Vamos a hablar de una película, pero también de un periodo fascinante de la historia estadounidense. Hubo un momento, a principios de los años sesenta, en que a un par de escritores —Fletcher Knebel y Charles Bailey— les dio por imaginar un complot militar para derrocar por la fuerza al gobierno de los Estados Unidos de América. Algo que hoy quizá nos pueda parecer improbable, desde luego. Algo que incluso unos años antes de la publicación de su libro, en la época de posguerra, a nadie se le hubiese ocurrido plantearse. Las fuerzas armadas habían sido las grandes defensoras de la nación y de las democracias occidentales frente al ascenso del fascismo en Europa y Japón. ¿Cómo sospechar de tan nobles y heroicas instituciones?
Pero lo cierto es que cuando en 1962 se publicó el libro Seven days in May, no solamente se convirtió en un éxito de ventas sino —lo que resulta más significativo— que personalidades tan destacadas como el propio presidente John F. Kennedy se interesaron vivamente por él. De hecho se reveló como un lector entusiasta: al saber que el director John Frankenheimer y el actor Kirk Douglas intentaban sacar adelante la versión cinematográfica, Kennedy animó la empresa cuanto le dejaba su posición, prestándose a colaborar con la realización de la película por mediación de su gabinete. El entusiasmo de Kennedy por la obra no era exclusivamente literario: Seven days in May era un libro interesante por todo lo que se contaba en él, un buen ejercicio de política-ficción. Pero no dejaba de tener las hechuras del típico best-seller y no era una obra maestra. Sin embargo, según parece, el Presidente encontraba plausible lo narrado en el argumento: una conspiración de la cúpula militar para, aprovechando un domingo de maniobras en que las fuerzas armadas simulaban una alerta máxima, abolir el poder democrático y hacerse con el timón de la nación por la fuerza. La idea puede parecer exagerada y más en un país que, con todos los defectos de su sistema, tiene una arraigada tradición democrática. Pero, situándonos en aquel 1962, la hipótesis no resultaba completamente descabellada. El afán de Kennedy por ayudar a difundir el mensaje de la novela tenía buenos motivos. En el ámbito político existía bastante recelo sobre la postura ideológica de no pocos mandos militares: las fuerzas armadas estadounidenses distaban mucho de gozar con una alta oficialidad impecablemente democrática. Algunos importantes generales habían dado serias muestras de un extremismo que rayaba en la extrema derecha, cuando no podía calificarse directamente como tal. Esto era algo que no le escapaba ni a Kennedy ni a otros políticos sensatos. Por fantástica que la hipótesis se les hubiese antojado unos años antes, cabía preguntarse: en el momento en que se produjese algún acontecimiento o giro político que provocase una ruptura ideológica definitiva entre el gobierno y las fuerzas armadas, ¿cuál será la actitud de esos altos oficiales? ¿Podría realmente desarrollarse una conspiración?
Obviamente, la hipótesis del complot militar era el peor de los casos posibles, pero desde algunos años atrás las relaciones entre el ejecutivo y el Estado Mayor distaban mucho de ser felices. El propio Kennedy y su Secretario de Defensa, Robert Mcnamara, habían tenido serios encontronazos con algún que otro mando militar de corte extremista. El jefe del Estado Mayor del Aire, Curtis LeMay había tenido serias discrepancias con la Casa Blanca durante famosa “crisis de los misiles”, insistiendo en que se permitiese a sus aviones lanzar bombas nucleares sobre Cuba. La negativa del Presidente había enfurecido a LeMay, además de significar el principio de la agria enemistad entre el general y McNamara. Una enemistad, por cierto, que se prolongaría a sucesivos gabinetes: ya fallecido Kennedy, el comandante de la aviación seguía enfrentándose al todavía Secretario de Defensa con motivo de las tácticas a emplear en la guerra de Vietnam. Aquello provocó que LeMay empezase a recibir presiones para aceptar un retiro voluntario, cosa que hizo sólo para meterse en política: se presentó como candidato a vicepresidente de los EEUU con un partido independiente, como segundo —nada más y nada menos— que el varias veces gobernador de Alabama, George Wallace. Bien notorio, para quien no conozca al personaje, por su racismo y su furibunda defensa del segregacionismo. Por si fuera poco, la cúpula política no podía ignorar que LeMay había sido arquitecto de varios de los más sanguinarios bombardeos de la II Guerra Mundial (se calcula que sus bombardeos mataron entre un cuarto de millón y medio millón de japoneses), que era un ferviente partidario de la doctrina de “atacar primero” y que, como notábamos, no era reacio al uso de armas nucleares.
