Hace veinticinco años, apenas algunos taurinos lectores y bien pocos intelectuales eran capaces de trabar tres frases seguidas sobre Manuel Chaves Nogales. Ese cerco a la memoria del autor de una de las más sólidas obras del periodismo español se ha venido resquebrajando de un tiempo a esta parte. Trapiello, Muñoz Molina, César Antonio Molina, Pericay, Azúa, Marías, Pérez-Reverte, Martínez Reverte, Espada… La generación nacida tras una larga posguerra civil abanderó la recuperación de un nombre que sus padres habían silenciado, o sepultado, o ignorado, o preterido durante sesenta años. El rescoldo de su memoria permaneció agazapado durante todo el franquismo, la Transición, los primeros gobiernos socialistas y los de las burbujas populares. Pero allí, en el tendido alto de sombra, seguía, con su pelo crespo sobre unos ojos verdes y vivaces, esperando paciente su momento, Manuel Chaves Nogales.
«Y de pronto encontramos que en España la democracia ha madurado, los jóvenes no son tan violentos ni tan difíciles como eran en aquellos años, la gente vive mejor, tiene más oportunidades y la cosa se ha suavizado… Y de pronto ha prendido la llamita. La llama estaba ahí y ha prendido porque la situación era propicia. Yo creo que eso es lo que ha ocurrido». Ese Yo lo apuntalan los robustos noventa años de Pilar Chaves Jones, la mayor y única hija viva de Manuel Chaves Nogales. Los colaboradores necesarios han sido Javier Pradera y Alianza Editorial, Abelardo Linares y Renacimiento, Las armas y las letras de Andrés Trapiello, Luis Solano y Libros del Asteroide, Alberto Marina, Maribel Cintas y la Diputación de Sevilla, Almuzara, Espasa…
Pero Chaves Nogales seguía preso de cierta élite lectora. En las facultades de periodismo y en los clubes de lectura era extraño escuchar sus apellidos, sus títulos, sus protagonistas o sus escenarios. Desde el año 20 hasta el 44. Desde las últimas guerras coloniales hasta las vísperas de Normandía. Sevilla, Ifni, Casas Viejas, Berlín, Asturias, Madrid, Valencia, Barcelona, París, Londres… Había caminado y contado toda Europa, desde los arrabales del sur campesino hasta los palacios gobernantes. Pero seguía encerrado en el segundo círculo hecho de tinta negra sobre papel blanco. Faltaba un salto, la aportación audiovisual, modesta pero contundente, densa pero digerible, para auparlo desde una tumba, sin lápida y cubierta de llovizna verde, hasta el lugar que el canon le tenía reservado. Para contribuir a esa tarea se planeó, rodó, montó y escribió El hombre que estaba allí, un libro-documental editado bajo los auspicios de la plataforma de micromecenazgo Libros.com.
De la pequeña historia de esos veintinueve minutos y cuarenta y siete segundos y de las páginas que lo acompañan tratan estas líneas.
Un piso vacío en Madrid
Antonio Muñoz Molina aparece en la esquina de Zurbano con Zurbarán sobre una bicicleta de paseo discreta, el calcetín conteniendo la pata derecha del pantalón y la preceptiva chichonera. En lo alto de la escalera le espera un piso altoburgués con suelo de madera chirriante en sus diez habitaciones completamente desiertas. Todas menos dos. La más luminosa se ha convertido en improvisada oficina durante un par de días. Ordenadores, utilería, cables, cajones, papeles, focos, una cámara, una vieja Underwood, ejemplares de Ahora y Estampa, un perchero, varios paquetes de Lucky sin filtro. La de al lado se ha ido a negro por culpa de unas grandes telas, unas cuantas piezas de cinefoil y varios metros de cinta americana. En el centro un sillón de madera de oficina antigua, ni demasiado cómodo ni demasiado incómodo, de esos que impiden arrellanarse, y que crujen cuando uno se sienta. Se necesita silencio para lo que viene, así que el entrevistado se sentirá obligado a estar física y mentalmente avizor.
