Hace un par de años murió Ron Taylor. Oceanógrafo de la estirpe de Jacques-Yves Cousteau aunque sin gorro rojo o grandeur. Marido de la no menos admirable Valerie Taylor, su compañera así en la vida como en el mar. Ambos se condujeron con intransigencia frente a los tejedores de leyendas. Afeaban la conducta de quienes al olor de la fama exhiben cresta. Como si bucear con tiburones fuera el colmo del heroísmo. Reconocidos fotógrafos, habían trabajado en un documental necesario, Blue sea, white dead (1971). Que no les engañe el título o el truculento tráiler. Se trata de un vigoroso ejemplo de película de aventuras que embruja por su emoción sin farsa. Una declaración de amor al animal totémico aderezada con un potente ejercicio de contención melodramática. Donde se explica el poder de las mitologías a partir de su inexorable tala. Sus protagonistas comienzan en modo Ahab, persiguiendo en un trasunto del Pequod a un monstruo infernal, devorador de hombres, bestia inmunda. Acaban de rodillas ante la sugestión de un pez cartilaginoso de entre cuatro y seis metros que aparece y desaparece como un fantasma enajenado de los estúpidos chismes colgados de su aleta caudal. O sea, lo contrario a la bazofia con la que diversos canales descuartizan su fama, dale que te pego a la matraca asesina cuando hablamos de un bicho fascinante. Peligroso, claro, no es cuestión de dulcificar a una criatura temible. Hace falta que la corrupción de lo políticamente correcto haya emponzoñado tu cerebro para acudir al recurso fácil, tonto, de presentar al animal como un ser bondadoso, o maligno, amigo de los niños, o enemigo, con fobias, filias y caprichos de coco algodonoso o alegre juntacadáveres. La realidad, menos poética, nos arrastra con fuerza por caminos sorprendentes. Hay que estudiar la conducta social del tiburón blanco, con algunos individuos desplazándose y cazando juntos. Su eficaz sistema de señales. Su naturaleza inquisitiva, siempre curiosos ante lo que los rodea. El que muerdan los motores de las lanchas, los barrotes de las jaulas, no por instinto asesino, sino porque los desorientan, o excitan, los minúsculos impulsos eléctricos que emiten los metales. Aparte, no todos los jaquetones tienen el mismo carácter. Ni comen lo mismo, como demostraría un estudio reciente: algunos ejemplares jamás abandonan la dieta de peces mientras otros depredan mamíferos marinos incluso antes de alcanzar la madurez. No sabemos cuánto vive ni dónde se reproduce o qué hace cuando, un suponer, emigra desde California al denominado Café del tiburón blanco, en mitad del Pacífico. Tampoco conocemos su número, aunque el censo de la Costa Oeste de Norteamérica arroja unas cifras ridículas: apenas 219 ejemplares repartidos entre las islas Guadalupe, en Baja California, y el Triángulo Rojo, con vértices en la bahía de Monterrey, las islas Farrallón y Bodega. Inquietantes al tratarse de una población casi endémica, que no se mezcla con sus primos sudafricanos o australianos, ni siquiera con los de Sudamérica.
