pueblo solo viven cinco familias y alguien renueva las pintadas de vez en cuando.

Las mujeres wayuu han venido a Bogotá, a la Unidad para las Víctimas, porque después de recibir ayudas de urgencia ahora están planeando el retorno seguro y la reconstrucción del pueblo.

—Obviamente falta mucho, pero estamos trabajando bien —dice Gaviria.

Contra la impunidad

La reparación avanza, la impunidad permanece. La Corte Penal Internacional mantiene a Colombia en una lista de países observados, porque se han cometido crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad a gran escala y porque apenas ha habido juicios. La impunidad es casi absoluta en el caso de la violencia sexual contra las mujeres, como acaba de denunciar una comisión de las Naciones Unidas en octubre de 2013: no se investiga, no se protege ni se acompaña a las víctimas, y se ejerce sobre ellas presión para que no persistan en sus denuncias o para que se reconcilien con el agresor.

La congresista Ángela Robledo, del Partido Verde, desayuna una papaya en una terraza de Bogotá mientras repasa feliz los periódicos: ayer, 23 de octubre de 2013, fue un gran día en la lucha contra la impunidad, dice. La Corte Constitucional rechazó la ampliación del fuero penal militar, un empeño del Gobierno de Santos, que dejaba en manos de tribunales castrenses las infracciones de los soldados al derecho internacional humanitario. Según Robledo, una vía para la impunidad.

Ella choca a menudo con los militares. Juntó con Iván Cepeda, del Polo Democrático Alternativo, elaboró un proyecto de ley contra la impunidad de la violencia sexual. Obtuvieron apoyos de muchos congresistas, incluso del propio Gobierno, y superaron varios debates parlamentarios.

—Pero en el último momento, cuando llegó al Senado, el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, presionó a varios senadores para que tumbaran el proyecto —dice—. Hay varias cosas de nuestra ley que no gustan a los militares. La Corte Constitucional reconoció que la violencia sexual es sistemática dentro del conflicto: por eso defendemos que se tipifique como crimen de lesa humanidad. Eso significa que no prescribe. También señalamos al Ministerio de Defensa: le exigimos que elabore un protocolo para sancionar la violencia sexual, porque los militares cometen muchas violaciones y no se toma ninguna medida. Pedimos que no se valoren solo las pruebas físicas de las violaciones, porque a veces no son suficientes, pedimos que también se hagan análisis del contexto y de los testimonios de las víctimas. Y queremos que los funcionarios que atienden a las víctimas tengan formación en derechos humanos y en perspectiva de género. Es demasiado frecuente que policías, jueces y fiscales cuestionen y culpen a la víctima. Le preguntan cómo iba vestida, por qué iba sola a esas horas, la tratan como a una persona inmadura, le obligan a repetir una y otra vez un relato muy doloroso. Muchas abandonan las denuncias porque el proceso es humillante.

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El niño que no contó nada a nadie

Alguien aporreó la puerta a las ocho de la noche, el 7 de agosto de 1999. Enrique, de 11 años, veía dibujos animados en la televisión. Sus padres no estaban: habían ido a pasar el día en la ciudad, al mercado, y aún no habían regresado a la finca cafetera La Confianza, en el valle del Cauca. Su hermana, de 20 años, no salió a responder. Volvieron a golpear la puerta y Enrique se levantó del sofá.

Abrió la puerta y vio a doce o quince hombres armados. Llevaban brazaletes con las letras AUC: Autodefensas Unidas de Colombia, la organización paramilitar que asesinó a miles de personas entre 1996 y 2006, con un gusto especial por la tortura, las decapitaciones, los descuartizamientos con motosierra y hasta el uso de serpientes venenosas. Las AUC, financiadas por grandes industriales y ganaderos, se dedicaron al robo de tierras, la extorsión y el narcotráfico. Y siete días antes de que Enrique les abriera la puerta, los hombres de ese mismo bloque de las AUC se presentaron ante quinientos campesinos que estaban de fiestas en el cercano pueblo de La Moralia, les anunciaron su llegada al valle, su intención de castigar a quienes tuvieran relaciones con las guerrillas y, a modo de demostración, se llevaron a un campesino de 45 años y a su hija de 18 y los mataron a tiros. En los siguientes cinco años asesinaron a más de ochocientas personas en la región y a la mayoría las sepultaron en fosas comunes.

—¿Apellidos de la familia? —le preguntó a Enrique el primero de los hombres armados, en la puerta de casa, con unas hojas en la mano.

