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Chandler como misterio

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En primavera, pasé dos meses con Raymond Chandler. Leí unos quince libros sobre su vida y su obra, y otros tantos los hojeé más o menos en diagonal en busca de datos adicionales. Repasé todos sus cuentos y las siete novelas canónicas protagonizadas por Philip Marlowe. Sin olvidar unas 200 cartas del más de un millar que escribió, sus textos más personales y significativos. Más o menos, creo, terminé por conocerle. Pero no conseguí llegar a entenderle del todo, y solo pude llegar a una extraña teoría para desentrañar el misterio que se esconde en su mejor literatura.

La razón para todo ello era la edición de La puerta de bronce, una recopilación con sus tres cuentos fantásticos que acaba de salir publicado ahora en Cátedra. El libro está incluido en la colección Letras Populares; una interesante iniciativa para llevar a cabo ediciones con el mismo rigor que Cátedra aplica a los clásicos en el terreno de la literatura de género. Al final, mi prólogo ocupa más en el libro que los propios cuentos, creo que es el ensayo sobre Chandler más extenso que se ha escrito en España, y el único disponible ahora mismo en las librerías dado los muchos años que hace de la publicación de la excelente biografía de Frank McShane. Lo cual es anómalo, dada la influencia perdurable de la literatura de Chandler, y el éxito actual del género al que dio forma.

Sin embargo, creo entender en parte las razones de esa anomalía después de este periodo conociendo y no entendiendo a Chandler. Es un personaje complicado. En resumidas cuentas, se trataba de un señor relamido y con un punto antipático, que a tenor de su correspondencia cambió de opinión sobre todo cuanto rodeaba a su obra en incontables ocasiones, haciendo bastante complicado llevar a cabo un análisis conclusivo de los que gustan en el terreno académico. Mientras por ejemplo Hammett es coherente hasta resultar incluso tentador como protagonista de novelas, dado su pasado aventurero y su compromiso político posterior que es prolongación de sus obras, Chandler solo tuvo una vida interesante durante su participación en la I Guerra Mundial —de la que apenas da cuenta en ningún lugar— y en un breve periodo de ajetreo posterior antes de convertirse en ejecutivo de una petrolera. Todo ello décadas antes de ponerse a escribir, ya muy mayor y como una alternativa en situación de desempleo. Vivía prácticamente aislado, alternaba el alcoholismo huraño con la juerga patosa, y en el colmo del aburrimiento, se casó —posiblemente virgen, con más de 30 años— con una mujer 18 años mayor que él para abandonar el hogar materno.

chandler con su gato gatoCuanto más se conoce su vida, más se distancia la personalidad del escritor del modelo que él patentó a través de Philip Marlowe. Chandler solo pisó una vez una comisaría, para investigar, y la encontró un lugar desagradable: él se reconocía como esnob, leía sobre todo clásicos ingleses, era más bien conservador en lo político, vestía con pajarita, lloró la muerte de su gatito y se correspondía en casi todo, por lo general, con los personajes de la novela detectivesca inglesa que despreciaba profundamente. De hecho, un no pequeño número de analistas llegan a la conclusión de que podría haber sido un homosexual encubierto, o al menos latente.

Me desconcierta cómo es posible que haya quien emita esos dictámenes —además, en muchos casos, con unas connotaciones negativas— sin conocer personalmente al escritor. Es bastante evidente que Chandler debía ser algo amanerado para los estándares de la época, lo que podría explicarse por una vida rodeada de mujeres de carácter fuerte. Pero nada más: el empeño en identificar su homofobia explícita en diversas cartas y relatos con el reconcome del encerrado en el armario resulta tan estereotipado como los propios comentarios del escritor sobre los gays, a los que describe repetidamente como blandos pese a reconocer que compartió con ellos campo de batalla y no dieron un solo paso atrás.