Antonio Muñoz Molina deja la bicicleta en el recibidor. Durante la escueta charla previa se interesa por la pequeña intrahistoria de la producción en que va a participar. Escucha las triquiñuelas —blancas y legales— que impone el lowcost, como la de ese piso prestado en la zona noble de Madrid, que hay que aprovechar rápido ante la posible llegada de potenciales arrendadores.
Recibe las instrucciones de rigor y se sienta: «Antonio, por favor, habla un poco. Es para probar el sonido; ¿puedes mirar a cámara y girar la cabeza un poco a la izquierda? Ahora a la derecha». La sombra de uno de los focos corta demasiado su cara. Minutos de espera, ajustes técnicos y, tras la pregunta de calentamiento, primera frase lapidaria: «En un siglo como el siglo XX español, en una época como la crisis de los años 20 y 30 y en el momento terrible y bastante desagradable en sentido político y moral de la Guerra Civil, y de lo que lleva a la Guerra Civil, dices: Aquí tienes un hombre, un ser humano, una persona recta, bondadosa, inteligente, independiente, una persona que miraba el mundo con inteligencia y con compasión».
Habla de Manuel Chaves Nogales, claro. Y lo hace con la fuerza de esa parsimonia que surge de la reflexión meditada. Igual de contundente que cuando, a continuación, apuntala la descripción dando nombres: «En una época en la que todo el mundo estaba cegado por las ideologías, —todo el mundo o una gran parte de la gente que contaba, que publicaba, que escribía, que tenía puestos políticos—, en un mundo en el que tanta gente es incapaz de ver la realidad, en el que la seducción venenosa del totalitarismo es tan grande, en ese mundo hay muy pocas personas que hayan mantenido su independencia personal, su bondad, y su amor concreto por los seres humanos. Se pueden contar con los dedos de una mano: En España está Manuel Chaves Nogales, en Inglaterra está George Orwell, y en la Unión Soviética está Vasily Grossmann. No hay muchos más».
Más preguntas. Algunas necesarias para la dinámica narrativa audiovisual. Alguna repetición obligada porque el entrevistado se recuesta, ha olvidado que el sillón cruje y contamina el audio. Yergue la espalda y asume que el resto será parecido. Es su tema y lo transmite en cada respuesta. Es un profesional también en esto, y sabe cuándo y cómo rematar cada sentencia. Está diciendo, en fondo y forma, todo lo que allí se espera de él.
Concentrado en Chaves, escucha al entrevistador mencionar el prólogo de A sangre y fuego. Y dispara:«Lo primero que hay que destacar del prólogo de A sangre y fuego es la fecha. Ese prólogo está escrito, creo recordar, en enero de 1937. En ese momento, esa lucidez […], esa decisión de no dejarse llevar por un solo eslogan político, de no dejarse llevar por el sectarismo, de no dejarse llevar por el fanatismo, y de decir una cosa terrible, que es que él no está interesado en la guerra porque, ocurra lo que ocurra, el resultado va a ser una dictadura comunista o fascista: ¡eso es de un coraje!».
No son solo las palabras. Es la entonación. El piso vacío se va llenando de Chaves Nogales. Es el inquilino necesario durante una semana. La historia comienza a coger cuerpo y surgen las primeros bocetos para lo que meses después sería el inicio del documental El hombre que estaba allí.
Los planos iniciales están rodados en un laboratorio de fotografía. Luz roja. En la cubeta del revelador surge la imagen icónica de Chaves Nogales fumando un cigarrillo. La voz del narrador comienza: «Este es Manuel Chaves Nogales. Es una buena fotografía, porque cuenta mucho del personaje. Fuma con nervio, como si quisiera consumir el cigarrillo en una sola calada y pasar rápido a lo siguiente. Orwell dijo una vez que ver lo que uno tiene delante de la nariz requiere un esfuerzo gigantesco. Para Chaves no lo era. Eso es lo que mejor hacía. Mirar, ver y contar. Ese era su oficio. Todo lo que hizo. Pero seguirle el rastro no es fácil, porque sus palabras siempre fueron incómodas, en un mundo totalitario en el que había que optar entre dos bandos para no quedarse solo y ser olvidado… Eso Chaves, no lo supo hacer. Eligió su propio camino…».