—Gálvez Flórez.

El hombre buscó los apellidos en las hojas y no los encontró. «No hay problema con ustedes», le dijo a Enrique, «pero venimos para quedarnos».

En los siguientes días los paramilitares se instalaron en la finca La Confianza. Llegaron docenas de hombres con camionetas, con armas, establecieron puestos de guardia, los comandantes ocuparon la casa y tuvieron al pequeño Enrique como sirviente. Los padres llevaron a la hija a la ciudad, para ponerla a salvo.

A los paramilitares les interesaba la finca por su situación estratégica, porque dominaba el camino hacia el pueblo de Pardo Alto, donde habían establecido su base principal. Patrullaban la zona, apresaban a campesinos y los llevaban a la finca de los Gálvez Flórez, donde el niño Enrique vio cómo los torturaban y los amenazaban.

Cuando llevaban tres meses ocupando la finca, uno de los paramilitares ordenó a Enrique que le llevara una jarra de agua a su puesto de guardia. Era un hombre muy moreno y bajo, al que apodaban Guerrillo, porque había sido guerrillero del Ejército Popular de Liberación antes de enrolarse con los paramilitares. Cuando Enrique le llevó el agua, Guerrillo le puso la punta del fusil AK-47 en la cara.

Enrique Gálvez tardó doce años en contar lo que le hizo Guerrillo aquella mañana de un lunes de noviembre de 1999. Desde aquel momento, pasó de ser el mejor estudiante del colegio a suspender todas las asignaturas, de ser un chico alegre a escaparse de la gente y tener un comportamiento agresivo. Intentó suicidarse varias veces. Ahora, con 26 años, está a punto de terminar la carrera de Ciencias Políticas y se empeña en relatar su historia. Todavía pide, eso sí, que se cambien su nombre y algunos datos.

—Recuerdo con detalle la boca del fusil, la punta descascarillada junto a mis ojos, y detrás veía el fusil entero, enorme, apuntándome a la cara. Me quedé paralizado. Guerrillo me agarró de la camiseta y me llevó a un cuarto de herramientas. Me dijo que si gritaba, me mataría. Y me violó. Allí se partió mi vida. Sentí asco, miedo, vergüenza. Era un niño y pensé que ya no valía nada, que era un objeto a merced de cualquiera, que no era humano. Me sentía sucio, me lavaba el cuerpo diez o doce veces al día con detergente, me salieron manchas blancas en la piel. Busqué el veneno que teníamos en la finca y me lo tomé dos veces, para intentar suicidarme.

Enrique no contó nada a nadie. En el registro de la Unidad para las Víctimas, el 18% de quienes padecieron violaciones son hombres, pero también pesa sobre ellos un estigma muy fuerte y son pocos los que denuncian.

—No hablé nada con mis padres y me volví muy solitario, muy agresivo, me daban crisis de llanto y siempre me escondía para llorar. No podía concentrarme en los estudios, suspendía todas las asignaturas. Mis padres creían que andaba tomando drogas y me castigaban. Intenté suicidarme varias veces más, tomando pastillas.

Le salvaron dos cosas. Una: la lectura. Empezó a leer todo lo que encontraba sobre psicología, sobre los traumas de los violados, sobre el conflicto colombiano, y luego todo lo que encontró de Thomas Mann, García Márquez y Vargas Llosa. Dice que la lectura le sirvió para salir de sí mismo, para salir al mundo. Dos: la Ley de Víctimas. Cuando la aprobaron, vio una posibilidad de amparo. Y por primera vez le contó su historia a alguien.

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—Fue el 19 de julio de 2012. Hacía mucho frío. Entré temblando a la Personería y le conté mi historia a la funcionaria. Temía que me despreciara, que se burlara de mí, pero me escuchó con todo respeto. Salí a la calle y sentí que me había quitado una tonelada de encima. Me sentí libre por primera vez.

Enrique Gálvez quedó incluido en el Registro de Víctimas y empezó a recibir tratamiento psicológico.

—Poco a poco sentí que empezaba a perdonar. No sé nada de mi agresor, si está vivo o muerto, libre o encarcelado, pero en realidad me perdoné a mí mismo. Dejé de sentir ese rencor que me envenenaba y empecé a tener proyectos. Reanudé los estudios de Ciencias Políticas, que había dejado a medias unos años antes. En Colombia no hay más remedio que implicarse, y yo quiero estudiar y luchar por una sociedad justa. Las leyes sirven: a mí me salvaron la vida. Ahora estudio, tengo novia, que hasta hace poco era algo imposible para mí, y me compré una moto para recorrer las montañas. Quiero viajar en moto por Colombia, pasar a Brasil, Perú, Bolivia… Las víctimas son personas incómodas. Se las ve como personas pasivas, que se dedican a pedir subsidios, pero es justo lo contrario: es gente que lucha porque quiere volver a la sociedad. La violencia los expulsó de la sociedad y ahora quieren volver a participar.