Ron Taylor fue el primer hombre en filmar a un tiburón blanco, tanto de día como de noche; también el que primero lo grabó sin la protección de una jaula. En 1974, junto a Valerie, asesoró a Steven Spielberg durante el rodaje de Jaws, que propagó el lema de «el mejor tiburón es el tiburón muerto». ¿De verdad, mami, los tiburones cazan bañistas por sport? ¿Vuelven y revuelven a la playa tras su primer surfista? Ja. Si tras probar la carne humana, tras descubrir nuestra torpeza, se aficionaran a la manera de tigres o leopardos, moriríamos a cientos. Pero ya saben, en nombre de la ficción, las palomitas o sus musas, los artistas tienen bula para contar mentiras, tralará. Campeón de pesca a pulmón libre, Taylor regresó un día a la playa asqueado de la escabechina. Colgó el arpón. Ya no quería liquidar «a esas pobres, indefensas criaturas marinas«. Se hizo cámara submarino. A fuerza de talento y ganas contribuyó a inventar una profesión. De ahí que el millonario Peter Gimbel, aburrido de perder dinero en Wall Street y glorioso tras filmar los restos del Andrea Doria, lo reclutara para su proyectado documental sobre el Gran Blanco. En aquel barco viajaban tipos tan recomendables como Peter Matthiessen. Cómo estarían de perdidos, qué endeble sería el armazón intelectual de la época al respecto, que durante su viaje filmaron en Sudáfrica a los balleneros… demasiado lejos de la costa. Convencidos de que su quimera aparecería si colocaban las cámaras junto a los cachalotes abatidos en alta mar. Tras varios semanas, deprimidos, helados o medio ahogados, seguían sin comprender que necesitaban dirigirse hacia las colonias de focas, hacia las playas. No todo fue estéril. Rodaron entre altivas tintoreras y tiburones oceánicos. Las imágenes, sugerentes, son también tristes: de la segunda especie nos hemos cepillado desde entonces algo así como el 90% del censo. Pregunten a los chinos. Su gula de aletas. Pescamos entre setenta y cien millones de tiburones cada año. ¿Y España? Bien, gracias: una potencia mundial en pillaje oceánico y matanzas de tiburones. Con las manos vacías, el equipo abandonó Sudáfrica. Navegó entre Mozambique y Madagascar, rumbo a las Cómoro, donde habitan tiburones sarda y tigre, no blancos. Finalmente Taylor recordó a su amigo Rodney Fox. Él sabría donde buscar. Antiguo rival de pesca submarina, Fox sobrevivió en 1963 al ataque de un enorme tiburón blanco. Para reconstruirlo fueron necesarios casi 500 puntos. Ya en Australia, en Dangerous Reef, llegó el jaquetón. Dos ejemplares. El más grande se enredó con los cables. Casi hunde una jaula e inspiró el celebre episodio de Jaws que implicaba a Richard Dreyfuss y su dosis de estricnina. La escena fue rodada por los Taylor con un doble, el jockey Carl Rizzo, a fin de distorsionar las proporciones. Spielberg quería un tiburón gigante. No bastaba con el ejemplar de cuatro metros que encontraron. No importó que según los récords rara vez sobrepase los seis. Créanme: un tiburón de seis metros es enoooorme. Insuficiente para Hollywood, suponemos, de modo que en la película medía ocho.
En los últimos 12 meses cinco personas han muerto a consecuencia del ataque de un tiburón en la costa occidental australiana. El 31 de marzo de 2012 el buzo de 33 años Peter Kurmann fue atacado cuando buceaba junto a su hermano. A 1,6 kilómetros de la orilla, en la playa de Stratham, situada a 230 kilómetros de la ciudad de Perth. Stratham es una playa que extravía la mirada, de cielos trajinados por las nubes y agua color plomo. El cadáver de Kurmann fue trasladado a la Port Geographe Marina en Busselton. Murió desangrado y su agresor fue un tiburón blanco. Cinco meses antes, el 22 de octubre de 2011, el estadounidense George Thomas Wainwright, 32 años, fue abatido por un tiburón blanco de aproximadamente tres metros. Waingwright nadaba a 500 metros de la isla Rottnest. Un islote verde y blanco rodeado de aguas color turquesa. Veinte kilómetros al norte de Perth. Sus compañeros observaron desde el barco una explosión de burbujas. Minutos después el cuerpo de Waingwright, severamente mutilado, salía a la superficie. Suma y sigue. El 10 de octubre de 2011 Bryan Martin, empresario de 64 años, salió a tomar su baño diario en la playa de Cottesloe, Perth. La última vez que se le vio se encontraba a 300 metros de la orilla. Los equipos de salvamento hallaron sobre el lecho marino los restos de su bañador. Presentaban incisiones similares a las que causan los dientes de un tiburón blanco, con lo que Martin engrosó la rara lista de personas devoradas. No, muertas no; devoradas. En la misma playa, Cottesloe, el último ataque mortal había tenido lugar