Cuando un cerdo es conducido al mercado, ¿es el hombre o la cuerda quien lo sujeta? ¿Tenía Cristo prepucio o fue circuncidado? En tal caso, al ascender nuestro salvador a los cielos… ¿el prepucio también lo hizo pese a estar separado de su cuerpo? ¿Cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler? Y qué decir de los razonamientos gualídicos, así llamados en honor a Gualón:
1) Tienes lo que no has perdido.
2) No has perdido cuernos.
3) Luego tienes cuernos.
O este otro:
1) Ratón es una palabra.
2) Una palabra no roe queso.
3) Luego el ratón no roe el queso.
La época medieval fue un hervido de actividad intelectual en torno a estas y otras apasionantes quaestiones disputatae que todos alguna vez nos hemos hecho. Las universidades enseñaban el compendio de los saberes de su tiempo, el trivium (gramática, retórica y lógica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), y para ello contaban con dos métodos de enseñanza: la lección y la discusión. En la primera el maestro realizaba la lectura de un texto ante sus alumnos, que consistía en la explicación del mismo añadiendo algunas aportaciones propias.
El otro método de enseñanza era la discusión, que consistía en que dos oradores defendían posiciones opuestas en torno a una cuestión bajo el arbitraje de un maestro. El debate podía prolongarse durante varios días y concluía con una exposición a cargo del maestro de los argumentos más relevantes de las partes, dictando entonces la solución. En la llamada disputa cuodlibética, el tema a tratar era libre y escogido por cualquiera de los presentes.
Esos debates eran realizados en público y en ocasiones generaban una altísima expectación. Se trataba de duelos dialécticos donde quizá nadie acabase con una lanza atravesada en el costado pero sí con una, simbólica, en su orgullo. No era un juego de vida o muerte, era algo —al menos de acuerdo a la mentalidad masculina— aún más importante: se jugaba el prestigio de cada contendiente. En ellos un maestro podía ver arruinada su carrera o bien adquirir nuevos alumnos. Se trataba, en definitiva, de ver quién tenía razón.
Y es que no hay duda de que tener razón es uno de los mayores placeres que la vida puede depararnos. Tener razón es hallar un sentido y un orden al mundo, encontrar el respaldo de los hechos y de la lógica y reafirmarse en el propio criterio con el que valoramos las cosas. Pero para todo ello es preciso que otros nos la den, ya sea con entusiasmo o a regañadientes. Nada sería más frustrante que ser la única persona cargada de razón en un mundo de locos.
De esa necesidad de convencer a los demás de lo equivocados que están surge el arte de la dialéctica y sus artimañas. Esa réplica ingeniosa, esa comparación siempre pertinente en todo contexto y debate del contrincante con el nazismo, el recurso a la ironía o al hombre de paja… en definitiva esos momentos que preludian el “¡zas en toda la boca!” tras los que uno debe dar por concluida su intervención —puesto que tener la última palabra no es tener razón, aunque muchos lo confundan— y disfrutar del olor a napalm. En fin, son experiencias que han revivido un gran auge con Internet, donde hasta los hechos más evidentes son opinables y siempre es necesario escribir un comentario porque alguien en algún lugar está equivocado sobre algo. Qué es si no Twitter, salvo una gigantesca congregación de réplicas mordaces a argumentos que a menudo nadie ha dado. Solo Hitler estaría en desacuerdo en esto.
Pues bien, como veíamos las actitudes en el siglo XI no eran muy diferentes. Fue en este momento cuando aparece Pedro Abelardo, uno de los hombres que más empeño ha puesto de toda la historia de la humanidad por tener razón en un debate, pero cuya fama procede en cambio de la trágica historia de amor que protagonizó.