Volviendo a 1962 y al panorama que Kennedy se encontraba entre la oficialidad, no menos preocupante resultaba la electoralmente poco exitosa pero sonada carrera política del ex-general Edwin Walker, poseedor de un preocupante historial de desvaríos ideológicos. Graduado en West Point, Walker había sido dirigido cuerpos de infantería en la II Guerra Mundial y en la Guerra de Corea. A mediados de los cincuenta fue destinado como comandante en la guarnición de Little Rock, Arkansas. Allí comenzaron los problemas entre el general y la Casa Blanca. El instituto de Little Rock iba a recibir a nueve alumnos negros por primera vez en su historia y se esperaban tumultos durante el primer día de clase. El presidente Dwight D. Eisenhower, deseoso de favorecer la política de integración, aprovechó que en la ciudad había un cuartel de infantería y ordenó al general Walker que usara a sus soldados para proteger a los nuevos alumnos y evitar disturbios. El general cumplió la orden a regañadientes, pero hizo notar que darle aquel uso al ejército iba “contra su conciencia” y el Presidente llegó a criticarlo públicamente por posicionarse políticamente llevando el uniforme. No hay que olvidar que el propio Eisenhower tenía una brillante carrera militar a sus espaldas, de hecho llegó a la presidencia gracias a ser el militar más admirado de la nación: general de cinco estrellas y comandante máximo del Desembarco de Normandía entre otras cosas. Pero eso, como vemos, no evitó que una vez ejerció el poder civil tuviese relaciones muy tensas con algunos mandos del ejército.
Tras proteger a los alumnos de Little Rock, cumpliendo aquellas órdenes con las que no estaba de acuerdo, Walker terminó presentando una carta de dimisión al Presidente, pretendiendo renunciar a sus galones e incluso a su pensión militar. Einsenhower rechazó la dimisión, quizá para evitar un escándalo, y a cambio le ofreció el puesto de comandante de las tropas estadounidenses acuarteladas en Alemania. Pero para entonces Walker ya era un activo habitual en círculos extremistas tanto de corte político como religioso. En Alemania, el díscolo general se dedicó a adoctrinar a sus soldados distribuyendo publicaciones de un lobby ultraderechista. El asunto fue destapado por la prensa y Einsehower relevó a Walker de su nuevo cargo. El general volvió a presentar su renuncia. Esta vez el Presidente sí aceptó. Ya como civil, Walker empezó una carrera política consistente en ir por todo el país dando mítines ante una audiencia entusiasta, si bien electoralmente minoritaria. Los autores de Seven days in May modelaron el personaje principal de su libro —un general golpista— basándose en la figura de Edwin Walker.
En 1962 —el año de publicación— volvieron a usarse tropas para garantizar la asistencia de un alumno negro a clase, esta vez e la Universidad de Mississipi. Edwin Walker volvió a estar presente, pero ya no como jefe militar poniendo orden en nombre del gobierno, sino como civil, protestando activamente contra la presencia de soldados para garantizar la política de integración. Walker, convertido en un revoltoso populista, alentaba a sus partidarios por radio, animando a que la gente acudiese a la Universidad para ofrecer resistencia a “los Anticristos del Tribunal Supremo” que habían permitido el uso del ejército para ofrecer cobertura y protección a un alumno negro en su primer día de clase. Sobre el papel, la protesta de Walker se ceñía a lo que él consideraba un empleo inapropiado de las fuerzas armadas, pero nadie ignoraba que sus ideas segregacionistas estaban detrás (el infame George Wallace también estaba involucrado en el asunto).