en 2001. Kenneth Crew, 49 años, fue atacado por un tiburón blanco de seis metros mientras nadaba en aguas de menos de un metro de profundidad. Durante más de cinco minutos unos cien bañistas contemplaron a Crew agitar los brazos mientras una enorme aleta patrullaba a su lado. El tiburón atacó, le arrancó una pierna y Crew falleció en minutos. También mordió a su amigo Dirk Avery, 52 años, que había acudido en su auxilio. Avery sobrevivió. Como detalle al margen, sepan que rara vez el jaquetón arremete contra una segunda presa. No lo necesita. La víctima morirá desangrada y solo necesita esperar. En el supuesto de que quiera comérsela. Siempre que no desaparezca tras comprobar que su hipercalórica foca era un mono con tendones, hueso lirondo. A las 13.00 horas de la tarde del 4 de septiembre de 2011 Kyle James Burden, de 21 años, hacía bodysurfing en la bahía Bunker, en Cape Naturaliste, a 260 kilómetros al sur de Perth, en compañía de decenas de bañistas. El tiburón pasó junto al hermano de Burden. El hombre peleó con su tabla a modo de parachoques, a puñetazos y patadas, hasta que fue arrastrado. Terminó cortado en dos. Algunos recordaron a una supuesta hembra, grande y vieja, que patrulla las aguas en busca de comida fácil. Los especialistas sonrieron melancólicos. El rogue shark es un mito. Lo más probable: el tiburón lo había confundido con una de las focas que frecuentan una colonia próxima. Como en el caso de Wainwright, Crew y Avery, abandonó tras el ataque inicial. Asunto distinto es que el mordisco exploratorio sea potencialmente devastador. O que el impacto de la colisión pueda equipararse al de un coche. Sigo… 2012. El 14 de julio Benjamin Charles Liden practicaba surf en una playa cercana a la isla de Wedge, 180 kilómetros al norte de Perth. Fue atacado por un tiburón blanco. Matt Holmes pilotaba una moto de agua en las inmediaciones. Acudió al rescate tras dejar en la orilla a un amigo, al que había remolcado. Visualicen una descomunal mancha de sangre. Liden en medio. Inerte. ¿Muerto? Sí. El tiburón observa a Holmes acercarse. Nada hacia él. Saca la cabeza del agua (el blanco es el único con ese peculiar comportamiento: lo hace para otear a sus presas, focas y demás, cuando duermen sobre las rocas). Empuja la moto e intenta que caiga al agua. Holmes gira y regresa para recuperar los restos del surfista. El tiburón se adelanta. Elige entre las piernas y el torso de Liden. Toma el segundo y desaparece.
La media anual de ataques mortales en Australia ha sido históricamente de 0,4. Ciento cuarenta y cuatro desde 1700 hasta 2011. Uno al año en las últimas dos décadas. En 12 meses, uh, cinco. O la mitad de los que ha habido en el mundo durante el mismo periodo. Concentrados en el mismo territorio. En un radio de menos de mil kilómetros de la ciudad de Perth. Con buen juicio, las autoridades descartaron colocar redes, habituales por ejemplo en Nueva Gales del Sur. Había que intensificar las patrullas aéreas. Alquilar más helicópteros. Redoblar las guardias. Nadie, excepto la prensa, repetía la teoría del tiburón asesino. Reincidente. Psicópata o similar. Se especuló con el inusual tráfico de barcos cargados de ovejas que parten desde Nueva Zelanda. Algunas mueren y son arrojadas al agua. Esto atraería a los grandes tiburones. Idea atractiva pero, mmm. Diversos experimentos han demostrado que el tiburón blanco prefiere el sabor y la grasa de los mamíferos marinos, más abundantes desde que se promulgaron leyes de protección en los setenta. Sigue a las ballenas en sus habituales rutas migratorias. Bah. Siempre hay canallas dispuestos a solicitar la caza del/los supuesto/s devorador/es, aunque insisto en que excepto en casos muy puntuales el tiburón nunca se convierte en un devorador de hombres. Si lo hiciera, casi el 100% de los ataques terminarían con la persona en su estómago. Aparte, es complicado buscar al tiburón culpable, aunque sea por venganza. Transmisores vía satélite colocados a Nicole cerca de la isla Dyer, en la región sudafricana de Gansbaai, muestran que viajó hasta Australia en tres meses. Medio año después el zoólogo Michael Scholl confirmaba que Nicole estaba de vuelta en Sudáfrica. O sea, hoy ataco aquí; mañana nado a 100 kilómetros de distancia. Y la única forma de saber si es el animal que buscas es matándolo y rajándole el vientre. Otro detalle: decenas de millones de personas acuden cada año al oeste de Australia. Su número se ha multiplicado desde los noventa. Muchos intrépidos abandonan las playas habituales en busca de destinos agrestes, idílicos, solitarios. Donde no hay patrulleras, helicópteros, socorristas o médicos. Ah, la aventura.