La relación de Abelardo y Eloísa ha llegado a convertirse en uno de los iconos románticos más reconocidos, como puedan serlo Romeo y Julieta o Tristán e Isolda. En Los Soprano vemos por ejemplo cómo el amante de Carmela le narra la historia cuando están juntos en la cama, Joaquín Sabina los menciona en una de sus canciones y el escritor Mark Twain en su Guía para viajeros inocentes también alude a ellos, entre otros ejemplos. En palabras del historiador Jacques Le Goff, “es la primera gran figura de intelectual moderno —dentro de los límites de la modernidad del siglo XII— Aberlardo es el primer profesor”.
Nacido cerca de la localidad bretona de Nantes en 1079, tuvo por padre a Berengario, un noble que quería que sus hijos heredasen el oficio de las armas. Abelardo mostró desde muy joven una fuerte inclinación por el estudio, en sus propias palabras “cambié las armas de la guerra por las de la lógica y sacrifiqué los trofeos de las guerras a los conflictos de las disputas”. No puede ser más revelador este símil acerca de cómo entendía el debate, una continuación de la guerra por otros medios.
Como tantos otros estudiantes de su tiempo recorrió varias provincias, adquiriendo todos los conocimientos de una escuela y un maestro y saltando a la siguiente. Fue uno de ellos, Roscelino, el que le puso en contacto con la gran polémica intelectual de su tiempo y a la que él posteriormente haría una gran aportación: la cuestión de los universales. Iniciada por Platón, que distinguía entre las cosas concretas y las ideas universales que las inspiraban (el Bien, la Belleza, la Justicia…), el debate estaba en torno a si esos universales existían en la realidad o solo en el pensamiento. Una rosa es algo concreto, real, que crece en el campo, pero ¿existe como entidad corpórea el concepto “rosa”? ¿Tiene cada rosa concreta en su esencia una “rosicidad”? ¿Si ya no existieran rosas tendría sentido el nombre de la rosa?… Ese tipo de cuestiones. La respuesta que dio Abelardo fue tajante: incorporea quantum ad modum significationis. Aunque supongo que no es necesario traducirlo viene a ser “las palabras son cuerpos, pero su sentido no lo es”.
Pero no adelantemos acontecimientos, Abelardo era todavía un joven estudiante que absorbía como una esponja todos los conocimientos de las escuelas de provincias por las que pasaba, hasta que llegó el momento de acudir a París. Allí asisitirá a las clases del maestro más célebre de su tiempo, Guillermo de Champeaux. Dice al respecto nuestro protagonista:
“Permanecí a su lado algún tiempo, siendo aceptado por él. Después llegué a ser para él un gran peso, puesto que me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones y a arremeter a menudo en mis argumentaciones contra él. Y, a veces, me parecía que era superior a él en la disputa.”
Guillermo se posicionaba como realista en la cuestión de los universales. Es decir, creía en su existencia real, en oposición a los nominalistas. Pero retado por su impertinente alumno no le quedó más remedio que hacer algo extremadamente doloroso: cambiar de opinión. Finalmente, abandonado por sus alumnos, Guillermo de Champeaux se vio obligado a retirarse de la enseñanza. Abelardo, triunfante, decide entonces instalarse como maestro en su mismo lugar, la Montaña Santa Genoveva. Como si fuera un terreno conquistado y marcando así para la posteridad la geografía parisina. Allí su prestigio no deja de crecer, pero necesita nuevos retos. Se propone entonces asaltar un nuevo ámbito intelectual, pasando de la lógica —un saber en el que ya no tenía adversario— a la teología, donde impera el más ilustre de su tiempo, Anselmo. Así que acude a la localidad de Laón para convertirse en su alumno:
“Me acerqué pues a ese anciano que debía su reputación más a sus muchos años que a su talento o cultura. Todos los que lo abordaban en busca de su opinión sobre un asunto en que se sentían inseguros se marchaban más inseguros aún. Si uno se limitaba a escucharlo parecía admirable, pero si se lo interrogaba era una nulidad. En cuanto a las palabras era admirable, en cuanto a la inteligencia digno de desprecio y, en cuanto a la razón, fatuo.”
