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Cada vez que un nuevo comercio veía la luz en el barrio se desataba una enorme expectativa. Un hecho que se acrecentaba en verano, cuando nuestro día a día avanzaba ocioso y ávido de experiencias que cercenaran la reinante monotonía. Y, como suele suceder en el efímero mundo empresarial cuyos entresijos aún nos eran ajenos, una apertura acostumbra a venir precedida de una despedida. Un adiós que todos presenciamos, arremolinados ante los escasos tres metros de fachada que suponían la cara exterior visible de nuestra, hasta entonces, tienda predilecta. Tras la muerte de la Sra. Rosa sus hijos decidieron clausurar el pequeño colmado familiar que durante 25 años había provisto de pan, huevos y leche a más de cincuenta familias. «Las grandes superficies hacen mucho daño», lamentaba Nicolás esa mañana en la que bajaba de forma definitiva, y ante la decepción popular, aquella chirriante barrera metálica. Lo cierto es que desde que inauguraron dos enormes franquicias de autoservicio en las cercanías, la rolliza y renqueante Sra. Rosa había visto mermado su selecto elenco de clientes. Con una infraestructura familiar, matriarcal más bien, y una visión empresarial arcaica propia de los albores de la edad moderna, Rosa, Rosi, Rosaza no podía permitirse vender carne ni pescado. Debido a ello, cada vez eran más los que optaban por la comodidad de una compra completa en aquellas proliferantes moles frías y desprovistas de carácter cuya falta de modestia y aires de grandeza les llevaba a adoptar en sus epígrafes prefijos excesivos como híper o súper. Los precios, los horarios, la variedad de productos… todo jugaba en contra de Comestibles Rosita en un mundo velozmente capitalizado.

A la semana, todavía desacostumbrados al cerrojazo que nos había privado del ansiado acceso a la bollería industrial y a un reducida pero balsámica selección de helados, volvió el movimiento al número 17 de aquella pequeña arteria de la ciudad a la que llamábamos hogar. Excitados, arrancados de nuestra apatía, observamos a los ruidosos obreros trabajar día y noche, vimos llegar una batería de enormes paneles azules con letras amarillas e intuimos como jerarca a un señor mayor que con notable eficacia lo gestionaba y controlaba todo. Nadie sabía y nadie aportaba detalle alguno acerca de la misteriosa naturaleza de aquel nuevo negocio. En pleno agosto de casas húmedas y acaloradas, teníamos todo el tiempo del mundo para desatar la curiosidad, espiar y seguir cualquier acontecimiento desde la acera ardiente en la que durante horas los niños nos cocinábamos a la piedra. El local, por lo que se apreciaba en las mejoras exteriores y a través del reducido escaparate, quedó precioso, con sus decenas de estanterías de madera, su suelo marrón enmoquetado y su lustrosa verja nueva. Tan solo faltaba el rótulo que disipara la más feroz de nuestras dudas. Entonces, como si fluyera a cámara lenta, deslizándose entre una comitiva de bienvenida cuya expectación y algarabía solo faltó adornar lanzando flores y salvas a su paso, llegó aquel camión. Dos operarios comenzaron a descargar cajas y cajas repletas de libros que aquel hombre mayor apilaba e iba distribuyendo. A la mañana siguiente, cuando apenas habíamos amanecido, el murmullo que se filtraba por las ventanas nos arrancó de los por entonces todavía amables sueños infantiles, nos expulsó de un salto de la cama y de otro nos plantó en mitad del empedrado urbano. Por fin, todo estaba listo. ‘Librería Orantes’ rezaba un hermoso letrero con forma de cuaderno abierto. El guiño de haber elegido el nombre de nuestra minúscula pero insigne calle para bautizar el local ya nos aflojó el corazón. Del resto se encargó Matías, afable y singular regente de aquel paraíso de letras. Gracias a él, la mayoría de los niños en edad aún moldeable, descubrimos la obertura por la que acceder a una especie de nuevo mundo. Sin preverlo pero sin evitarlo, nuestro destino se vio gratamente alterado desde ese instante. Transitamos por aquel verano bajo la bendita sombra de su toldo, libro en mano. Absortos, embebidos en las historias fascinantes que Matías nos prestaba en un intercambio del que él sólo obtenía nuestro respeto y gratitud. Con eso le sobraba, decía. Con vernos felices y entusiastas, sabiéndose artífice de nuestra conversión literaria.

Aquellos meses cambiaron nuestras vidas. Supongo que aún hoy debemos agradecerle a ese hombre gran parte de las inquietudes, ilusiones e intereses que hemos ido desarrollando a partir de su influjo. Por lo que sé, ninguno de nosotros ha abandonado nunca el universo en el que Matías nos introdujo. El primer día que hablamos con él, mientras le ayudábamos a terminar de colocar los carteles de las secciones, Pedro le preguntó qué razón le había llevado a abrir un negocio de esa índole. Con una sonrisa, Matías nos dijo que una librería, como su nombre indicaba, era un lugar destinado a hacernos más libres. Cuánta razón tenía.

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7 Comentarios

  1. Genial la última frase. Muy emotivo, si es que, ante una buena librería, que se quite lo demás.

  2. «Una librería, como su nombre indicaba, era un lugar destinado a hacernos más libres.»

    La verdad es que es una frase muy elocuente, pero… ¿Qué tiene de libre un lugar en el que todo lo que se vende tiene «Todos los derechos reservados»?

    • Lo peor de internet es que algunos valoran tan poco el trabajo de los demás que consideran un insulto tener que pagar por un libro.

      Será que ellos trabajan gratis.

      • No pretendía ofender a nadie, simplemente quería expresar mi opinión. En ningún caso he dicho que pagar por un libro sea un insulto, ni siquiera lo he insinuado. Y tampoco pretendo quitar valor al trabajo de nadie.
        Mi opinión no merece ningún prejuicio.

    • Elijah Snow

      No se me ocurre nada ingenioso. Solo diré que es un comentario que no está a la altura del texto de Rafael Vives.

    • Estoy cansado de los demagogos libertarios que entienden la creación como un bien de dominio público. Será que trabajan solo por amor al arte.

  3. elphomega

    Pequeños recuerdos que acaban moldeando la forma de ser de uno mismo.

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