Entrevistado por la BBC el doctor Bob Hueter, empleado del Mote Marine Laboratory’s Center for Shark Reserch en Saratoga, Florida, comentaba que «cuando tienes múltiples ataques solo pueden deberse a uno o dos factores o a una combinación de ambos. Lo más obvio es que haya más tiburones en un lugar que la gente frecuenta por alguna razón. El otro factor —normalmente el más difícil de entender— es el concepto del agrupamiento estadístico. Que tengas dos sucesos que parecen relacionados en el tiempo y el espacio no significa que tengas una tendencia. Esto es lo que la prensa no suele comprender, pues en el momento que dos sucesos coinciden empiezan a hablar en las noticias vespertinas sobre un incremento de esto o de lo otro. Y no necesariamente tiene por qué ser el caso«. John G. West, encargado de la división australiana de Shark Attack File, explicaba: «Sabemos que los tiburones blancos nadan a lo largo de la Costa Oeste de Australia durante diversos periodos del año en busca de comida y posiblemente lugares para aparearse. Llevan haciéndolo millones de años. Su camino los pone en contacto con la costa y en algunos casos con gente en el agua. El mayor número de ataques en las dos últimas décadas coincide con las estadísticas internacionales de ataques de tiburón porque ha aumentado la cantidad de gente en el agua«. Christopher Neft, de la Universidad de Sidney declaraba: «Tenemos que reconocer que hay más personas en el mar, durante periodos más prolongados de tiempo, haciendo más cosas, más a menudo. Ahora mismo es invierno en Australia y todavía es la temporada de surf«.
Pusilánimes, las autoridades acabaron por ceder a la presión. El tamtan amarillista ganaba la partida, solemnizando lo que no es sino pura sinrazón (mueren muchas más personas al año por picadura de abeja que por mordiscos de un escualo). Quedaba abierta la veda. En efecto, el gobierno regional ha dado luz verde a un plan de dos millones de dólares para cazar cualquier tiburón que nade cerca de las playas y suponga un «riesgo evidente«. Da igual que el blanco sea una especie protegida en Australia desde 1996. O que se encuentre al borde de la extinción tras décadas de sobrepesca. Dice el gobernador del territorio, Colin Barnett, que «siempre pondremos la salud y seguridad de los bañistas por encima de las del tiburón. Se trata, después de todo, de un pez. Mantengamos la perspectiva«. Severo y contundente, Barnett. Vuelve de la cocina con el periódico en una mano y el emparedado en la otra, se atraganta con las columnas de opinión, consulta a sus asesores y, tras agarrarse al reposabrazos del butacón, para no caerse, da por finalizadas las mariconadas, los documentales, las tesis y tesinas, los experimentos, y carga el telerrifle. Solo un pez, dice. ¿Solo? ¿Sí? Queremos proteger a los grandes depredadores… Descontado el kilómetro sentimental. Siempre que husmeen, se arrastren u hociqueen lejos de casa. Mejor en países pobres. ¿Tiburones, jaguares, cocodrilos? Faltaría. Si no chingan al turismo. Si la prensa, ávida de carnaza, no malinterpreta unos sucesos azarosos y exige demostraciones testiculares. Dejen que los biólogos gesticulen y que la servidumbre prepare la cañonera. Puede que Barnett escriba un libro en el futuro. Como si Australia fuera Uttarakhand y él Jim Corbett.