Para rematar su desprecio, decide improvisar un comentario a Ezequiel (¿tal vez el 25:17?) tan brillante que causó sensación entre los discípulos de Anselmo y este, herido en su orgullo, le prohíbe continuar. Como allí ya no tenía nada más que hacer, Abelardo vuelve a París con la satisfacción de haberse anotado otra victoria. Una vez de nuevo en la ciudad le ofrecen la cátedra de las escuelas de Notre-Dame. donde su fama se acrecenta hasta niveles legendarios. Un contemporáneo, Fulco de Deuil, lo ensalzaba así:
“Todos los habitantes de la ciudad de París y de las provincias de la Galia, próximos o lejanos, tenían sed de oírte, como si, fuera de ti, no pudiera encontrarse saber alguno (…) No existe distancia, ni monte por elevado que sea, ni valle profundo, ni camino tan difícil capaz de desalentarlos a que se apresuren a tu encuentro a pesar de los peligros y los ladrones”.
Dice Abelardo de sí mismo en aquel tiempo “creía que en el mundo era yo el único filósofo”. En ese momento es cuando conoce a Eloísa y su vida cambiará para siempre.
Eloísa entra en escena
Corría el año 1118 y nuestro protagonista quedó impresionado por una chica de apenas 17 años cuya belleza solo era igualada por su inteligencia. Una joven llamada Eloísa que rehuía las frivolidades del mundo para entregarse al estudio, algo excepcional en las mujeres de aquella época. Abelardo, que se definía como alguien alejado de la inmundicia de las prostitutas y de las conversaciones mundanas, vio en ella a un alma gemela. Su siguiente paso estaba claro, según explica con su habitual modestia:
“Pensé que podía hacerla mía, enamorándola. Y me convencí de que podía lograrlo fácilmente (…) era tal entonces mi renombre y tanto descollaba por mi juventud y belleza que no temía el rechazo de ninguna mujer a quien ofreciera mi amor”.
Para ello acordó con el tutor de Eloísa, su tío Fulberto, tomarla como discípula a cambio de alojamiento y comida. Este era conocedor del enorme prestigio del que gozaba el filósofo y creyó hacer un gran negocio. Pero lo que Abelardo comenzó a enseñarle a su nueva alumna fue otra cosa:
“Con pretexto de la ciencia nos entregábamos totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácilmente a sus pechos que a los libros”.
Ella por su parte estaba encantada de alojarlo entre sus piernas: “¿Qué reina o gran mujer no envidiaría mis placeres y mi cama?”. Así transcurrieron los días con gran felicidad para los dos amantes hasta que Fulberto los descubre e indignado expulsa de su casa a Abelardo. Esto no impedirá que la pareja continúe viéndose furtivamente, convirtiéndose así en la comidilla del París de su época. Algo que no parece importarle, “si vivir así es un delito, yo amo ese crimen”, afirma. Ya sabemos entonces de donde proviene el “si rocanrolear es delito, que me detengan” del Guitar Hero. Pero entonces surge el siguiente contratiempo: Eloísa queda embarazada.
A espaldas de su tío, huyen juntos —con ella disfrazada de monja— a la localidad natal de Abelardo, donde Eloísa dará a luz. A ese hijo no se les ocurrió ponerle mejor nombre que Astrolabio, que quedará desde entonces al cuidado de la hermana del filósofo. Varios meses después este decide volver a París para presentar sus disculpas a Fulberto y proponerle un acuerdo con el que salvar la honra. Contraerá matrimonio con ella. Su propuesta es aceptada pero Abelardo siente que eso conllevará una considerable pérdida de prestigio ante sus alumnos. En aquella época en el ámbito académico casarse era visto como una vulgaridad, algo que irremediablemente le alejaba a uno de la sabiduría. Ella, contraviniendo sus propios intereses, también lo ve así en una carta que le escribe tras enterarse del acuerdo con su tío:
“No podrías ocuparte con igual cuidado de una esposa y de la filosofía. ¿Cómo conciliar los cursos escolares y las sirvientas, las bibliotecas y las cunas, los libros y las ruecas, las plumas y los husos? Quien debe absorberse en meditaciones teológicas o filosóficas ¿puede soportar los gritos de los bebés, las canciones de cuna de las nodrizas, el ajetreo de una domesticidad masculina y femenina? ¿Cómo tolerar las suciedades que hacen constantemente los niños pequeños?”
