Yo no sé a ustedes, pero a mí leer el título original de la reciente serie de artículos sobre imprescindibles en literatura y cine me dejó completamente desconcertado. Por lo general, parece que los redactores que me preceden han interpretado correctamente que el espíritu de la propuesta busca recomendar al lector la mejor obra literaria junto con la mejor obra cinematográfica —alguno ha añadido incluso algo de música—. Pero yo leía el titular y no acertaba a ver más que una adivinanza, un puzle, quizá un koan, sin solución racional posible: El libro que leería durante la película que no puedo perderme. ¿Cómo puede uno leer un libro durante una película, la mejor de ellas? ¿Cuán bueno tiene que ser ese libro? ¿Cómo se mira a la vez pantalla y papel y lo capta uno todo sin quedarse bizco o volverse loco? ¿Cuántas vueltas daría Stendhal en su tumba en el proceso? ¿Flaquearía la fuerza irresistible y tomaría las de Villadiego el objeto inamovible ante la inefabilidad del conjunto?
Por ahí andaba yo, pensando obstinadamente que aquello encerraba algo más, que había trampa. Que no podía ser ni libro, ni película, sino otra cosa. Y resulta que, con el dilema en mente, quizá tuve la respuesta ante mis narices como 15 veces hasta que lo vi claro. La solución era un cómic.
Lo tenía todo; una composición narrativa a través de una serie de imágenes en secuencia que, además, puede usar el texto escrito como medio complementario. Si bien con el tiempo ha ido desarrollando un lenguaje propio, clásicamente era considerado como un medio artístico a caballo entre literatura y el cine, amén de otras artes. Y el cine, por su parte, posee también un documento intermedio de organización de las escenas y sus planos —posterior al guión escrito y anterior a la obra filmada— los storyboards, que son prácticamente cómics.
Y por qué no decirlo, aquella respuesta barría vivamente hacia el terreno que mejor manejaba yo.
Una vez encontrada la ruta, había que llegar a puerto. Pero la travesía fue rápida. No existe cómic que yo pueda recomendar mejor, a sazón de sus virtudes tanto literarias como cinematográficas, que V de Vendetta de Alan Moore y David Lloyd. Y qué mejor obra que la protagonizada por un héroe sedicioso para ir a contracorriente de la dinámica general de esta serie de artículos. Si la gran mayoría recomendaba un gran libro y película y explicaban de paso los rasgos comunes que compartían —o cómo se complementaban— aquí llegaba un servidor para hacer la prestidigitación a la inversa: tomar una sola obra y partirla en libro y película.
Empecemos pues.
V de Vendetta, el libro, de Alan Moore
Dar el corte inicial no es especialmente sencillo. V de Vendetta nace del intercambio masivo de conceptos, ambientaciones y documentos históricos, con los que guionista y dibujante se facilitaban el uno al otro —si bien a ratos, confiesan que también se mareaban la perdiz de maravilla— llenando el baúl de las ideas hasta que apareció brillantemente la figura de Guy Fawkes que esclareció todo el conjunto. Antes de llegar a ese punto, Moore había establecido toda una serie de obras y fuentes de inspiración. Las literarias tuvieron un peso notable contando entre ellas 1984 y Farenheit 451. Moore tenía también en mente a autores como Thomas Pynchon y Thomas Disch y el relato de Harlan Ellison¡Arrepiéntente, Arlequín!, dijo el Hombre Tic-Tac. También alguna figura del folclore inglés como Robin Hood. Y alguna novela de aventuras, como El Conde de Montecristo. Pero no quiero destacar las virtudes literarias de V de Vendetta solo a partir de una enumeración wikipédica de sus referentes e influencias, cuando podemos hallar estas mismas a muchos más niveles.