Durante varias horas de disturbios se produjeron dos homicidios, varios policías recibieron disparos de bala por parte de la multitud que protestaba y hubo cientos de heridos.El ex-general Walker fue detenido bajo la acusación de insurrección contra el gobierno federal. Fue condenado, pero no llegó a pisar la cárcel: después de un inexplicable tira y afloja en torno al dictamen de su examen psiquiátrico, sólo pasó unos días en una institución mental y salió libre sin más problemas. Más tarde inició una lucrativa campaña de demandas contra la prensa: los periodistas habían señalado el papel de Walker como instigador de actos violentos contra la policía en las revueltas, actos que habían incluido los famosos tiroteos contra agentes de los U.S. Marshalls. Los tribunales de Texas le dieron la razón al ex-general, afirmando que los titulares de los periódicos habían sido “difamatorios”. Edwin Walker ganó más de tres millones de dólares en compensaciones, así que salió bien parado de su acto de insurrección (curiosamente, su única y breve condena carcelaria llegó mucho más tarde, en 1976: cuando contaba con sesenta y seis años fue detenido por conducta pública indecente tras meterle mano a un policía de paisano en un parque).
No resulta extraño, pues, que cuando kennedy llegó al poder cundiesen las dudas sobre lo que podía cocerse internamente en las fuerzas armadas y lo extendidas que pudieran estar ciertas actitudes antidemocráticas entre los mandos militares. No había ayudado el discurso de despedida del presidente saliente. Pese a su célebre carrera militar y su condición de héroe de guerra, Dwight D. Eisenhower alertó a la nación sobre el “complejo industrial-militar” que intentaba apoderarse de los hilos del poder. Eso, en directo, en televisión y ante todo el pueblo estadounidense. Eran unas palabras chocantes viviendo del más famoso de los ex-generales estadounidenses. Podría decirse pues que el recelo de la Casa Blanca ante el ejército no era una manía personal de Kennedy. Generales de tan alto rango como LeMay y Walker habían demostrado poco aprecio por las decisiones de la Casa Blanca, aunque ninguno de ellos había llegado a rebelarse abiertamente vistiendo el uniforme. Era un signo preocupante. Otros comandantes militares podían también albergar parecidas actitudes radicales, aunque más discretamente. Resultaba inquietante pensar en que militares con esas características pudieran terminar poniéndose de acuerdo para pararle los pies a Washington. Más o menos remota según la opinión de cada cual, pero la posibilidad estaba ahí: en el momento en que ya no les gustase el gobierno democráticamente elegido, quién sabe si intentarían ejercer algún tipo de presión o incluso dar un puñetazo sobre la mesa. ¿Era esta posibilidad real? ¿Resultaba factible un golpe de estado?
En mitad de este ambiente se publicó Seven days in May. La novela trataba de manera quizá algo simplista pero muy elocuente el desarrollo de un complot en la cúpula de las fuerzas armadas. Aun tratándose de pura elucubración ficticia, el argumento no parecía demasiado inverosímil. Es más, por momentos se antojaba preocupantemente realista.
