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Raquel Villaécija: El pájaro sirio en la Bastilla

fahad

A Fahad se le resbala Damasco por las mejillas. Por las grietas de unas sienes cuarteadas por el recuerdo de la patria que le arrancaron hace ya 15 años. La dictadura le colocó el petate en la espalda y le abrió la puerta: o te exilias o acabas muerto. Se aferró a la vida. París fue su pasaporte a un viaje introspectivo en busca del alma de un hogar hoy en llamas y con rostro de fantasma.

Fahad Almasri es el pájaro libre de la Siria enmudecida por un monstruo que cuando era niño se le aparecía en pesadillas. El que, ya adolescente, le torturaba en los sótanos. El mismo que forzó la travesía alada hacia la que hoy es su casa. Portavoz en el exilio del Ejército Sirio Libre, es el hombre que se encarga de coordinar las voces disidentes dentro y fuera del país.

Fuma compulsivamente, asomado al ventanal de un café de París. Llega tarde a la entrevista porque dice que trasnochó. Él y otros resistentes vieron amanecer tras un aquelarre noctámbulo organizado para poner en jaque al rey Bashar Al Asad y preparar la transición en Siria. Es cierto que tiene aspecto de cansado y la mirada perdida, como si tratara de encontrar las respuestas a sus porqués.

El que desde el exilio diseña los movimientos en el ajedrez bélico relata cómo se planearon los atentados contra algunos altos dirigentes del régimen, organizados desde fuera gracias a su participación. Dice, para limpiar el rastro de sangre, que también ayuda a los refugiados que como él están llegando a la capital francesa huyendo de la persecución.

Tercer cigarro. Empieza su relato, ahora desde el principio. Érase una vez un gorrión llamado Fahad al que cortaron las alas. Un incidente infantil revolvió la cabeza del pajarillo cuando la policía siria del pensamiento llamó al chaval de 13 años a consultas para que explicara las bromas entre amigos a costa del presidente, que el niño creía un presentador de telediario.

Los chistes, aunque sean inocentes, se aplauden con azotes en Siria. Al niño el primer cachete le sirvió para hacerse preguntas. Acentuó su curiosidad. No sabía por qué le racionaban la comida, por qué no podía hablar libremente, por qué su símil inocente había tenido tantas repercusiones en su casa. En la cocina de su madre ya no olía a puchero sino a miedo. Fahad, calla. Fahad, no preguntes.

La soberbia inconsciente del niño y la curiosidad del que quería arrancarse la mordaza le costó cara al desobediente. Primero, siguió preguntando. Después llegaron las palizas y las amenazas. Por último, nunca recuperó sus alas. Ni los pedazos de sus juguetes rotos.

Esta cronología de recuerdos se le escapa por las comisuras de los ojos al joven humillado por ser sunita, al niño al que se le amputó la inocencia con bofetadas de sangre. Muy a su pesar, le pintaron la cara de guerra y le dieron un fusil. Mientras cuenta la historia de su infancia llora desconsoladamente. El adulto llora más que el niño, porque ahora sí entiende por qué tenía que callar y no podía preguntar. Y le duele.

Sus lágrimas brillan en la humareda de recuerdos, mientras da bocanadas de nicotina, nerviosas y compulsivas. Lleva seis cigarros en media hora. Dice que la Plaza de la Bastilla es su rincón en una ciudad en la que por fin se sintió él mismo. Atrapado en una prisión de latigazos y encierros de silencio, París le quito el puñal de la boca y la soga del cuello. La antigua fortaleza que protegía la entrada a la ciudad fue destruida y se convirtió en la cárcel donde en 1789 los sublevados franceses iniciaron su revolución contra los excesos de la aristocracia gala. Los poderosos masacraban al pueblo a impuestos para ellos vivir como reyes mientras la gente se moría de hambre. Se mandaba a los pobres a guerras que no entendían mientras los ricos llevaban su vida palaciega.

El tiempo y las guerras no han cambiado mucho y Fahad se subleva a su manera cada día en la plaza: contra la guerra en su país, contra el régimen que cerró a cal y canto la entrada a la fortaleza. Se rebela su corazón. Llora desconsoladamente y fuma. Fuma y llora. También se obstina y saca su rabia. En su café junto al simbólico enclave Fahad Almasri se cita con otros miembros de la armada siria libre y entre todos traman cómo traerse a su bando a los fieles al presidente.

A veces deja de llorar y aprieta los dientes. Hasta que sus pupilas rebosan el vaso colmado y se desbordan. Gana el hombre, pierde el soldado. En las comisuras de sus ojos se confunden la pena y el odio, la sangre y la inocencia del niño al que se le prohibía preguntar y saber.

Cuando Fahad sobrevoló por primera vez la Bastilla en busca de libertad se prometió no volver al nido hasta ver caer el muro que lo expulsó al otro lado. En un intento por derribar la primera piedra, hace cuatro años que comenzó el prólogo de su primera novela. Una historia que habla de un pájaro que busca su identidad, que inicia un viaje sin visado en un cielo azulado que antaño fue rojo. Su anhelo de niño tiene mucho que ver con un cielo despejado de pólvora. Fahad cree que el jaque al rey está cerca. Por eso engrasa la pluma para escribir el final de su libro. El del pichón mutilado que sobrevuela la Bastilla.

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