Por cierto, en EE.UU. hay tiburones blancos. Su captura está prohibida. El Gobierno tampoco permite redes antitiburones, que diezman las poblaciones de escualos… y ballenas, delfines, tortugas, peces espada, atunes, incluso orcas. Ha reducido las (de por sí rarísimas) muertes por ataque de tiburón a mínimos históricos gracias a que informa y educa, emplea a miles de personas para velar por la seguridad, establece protocolos en caso de accidente, cronometra el tiempo de reacción de los servicios de emergencia, etc. Qué me dicen del caso chileno, otro territorio frecuentado por el tiburón blanco, donde el porcentaje de muertes es mucho mayor que en EE.UU. ¿Son más feroces los jaquetones australes? Mejor busquen la diferencia California/Chile en los socorristas, los médicos, las guardias, o su ausencia. Aunque algunos oportunistas farden como valedores de la ciudadanía, lo cierto es que operan con prácticas carroñeras. Una cosa es lamentar las muertes de personas, horribles, y hacer lo posible porque no vuelvan a suceder, y otra, bien distinta, burlarse de los ecologistas con el sambenito del animalismo chocheante y ordenar la deforestación, vaciado o fusilamiento de cuanto nos asusta. Quienes actúan así desacreditan la validez de los datos y aprovechan campanas para vender como benévola una gestión fraudulenta. Al gobernador Barnett le sobra con acunar titulares en armas y una opinión pública aterrorizada. ¿Zampado por un Carcharodon carcharias? No mames, güey. Es infinitamente más probable que mueras en tu coche, caminito del paseo marítimo, con la tabla de surf incrustada en el cráneo. Que te parta un rayo o te toque la lotería. O ahogarte. Van Sommeran, fundador y director de Pelagic Shark Research Foundation, para Smithsonian: «La gente tiene que aceptar los términos que impone el medio al que acuden a disfrutar. Hay ríos con cocodrilos y bosques con serpientes venenosas, y hay tiburones en el agua. Tienes que ajustar tu comportamiento al lugar, no al contrario (…). Si removemos el estatus de protección de cualquier especie que vaya en contra nuestra nos quedaremos sin osos, leones y tigres muy pronto«.
Mal precedente, revocar leyes en vigor desde 15 años y abrir la escotilla a operadores privados, gustosos de sacar tajada de la caza del tiburón; trabajarán en contra de una hipotética rectificación. La decisión, alimentada por la desgraciada concatenación de unos sucesos azarosos, nutrida por las sagradas corrientes del dinero, complace a los que alardean de realistas. Sostener que los tiburones son una plaga es la quintaesencia del embuste televisado. La escabechina la defienden los del usted no lo cantaría si devorase a su hija. A su hija recién nacida, aterida, llorosa y sola, se relamen. Los duros. Lo del esto lo arreglo yo poniendo el huevamen sobre la mesa. Los del qué fácil lo suyo, no diría lo mismo si tuviera que nadar en una playa donde hay tiburones, cuando al menos servidor sí lo hace, pues el blanco habita la Costa Este de EE.UU., de Cape Cod o Nantucket a Florida; también el Mediterráneo, por cierto, especialmente el estrecho de Messina, el litoral de Malta, el Adriático y las costas de Túnez y Libia. O al menos era así antes de transformarse en vertedero. Matarlo es una decisión política, en el peor sentido, para un problema, el de la convivencia con el de una fauna salvaje acorralada, que exige prudencia. El ventilador propagandístico opera mediante códigos ajenos a la ciencia; el desdichado rodeo por Perth, suma de tragedias, contextualiza nuestro homenaje a Ron Taylor, fallecido mientras sus paisanos acusan de señoritos de agua dulce a los biólogos. Investido en 2003 con la Orden de Australia, el más alto honor civil del país, Taylor había nacido en marzo de 1934 y su trayectoria es la de un tipo inteligente. Comprendió a tiempo que es insostenible una naturaleza transformada en granja de infinitos recursos o coto de matarifes. Enganchó a millones al respeto por el medio marino. Suyas fueron las grandes campañas para salvar la Gran Barrera de Arrecife. Frente a los documentalistas mercenarios, encantados de posar como tarzanes, fue un hombre prudente, consagrado a pasar a limpio la belleza del mundo. Hijo de fotógrafo, contrajo matrimonio con Valerie en 1963. Un año antes había rodado su primer documental submarino. Imagino que estaría angustiado con los ataques de los últimos meses. Conocía bien la deriva milenarista, mesiánica, que podían seguir en manos de chamanes sin escrúpulos. Tampoco era un ingenuo. Durante la grabación de Blue water, white dead un tiburón oceánico le golpeó en la cabeza y a punto estuvo de ahogarse. En 1972 resbaló de la cubierta de un barco y cayó entre un grupo de tiburones