Ser víctima o ser periodista

—Tenía que elegir entre ser víctima y ser periodista, y decidí ser periodista —dice Jineth Bedoya, 39 años, subeditora del diario El Tiempo. Por eso en 2009 se animó a contar por primera vez su historia, una historia callada durante nueve años, y la relató en el programa más visto de la televisión colombiana.

El 25 de mayo de 2000, Bedoya era una periodista de 26 años que investigaba el tráfico de armas entre grupos paramilitares y agentes del Estado. Ese día visitó la cárcel La Modelo, convocada por un jefe paramilitar preso que le prometió unas declaraciones, y ella acudió con otro periodista y un fotógrafo. Se separó un momento de ellos, mientras hacían los trámites para entrar, y tres hombres armados la apresaron y se la llevaron en un auto. Durante dieciséis horas la violaron, la torturaron y al final la arrojaron a un vertedero.

A Bedoya se le quebró la vida. Padeció secuelas físicas y mentales muy graves. Pero encontró un motivo para salir de casa: el periodismo. Continuó con sus trabajos de investigación, incluso fue secuestrada en agosto de 2003 por las Farc, cuando preparaba un reportaje sobre un pueblo en el que la guerrilla obligaba a los vecinos a producir cocaína. Pero no se animó a contar su historia completa hasta que en 2009 Oxfam-Intermón organizó la campaña «Saquen mi cuerpo de la guerra».

—La violencia contra las mujeres es tremenda y nadie hablaba de ella. Por eso me animé a poner mi rostro a la campaña.

Desde entonces Bedoya duplicó su trabajo. Por una parte, insiste en su periodismo incisivo: publica libros y reportajes sobre líderes de las Farc, sobre jefes paramilitares que organizan tramas de prostitución infantil, sobre narcotraficantes. Recibe presiones y amenazas, se enfrenta con alcaldes, fiscales y ministros a los que incordian sus investigaciones. Por otra parte, se vuelca en organizar campañas con el lema «No es hora de callar». Convenció a los futbolistas más famosos para que lanzaran mensajes en los estadios contra la violencia machista, montó conciertos y festivales, impartió sesiones a periodistas para cuestionar el tratamiento injusto que a menudo se les da a las víctimas.

Jineth Bedoya duerme tres horas diarias.

Tiene problemas de salud.

Recibe amenazas de muerte.

También recibe premios internacionales pero rechaza invitaciones para pasar uno o dos años en universidades extranjeras. Prefiere morir de un balazo en Colombia, dice, que de depresión en un hotel de Europa.

Jineth Bedoya es una mujer menuda, delgada, de sonrisa frágil, que sale de un restaurante de Bogotá y se sube a uno de los dos enormes coches blindados que le esperan, con los cinco guardaespaldas que le acompañan a todas partes.

—Suena dramático —dice, con voz suave y firmeza de granito—. Pero siento que vivo en una carrera contra el tiempo. No sé hasta cuándo me van a dejar vivir. Por eso hago tantas cosas a la vez, por eso ya no tengo vida personal, porque necesito todo el tiempo que me queda para seguir trabajando.

«Así que un día me planté»

Ana Secue, la mujer que fue tres veces gobernadora de los indígenas nasa, también necesitó todo su tiempo para ejercer el cargo. La nombraron cuando las Farc atacaban con más violencia que nunca a los indígenas del Cauca.