El guión para la adaptación cinematográfica fue elaborado nada menos que por Rod Serling, autor de la inolvidable serie The twilight zone. El trabajo resultante —para algunos, el más logrado guión de Serling— mejoraba bastante el libro original, afilando los diálogos, concretando más las situaciones y adoptando una narrativa sencilla, cortante, repleta de pequeños detalles que apelaban a la inteligencia y aguda percepción del espectador. La probada solvencia de Serling para elaborar historias de suspense, terror psicológico y ciencia-ficción se tradujo en un brillante ejercicio de política-ficción sin concesiones. El director del film tampoco pudo ser más indicado: John Frankenheimer no solamente se había especializado en cine político con su notable The Manchurian candidate, sino que supo captar a la perfección el estilo adusto y milimétrico que Rod Serling le había conferido al guión. Como decíamos más arriba, Frankenheimer fue el principal y más entusiasta impulsor de la adaptación cinematográfica del libro, junto a Kirk Douglas. El actor quería interpretar inicialmente al general golpista que conspira para derrocar al Presidente, pero cedió ese papel con el fin de que Burt Lancaster aceptase formar también parte del rodaje. El reparto principal se completó con Fredric March y Ava Gardner, ambos igualmente brillantes en sus trabajos, muy especialmente un espectacular March que redondeó soberbiamente un Presidente ficticio que bien podría haber caído en la caricatura.
En el argumento del film, el coronel Casey (Kirk Douglas) es el principal ayudante y mano derecha del general Scott (Burt Lancaster). El general Scott es el jefe del Estado Mayor Conjunto; por lo tanto la máxima autoridad militar por debajo del Presidente y el Secretario de Defensa. Es el militar más importante del país y sólo está obligado a obedecer órdenes de la Casa Blanca. Sin embargo, el general es un personaje polémico a causa de su oposición pública a un tratado de desarme nuclear que se acaba de firmar con la URSS. Su postura frente al tratado lo ha convertido en una figura mediática. El discurso populista que defiende lo ha convertido en un personaje admirado por muchos norteamericanos, aunque otros ven con recelo que el más alto mando militar del país se dedique a hacer lo que casi parece una campaña política propia. Pese al carácter controvertido del general Scott, el coronel Casey admira y respeta a su jefe. Además, parece compartir su actitud sobre el tratado de desarme, aunque al contrario que su superior apenas se permite pronunciarse políticamente. Casey se centra en su profesión: trabaja abnegadamente en la preparación de unas maniobras que se celebrarán esa misma semana. Se trata de un ejercicio de Alerta Máxima, un simulacro de respuesta ante un hipotético ataque sorpresa soviético. En el desarrollo de dicho ejercicio participarán las fuerzas de tierra, mar y aire, además del mismísimo Presidente, que simulará huir en helicóptero a un búnker.
Durante esos días, mientras desarrolla su trabajo en el Pentágono, el coronel Casey observa a su alrededor ciertos detalles extraños a los que en principio no concede demasiada importancia, pero que cuando empiezan a acumularse van despertando progresivamente su suspicacia. Se trata de pequeñas cosas que, en principio parecen, no tener conexión entre sí. En este punto inicial del film, el guión de Serling va desgranando esos detalles hábilmente, a modo de pequeñas pistas, a veces con tanta sutileza que el espectador se las pierde si osa pestañear. El coronel Casey decide no tomarse en serio sus propias sospechas cuando los indicios parecen conducir a algún tipo de conspiración urdida por su admirado superior, algo que le parece inconcebible. Pero cuando la cantidad de indicios se vuelve abrumadora, deduce que realmente existe de un complot y que el programado simulacro de Alerta Máxima será la excusa para llevar a cabo un golpe de estado. Casey, pese a no tener pruebas fehacientes de la conspiración, acude a la Casa Blanca y alerta al Presidente. A partir de ahí, el argumento es un tira y afloja para tratar de descubrir si el complot es verdadero y, de serlo, buscar la manera de anularlo en una lucha contrarreloj entre el poder político y la sediciosa cúpula militar.