Antes de salir escaleras abajo con la bicicleta en ristre, Muñoz Molina observa la simulación de una redacción de los años 30 improvisada en un lateral de la habitación negra. Parece lógico hacerle un regalo, enseñarle algo que no pueda olvidar. Se asoma a un ordenador y, en la pantalla, un vídeo reproduce el día en que Niceto Alcalá Zamora juró su cargo como primer presidente de la II República Española. Se grabó el omce de diciembre de 1931 y estuvo décadas perdido. No sabe bien lo que mira, pero sigue las indicaciones que recibe. «Observa entre la gente, no mires el primer término, olvida al protagonista. La clave está entre el bullicio». Y entonces lo ve. Mira con asombro las únicas imágenes en movimiento que existen de Manuel Chaves Nogales, un hallazgo de sus casuales anfitriones. Y se va con su bicicleta, pero con aspecto de llevarse algo más de lo que trajo. Abandona la escena para echarse a unas calles en las que, según sus palabras, «el sol es aún más cálido a la una de la tarde y noto la alegría en el vigor de las piernas cuando vuelvo a casa, cruzando la Castellana por el puente de Juan Bravo, en este Madrid que le gustaba tanto a Chaves Nogales».
Cascada de Camoján
El segundo escenario de rodaje está al pie de la Sierra Blanca, en Marbella, frente al Mediterráneo. Una señora de noventa y pico años, orgullosa de su pelo blanco y apoyada en dos robustos bastones, va y viene ágilmente entre tomates, lechugas, berzas y pimientos. Es Pilar Chaves Jones, huérfana de Manuel y Ana, la mayor de cuatro hermanos, madre y abuela.
Con la serenidad que le ha arrancado al tiempo cultiva el voluptuoso huerto que rodea su piscina. Esa misma serenidad le ha permitido, desde hace pocos años, echar la vista atrás, enfrentarse al pasado, al padre y a su obra. Reconciliarse. Recordar sin resentimiento los azares de una vida difícil, como la de muchos hijos del exilio.
La adolescencia y la primera juventud fueron para Pilar una continua escapada. La vida de su padre, Manuel Chaves Nogales, corría peligro. Primero, en el Madrid de los primeros meses de la Guerra Civil. Después, en el París humillado ante los nazis.
Cada paso era un paso para toda la familia. Hasta que una mañana de junio de 1940 decidieron separarse ante la inminente llegada de la Gestapo. Alguien avisó a Chaves días antes. Estaba en la lista. Le irían a buscar y la familia, reunida en el piso que habitaban en el exilio de los suburbios de París, decidió que Manuel debía irse. Y rápido: «Se esperaba que Hitler invadiera Francia, desde luego, pero las cosas se fueron acelerando mucho más de lo que todo el mundo creía y, de pronto, los alemanes estaban allí, en París. La cosa se agudizó y nos pusimos intranquilos. Nosotras no lo percibimos tanto como mi padre, que debió hablarlo con mi madre, naturalmente. Sí nos dimos cuenta de que aquello iba a acabar pronto y que había que hacer algo, que había cierta urgencia, la angustia del qué hacemos y cómo lo hacemos. Fue una cosa que se fue agudizando hasta que llegó el momento cumbre, que fue la noche en que discutimos lo que podíamos hacer. Mi padre dijo: “O me quedo y me escondo, o me voy”. Entonces, mi madre se mostró como una mujer valiente, que lo era, y dijo: “Nosotros nos quedamos y tú te vas”».
Pilar recuerda en el salón de su casa de Cascada de Camoján aquellos momentos. Las telas negras del piso vacío de Madrid cubren ahora los ventanales de un salón que habitualmente no deja espacio a la oscuridad. Ahora son tres focos los que iluminan sus palabras. «La última vez que vi a mi padre iba ligero de equipaje, con una gabardina echada al hombro y un maletín en la mano. Nos lanzó un beso a cada uno y nos dijo adiós. Adiós».