Empezando por su protagonista, V se construye a través de la parafernalia superheroica clásica pero en este caso remozada a través de aspectos de las grandes artes. Disfrazado con capa larga y con una debilidad por el drama, su guarida secreta es la Galería en la Sombra una suerte de museo de todo el arte y cultura que ha podido preservar de la destrucción fascista. Las frases de batalla —alentadoras o intimidatorias— del género quedan suprimidas aquí para dejar paso a citas de autores como Shakespeare durante las refriegas con sus enemigos, que sufren en sus carnes los pentámetros yámbicos del enmascarado. ¿Y su nombre? Una sola letra —unidad mínima en escritura— queda llena de múltiples significados, blasona los títulos de los 36 capítulos con esmerado acierto y envuelve al personaje en una complejidad misteriosa.
Pero no termina ahí. Esta no es la historia de un revolucionario variedad de jardín que cita a autores de memoria y acto seguido levanta el puño gritando «¡por la libertad!, ¡por la justicia!«, y consignas al uso —por válidas que estas sean— para jalear a la masa. Moore dota al personaje con recursos autorales propios, manejando constantemente la metáfora para despertar mentes y agitar corazones, lo que define con diferencia su estilo. Pongamos como ejemplo el fabuloso soliloquio ante la estatua de la justicia en el que expresa su relación con ese ideal representándolo como un caso de relación amorosa traicionada, explicándose perfectamente su abrazo a la anarquía. Otro pasaje magistral es el del mensaje televisado a la población. En este caso, V elige dirigirse al público —globalizado en la humanidad grosso modo— como al empleado de una empresa ficticia al que se le está pegando un rapapolvo desde arriba por su poca falta de iniciativa al llevar la empresa. ¿Por qué un enmascarado anarquista escogería un modelo administrativo para sublevar al personal? Probablemente, porque da por hecho que de tan enfrascados que están en el sistema, es el único idioma que entenderán.
Pero lo más interesante de V es que al final mensaje y persona acaban siendo uno, convirtiéndose en una idea encarnada —como otro «personaje idea» de Moore particularmente reseñable, pero de características muy distintas, que vendría después, Promethea— una entidad inmutable durante toda la historia que encarna unos valores muy concretos. La genial cita a recordar en este caso: «¿Creeías poder matarme? No hay carne ni sangre que matar bajo esta capa. Solo hay una idea. Las ideas son a prueba de balas».
Y si quisiéramos comprender sus motivos profundos, se nos presentan dos textos cruciales, dos libros dentro del mismo libro. El primero de ellos es el diario de la doctora Delia que nos habla del origen del personaje, de su encierro y de los experimentos que se hicieron sobre él, sin darnos muchos datos sobre la persona que había sido. Es la perspectiva ajena dando cuenta del calvario al que fue sometido el confabulador definitivo. Sin embargo, el tormento de este no sería su «origen secreto» —usando la terminología superheroica—. Simplemente narra el contexto en el que este surge.
El segundo texto, la autobiografía de Valerie Page, es el origen de V. El «compuesto 5« mencionado en el diario de Delia se convierte en una mera anécdota en comparación. Moore realmente consigue que nos importe un carajo si el fármaco que le administraron al prisionero de la celda cinco lo volvió superinteligente, superrápido o supercabrón. Porque realmente es el sencillo y sincero relato de su vecina de celda lo que produce su transformación, su cambio, su liberación. De igual forma, es lo que permite también resistir a Evey durante su tormento personal.
Y así, la lectura de un relato de pura esperanza y voluntad, convierte a los espectadores en actores, a los lectores pasivos en autores de su propio destino, a las víctimas en uves. El poder catárquico queda en mayor relieve si cabe cuando nos fijamos en los personajes que están en circunstancias similares pero no pasan por él, en aquellos que están en la encrucijada de tomar las riendas de sus vidas o dejarse dominar por el poder del gobierno fascista. Rose, sin ir más lejos ilustra perfectamente lo que habría pasado con Evey de no haber conocido a V y cuál habría sido su lugar en ese opresor orden sin las palabras de Valerie. Sí, Evey deja de ser una víctima cuando pasa por su propio proceso de transformación, pero el mundo sigue siendo el mismo, aún hay mucho por hacer y el triste callejón que es la vida de Rose nos lo recuerda. Otro caso notable es el del deprimido detective Finch, que se somete a un proceso similar al que él cree que pasó V —para tratar de ponerse en su piel y así capturarlo— pero a través de alucinógenos. Se somete a un tortuoso delirio psicológico, llega hasta la celda de V, comprende que tuvo una revelación y la siente y la vive. Pero no calan en él ni ideas ni palabras. No toma contacto real con nadie más que consigo mismo. No le llega el amor de Valerie. Y, sí, consigue dar con su presa, pero acaba tan perdido y solo como lo estaba al principio, quizás más, porque pierde el último objetivo que daba sentido a su vida.
