Vicente Muñoz Puelles
Salvo los erotómanos de pro, pocos conocen la existencia de un libro singular que, a imitación del Libro Guiness, contiene todos los récords imaginables, en este caso sexuales. Se trata del Simons’ Book of World Sexual Records, es decir, el Libro Simons de los récords sexuales del mundo. En la edición de que dispongo, la de 1976, aparecen datos tan curiosos como los referentes a la eyaculación más copiosa, la vagina más capaz, los orgasmos más prolongados o la mayor colección de libros eróticos que, en opinión de G. L. Simons, el laborioso compilador, sigue siendo la del Inferno de la Biblioteca Vaticana, inaccesible a los profanos y fielmente custodiado por la guardia suiza. Habría que preguntarse si a ese Inferno llegan nuevas adquisiciones, como las publicaciones más recientes de La Sonrisa Vertical y si los pontífices se solazan con ellas.
La literatura erótica constituye un género de antiquísima tradición. El Libro Simons considera que la primera novela erótica propiamente dicha es el ciclo narrativo Xing Ping Mei, impreso en China hacia 1610, cuya parte más difundida suele llevar el título de Loto Dorado en memoria de su protagonista femenina. La obra estuvo prohibida en repetidas ocasiones, sobre todo durante la interminable dominación manchú.
Las leyes de la dinastía manchú contra los libros eróticos eran muy severas para quienes las infringían, fuesen autores, editores o libreros. Cuando alguien era sorprendido leyendo el Xing Ping Mei recibía cien azotes. Si era sorprendido por segunda vez, se le castraba y se le convertía en eunuco. Si era sorprendido por tercera vez, sufría el Leng Tche, es decir, el suplicio de los cien cortes o descuartizamiento lento. Aunque estos castigos se aplicaron hasta 1905, siempre hubo quien prefirió arriesgarse y seguir publicando, vendiendo o leyendo Loto Dorado y las otras novelas del Xing Ping Mei. Y es que hay un amor a los libros, y en particular a los libros eróticos, que se mofa de los cerrojos, de los censores e incluso de la muerte.
Pero el género es anterior y se remonta a algunos papiros egipcios de la III dinastía, es decir, unos 2.600 años antes de Cristo. En la Grecia y la Roma antiguas, el erotismo formaba parte esencial de la vida y del arte. Basta hojear las obras inmortales de Aristófanes, Sófocles, Cátulo y Safo, El asno de oro de Apuleyo, el Satiricón de Petronio, el Arte de amar y Las metamorfosis del imaginativo Ovidio. Después, el cristianismo se propagó por el imperio romano como una plaga y envió a los dioses y diosas del Olimpo, que eran de un natural lúbrico y apasionado, a un exilio forzoso, del que no volverían hasta el Renacimiento.
Un catálogo heterogéneo y muy incompleto de las principales obras literarias eróticas incluiría el venerado Kama-Sutra, el más antiguo de los manuales amorosos indios que conocemos, obra de un sabio libidinoso llamado Vatsyayana, y el Ananga Ranga y el Koka Shastra, que se inspiraron en él. Seguiríamos con el inagotable repertorio de Las mil y una noches, en alguna de las versiones sin expurgar, y con El jardín perfumado, del minucioso jeque Nefzawi.
El Decamerón de Boccaccio, El Heptamerón de Marguerite de Valois, los Diálogos de Aretino, las amenísimas Memorias de Casanova, la deliciosa Fanny Hill de John Cleland, las demoledoras historias del marqués de Sade, el instructivo Del amor de Stendhal, el Ulises de Joyce, El amante de lady Chatterley de D.H. Lawrence, las novelas egocéntricas de Henry Miller y, asombrosamente, la jocosa Lolita de Nabokov, han figurado, con mayor o menor motivo, en este abanico de lecturas destinado a ser leído con una sola mano o en amable compañía, antes o después del juego amoroso. Son obras casi siempre infalibles, como aquellas cortesanas legendarias que en cualquier lugar o circunstancia sabían hacer honor a su lascivia.