En aquel piso de París quedaron Pilar, Josefina, el pequeño Pablo —casi un recién nacido—, y Ana Pérez, la madre embarazada de siete meses. Semanas más tarde, en un campo de refugiados de Irún, nacería Juncal, la hija que Chaves Nogales no llegó a conocer.
La Gestapo llegó tarde. Eso Pilar lo recuerda bien. Lo ha contado muchas veces. Esta, una más: «Efectivamente, ellos vinieron a los quince días de entrar en París. Buscaron. Vieron allí una familia, una mujer embarazada, unos chicos pequeños, y se marcharon sin armar jaleo. Nosotros habíamos cumplido lo que había dicho mi padre antes de marcharse: “Estad aquí quietos hasta que los alemanes lleven dos meses en París. Después vais a la embajada inglesa y decís que vuestro padre ha desaparecido y que tenéis que volver a España, que os ayuden”. Pero no nos ayudaron».
Pilar está cansada. Después quedará claro que no es por la edad ni por las dolencias físicas. Cocinará, comerá, tomará café y continuará hablando. Lo que agota a Pilar son los recuerdos. La arrullan y entristecen por igual. No es fácil para ella recordar los hechos concretos. Pero en aquellos días tuvo que ocurrir algo más. «¿Por qué los alemanes no encontraron nada?, ¿qué hizo Chaves con todos sus escritos?, ¿dónde guardó esa novela sobre el exilio en Francia que con casi absoluta certeza escribía en París?, ¿se lo llevó todo en un maletín? Pilar, ¿qué ocurrió?».
Es la tercera vez, pero Pilar aguanta. Sabe que ha accedido a responder y es ahora cuando tiene que hablar. Su memoria vuelve al piso de Montrouge: «Él veía que se acercaban los alemanes y temía mucho que ocurriera algo malo. Me lo dijo a mi personalmente: “Van a venir los alemanes buscándome. Cuando vengan, aquí no deben encontrar nada. Así que tú enciende la chimenea y quema todo lo que encuentres, todo lo que hay en mi despacho, libros, artículos, papeles, que no quede nada”. Es lo que hice. Él había dicho que quemara todo y yo lo quemé todo. Afortunadamente, porque cuando vinieron los alemanes buscándole no encontraron nada».
Chaves Nogales consigue llegar a Inglaterra. El relato de aquella travesía está escrito en el prólogo de La agonía de Francia: «El mar abierto nos mostraba sus rutas innumerables. Aún hay patrias en la tierra para los hombres libres. Sobre nuestras cabezas tremolaba orgullosamente el pabellón de la Unión Jack».
El padre en Londres, sobreviviendo. La familia, tras un penoso viaje y el alumbramiento de Juncal en un campo de refugiados en la frontera con Francia, recala finalmente en El Ronquillo, un pueblo del norte de Sevilla. Allí sobrellevan a duras penas la posguerra civil. De aquellos días quedan un puñado de cartas, un busto gélido y una pajarita. Cuando Pilar quiere rememorar aquellos años, los usa como piedra de toque para atizar los rescoldos del tiempo.
Con el busto de su padre (obra de Emiliano Barral) dialoga de vez en cuando. Se arrima, lo abraza y, a pesar del frío bronce, siente el calor y la protección del padre ausente: «Yo necesito protección y tú me la has dado siempre. Aquí estoy, pidiéndotela otra vez», le dice.
Durante muchos años Pilar no fue capaz de leer los libros de su padre, ni los viejos ejemplares de Ahora encuadernados en granate que ocupan toda una estantería de su despacho, ni las cartas amarillentas con remite londinense, fechadas en los primeros 40 y firmadas con el seudónimo Larrabeiti para burlar la censura de Franco.