De manera que finalmente se casan en París, pero poco después Abelardo la envía al monasterio de Argenteuil como novicia. Esta jugada hace entrar en cólera a Fulberto, que se siente agraviado ante un matrimonio al que había entregado a su sobrina y que al final ha resultado ser una farsa. Su venganza será terrible. Una noche acude junto con varios compinches a casa del filósofo, lo asaltan y le cortan “los órganos de la propagación”. A la mañana siguiente la castración de Abelardo es noticia en toda la ciudad. No solo había perdido su bien más preciado como hombre, sino que debía enfrentarse al escarnio de verse envuelto a los ojos de todos en algo tan mundano y alejado de las cumbres de la filosofía y teología en las que tan bien se manejaba. Como dijo posteriormente, el orgullo le dolió mucho más que la herida. Aunque sus agresores fueron capturados y se les arrancaron los ojos y las partes pudendas, Abelardo no encontró consuelo en ello y decidió retirarse al monasterio de Saint-Denis.
Pero allí no tarda en ser centro de nuevas polémicas. Decidido a expiar sus pecados, recriminaba frecuentemente a los demás monjes su relajación de costumbres, escribe un libro sobre teología que alcanza un notable éxito pero que por su carácter polémico es quemado por las autoridades y —quizá lo más ofensivo para sus compañeros de reclusión— demostró con gran elocuencia que el fundador del monasterio no era Dionisio Areopagita, al que ellos veneraban, una polémica que hace intervenir nada menos que al rey Luis VI. Así que finalmente se ve obligado a huir de Saint-Denis en plena noche. El obispo de Troyes se apiada de él y le entrega un pequeño terreno, donde construirá un pequeño oratorio, el Parácleto. Ese periodo de soledad terminará pronto, en cuanto se corra la voz entre los alumnos de las provincias galas del lugar en el que ahora vive Abelardo. Deseosos de escuchar al maestro, llegan en oleadas creando todo un campamento estudiantil en la región. Dos de sus apóstoles, San Bernardo y San Norberto, organizan un complot en su contra, lo que le llevará a refugiarse en un monasterio bretón, donde es nombrado abad. Allí se entera de que Eloísa ha sido expulsada del convento en el que vivía y le ofrece instalarse en el Parácleto.
Los antiguos amantes se reencuentran, pero esta vez como hermanos en Cristo. Más adelante Abelardo regresa a París a enseñar y seguirá manteniendo correspondencia con ella. En las cartas que posteriormente se harán célebres y conocerán una gran variedad de adaptaciones literarias, frente a la actitud más sosegada y aparentemente distante del filósofo, adaptado a esa nueva etapa en una relación ya puramente platónica, se percibe la inmensa admiración y apasionamiento de Eloisa por él, aunque de vez en cuando también va dejando caer sutilmente algunos reproches. Por algo eran marido y mujer.