Sin embargo, casi todas las grandes obras literarias contienen pasajes eróticos inolvidables. En la Biblia está el celebérrimo Cantar de los cantares de Salomón, de influencia indiscutiblemente oriental. O aquella escena magistral de Madame Bovary, donde todo queda a la imaginación del lector, en la que Emma hace el amor por primera vez con Leon en el interior de un carruaje, y donde únicamente se mencionan los nombres de las calles de Rouen por las que discurren. O la magnífica declaración amorosa de Hans Castorp a Clawdia Chauchat en La montaña mágica, de Thomas Mann, que es casi un curso de anatomía y de pasión orgánica: «¡Sí, Dios mío, déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la arteria femoral, que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo, en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!».
También escribir y leer son actos de amor. Oímos a nuestros amigos elogiar una novela y sentimos curiosidad por comprobar sus cualidades. «¿Me seducirá a mí también?», nos preguntamos. «He leído tanto que ya ninguna me satisface. ¡Qué delicia si esta lo consiguiese!». Un día la descubrimos en una librería y nos sorprendemos de su ligereza o de la brillantez de su portada. Llegados a casa, la extraemos de su envoltorio y nos abatimos sobre ella como un vendaval enardecido. Empezamos en el sillón y terminamos en la cama. Nos entusiasma hasta que llegamos a cierta página y entonces el interés decae. «No es tan buena», pensamos. Pero al final se rehace y quedamos completamente seducidos. Releemos algunos trozos y luego la abandonamos en cualquier estantería.
Un año después, nos acordamos de ella y de cuánto nos gustó, y corremos a su encuentro con el temor de que haya cambiado mucho —ni siquiera se nos ocurre que también nosotros podemos haber cambiado—, y de no disfrutar tanto como la primera vez. Pero es como antes. La novela que nuestros amigos elogiaron tiempo atrás se ha convertido en una de las posesiones más preciadas de nuestro harén, es decir, de nuestra biblioteca, y puede que algún día la muerte nos sorprenda al volver sus paginas.
Busco «erotic books» en Google y encuentro 56.800.000 entradas. Cuánto placer inédito, cuántas lecturas incendiarias nos esperan.
En realidad, el Kamasutra no es un libro erótico sino un libro técnico, de instrucciones, repetitivo. Su intención no es el erotismo como se plantea en este artículo sino el evitar la frustración matrimonial. En aquella época en la India, sociedad poco sensual en realidad aunque nos parezca lo contrario por el misticismo que ha exportado, el casamiento rarísima vez era por amor y este libro es un recetario para aliviar, en la medida de lo posible, la enfermedad de vacío e incomprensión sexual de una pareja que lo era hacia el exterior pero no en su interior.
Otra cosa es que veamos sus dibujitos, en plan antiguo, explícitos y pensemos en una especie de pornografía mitológica y mística, pero eso es lo que nos gustaría, no lo que es.
Lo hay, hasta para el iPhone. ¡Y gratis!
Claro, y las obras del marqués de Sade son también instructivas y didácticas, nos enseñan a blasfemar mejor.
Igual que hay que leer lo que había alrededor de Sade para entenderlo mejor, hay que leer lo que había alrededor del Kamasutra y tener una buena visión de la cultura y sociedad que lo rodea y cimenta. Si se hace, se comprueba que lo que digo no es una tontería sino todo lo contrario, lo que pasa es que hay que ponerse y lleva tiempo y esfuerzo, y no interpretarlo con la visión propia y actual sino con la que fue escrito cuando fue escrito, para darle el valor que tiene. Luego ya si uno lo quiere convertir en la biblia del erotismo, bien, pero siendo consciente de que se hace a título personal.
Al tiempo.
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Les recomiendo Las travesuras de la niña mala, del Nobel 2010 Mario vargas llosa.
Y si se busca «Libros eróticos» en el mismo buscador: 13.600.000, que daría para leer toda una vida.
Faltaría mencionar a Vargas Llosa, uno de los mejores (pero no por Las Travesuras de la Niña Mala). Elogio de la Madrastra, por ejemplo.
Excelente artículo. Hace tiempo leí un libro de Ian Gibson que lleva por título El Erotómano, también sobre esta temática y el cual os recomiendo.