Podríamos concluir, pues, que esta es una historia sobre el anarquismo, sobre la necesidad de defender los ideales ante un orden opresor, efectivamente. Pero en su substrato queda la importancia de la narración como medio para la transformación. La comunicación de esos ideales tiene tanta importancia como el ideal en sí mismo. Y eso lleva la firma inequívoca de Moore.
V de Vendetta, la película, de David Lloyd
Si tuviéramos que ver una película en el cómic —y voy a tratar de no mencionar aquello rodado por los Wachowski, al menos hasta el final— habría que encuadrarla dentro de un noir predominante con toques de fábula. La ambientación es la de una Inglaterra gris y fascista —lo que mejor ha sobrevivido en un mundo de posguerra nuclear— morada por una numerosa variedad de los arquetipos del género: hijos de puta autoritarios, arpías dominadoras, gángsteres risueños, detectives melancólicos y un ciudadano medio sin voluntad ni esperanza que prefiere no chistar, limitarse a bajar la cabeza y ver lo que echan por la tele.
Lloyd da cuerpo magistralmente tanto al universo como al reparto de personajes que viven en él. Lo captura en su atmosférico claroscuro rodado a varias velocidades, según el ritmo de la narración o el pulso de la escena en concreto. El dibujo de Lloyd es pragmático, pero está lejos de quedar desprovisto de tono. Cinematográficamente, su estilo visual probablemente habría hecho las delicias del maestro del suspense Alfred Hitchcock por su efectivo uso de los espacios, del contraste entre luz y sombra. Los delirios oníricos, las pesadillas, los recuerdos fugaces, las caras de terror ante las revelaciones impactantes o la entrada del protagonista en escena, todas caen con naturalidad bajo el lápiz de Lloyd.
En el dibujante nació también la idea de usar a Guy Fawkes como referente icónico, dándole la vuelta al espíritu de condenar al conspirador y convertirlo en un héroe en este universo en particular. Los lectores de cómics de superhéroes que fueron los primeros en llegar a la obra —seguramente mucho antes que literatos y cinéfilos— debieron de encontrarse considerablemente confundidos. Se les presenta un enmascarado con una guarida subterránea, embozado en una capa nocturna, pero con una sonriente y pálida máscara. ¿Batman? ¿Joker? ¿Venganza? ¿Locura? Los autores rescataban a un conspirador repudiado folclóricamente en Inglaterra cada 5 de noviembre para darle imagen a su protagonista. Uno de difícil identificación para el aficionado al tebeo convencional de mallas voladoras.
Saltemos ahora al aspecto auditivo en el cómic. Lloyd propuso a Moore evitar el uso de recursos muy clásicos —a estas alturas algunos quizás dirían anacrónicos— del lenguaje propio del cómic como los bocadillos de pensamiento o las onomatopeyas escritas en el aire para dibujar los sonidos. Tal decisión unida a la cinemática dibujada de Lloyd acercaba la historia a la gran pantalla y el tono de noir se veía enriquecido cuando los pensamientos de los personajes —cuando sí quedaban escritos en el papel— aparecían en cuadros de diálogo como una voz en off. Respecto a los sonidos invisibles, sin embargo, no me decido si la virtud es cinematográfica o literaria, porque si la literatura tiene la capacidad de provocar una imaginación visual y auditiva en el lector a través de la palabra escrita, no menos efectivos son los dibujos de Lloyd al recrear en nuestra mente los sonidos de unos pasos, la lluvia cayendo sobre el asfalto, el capotazo de una capa al viento o el golpe del martillo de un revolver descargado, sin palabra alguna que acompañe a la acción.