Mientras tanto, de nuevo en la Montaña Santa Genoveva, Abelardo vuelve a disfrutar del prestigio de antaño como maestro y continúa escribiendo libros y metiéndose en nuevas polémicas. La que más resonancia tuvo fue sin duda la que le enfrentó a Bernardo de Claraval. Este era el más célebre predicador de su tiempo y fundador de más de 60 monasterios por toda Europa. Consideraba que Abelardo estaba inclinándose peligrosamente hacia la herejía en su doctrina y contacta con varias autoridades para que “se le imponga silencio”. Nuestro filósofo tomó entonces la iniciativa y retó a un debate público a Bernardo que habría de celebrarse el 2 de junio del año del Señor de 1140, día de Pentecostés. Aprovechando una exposición de reliquias que atraería a las celebridades de su tiempo a la localidad de Sens. Entre ellas el Rey de Francia, para entonces Luis VII. Como la fama de duelista imbatible precedía a Abelardo, Bernardo se mostró reticente al comienzo:
“En un principio quise rechazar el enfrentamiento, porque él es un disputador desde su infancia, igual que Goliat era guerrero, mientras que yo no soy más que un niño de pecho en comparación con él (…) Pero Abelardo se obstinó mucho más aún en su petición, reunió a sus amigos, escribió contra mí a sus discípulos e hizo saber por todas partes que me respondería en el día señalado. Todo ello al principio no atrajo mucho mi atención, pero a continuación acabé por ceder, siguiendo el consejo de mis amigos, que me hacían ver que, si no comparecía, escandalizaría a los fieles y mi adversario no podría sino jactarse de ello.”
Así que recogió el guante y llegó con gran expectación el día en el que iba a tener lugar lo que prometía ser el combate teológico del siglo. La multitud se agolpaba en la catedral de Sens, junto con obispos, arzobispos y el rey. Bernardo subió a la tribuna y expuso los errores que a su juicio se encontraban en los escritos de Abelardo. Cuando finalizó, el filósofo fue invitado a subir para refutarlo. Como era el siglo XII no había una nube de flashes, ni locutores enfervorecidos retransmitiendo a todo el planeta, ni estadios que enmudecían en un segundo que se hacía eterno… pero el caso es que había tensión en el ambiente. Abelardo tenía la oportunidad de volver a mostrar con brillantez cuánta razón le asistía, alcanzar una nueva victoria… pero rehusó tomar la palabra. El día anterior Bernardo había estado moviendo los hilos en una reunión secreta con los prelados para lograr que el debate se convirtiera en realidad en un juicio contra su rival. En esa estratagema estaba el motivo de que hubiera aceptado el duelo el muy intrigante. Dado que el filósofo no salió a defenderse al haberse olido la jugada, los prelados no pudieron emitir el veredicto sobre su supuesta herejía y tuvieron que delegar la causa a sus superiores en Roma, en un procedimiento ya meramente burocrático. Abelardo logró así salir vencedor una vez más, pero esta vez sin abrir la boca.
Apenas dos años después, este espíritu inquieto tiene su final tras una existencia en la que fue intensamente aclamado y perseguido allá donde fue, una vida en la supo disfrutar del placer de la sabiduría, del pecado y de que le dieran la razón —con entusiasmo o a regañadientes— en la infinidad de justas dialécticas en las que se metió. Más de dos décadas después morirá su amada Eloísa, que será enterrada junto a él.
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no hay nada mas orgasmico que dejar sin argumentos a un capullo, no soy de los que creen en la reencarnacion pero….
He leído o visto pocas historias de amor o desamor mejores en este año. Y si no fuera tan joven aún casi diría en esta década.
La mitad del artículo está copiado de un libro titulado Los intelectuales de la Edad Media.
Hola Juan c., lo único copiado son las citas entrecomilladas. Las fuentes que he utilizado son «Eloísa y Abelardo» de Régine Pernoud, «La filosofía en la Edad Media» de varios autores y ese libro que mencionas, cuyo autor cito en el artículo, Jacques Le Goff.
A mí la historia nunca me ha parecido demasiado romántica, la verdad. Y Abelardo siempre me cayó mal.
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Me caen gordos todos los protagonistas de la historia (al fin y al cabo eran todos franceses), pero el que más el, en palabras del infravalorado Carlo M. Cipolla, «pelma» Bernardo de Claraval.
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