blancos a los que acababan de cebar con medio caballo. Seamos serios. Una poderosa razón para engancharse a los tiburones es que, sí, pueden matarnos. Su hálito misterioso, las profundidades donde vive, lo irrestible de temer a una fiera a la que deseas bien aunque preferirías no encontrar hambrienta. Morir en la boca de un jaquetón o un tigre de Siberia, o en los anillos de una pitón reticulada, no parece el sueño de nadie. Pero necesitamos que existan para seguir soñando. Quién quiere reducir la naturaleza a un jardín de bonsáis. Si penetras sus dominios asume el riesgo, por lo demás mínimo, al menos en el caso del gran blanco. Un poco mayor si tu propósito es remontar a nado el río Mara mientras saludas a los cocodrilos. Rebelarse contra el tópico del tiburón demoníaco fue el mantra de Taylor. Había que protegerlo porque nos jugamos la supervivencia de los ecosistemas, la nuestra, por más que nos creamos, ingenuos, enajenados del planeta, independientes u omnímodos. Ante la cacería patrocinada en Australia tendríamos que cabrearnos si no queremos legar un mundo de mierda. Saqueado. En llamas. Expoliado hasta el chasis. Ni siquiera domesticado o sometido, sino esterilizado, donde el recuerdo de las grandes criaturas del mar, la tierra o el viento sea guano histórico, pasto de museos, epitafio. Los tiburones no son heraldos del mal sino criaturas fascinantes. Adornadas con los cinco sentidos habituales más la información que le proporcionan las ampollas de Lorenzini para detectar campos eléctricos y una línea lateral que les permite conocer los cambios de presión y movimientos en el entorno (como nuestro oído interno, pero a lo bestia). Los tiburones, el tiburón blanco, engendraron el mito de Jonás, al que los antiguos denominaban pez perro y cuyos dientes, encontrados en la arena, tomaban por lenguas de dragón. Cuentan que la primera narración de la historia de un ataque de tiburón es de Herotodo. El lobo feroz del cuento es más interesante que las habladurías. En Samoa lo adoran y en otras islas del Pacífico se le tenía por un animal benefactor al que mejor no enojar. Algunas especies no han sido descubiertas hasta mediados de los setenta y con más de 400 distintas encontrarán habitantes del mar abierto y la costa, gigantes y enanos, especialistas en vivir bajo los hielos boreales y dueños del arrecife, tranquilos comedores de plancton, viajeros perpetuos. Tampoco podemos asegurar la supervivencia del tiburón blanco con programas de cría en cautividad. El acuario de Monterrey ha sido el único capaz de exhibir ejemplares, siempre crías o, a lo sumo, preadolescentes, y siempre ha tenido que soltarlos a los pocos meses: acaban negándose a comer o se estrellan contra el vidrio del tanque una y otra vez o atacan a sus vecinos. Debemos defenderlo antes de que la autoridad competente y el odio a lo desconocido o incontrolable decrete su exterminio. Taylor recordaba que «los tiburones ignoran a la gente. No son nuestros amigos ni nuestros enemigos«. Quizá sea el hecho de que ni siquiera en caso de atacarnos los mueva otra motivación que la ciega supervivencia, ese pasotismo, o su reverso, la pura curiosidad, lo que irrita a algunos. Imposibilitados para articular un relato libre de antropocentrismo demenciado. Incapaces de asumir que ni creados a imagen de ningún ente barbudo ni plato de gusto del tiburón ni centro de nada excepto, tal vez, de un ego enfermo.
Van Sommeran, fundador y director de Pelagic Shark Research Foundation, para Smithsonian: “La gente tiene que aceptar los términos que impone el medio al que acuden a disfrutar. Hay ríos con cocodrilos y bosques con serpientes venenosas, y hay tiburones en el agua. Tienes que ajustar tu comportamiento al lugar, no al contrario (…).
Nada que añadir, es justamente eso.
Eso en cuanto a la gente medianamente ‘racional’, idiotas pero con capacidad de raciocinio. Si quieren nadar o hacer surf en una zona de tiburones, que se pongan un traje de cota de malla, ¡estúpidos engreídos!
Para echar de comer aparte, las jodidas sopas y demás mierdaempresas. Me ahorro los epítetos/improperios.
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Sr. Valdeón, ¿era necesario poner su nombre en el título del artículo cuando ya va firmado?, da lugar a equívoco. Por otra parte, vuelta a lo de siempre, tiburón con exclamaciones. ¿Porqué no ‘La sombra sobre el tiburón’…? por ejemplo. La sombra que proyecta el ser humano sobre este magnífico y enigmático pez.
Sl2
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Impresionantes fotografías, mi enhorabuena
Si no fuera por el tono innecesariamente agresivo, suscribiría de pe a pa el comentario incial que cita a Van Sommeran
Una gran película, la verdad!