Arte y Letras

Marcel Gascón: El libro y la película

Pourquoi Israel

Lo encontré por casualidad en una librería de segunda mano del centro, al borde de las Navidades últimas. Valía quince lei, algo menos de cinco euros, y después de largas dudas con una novela de Bruckner me decidí por él. Un roman rus, Una novela rusa en rumano, y Emmanuel Carrère, sobre una colorida portada con muñecas rusas. La sinopsis de la solapa y unas cuantas páginas al alimón parecían confirmar las citas positivas de los artículos de Espada. Quizá comenzara a leerlo en el aeropuerto de Otopeni, o ya encima del avión a Valencia. El viaje a la desolada Kotelnich me recordó mis peregrinaciones primeras a los páramos rumanos. Leía en Carrère la misma fascinación por la decadencia y el inevitable hastío de después. El ridículo y la culpa, por buscar lo de que todos huyen, y la redención unas pocas noches con el delirio improbable de alguna escena de borrachos. Me adentraba en la novela impresionado por la sinceridad de Carrère, que se ensaña con dureza terapéutica con problemas y defectos que se parecen a los míos. Paraba y pensaba: quizá también aquello lo hice por esto. Pasé con tristeza por la historia colaboracionista del abuelo maldito, con curiosidad excitada por la carta de Le Monde y el viaje en el tren. Me emocionaron los avances con el ruso y las amistades de Kotelnich, y sentí angustia con el embarazo y las torturas del teléfono. Acabé la novela rusa de Carrère en mi pueblo, recién separado por enésima vez de Adina pero aún lleno de aprecio, de amor, creo, por ella. La acabé también, las Navidades últimas, al lado de mi familia, menos glamourosa y exótica que la de Carrère, pero tan profundamente intensa, tan difícil, tan tormentada. Leí el último capítulo sentado en una silla frente a los terrenos de la granja familiar, quizá la pertenencia por la que sentimos más cariño, también más orgullo. Allí hizo una próspera granja mi abuelo materno, que murió de leucemia como su hija mayor cuando mi madre y mi tío eran niños. Allí trabajaron a destajo mi madre y mi tío adolescentes, hasta malvender los cerdos a cambio de un radicaset engañados por uno de sus tíos. Ahora, tras años cedida a una familia de agricultores, trabajan allí con toda su ilusión y buen gusto para convertirla, ya la están convirtiendo, en una finca con jardines habitable, sin lujos, con alma y continuidad con el pasado. Allí, detrás del edificio, frente a los bancales donde planta verduras el padre de nuestra amiga Noelia, quise acabar de leer la novela rusa de Carrère, tanto me había impactado. Era invierno, enero, pero hacía un sol magnífico, cálido y suave. Saqué una silla blanca de plástico de la nave y la puse delante del vasto terreno. Así leí el último capítulo, parándome como durante todo el libro en cada idea que me hacía sentir un vacío en el estómago, cerrando el libro, paseando unos metros hasta estar seguro de haber entendido bien a Carrère y de haberme entendido a mí, aquel momento con Adina, aquel viaje con mi madre, este sentimiento que nunca se ha ido, siempre entendido y que acabo de ver explicado por primera vez. Tras acabar el libro me quedé sentado unos minutos. Había intentado hacer el momento solemne, y no me sentía ridículo. Disfrutaba el final de la historia, la historia entera y el marco que había preparado, aunque me daba pena haber llegado ya hasta allí, haber agotado ese instante. Lentamente, me levanté y caminé hasta el coche. Busqué el teléfono en la chaqueta y le pedí a mi madre que viniera a hacerme una foto. Le pareció raro, pero vino y me fotografió solo sentado en la silla en la que había acabado el libro. Ahora daba la espalda a los campos y miraba a la nave.

Casi todas mis obsesiones vienen de alguna escenas, de un breve vídeo del YouTube, de una foto, de una persona, de una historia o un encuentro, de una música en un bar o viajando en un taxi, de una estampa leída en un libro. La fascinación por esos pedazos de realidad fortuitos marca muchas veces el camino, abriendo rutas inopinadas que llevan a conocer a fondo el sustrato en que creció aquella foto, aquella estampa que un día nos cautivó, sin que el fragmento mágico, perfecto, redondo, deje de ser el objetivo en sí mismo. Estos fragmentos no pueden alcanzarse con obstinación y esfuerzo, como el conocimiento de una cultura o una lengua. Aparecen, pero uno sí puede insistir en transitar los bulevares donde son plausibles. Así, me asomo cada día a los periódicos para sorprender, entre crónicas políticas, sociales y económicas, historias que me emocionen y enseñen nuevos senderos. Así, y para eso, voy a reuniones insulsas, veo documentales políticos y sociales y leo libros de historia, diarios, biografías y novelas. Pero a veces, uno se ahorra la paja y encuentra un producto que le sirve en bandeja lo que tantas veces cuesta encontrar.