En aquellas cartas, menos de dos docenas, se adivina a un Chaves Nogales a veces optimista con el reencuentro, a veces desesperado por la separación. Pilar las ojea. No le da la vista para leerlas pero se aferra a ellas. Son lo más privado, su mayor tesoro. Muy lentamente las deja sobre la mesa, invitando a que alguien las lea en voz alta. Pasa cerca de una hora y las palabras de Chaves vuelven a los oídos de Pilar. Pero no se emociona, no tiembla. «Mi padre ha dicho en varias cartas, y mi madre lo ha dicho muchísimas veces, que no debimos nunca separarnos, nos teníamos que haber mantenido juntos. Se lo escribía a mi madre: “Es que yo no sé vivir sin la familia, vivo muy mal, me abandono, no sé vivir solo. Me abandono”».
Pilar apenas se permite un suspiro. Su educación británica esconde el resto. La sesión de aquel día termina. Las telas negras pasarán allí la noche. Con la nueva mañana los focos volverán a encenderse y Pilar responderá más preguntas. Las cartas vuelven a un sobre. El sobre al cajón superior de un tocador. Quedará bajo una pequeña caja rectangular que contiene una pajarita. Pilar la coge como se toma en brazos a un bebé. Y se la lleva a la nariz: «La pajarita de don Manuel. Huele a Chaves».
Retorno al escenario madrileño
Nueva jornada en el piso vacío de Madrid. Como en una vieja redacción, en el ambiente reposan los restos de los Lucky sin filtro consumidos la víspera. Son los cigarrillos que fumaba Chaves.De los tres autores que pasarán por allí en dos días, Jorge Martínez Reverte es el que más se parece a Manuel Chaves Nogales: es reportero de andar y contar, tiene el pelo crespo y los ojos claros. Como historiador también conoce bien los entresijos de los días de la revolución minera del 34, de las últimas guerras coloniales, del Madrid bélico que Chaves Nogales narró en A sangre y fuego y en La defensa de Madrid. Y sabe que, quizá, el único reproche que se le puede hacer es haberse excedido al novelar lo acontecido en Madrid aquellos días sin haber sido testigo directo de mucho de lo ocurrido.
La conversación se centra en el Chaves periodista, en el reportero. Comienza en alto, como con Muñoz Molina. La segunda respuesta es tan contundente que queda como para enmarcarla: «Es el mejor periodista español que ha habido en el siglo XX». Y continúa: «Es un hombre que va a los sitios, que pregunta a la gente, que se documenta bien. Y luego escribe bien». O sea, un reportero de manual, tanto que resulta infrecuente encontrar otro parecido.
Esas cualidades, acudir al lugar de la noticia, hablar con todos los testigos, buscar el dato con rigor y, a partir de esas mimbres, construir un análisis certero, son las que se aprecian en la crónicas de la revolución minera en Asturias del 34, en los reportajes que, en plena gestación del nazismo, firmó en Ahora un año antes, en 1933, y en tantas y tantas líneas escritas por Chaves, con la urgencia del instante, en El Heraldo de Madrid, en Ahora y en Estampa.
Horas más tarde, en aquel viejo sillón de madera que chirría en el centro de la habitación oscura, se sentará Andrés Trapiello, tal vez el primer chavesnogalista, o uno de los primeros, uno de esos escritores que hace dos décadas tomaron la determinación de reubicar en el lugar merecido el nombre y la obra de nuestro protagonista.
Empezó hace veinte años y probablemente no haya dejado de nombrar a Chaves Nogales ni un solo día desde entonces. Por eso, quizá, en esta entrevista las preguntas sobran. A la primera le sucede una conferencia en toda regla y al entrevistador le basta con musitar alguna palabra suelta para reconducir el muy caudaloso verbo de Trapiello. Ese verbo certero con el que Trapiello va delimitando las razones de un deslumbramiento. Se refiere a la actitud de Chaves Nogales ante la Guerra Civil: «Me gustaba esa complejidad de la mirada que le hacía ser no equidistante y que le había permitido, porque era inteligente, una visión global y ecuánime que englobara a todo el mundo para mirar desapasionadamente lo que estaba ocurriendo. Esto a mí me pareció único. Y además lo hacía de una manera respetuosa, es decir, no había nada de panfletismo en su vocabulario, no había nada de demagogia en sus posiciones políticas, en sus posiciones como periodista. Es decir, era un hombre que se presentaba humildemente como un servidor de aquello que él creía no ya la verdad, sino la realidad. Y daba la oportunidad al lector de juzgar por sí mismo. Esto, en la literatura de la Guerra Civil era, para mí por lo menos, casi impensable, porque todo el mundo ponía por delante su versión poética o ficcionada de esa realidad que les impedía ver la realidad. Alguien que se alejara tanto de la ficción y que se ajustara tanto a los hechos realmente era extraordinario».