Siete días de mayo no es una película de acción. Quien espere tiros y persecuciones quedará bastante decepcionado. Es un thriller político basado sobre todo en los diálogos y las informaciones que el guión va suministrando al espectador a modo de pistas y pequeñas píldoras, sobre todo durante la milimétricamente construida primera parte del film. Otra de sus bazas son los duelos interpretativos, muy especialmente algunas secuencias memorables entre Kirk Douglas, Fredric March y un arrollador Burt Lancaster que sin recurrir a aspavientos, borda sin embargo el rol de militar de peligroso corte fascistoide. En Siete días de mayo tampoco hay música espectacular ni se busca el entretenimiento fácil. De hecho, la película podría parecer un episodio largo y elaborado de The twilight zone, y no sólo por el hecho de compartir guionista, sino también por el estilo en que está filmada.
Algunos resortes del argumento podrán parecernos un tanto “naif” vistos desde el día de hoy, como el inocente idealismo con que es representado el Presidente de los Estados Unidos. Pero cabe recordar dos cosas: primero, la película fue rodada durante la era Eisenhower-Kennedy, esto es, durante la época de mayor popularidad de la figura del Presidente. Antes de que apareciese Nixon y la figura del Presidente perdiese todo su aura ante el público americano. Y segundo, que dentro el argumento de Siete días de mayo el Presidente es no solamente un personaje, sino también un símbolo: representa al sistema democrático, al pueblo que lo ha elegido mediante votación frente al posible establecimiento de un poder militar por la fuerza. Ciertamente, Siete días de mayo es una película maniqueísta en algunos aspectos, pero no podría ser de otra manera sin que la seca narración perdiese parte de su fuerza. Ha de ser así porque la historia plantea una dicotomía abierta: democracia frente a subversión militar, y no deja mucho lugar para las medias tintas. No es una película ambigua ni psicológica —aunque algunos personajes principales están muy adecuadamente definidos—, tampoco tiene vocación de documental. Es más bien un ejercicio de pura reflexión política y un toque de atención al público sobre lo que podría estar cociéndose dentro de su propio país, en un momento donde las tensiones internas y externas estaban alcanzando cotas máximas: ¿saben ustedes realmente cómo son y cómo piensan quienes comandan las fuerzas armadas y tienen el control directo del armamento? ¿Están ustedes dispuestos a confiar ciegamente en ellos? ¿Qué sucedería si un buen día esos señores deciden que no les gusta el poder político democráticamente elegido y deciden derrocarlo mediante el uso de la fuerza? ¿Cómo reaccionarían ustedes? ¿Hasta qué punto hay que vigilar al poder militar?
Además se dio una particular circunstancia: el film fue estrenado después de que el presidente Kennedy fuese asesinado en Dallas. Aunque la mayor parte del público daba por buena la explicación oficial que atribuía el crimen a un asesino único —las teorías conspirativas sobre el suceso aún no estaban en boga—, no cabe duda de que la muerte de Kennedy ayudó a que se empezase a incubar en el estadounidense una nueva manera de percibir su propia la nación. El famoso tiroteo de Dallas parecía contradecir la creencia común de que la democracia era una realidad asentada y felizmente aceptada por todos, o de que la estabilidad política podía darse por sentada. La paranoia anticomunista de McCarthy había pasado de moda —aunque estas cosas siempre dejan huella— y la gente medianamente normal ya no pensaba que el aparato del Estado estaba repleto de soviets encubiertos (precisamente el querer forzar esa idea había causado la desgracia pública del hasta entonces persuasivo senador) sin embargo, el que el Presidente fuese abatido a tiros en público constituyó un verdadero “shock”. Por más que el asesinato de Kennedy se atribuyese a un simpatizante comunista, Lee Harvey Oswald, semejante hecho abría la puerta para que algunos pensaran que quizá no sólo los pro-soviéticos estaban descontentos con el sistema. Tal vez Oswald era un fanático, pero ¿qué garantías había de que en otros círculos, como el militar, no se destapase también algún lunático? Algunos militares habían dado buenas muestras de no tener una mentalidad demasiado tolerante. Nadie era capaz de asegurar que alguien similar a Walker o LeMay no se propusiera un día terminar con otro presidente, pero valiéndose no de una escopeta de precisión, sino del aparato militar.
