El hecho de que la música compuesta para una ficción olímpica haya terminado ambientando, treinta años después, las ceremonias de entrega de medallas en una Olimpiada real, me parece una de las cosas más encantadoras de Londres 2012. Es, con diferencia, el momento que más disfruto: ver a los atletas en su performance hacia al pódium mientras pienso —admito que de manera no muy articulada, y sólo hasta que el himno del vencedor interrumpe implacable a Vangelis— en los vericuetos que conectan arte y realidad.
También, por ejemplo, en la cuenta atrás antes del despegue de un cohete. Este símbolo máximo de la precisión técnica tiene su origen en un recurso cinematográfico: fue Fritz Lang quien primero la utilizó al lanzar en 1929 la nave tripulada de su película La mujer en la luna. Justificó el que la cuenta fuese hacia atrás con el aplastante argumento de que hacia adelante los espectadores lo habrían tenido complicado para prever cuándo terminaría la secuencia numérica, mientras que sabiendo el final de antemano —ese cero que esperamos con emoción— se conseguía la tensión dramática apropiada. Lo fascinante es que a los futuros ingenieros aeroespaciales, a quienes tanto les daba ir hacia adelante que hacia atrás (los ejecutantes de un lanzamiento lo tendrían que ensayar millones de veces), esa concesión al suspense les pareció estupenda.
Tales trasvases desde lo poético al grosero mundo tangible me parecen fascinantes. En realidad todo relato —esté hecho de versos o de ecuaciones quínticas— no es más que eso: un relato, una versión. Nuestra Historia (esto es, la historia de lo que presuntamente sucedió) empieza en Heródoto simplemente porque él (o Tucídides, según Hume) fue el primero que se tomó la molestia de contarla, por supuesto a su manera. Lo contado se transfigura en verdadero muy a menudo, y lo verdadero en leyenda con igual facilidad: la nómina de Priscilianos convertidos en apóstoles Santiago y caudillos de no sé qué tribu transformados en reyes de Camelot es bastante extensa. Resulta divertidísimo comprobar cómo incluso hoy, en la “sociedad de la información”, el rey Arturo y Robin Hood son para mucha gente —para el 50% y el 25% de los británicos en cada caso, según una encuesta de 2004— figuras históricas reales, mientras Adolf Hitler se está convirtiendo —ya lo era para el 10% según los mismos datos— en un personaje de ficción (para ser justos hay que destacar el paulatino retorno de Hitler al mundo real, reflejado en otro estudio de 2009: entonces uno de cada veinte niños ingleses ya pensaba que había sido un famoso entrenador de fútbol). La ficción lleva colonizándonos desde el principio, y ahí está Jesucristo para demostrarlo, quizá el personaje más exitoso de todos los inventados.
Cualquier triunfo del arte sobre lo real parece digno de celebrarse, y yo reconozco que en este punto suelo excederme. Luego pienso en los nazis y en su teatro siniestro —todo mentira: de las atrocidades racistas que Mengele cometía en nombre de la ciencia a las escenografías que Albert Speer intentaba hacer pasar por arquitectura— y caigo en la cuenta de que tal vez la ficción haya sido, también, el germen de los mayores desastres de Occidente. De la leyenda a la propaganda solo hay un paso, y de aquí al terror uno más pequeño todavía. Hitler era un loco de la antigua Grecia que a duras penas soportaba que Himmler anduviese por ahí desenterrando cromañones arios, en busca de piedras filosofales y quimeras de este estilo. ¿Por qué esa miseria —tan primitiva comparada con la gloria clásica mediterránea— tenía que salir a la luz?, se quejaba amargamente. Él prefería ficcionar un futuro de hechuras helénicas para su Reich de los 1000 años antes que desvelar la verdad harapienta del pasado germano.
Así, en absoluto puede extrañar que hayan sido precisamente los nazis quienes, a través de sus estadios monumentales, de la incorporación de rituales como el de la antorcha olímpica, de una cobertura televisiva pionera y de la apología de los cuerpos perfectos que Leni Riefenstahl plasmó en Olympia, dieron el empujón definitivo en 1936 para que los Juegos Olímpicos se convirtiesen en lo que hoy son en grado anabolizado: el Gran Espectáculo de Masas Global: masas de atletas, masas de espectadores, audiencias masivas y, por supuesto, masas de dinero. Como show, a mí Londres 2012 me está resultando en general bastante anodino, empezando por su caótica inauguración: de una literalidad escénica aburridísima, perpetrada por uno de los exponentes de esa cansina frivolidad en la que hoy se regodea el mainstream cultural. Pero algún detalle para una exigua lectura estética sí que nos va dejando. Además de las incursiones de Vangelis, el héroe Pistorius: en mi opinión la estrella de los Juegos por encima de los Phelps y Bolt. Un auténtico protociborg que consigue hacer buena la doctrina de Stelarc sobre el cuerpo obsoleto; otro cuento de ficción hasta hace bien poco.
Todos lo son en realidad, desde Homero hasta los lobishomes, y el que todavía no crea en ellos es porque sobrevalora la confortabilidad de lo real. Si andan por Londres estos días, vayan con cuidado:
No sólo es pobre lo que cuenta, también cómo lo cuenta.
¿Por qué hay siempre lectores tan amarguillos? no sé qué necesidad de añadir comentarios tan desaprensivos.
Pingback: Lobishomes de Londres (y otras ficciones olímpicas)
Te ha venido al dedillo Warren Zevon eh? (Adoro esta canción jaja)
Me encanta la palabra lobishome, me recuerda tanto a mi Galicia de infancia…
Ah, y muy interesante la comparación ficción realidad (no conocía la historia de los despegues).
PD: Vangelis ha sido lo que más me a gustado a nivel artístico en estos juegos, desde el primer momento en que sonó durante la inauguración.
Curioso. Muitos parabéns.
«Como show, a mí Londres 2012 me está resultando en general bastante anodino, empezando por su caótica inauguración: de una literalidad escénica aburridísima, perpetrada por uno de los exponentes de esa cansina frivolidad en la que hoy se regodea el mainstream cultural.» Siiiiiiiiii.
Gracias por vuestros comentarios, también a Pepito.
Muy fan de la gente que solo comenta para decir que no le ha gustado el texto. Seguramente ellos lo habrían hecho mejor. En fin…