Durante la conversación, Trapiello deja caer una idea que servirá como fórmula de enganche en la narrativa del documental: «Es raro que nadie se preguntara nunca durante cincuenta años qué ha sido de Chaves, qué hemos hecho con Chaves. En una novela policíaca esto sería lo primero que nos llamase la atención». Novela policíaca y cine negro para un documental histórico biográfico. Magnífico.
Ya encabalgando la despedida, Andrés Trapiello se somete con los convocantes de la entrevista a la más dura prueba de riesgo y amistad que un coleccionista de fetiches literarios como él puede plantear: deja en préstamo un ejemplar original de Ahora del dieciséis de julio de 1936, el que recoge en portada los asesinatos de Calvo Sotelo y el teniente Castillo. También un ejemplar del Ahora, ya colectivizado, de finales de aquel verano del 36, en cuya última hay una fotografía de Chaves, en mangas de camisa, reunido con el Comité Obrero de Incautación compuesto por nueve delegados obreros de CNT y UGT.
Horas más tarde, ya tomadas las fotografías de rigor, los ejemplares vuelven a manos de su legítimo poseedor y la prueba de riesgo y amistad queda superada.
Después de varios días de ocupación y tras tres largas entrevistas, el piso altoburgués de una zona bien de Madrid queda vacío y en silencio. Las telas negras desaparecen bajo la tenue luz invernal. Los muebles que simulaban la zona de trabajo de Chaves Nogales en alguna vieja redacción vuelven a ocupar su espacio original en casas de amigos decoradas con aires retro. Ramón Soria, el figurante que ha prestado su cuerpo a Chaves Nogales para teclear en la Underwood y recrear escorzos, gestos y planos detalle, abandona también el piso. Como Muñoz Molina se lleva algo más de lo que trajo: un corte de pelo que emula el característico tupé que confería a Chaves una silueta inconfundible y cuarenta Luckys aspirados en sus pulmones de no fumador. Se va con traje británico a rayas de corte diplomático, gabardina y maletín, como Chaves el día en que se separó de su familia en París.
Sobre el viejo escritorio algunos folios usados son ya el único vestigio de lo que allí se ha recreado. En uno de ellos se puede leer: «Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes».
Una calle de Sevilla
«A espaldas del Palacio cuyo patio y huerto claro con limonero cantó Machado, nació Manuel Jacinto José Domingo Chaves Nogales el día siete de agosto del año 1897, en la calle Dueñas, once, calle triste y silenciosa, como él la definió, en el corazón viejo de Sevilla».
A nueve kilómetros de allí, en una casa exenta de Tomares, vive la profesora María Isabel Cintas Guillén, probablemente la persona que más tiempo de vida ha dedicado a buscar las huellas de Manuel Chaves Nogales. Su escenario laboral, además de aquella casa, son los archivos, bibliotecas, redacciones, centros documentales, y oficinas de toda ralea en las que pudiera haber la más mínima referencia asociada a aquel nombre propio.
En la hospitalaria casa de Tomares las telas negras se instalan en la habitación que ocuparan unas hijas ya independientes. Han sido tantas las horas, tantos los días, que a Isabel Cintas le cuesta dejar a un lado el aspecto sentimental de su relación profesional con Chaves Nogales. Pero lo consigue. Domina el dato. Sabe cada detalle de su biografía. Dónde publicó cada línea. Si se lo propusiera sería capaz de reconstruir cada entrada de la agenda del periodista, desde aquel día de agosto de 1897 en la calle Dueñas, hasta aquel otro gris y londinense de 1944 que marcó el punto y final.