Atención a la contradicción: había tratado con homosexuales, pero eso no había hecho variar sus prejuicios. Bucear entre la correspondencia de Chandler significa toparse una y otra vez con disparatadas incongruencias que van bastante más allá de aquellas en las que todos los humanos incurrimos, quieras que no, de manera frecuente. El individuo se tiró poniendo los cuernos a su esposa durante décadas, pero luego cuando enfermó y murió parecía Abelardo despidiéndose de Eloísa, y apenas un par de meses después andaba tirándole los tejos a cuanto se movía por Inglaterra. Cuando iba allí hablaba de nosotros los americanos, pero adivinen cómo se consideraba en Estados Unidos (fruto, todo hay que decirlo, de un pasado verdaderamente mixto: nació en Chicago, se mudó a Gran Bretaña con seis años, volvió a Califonia con veinte…). Y así sucesivamente.

El tema se hace particularmente duro a la hora de analizar su obra a partir de sus reflexiones. No voy a entrar en el manido tema de si el autor es una voz decisiva para juzgar un trabajo literario; desde luego, en el caso de Chandler, es antes que nada un problema. Partamos de la base de que comenzó a escribir género negro porque le parecía que era una tontuna que él podía hacer sin ningún problema, ya con casi cincuenta años y tras casi tres décadas sin escribir literatura, y con el único precedente de unos textos adolescentes pretenciosos de lectura hoy vergonzante. De hecho, su primer relato cuando decidió convertirse en escritor hardboiled, Los chantajistas no disparan, es un verdadero desastre. Pero Joseph T. Shaw, el director de la revista Black Mask, fue capaz de percibir que Chandler había sido capaz de conseguir a la primera lo que a sus otros autores les costaba tiempo de práctica, y le dio de inmediato un margen de confianza. A mí, con todo, que Chandler fuera capaz de evolucionar como lo hizo pasados los 45 años, en medio de estrecheces económicas y desinteresado por su actividad —al menos, de boquilla—, me parece sorprendente

Supongo que en la edición de sus cuentos completos que RBA anuncia también para estas fechas se seguirá el orden cronológico que permite apreciar la rápida mejora de Chandler en apenas meses. La razón está, además de en el talento latente del escritor, en su enorme disciplina: mientras otros escritores de esa misma época en el pulp producían un cuento mensual o más, el ritmo de Chandler era de dos o tres al año, puliéndolos con progresivo acierto y realizando en el proceso dos descubrimientos que creo que serán la clave de su éxito.

Por un lado, el hallazgo de la primera persona narrativa como mejor vehículo para sus cualidades, que se produce a partir de su cuarto relato, Asesino en la lluvia. A partir de ahí irá reinando durante varios años el personaje que cristalizaría en Philip Marlowe, y que resulta un retrato de Chandler por la ironía y capacidad de observación, pero también su sublimación: un tipo resolutivo, de fuerte carácter, seguro de su visión del mundo y de su capacidad de ayudar a los demás, capaz de beber moderadamente sin ponerse pelmazo, y también capaz de sentir una empatía por los demás de la que Chandler parece haber carecido.

El otro aspecto que se desarrolla progresivamente es el manejo de un lenguaje personal. No sé cuándo Chandler llegó a descubrir que el mejor slang era el que podía inventarse; posiblemente, fue algo fortuito a consecuencia de su escaso interés por moverse en algunos de los ambientes que describía en sus historias. Sin embargo, Chandler terminaría por defender acertadamente que la jerga bien imaginada resultaba más verosímil que la real, debido a la tendencia de los giros coloquiales a resultar localistas o pasarse de moda rápidamente.