Conocí a Claude Lanzmann por Shoa, y poco después supe de Pourquoi Israel. Está filamada a principios de 1970, menos de un cuarto de siglo después de la fundación del Estado judío. Con su estilo magníficamente tosco y directo, sin añadidos musicales, de voz o cualquier otro artificio, Lanzmann interroga sobre las cuestiones cruciales de Israel a personajes diversos y contradictorios de la sociedad del nuevo Estado. El resultado es magnífico, por la inteligencia y la honradez de Lanzmann en la selección de los personajes y de sus preguntas, que pese, o quizá gracias, al amor a su país y a su pueblo, no se detienen ante los callejones sin salida del judaísmo y de Israel. Por Pouquoi Israel pasan un jefe de Policía y superviviente del Holocausto, al que unos manifestantes llaman nazi. Un ruso recién llegado que desgrana sus conflictos de identidad y sus sentimientos encontrados de su vuelta a casa. Un colono místico que alude a los planes de Dios para justificar su presencia en territorio palestino y kibutzniks de izquierdas de visión más realista sobre el reparto de la tierra. 

Pero la parte más fascinante de la película, el tesoro para el idólatra del fragmento que ya he descrito, son las escenas en que Lanzmann muestra, no explica, donde con su habitual descuido estilístico pone la cámara donde debe a grabar un trozo de la vida de unos israelíes. Por todas estas escenas, Pourquoi Israel es un banquete jubiloso, excesivo y difícil de digerir, que obliga a pararse, encender un cigarro y respirar, como los romanos vomitaban para seguir gozando de sus festines. Lanzmann pone la cámara en una misa en la impactante versión primigenia del museo de Yad Vashem, en las calles polvorientas y de tonos mate, aún a medio hacer, en obras, pobres, precarias, pero en evidente movimiento y la seguridad de que no se quedarán así. Frente a la euforia contagiosa del Jerusalén recuperado y en el reposo europeo de los jubilados en los parques, junto a los puestos de periódicos en hebreo. En los campos de naranjos de los colonos, en el puerto de Haifa y en el aeropuerto, a pie de obra de la Aliyah. En la oración de los soldados ante el Muro recién conquistado —qué son cuatro años frente a dos mil años de espera— y en los mercados y las tiendas, que muestran la espléndida mezcla que es la sociedad del Estado judío en uno de los pasajes más expresivos de la película. Las escenas de los mercados y las tiendas muestran a un grupo de judíos americanos entusiastas y exagerados como suelen serlo celebrando cada producto hebreo en las estanterías de un supermercado: oh, una lata de atún judío, nunca hemos visto nada igual. Señoras de habla germana atendidas en una tienda de ropa por un encorbatado vendedor alemán. Más alemanas en el mercado, con el traje y las batas impecables del metódico dependiente y sus ayudantes detrás del mostrador ordenado. Y antes, y quizá a tan sólo unos cuantos puestos, el bullicio de un puesto de israelíes de procedencia árabe, que fuman sobre los montones de carne, cantan, se ríen y mientras levantan los pollos ante la cámara. El film está atravesado por la voz imperfecta del actor Gert Granach, judío berlinés de Jerusalén. Acordeón en mano, en una casa de Oriente Medio, el barbudo Granach interpreta con deleite melancólico cordiales canciones espartakistas de redención y victoria, promesas de un Berlín rojo y salves a Rosa Luxemburgo. «¿Quién nos salvará? Die Kommunistische Partei! ¿Quién nos ha traicionado? Die Sozialdemokraten!» Y en su voz y su nostalgia, con sus ojos emocionados y brillantes, las consignas suenan irónicas y humanas, como una reunión alcohólica de camaradas vencidos.

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Un comentario

  1. Hemos paseado juntos por la zona de la estacion Rosa Luxemburg en Berlin si te acuerdas…Ahi es mi faculdad de verano.Aunque hemos tenido sentimientos mezclados, anoro las fotos que tenemos junto en Berlin…esta metropola que siempre me llama. Un beso carinoso de la terasa de Alecu

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