A pesar de su erudición, Cintas pone especial empeño en las referencias sevillanas y andaluzas de Chaves Nogales. Desde el primer título, juvenil y polémico, La ciudad, hasta las crónicas que dedicó a la romería del Rocío y a la Semana Santa sevillana en una Andalucía convulsa por los levantamientos campesinos y las corrientes prebélicas.
Pero hay unas líneas de Chaves Nogales que esconden las claves de su manera de ver el mundo. Son las primeras de Juan Belmonte, matador de toros: «Habla de su visión del mundo, porque para él dominar la calle, conocer la calle, la calle que se está pisando, es un elemento fundamental en su vida y es un elemento fundamental en su quehacer como periodista. Chaves se realiza en la calle. No se realiza en la redacción del periódico. Ahí quizá pergeña el trabajo que va a afrontar pero desde luego donde lo realiza es en la calle, en el contacto directo con los protagonistas de los acontecimientos, en el contacto directo con los propios acontecimientos y en el conocimiento —también una fórmula muy unamuniana— de la intrahistoria de los acontecimientos».
Isabel Cintas tiene una estantería completa dedicada a la persona y al personaje. Su dimensión resulta diminuta si se compara con el tiempo, la pasión, los desvelos, los anhelos y los kilómetros recorridos que le ha entregado a Chaves. Se ha comportado como un detective. No ha dejado pista ni abandonado rastro.
—Si hubiese hecho marcas en un mapamundi, ¿cuántas chinchetas habría colocado durante su labor detectivesca?
—Muchas, porque la obra de Chaves fue muy amplia, en extensión de obra y en extensión geográfica. Aparte de que él fue uno de los primeros periodistas que se movió tras la noticia utilizando el avión, que era algo absolutamente inusual en su momento, y de esta manera recorrió toda Rusia, toda la URSS, de arriba abajo y de izquierda a derecha, y luego recorrió toda Europa, recorrió parte de África del norte. Es decir, que fue un hombre que pateó el terreno de donde estaban los acontecimientos.
Recopilar la obra de Chaves y su memoria es una labor colectiva sobre la que Isabel Cintas puede recostarse con tranquilidad «En este caso tenemos que hablar claro», sentencia Muñoz Molina. «En un caso como este, de un escritor que tiene su obra dispersa por periódicos olvidados, el trabajo filológico en el sentido más noble de la palabra, de amor por los textos, la recuperación de textos que ha hecho la profesora Cintas es una cosa… De muy pocas personas se puede decir: agrandó el mapa de la mejor literatura de su país».
La parcela CR19
En el salón de su casa de la Cascada de Camoján, casi sin venir a cuento, Pilar, la hija de Manuel y Ana, a pesar de los muchos avatares que han ido curtiendo su biografía, hace balance positivo de lo pasado y lo presente: «He tenido mucha suerte. La vida me ha tratado bien, me he casado con un marido con el que todo ha funcionado bien, tengo una casa en España donde estoy muy bien, en Andalucía». Y remata formulando un deseo: «Yo quisiera que mi padre en vez de estar enterrado en Londres estuviera enterrado en Sevilla. Esa es la verdad».
Así es. Chaves Nogales descansa en Londres, en la tumba CR19 del cementerio de Fulham,muy cerca de los jardines de Kew y a pocos minutos de los Archivos Nacionales del Reino Unido, en Richmond. Allí está Manuel Chaves Nogales desde hace casi setenta años. No había cumplido los cuarenta y siete cuando llegó.
Han transcurrido cerca de veintinueve minutos del documental El hombre que estaba allí. Imágenes de la Segunda Guerra Mundial funden con el plano de un magnetofón que reproduce las palabras que Antonio Soto, periodista exiliado en Londres, compañero y amigo de Chaves, radió en la BBC el día siguiente de su muerte, el nueve de mayo de 1944:«No hace más de cuatro días, presintiendo su muerte, me decía: “Es horrible. Llevo ocho años esperando ver cómo vencen al fascismo y me voy a morir precisamente en el momento en que los Aliados van a invadir Europa libertándola de sus opresores”». La última injusticia.