Creo que fue su primer paso hacia la constitución de un mundo propio, que ha impregnado todo el género negro, y que terminaría por sustituir en el imaginario colectivo a la realidad que a priori pretendía retratar. Un agente de policía le dijo tiempo después a Chandler que conocía a hampones y polizontes que empleaba sus característicos símiles. Aunque buena parte de los elementos iconográficos del género llegaron del cine, sin intervención de Chandler. Por ejemplo, la imagen del detective con gabardina, tan falsa como el “elemental, querido Watson” atribuido a Holmes. El Marlowe de Chandler vive en el Los Angeles real, que promedia apenas 30 días de lluvia al año, de forma que no viste cotidianamente con gabardina y ropa oscura. Ni siquiera se parece a Humphrey Bogart; tiempo después del estreno de la versión cinematográfica de El sueño eterno, Chandler seguía diciendo que el actor más adecuado para su protagonista sería Cary Grant, y aprobó en alguna ocasión al primer protagonista de una adaptación cinematográfica de sus libros, George Sanders

George SandersLa opinión de Chandler sobre su propia obra evolucionará a medida que envejezca y consiga con ella el éxito, sobre todo a partir de su cuarta novela, La dama del lago, y su paso por el cine. De escéptico que criticaba el mal estilo de sus colegas y las limitaciones de la herramienta pasará a entusiasta defensor de las posibilidades del policíaco, pese a su absoluto desinterés por enviar un mensaje político con su trabajo, e incluso a presidente de la Asociación de Escritores de Misterio de América. En sus últimos años poco menos que considerará los ataques hacia el género criminal como personales. Todo cabe entenderlo como una nueva muestra de su debilidad de carácter. La misma que le llevó por ejemplo a tratar con deferencia a James M. Cain, el autor de El cartero siempre llama dos veces y escritor del género con más éxito al final de los años treinta, del que adaptó para el cine Perdición en su primer trabajo en Hollywood.

En una de mis dos anécdotas favoritas de Chandler, había escrito un año antes sobre Cain: “Todo lo que toca huele a macho cabrío. Es todas las clases de escritor que detesto, un faux naif, un Proust con mono grasiento, un niño procaz con un trozo de yeso y una valla y nadie mirando. Semejantes personas son el desecho de la literatura, no porque escriban sobre cosas indecentes, sino porque escriben de manera indecente. Nada en ellos es duro y limpio, frío y ventilado. Un lupanar con olor de perfume barato en el salón y cubos de basura en la puerta trasera. ¿Sueno yo como él, por el amor de Dios?”. La otra historia que me encanta sobre Chandler es la forma en que convenció a sus productores para que le permitieran emborracharse durante varios días consecutivos, con supervisión médica y bourbon del caro, para poder terminar el guión de La dalia negra en el plazo necesario antes de que Alan Ladd se fuera a la mili.

Durante el citado proceso de un par de décadas hasta su total identificación con el género, Chandler tendrá varios momentos en los que pondrá de manifiesto en distintas cartas su intención de abandonarlo para hacer lo que consideraba como literatura de mayor valor. En particular, relatos fantásticos.

Chandler se había criado con la tradición de las historias victorianas de fantasmas, y había compartido páginas con uno de los genios del relato extraño inglés, Saki. Y resulta que ese tipo de historias se convirtieron para él en un referente. El hombre que estaba creando una senda por la que transitarían hasta hoy decenas de escritores —desde Ross Macdonald hasta John Connolly, pasando por Henning Mankell, Manuel Vázquez Montalbán o Ian Rankin—, en realidad ambicionaba marchar por otro camino, mucho más pequeño y modesto, no especialmente más significativo y desde luego mucho menos notorio. Y de la misma manera que Cervantes despreció su caballero andante para considerar su obra cumbre una soporífera novela pastoril, Chandler puso en varias ocasiones todas sus esperanzas de acceder a la posteridad con unos proyectos hoy desconocidos.

Aunque dejó esbozos en su correspondencia y parece que dio comienzo a distintos relatos, solo terminó cuatro historias no policíacas, tres de las cuales se reúnen en este volumen La puerta de bronce. La cuarta no incluida, Una pareja de escritores, es un curioso relato de corte realista sobre dos aspirantes a literatos en el que parece que Chandler vertió algunos recuerdos de su trato con escritores pulp de los años treinta.