—Mis compañeros pensaron que sería buena estrategia ponerles enfrente a una mujer. Que desconcertaría a los guerrilleros. Yo llevaba años trabajando en puestos de la comunidad, pero los hombres no cedieron el poder con alegría a una mujer. En nuestra comunidad hay mucho machismo. Algunos se enfadaron cuando salí gobernadora, les parecía vergonzoso. Yo me puse de pie en la asamblea y dije: «Sé que los guerrilleros me van a matar por hacerles resistencia. Si me quieren matar, aquí estoy». Luego me fui a casa y lloré, lloré mucho, lloré de nervios, de miedo, de responsabilidad. Pero solo lloraba en mi casa. Delante de los hombres siempre me mostré muy dura, muy fuerte, no quería que me vieran débil. Y cuando fui gobernadora me ocurrió otra cosa. Mi marido me maltrataba desde siempre. Me quedé embarazada con 15 años, y al tercer mes de embarazo ya me pegó por primera vez. Tuve cinco hijos con él. Me quería obligar a quedarme en casa, no quería que fuera a las asambleas, y me pegaba. Mis hijos me animaban para que me separara. No lo hice hasta que fui gobernadora. Entonces me pareció ridículo: yo organizaba a las mujeres, las animaba para que reclamaran sus derechos, y luego resulta que en mi propia casa me golpeaban. Así que un día me planté y le dije: nunca más me vuelves a pegar. Porque yo ya no voy a estar quieta: cuando tú vuelves borracho yo también te puedo pegar duro a ti.

Ana Secue sonríe. Muestra una pequeña réplica del bastón de mando que lleva atado en el bolso.

—Y nunca más se atrevió.

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Fotografía: Pablo Tosco (galería completa del reportaje aquí)

Traducción al inglés: Boyan Aleksandrov

Oxfam Intermón apoya a las mujeres y organizaciones colombianas en su lucha para denunciar la violencia sexual en medio del conflicto armado y exigir justicia. Si quieres más información, pincha aquí

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24 Comentarios

  1. Pingback: Swimming among tigers

  2. Por demás intenso, por demás conmovedor. Excelente . Gracias!

  3. Tremendo. Sin palabras. Los límites del ser humano don inimaginables, para lo bueno y para lo malo. Sería interesante elaborar una lista y publicar aquellos que sufragan estas barbaridades

  4. Pingback: La nadadora entre los tigres » Ander Izagirre · Blog y web personal

  5. Pingback: La nadadora entre los tigres

  6. Sin palabras, magnifica narración de la crueldad y la Violencia humana en los conflictos, pero a su vez un relato de esperanza, superación y triunfo ante la adversidad.

  7. Elphomega

    Relatos conmovedores, que muestran las dos caras del ser humano. Cruda realidad que logra llegar al alma. Excelente artículo!

  8. Pingback: Lecturas de Domingo | Maven Trap

  9. Pingback: Mi Waterloo | Atonement

  10. Excelente reportaje. Crudo, real. Doloroso. Hace pensar. Periodismo comprometido. Gracias, Ander.

  11. Pingback: No quiero sentirme valiente, quiero sentirme libre | bruixesdavui

  12. Gracias por los comentarios, me alegro de que os interesen las historias de estas mujeres con tanto coraje. Saludos.

  13. relatos muy fuertes donde nos damos cuenta que vivir en esta época de libertad aun existen países donde la represión el abuzo y la crueldad aun están presentes de la manera mas brutal . y aun con todo en contra existen mujeres con el espíritu de superación así como la actitud para ayudar y brindar el apoyo moral a personas con los mismos daños a su integridad física y moral.

  14. ¿Cuándo veremos en el tribunal de la Haya al paramilitar Álvaro Uribe Vélez, el ex-presidente colombiano? Pocos asesinos de su calibre ha habido en Latinoamérica.

  15. Pingback: De cuando mi vida cambió | Las Reincidentes

  16. Pingback: La guerra contra las mujeres » Erreadas

  17. Pingback: Colombia en pie contra la violencia sexual como arma de guerra por Ander Izagirre | PIEDRA DE TOQUE

  18. Pingback: ‘Mujeres trinchera’ en Colombia: cuando tu cuerpo es un arma de guerra | Con reservas

  19. Pingback: ‘La nadadora entre los tigres’, finalista en el premio Colombine » Ander Izagirre · Blog y web personal

  20. Marcelino

    Gracias por el reportaje. Estremece y da mucho que pensar. ¿Cuándo conseguirá la humanidad encerrar en un psiquiátrico a paramilitares, violadores, codiciosos, corruptos e inversores acaparadores de tierras y riquezas? Porque hacia ahí debe apuntar el esfuerzo de todos los que quieran un mundo mejor…

  21. Pingback: Trescientos asesinados bajo una escombrera » Ander Izagirre · Blog y web personal

  22. Pingback: Nos defendemos con un bastón » Ander Izagirre · Blog y web personal

  23. Pingback: Premio Europeo de Prensa para el reportaje ‘Así se fabrican guerrilleros muertos’ » Ander Izagirre · Blog y web personal

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