La parcela CR19 tiene simbolismo propio. No hay lápida, ni placa, ni cruz. Nada. Ni siquiera sigue en pie el árbol que le hubiera dado sombra si el clima londinense fuera partidario de esa costumbre tan meridional. A su alrededor hay indicios suficientes para abocetar varias biografías: nombres, fechas, bajorrelieves, etc. Pero en la parcela CR19 no hay nada. Comienza a nevar en el cementerio de Fulham. Desde hace unos minutos tres flores, con los colores de una bandera vencida, cubren este rectángulo húmedo, verde y vacío. Setenta años después, aquel hombre sigue allí.
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Documental sobre el periodista Manuel Chaves Nogales. Dirección Mariano Díaz. Intervienen Pilar Chaves Nogales, y los periodistas José María de Loma y Daniel Herrera. Realización: José A. Rico. http://vimeo.com/58142274 http://www.intemporales.com
Flojillo.
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Magnífico
Plas. plas, plas
Voy a decir una tontería, pero hay que ver cómo se parece a Manuel Chaves Nogales el presentador de televisión Arturo Valls, sería su imagen perfecta para rodar una eventual película biográfica.
Eso mismo estaba pensando yo todo el rato.
Efectivamente, es una tontería.
Me alegra que estemos de acuerdo
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Qué gran descubrimiento hice al acercarme a este gran autor por casualidad. Sin duda de lo mejor que ha dado la literatura española en mucho tiempo. Como catalán y aún español, echo de menos a gente con la visión y el sueño de Chaves Nogales en este país.
Descubrí a Chaves Nogales gracias a Félix de Azúa. «Juan Belmonte, matador de toros» es uno de los mejores libros jamás escritos, en cualquier época y lengua. Y «La agonía de Francia» es el más penetrante, fascinante e inteligente libro de análisis histórico que he leído. Solo se le parecen algunos ensayos de George Orwell o el Primo Levi de «Los hundidos y los salvados».
Curiosamente Félix de Azúa nació muy pocos días antes de la muerte de Nogales.
Dicho esto, creo que el texto contiene una pequeña ambigüedad sin mayor importancia pero que voy a señalar. En el penúltimo párrafo no queda claro, en mi opinión, si el 9 de mayo de 1944 es la fecha de la muerte de Chaves Nogales o se trata del día después.
También habría unos pocos taurinos lectores algo más intelectuales. Digo yo.
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tengo una edición que estimo rara del libro «vida y hazañas de Juan Belmonte. torero.
es del año 1939,de W.W.Norton&Comnany,Inc. 70Fifth
Avenue,new York. es primera edicion.
editada por Caroline B.BOURLAND Y POR EDITH F.
HELMAN
agradeceria noticia sobre la edición neoyoquina que cito del libro de Chaves sobre Belmonte. se acompaña de un especial diccionario de términos taurinos.
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Algunas erratas:
-En el decimotercer párrafo dice “omce” donde debería decir “once”.
-En el trigésimo quinto párrafo, donde dice “dieciséis de julio” debería decir “catorce de julio”.
Y sí: como apunta rector, quizá la redacción del penúltimo párrafo resulte ambigua, pero sin la coma que precede a “el nueve de mayo” abandonaríamos el ámbito de la ambigüedad para caer de lleno en el de la inexactitud.
Al menos, triste consuelo, no está enterrado en una fosa común, como Lorca. Un país que trata así a sus mejores literatos se merece todo lo que le pase. Por eso, quizás, nos pasa.
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El dvd que acompaña este libro, publicado gracias al crowdfunding, contiene las únicas imágenes en movimiento de Chaves Nogales… hasta ahora. Aunque se descubrieron hace apenas unos años, no eran inéditas cuando emprendieron su documental. Pero nadie antes que Suberviola y Torrente supo mirar en los márgenes y encontrar a Chaves. Os invito a leer mi reseña de este libro necesario http://despuesdelhipopotamo.com/2014/01/22/el-hombre-que-estaba-alli/ Un saludo cordial
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