De las presentes en el libro, La puerta de bronce y El rapé del profesor Bingo corresponden a ese deseo de escribir cuentos fantásticos, no policíacos, y comparten un tema habitual del género: la desaparición. Son dos buenas historias, en todo comparables a los modelos que le sirven de ejemplo, pero resulta fácil ver por qué no consiguieron llamar la atención del público del momento. Aparecidas en las publicaciones especializadas en fantasía de la época, son dos relatos que debieron parecer anticuados a sus lectores, más próximos a las historias que Chandler había disfrutado treinta años atrás que a las que estaban triunfando en esos momentos, cuando la fantasía heroica y el terror cósmico se consolidaban con los seguidores de los recientemente fallecidos Robert E. Howard y H.P. Lovecraft. Hoy, por supuesto, cuando Fritz Leiber no parece más moderno que M.R. James, ese carácter anacrónico no tiene importancia alguna.

El tercero de los relatos incluidos, Verano inglés, es el peor pero también el más significativo si uno tiene interés por el personaje de Chandler. Permaneció inédito hasta veinte años después de la muerte de su autor, y parece que era una suerte de versión resumida de una novela que parece haber acariciado durante años, por las menciones en su correspondencia. Un proyecto igualmente anticuado: una suerte de folletón romántico-gótico con elementos contemporáneos, en particular un protagonista estadounidense que tiene aires marlowianos. Al igual que el propio Chandler, se trata de un expatriado que no acaba de encontrar su sitio en la alta sociedad inglesa y que pretende a mujeres de manera algo patética, si bien termina por brindarse un final dignificador.

LA PUERTA DE BRONCEConociendo las andanzas de Chandler en la época en que finalmente redactó la historia, es fácil entender lo que suponía: una especie de grito pidiendo atención. Tras el fallecimiento de su esposa, el escritor se trasladó por largos periodos al Londres de su juventud, donde en aquel momento sus libros eran apreciados como literatura sin etiquetas frente a la todavía pesada losa del género en el mercado estadounidense. Sin embargo, ya pasados los 65 años, Chandler no supo aprovechar las circunstancias para un nuevo comienzo. Sin una mujer a su lado, se convirtió en un personaje lastimoso, que hacía con frecuencia el ridículo con su abuso del alcohol e inadecuadas respuestas galantes a las admiradoras que se le acercaban. Persiguió a varias mujeres más jóvenes a la vez que era expulsado de su hotel por el continuo trasiego de prostitutas. Y lo peor es que incluso perdió su toque literario: su penúltima novela y última gran obra, El largo adiós, la escribió mientras cuidaba de su esposa moribunda. En cambio, en esta etapa final pareció moverse a impulsos con los que llamar la atención. Este cuento es un buen ejemplo, al igual que su última novela, la muy menor —y, en gran parte, traidora al espíritu de Marlowe— Playback, que refritaba un guión cinematográfico inédito de años atrás.

En esos últimos años, Chandler es más Chandler; como le pasaría a cualquier hijo de vecino, la vejez y el éxito le hicieron perder el pudor para sacar a relucir las partes menos gratas de su personalidad. Como esa misantropía y elitismo como camuflaje para la inseguridad casi patológica, que se ponía de manifiesto cuando bajaba la guardia en forma de una generosidad extrema, casi implorante de aprobación. Sin olvidar su búsqueda desesperada de compañía femenina en cualquier forma: amigas, amantes, secretarias, lo que fuera.

Todo esto refuerza la tentación de quedarse con la explicación más sencilla del misterio Chandler: Marlowe era su personalidad secreta, su trasunto soñado adolescente, el personaje que hubiera querido pero no podría ser. Y algo de eso debía haber. Sin embargo, no basta. Chandler jamás tuvo interés personal por el entorno de las aventuras de su personaje. Menospreciaba con insistencia que parece sincera a los millonarios que contratan a Marlowe, y jamás mostró la menor curiosidad por conocer las cloacas a las que le guiaban sus investigaciones. No le gustaba Los Angeles, un entorno del que Marlowe parece incapaz de salir. En suma, Chandler no estaba interesado en la realidad que sustentaba sus historias.

