Antes de ejercer de gran patriarca del marketing en La Sexta, Lluís Bassat se presentó dos veces a la presidencia del Barcelona. Empresario de éxito, como Florentino Pérez, perdió en su primer intento ante Gaspart pero todo hacía indicar que vencería a la segunda, después de que el club se pasara cuatro temporadas sin ganar absolutamente nada y viera desfilar por su estadio más pañuelos y entrenadores temporales que tiros entre los tres palos.
En su candidatura, recién retirado del fútbol de alta competición, figuraba un jovencísimo Pep Guardiola como director deportivo. Dicen los rumores que la apuesta de Guardiola para el banco era a su vez Juanma Lillo. Pagaría cualquier cosa por ver a Lillo entrenando al Barça y dando ruedas de prensa en el Bernabéu para contestar a Mourinho, pero ese es otro tema. Yo, por entonces, suficiente hacía con sostener los platos giratorios de mi última relación a distancia.
Bassat se vio tan ganador que creyó no necesitar más nombres. Fue un error impropio de un gran publicista. Hoy, solo mencionar el apellido de su director deportivo ya le proporcionaría una contundente victoria pero, insisto, en 2003 el Barça era lo que siempre había sido: un club de grandes estrellas y fichajes millonarios donde los canteranos se distinguían por su raza más que por su calidad y ocupaban un puesto más bien secundario y a veces incluso sospechoso en la plantilla, siempre a la sombra de los Kubala, Krankl, Cruyff, Maradona, Koeman, Romario, Ronaldo o Rivaldo.
En otras palabras, el Barça era el Madrid. El pasado no siempre es como nos lo cuentan.
La vía Laporta fue más previsible y a la vez más contundente: vendió ilusión aunque no pudiera pagarla. Hizo una oferta al Manchester United por su estrella, David Beckham, y el club inglés anunció públicamente que la aceptaba. Estamos hablando de los tiempos en los que Beckham daba título incluso a películas indias. Por supuesto, los dos sabían que aquello no iba a ningún lado: el matrimonio “spice” ya estaba mirando casas en Madrid y tenía colegio para sus hijos. De hecho, cuando le quisieron preguntar, él dejó muy claro que, con el Barcelona, no tenía nada de nada.
El jugador quedaba así en medio de dos intereses que nada tenían que ver con su futuro: al aceptar la oferta de Laporta, el United obligaba al Madrid a pagar más por un traspaso que consideraba hecho y a su vez el precandidato comía terreno a los favoritos en todas las encuestas y se daba su propio baño de titulares. En perspectiva, aquel proyecto de Laporta era un inmenso castillo en el aire, basado en su historial de protesta constante contra el nuñismo –los años de L’Elefant Blau- y la cara de niños buenos y aplicados de su junta directiva, los Rosell y compañía. Cualquiera de ellos hubiera arrasado en El aprendiz. Que todo saliera tan rematadamente bien es una de esas casualidades mágicas que solo da el deporte y la contabilidad del gobierno griego.
El caso es que, como ya saben, llegó el día de las elecciones y Laporta ganó. Entonces, fue una enorme sorpresa. Bassat reconoció su derrota y Guardiola se marchó a Qatar a seguir esperando su oportunidad. Beckham no llegó nunca, por supuesto. En su lugar, el nuevo presidente apostó por un tal Ronaldinho, avalado por Sandrusco, y que venía picado después de que el Madrid descartara a última hora su fichaje cuando el Marca ya lo daba por hecho.
El Barcelona de Beckham y el Madrid de Ronaldinho. ¿Se lo imaginan?
No pudo ser.
Aquel cambio a última hora, probablemente dio un giro a la historia: con su estrella brasileña al mando, el Barcelona ganó dos ligas y una Champions mientras el Madrid empezaba su propia travesía en el desierto de tres largos años. Con Beckham pegado a la banda es probable que el aficionado culé, criado a los pechos del “Fora Van Gaal”, aún estuviera a estas alturas tentado de subir a rematar cualquiera de sus “bananas” desde la banda derecha y silbando a De la Peña, preguntándose a gritos por qué demonios no prefirieron votar a aquel tipo tan serio de la barba.
La historia, como dijo aquel, se escribe con renglones torcidos… y sobre mi relación a distancia mejor hablamos otro día.
Esos momentos que cambian la historia. Los reglones torcidos de Dios.