Si no nos disipamos de vez en cuando, van a acabar con nosotros. El arte de la disipación siempre ha sido esencial para vivir razonablemente en circunstancias agobiantes. No se trata de “derrochar la hacienda, desvanecerse, quedar en nada una cosa”, una de las acepciones del diccionario. Se trata de otra acepción legal, ortodoxa y marchosa: “Vida de distracciones y placeres”. Lo que soñaba Juana La Loca para todos los españoles, menos para su marido Felipe El Hermoso.
Hay mucho tipo de distracciones, es obvio. Algunas son muy caras; los placeres acaban cobrando mucho. Tenemos al lado disipaciones sencillas que nos amenizan el día de forma fácil, amena y gratuita, muchas veces sin salir de casa. Me voy a fijar en cuatro: la viñeta del periódico, los crucigramas, el juego del telediario y el cantautor Javier Krahe.
La viñeta, princesa de las páginas de opinión, nos dice lo que pasa diariamente, bueno o malo, en un instante y con una sonrisa más allá de la cotidianidad. Es el oso panda del periódico que retoza por todas las secciones del mismo, incluidos los editoriales. Y así, tomas el café tranquilamente y se te pone un esbozo de jovialidad al comenzar el día. Miras la viñeta. La vuelves a mirar. Luego te lo piensas más y te entra un ataque de risa que alborota a la clientela del bar. Ojean la viñeta, se la van pasando entre ellos. En unos minutos ya está carcajeándose todo el local. Esto te deja disipado casi todo el día hasta que sale Santa Austera en el televisor y te devuelve el mal café que nos va degradando rigurosamente.
Hay muchos tipos de pensadores gráficos, cantidad de estilos, algunos de ellos magistrales, como el maestro Mingote que se fue. Pero tenemos varios más. En El País, por ejemplo, están dos buenos ejemplares: El Roto y Forges, cada cual en su terreno, retratan diariamente el grito, el esperpento, los bancos, el sarcasmo, los prohombres y superhembras, el silencio, el cine, el fútbol, la sátira, la ternura, el cabreo, las frases lapidarias, las estocadas temerarias y las chicuelitas garbosas. Don Francisco de Goya, genial humorista social, sería en estos momentos un viñetista perfecto, de igual modo que don Francisco de Quevedo sería un columnista genial.
El crucigrama es un espacio inevitable en cualquier periódico. Es cierto que puede provocar revoltijos agrestes de palabras que te alborotan la mente y te salen hasta por las orejas. A eso se llama vicio, y todos los vicios esclavizan. Pero hay otra forma serena de enfrentarse a ellos que depara mucha risa e incluso libidinosidad: muchas se veces se cruza el dios Ra con una santa del 23 de abril. Y empiezas a suponer lo que dirán el Papa, los meapilas y los de siempre. Tú, en cambio, te descoyuntas en la intimidad sin molestar a nadie. A los dioses también les hacen gracia ciertas obscenidades teológicas, porque la divinidad, si es tan perfecta, no puede estar privada del sentido del humor.
Se llama crucigrafista al autor, y crucigramista al que lo intenta resolver. Para mí, el mejor crucigrafista español se llama Fortuny y ejerce desde La Vanguardia. Un ejemplo: hay que adivinar la definición “algunos no aguantan la amargura de su soledad” con una palabra de cuatro letras. La solución es “café”. A muchos no les gusta amargo. El crucigrafista de La Vanguardia, que pertenece a lo que en el mundillo se llama “estilo francés”, está teniendo muchos seguidores con más o menos acierto en la prensa nacional y local. El crucigrama no tiene por qué ser un embutido de palabras que se resbalan. Cada palabra está preñada de historias. Cuando escribo, siempre tengo al lado un crucigrama que, al llegar la pájara, se encarga de proporcionarme la palabra precisa y la idea que se me había despistado. Nunca falla.
En cuanto al juego del telediario, se trata de un descubrimiento novísimo (al menos para mí) que podría llenar la nación de alegrías y muchísimo jolgorio. Se puede jugar entre dos, entre varios o en solitario. Empiezan las noticias, se quita el sonido, se suple a los locutores con las frases que te dé la gana o que te inspiren las circunstancias del momento. Por supuesto también se doblan los comentarios en off. El resultado es un telediario sicodélico y asilvestrado que inocula placer y carcajadas, sobre todo cuando los locutores están tocados por la gracia divina.
Hay otra versión muy divertida de este juego: hacer lo mismo, pero con una película. Participan más actores y la cosa se puede convertir en un espectáculo global de ingenio y desatinos. Si alguien se pone a retransmitir por televisión un partido de fútbol son el sonido eliminado, sabiendo o sin saber del asunto, el resultado es también delirante. Un ejercicio muy sano pervertir la realidad de vez en cuando o, mejor, a diario.
Por fin, tenemos al cantautor Javier Krahe, absuelto de blasfemia y de una receta culinaria mordaz por el juzgado de lo Penal número 8 de Madrid. Dice el tribunal que Krahe “no ha intentado ofender… y que la sátira ha tenido históricamente como inspiración las distintas manifestaciones del poder… La religión y la Iglesia católica han estado asociadas en España al poder y han sido en numerosas ocasiones objeto de sátira y de crítica legítima… En el corto emitido hay un inequívoco sentido satírico, provocador y crítico, pero no el de ofender”. Si Fray Luís de León, Góngora y otros muchos estuvieron en el punto de mira de la Inquisición, es un honor para Krahe formar parte de esa gran familia. Lo que hacen los viñetistas a diario, Javier Krahe lo traslada a cada una de sus canciones. Este señor ha proporcionado mucha risa a muchos españoles. Su sarcasmo es patrimonio del alma y de la Humanidad. Krahe es un caballero de El Greco al que se le ha quitado hieratismo y se le concedido el don de salirse de El entierro del Conde Orgaz para observar irónicamente desde fuera a esos personajes tan serios y adustos. Él sigue siendo adusto y serio, pero con un talante opuesto al de cualquier inquisidor. El hereje no es él, sino Torquemada. Nosotros tenemos todo el derecho a opinar sobre Torquemada libremente, cantarle las cuarenta y convertirlo en objeto de irrisión, lo mismo que hacía él con las brujas, solo que Krahe no las manda a la hoguera sino al Limbo de los inocentes y de la carcajada política y religiosamente incorrecta.
Por eso Javier Krahe es portador de valores eternos disipados. Es un medicamento muy eficaz para relajarse, tanto en disco como en directo. El cantautor declaró al salir de los juzgados: “Yo no he hecho nada de lo que me acusaron. Cada uno es cada uno, y los sentimientos son una cuestión personal. Es como si a una persona la pudieran denunciar por decir que los reyes son los padres”. Tanto él como su encausamiento nos deparan hilaridad sin prejuicios y una catarsis íntima que suaviza los días aciagos.
Merece la pena descoyuntarse cada día con las viñetas, los crucigramas, el juego del telediario, Javier Krahe y cualquier otra persona o institución que se nos pongan por delante. El arte de la disipación es un derecho y una obligación intransferibles.
Artículo original, sibilino y profundo a la vez, para el que quiera entender.