Precisamente estos cuentos que no son policíacos me permiten llevar a cabo una interpretación distinta del problema Chandler, que no quiero presentar como conclusiva pero me satisface. A la obvia visión de las andanzas de Marlowe como las de un moderno caballero andante, pueden sumarse hechos adicionales que ya he mencionado: ni los escenarios ni el lenguaje empleado en las historias del personaje —ni siquiera su actividad, ya que los detectives privados no estaban autorizados a investigar crímenes— corresponden al mundo real. Con lo que tal vez las obras de Chandler pertenezcan, en todos los casos, al territorio de la fantasía pura, más que al del retrato social propio de la novela negra posterior.

Que Chandler sintiera en algún lugar de su interior como fantásticas esas historias explica su insistencia en ellas, la creación progresivamente detallada de un universo propio, el creciente confort con el que se desenvolvió en él, y su distanciamiento del género policíaco hasta que sus reservas cayeron por pura conveniencia, por la comodidad de haber conseguido un nicho en el que podía sentirse protegido. De alguna forma, llegó un momento en el que ya no necesitaba de caserones encantados: había creado su propio mundo mágico, estilizado pero extrañamente verosímil, repleto de mujeres fatales rubias donde antes había hechiceras, matones de nariz rota por gigantes, y buscavidas corruptos por mercaderes de esclavos.

La forma en que sus diálogos y descripciones, chispeantes pero amanerados, logran todavía hoy romper las defensas del lector para cautivarlo forma parte de esa magia de la literatura que va más allá de mis capacidades de análisis. Tras mis dos meses con Chandler puedo testificar, al menos, que el antipático autor de esos libros buscaba esos efectos cuidadosamente, que fue dichoso escribiendo esas historias —de la manera dolorosa en que la creación produce algo similar a la felicidad—, y que la permanencia de su legado es uno de los raros hechos de justicia que nos lega el caótico mundo del arte del siglo XX.

Raymond Chandler

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19 Comentarios

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  4. Chandler es una de las grandes figuras literarias del siglo XX. Y este texto le hace justicia. Muy bueno.

  5. La dalia azul

    Muy interesante el artículo. Y ahora me pongo puntillosa: la dalia de Alan Ladd y Veronica Lake era AZUL (como yo misma). La negra es la de James Ellroy.

    • Jeremías

      En efecto. Parece mentira que un señor que «sabe» tanto de Chandler caiga en tamaño despiste.

  6. Enorme. Glorioso artículo, de lo mejor que he leído aquí (y eso es decir mucho)

  7. Una gratísima sorpresa dar con este texto que nos cuenta cosas, cositas de nuestro admirado Chandler. Felicitaciones señor Diez por su texto. Me apuro para hacerme con un ejemplar de La puerta de Bronce y leer ese Chandler que no conozco y su introducción.

  8. Pingback: Chandler por Julián Díez | Texto casi Diario

  9. Dean Moriarty

    La primera foto me hace pensar en Colin Firth, en su papel en Un Hombre Soltero.

  10. Coronel Dax

    Magnífico artículo Sr. Díez, una delicia. Abrazos.

  11. No puedo con la gente que le gustan los gatos. Que espanto de gato, da miedo.

  12. De toda su producción yo me quedo sin duda con las novelas de Marlowe. Dota a su personaje de una complejidad y una profundidad muy superiores a las de sus predecesores, como por ejemplo el Sam Spade de Hammet, y teje una atmósfera cinematográfica que es lo que, en mi opinión, hace que sus historias sean todavía tan vigentes.

  13. Excelente artículo. Un disfrute. Gracias señor Díez.

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