Pero dado que la narración tiene esa sequedad tan típica de Serling y del mejor Frankenheimer, sin melodramas innecesarios ni distracciones fáciles, la película sigue siendo muy fácil de disfrutar hoy en día, al menos para quien guste del thriller político en estado puro. No ha quedado anticuada gracias a la sencilla vigorosidad de su estilo, aunque es obviamente un producto de su tiempo. Como también lo son las contemporáneas Punto límite de Sidney Lumet o Dr. Strangelove de Stanley Kubrick, que también reflejan la ansiedad que la proliferación nuclear causaba en la sociedad estadounidense. Cualquier ciudadano podía hacerse turbadoras preguntas sobre aquellos que tenían “el dedo sobre el botón”, sobre cuáles eran los mecanismos de control en el caso de que alguien decidiera sobreponerse al poder civil o sencillamente cometiera un error en todo el proceso. La proliferación de armamento atómico, los casos de militares extremistas y sus abiertas discordancias con la Casa Blanca, el incremento de la tensión con la URSS, el escalofriante episodio de la Crisis de los Misiles en Cuba, el asesinato de Kennedy… el estadounidense medio tenía buenos motivos para recibir con los brazos abiertos aquellos films que reflexionaban en voz alta sobre la tenebrosa deriva de la era atómica. De todas estas películas, Siete días de mayo no es la más cínica —ese honor le corresponde obviamente al film de Kubrick— pero sí la que presenta el asunto de manera más realista e inquietante.
Tal vez ahora, en pleno siglo XXI, un levantamiento militar contra Washington nos parece más improbable. Muchos pensarían más bien que los presidentes de los Estados Unidos no son ya héroes idealistas que representan noblemente al pueblo, sino que sirven (o en el mejor de los casos, ceden) a intereses que, tal y como advertía Eisenhower, han conciliado los respectivos anhelos de poder de la maquinaria militar y de la maquinaria corporativa. E incluso quienes quieran ver a los inquilinos de la Casa Blanca como honestos tutores de una democracia limpia, difícilmente imaginarán que la cúpula militar quiera deshacerse de ellos si las cosas se ponen feas. Pero eso no significa que Siete días de mayo haya perdido su vigencia. En absoluto. Puede que la conspiración que describe ya no sea tan factible en nuestros días (en los Estados Unidos, se entiende… porque en España sin ir más lejos hemos vivido algún golpe militar no hace tanto tiempo) y ahora mismo es difícil imaginar a un general estadounidense intentando tomar la Casa Blanca por la fuerza. Pero la reflexión del film continúa siendo igualmente poderosa. Allá donde hay un poder, surgen contrapoderes en ocasiones de una naturaleza preocupante. Allá donde hay un Estado, puede aparecer un mini-estado dentro del primero. Las maquinarias políticas y militares están compuestas por seres humanos y tienen a seres humanos en puestos clave; dado que los seres humanos son falibles, cabe temer que las maquinarias para las que trabajan también lo sean. Los hechos que Siete días de mayo cuenta y las reflexiones que hace siempre serán importantes en algún tiempo y lugar. Siempre habrá elementos opuestos a la voluntad de la mayoría democrática; no siempre estarán en situación de intentar subvertir esa voluntad, pero es importante que una sociedad se preocupe de que nunca lleguen a estarlo. ¿Quién puede afirmar con seguridad en qué puestos de importancia no estarán algunos de esos elementos o cómo reaccionarán en un momento dado? Es una interesante cuestión, que no se limita únicamente al ámbito militar, aunque en esta película sea el ejército quien centra la atención. Quién sabe, quizá cambiando el concepto “era nuclear” por “crisis económica”, todavía podamos sentirnos identificados:
«El general Scott no es el enemigo. Incluso los muy emocionales e ilógicos lunáticos marginales tampoco son el enemigo. El enemigo es una era; la era nuclear. Ha matado la fe del hombre sobre su propia capacidad para tener alguna influencia sobre lo que le ocurre. De esto surge un sentimiento de hastío y de ahí la frustración, un sentimiento de impotencia, de indefensión, de debilidad.»