No olvidaremos tampoco un par de eventos musicales representados gráficamente que bien valen como banda sonora: Este vicioso cabaret, con partitura incluida al inicio del Libro 2 (de mismo nombre); y la Obertura 1812 de Tchaikovsky que sirve precisamente como genial abrir de boca del principio del final de la historia.
Para finalizar este apartado me gustaría reseñar mi escena favorita de la película, una de posible ruptura de la cuarta pared. Hacia el final de la historia, Evey tiene el dilema de quien es realmente V y siente la tentación de desenmascararlo. Pero llega a una comprensión. Lloyd nos lleva con la joven —el personaje con el que más fácilmente podríamos identificarnos, el personaje a través del cual hemos vivido la historia— ante un tocador. El británico va acoplando su cámara, nuestro punto de vista, al punto de vista de ella mirándose frente al espejo. Y entonces, para concluir la página, nos muestra una sonrisa reflejada en primer plano. Es la sonrisa de Evey que en ese momento es idéntica a la de la máscara de V. Y quizás en ese mismo momento es también la nuestra, reflejada en las páginas del tebeo, cual espejo de papel.
Prestigio final
A estas alturas para finalizar el número de prestidigitación presente, lo adecuado sería recomponer a la voluntaria seccionada. Que de voluntaria no tenía nada. Moore, por lo general, no parece ver con muy buenos ojos las disecciones o sesgos de sus obras —o de las de otros—. Pero el observador atento sabrá que aquí no ha habido magia, sino truco. Como con el símil de la ayudante del mago, la obra nunca ha estado realmente partida en dos y estos minutos no han sido más que un puro ejercicio de análisis —y por qué no, de entretenimiento— para mostrarles un mismo cuerpo artístico desde dos puntos de vista diferentes.
Y si acaso sirva también como invitación a la misma a todo aquel que no la conozca más que por su adaptación cinematográfica. La de los Wachowski termina por ser más un Batman contra Hitler, —una ya repetida lucha unidimensional del bien contra el mal— que prescinde casi en su totalidad de lo auténticamente cinematográfico —y literario— del cómic.
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leí V de Vendetta hará unos 3 años cuando ya no pude resistir la curiosidad.
from hell me había . . . digamos que impactado por algunos momentos brillantes, por su prolijidad, pero también por sus defectos: subtramas desmadejadas y unas ínfulas a todas luces excesivas. por el contrario, la liga de los caballeros extraordinarios no pudo ser una lectura más feliz, felicidad que aumenta con cada repasada.
pero, al caso, lo siento, pero V me parece infumable. la trama argumental se cae por su propio peso, los malos están peor organizados que el doctor maligno, el personaje es cursi y la moraleja es lamentable. en cuanto al dibujo, lo dejaré claro: no soy para nada un entendido, pero es de una funcionalidad espantosa y a lo que más me recordaba era a esther y su mundo. otro bluff como watchmen que al menos no tenía tantas pretensiones y sí un dibujo que acompañaba el tono de la historia.
supongo que, gracias a la 2da parte de la liga, le daré una nueva oportunidad a alan moore y un día me dejaré un riñón comprandome la cosa del pantano y tal, pero, haganme caso: ni se les ocurra.
j
Me sorprende que te guste tanto la liga, y no veas nada en V. Infumable? La trama argumental se cae por su propio peso? Hmm
Lamentable tu crítica sinceramente
Mi instinto me alejó de esa película. El comic me costó digerirlo pero después extraje reflexiones interesantes. En la época en la que me lo leí, Alan Moore era algo así como el Midas del comic.
Hay que dar tantas gracias por esta obra maestra.
«Dicen que la anarquía ha muerto, pero mirad; los rumores sobre mi muerte… eran exagerados».
Muy grande
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