Y bueno, a quien no le apetezca llegar tan lejos ni reflexionar tanto y quiera tomarse Siete días de mayo como lo que en principio es, sólo como un mero ejercicio de ficción… no hay problema, hallará aquí una gran película de intriga, con un guión magnífico, grandes actores (sobre todo un inolvidable Lancaster) y ese tipo de apelación a la inteligencia del espectador que cada vez abunda menos en las salas de cine.
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El estilo tenso y directo del mejor Frankenheimer sobre un guión que funciona como un mecanismo de relojería. Y sale hasta la Guardia Civil (escena del accidente aéreo en suelo español). Una de esas películas que te impactan de adolescente y aguantan el tipo cuando las revisas de adulto.
Sobre las tensas relaciones entre Kennedy y su cúpula militar, no son un secreto, y el conflicto es el eje argumental de una película mainsteam como «13 días». Los momentos más intensos de la película no se deben tanto al enfrentamiento del gobierno con los rusos (que eran un enigma y ante los que se actuaba por suposición) sino con su propio estado mayor que cuestiona abiertamente y acaba poniendo algunas chinitas en la estrategia presidencial.
Hay otro momento de la historia reciente de EEUU donde parece que se fraguó un golpe de estado, y tiene ciertos paralelismos con la situación de 1962. En 1934 otro general de prestigio, Smedley Butler, declaró ante el Congreso haber sido contactado por magantes de Wall Street y miembros de la Legión Americana para encabezar una marcha de veteranos sobre Washington e imponer un sistema similar al fascismo italiano. Un plan menos sofisticado que el de 1962, más al estilo de puñetazo en la mesa populista de la marcha sobre Roma de Mussolini, pero con un destinatario similar: un presidente demócrata con una línea política que escocía en ciertos círculos de poder (la política exterior en el caso de Kennedy, la económica en el caso de Roosevelt).
Más sobre el complot de 1934 en http://librodenotas.com/losanalesperdidos/13112/golpe-a-la-americana
ops, «magantes» de Wall Street: magnates+mangantes
Curiosamente se supone que Lee Harvey Oswald «ensayó» el asesinato de JFK disparando una noche al general Walker, quien estaba en su despacho, a través de la ventana. Un marco y otro objeto que no recuerdo se interpusieron en el camino de la bala y resultó ileso.
Se supo que había sido Oswald después, durante la investigación del asesinato de JFK gracias a las declaraciones de su esposa.
Disparó, por cierto, con el mismo rifle q disparó a JFK.
magnífica película. magnífico kirk douglas (anteayer echaron «cautivos del mal»). no ha envejecido nada de nada: fantástica.
j
«Algunos importantes generales habían dado serias muestras de un extremismo que rayaba en la extrema derecha, cuando no podía calificarse directamente como tal».
Señor de Gorgot, deje usted de ver telediarios, se le ha pegado el estilazo.
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Hay algo que desentona en toda la historia del asesinato de Kennedy y Oswald como asesino. ¿Como se explica que intantese matar a un general que abiertamente se posicionaba contra Kennedy y su antecesor nada más ni menos que IKE y después asesinase a JFK?. Intentaban involucrar a los rusos en el asesinato de ambos?. Toda la maraña de datos probados y lo que parece increible LOS DISCURSOS PUBLICOS RETRANSMITIDOS POR TELEVISION de JFK e IKE, alertando (en el caso del segundo es increible por su valentia) del intento de controlar el poder de la unión industria de armamento-militares USA, solo hace confirmar que JFK fue asesinado. ¿Por quien?. ¿Es que no esta claro?.
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