1. El mundo contemporáneo funciona por adicción. De ahí que las claves de su sometimiento residan, básicamente, en “descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias”. La frase citada es de un revolucionario, también un suicida, aunque no aparece en ninguna pancarta del movimiento Occupy Wall Street ni ha sido lanzada por alguno de sus oradores para encrespar el ímpetu de los acampados. En realidad, tiene casi siglo y medio y la escribió Paul Lafargue en El derecho a la pereza. Como buena parte de ese libro, se trata de un mensaje facturado al futuro. Para días como estos en los que, mientras más consumimos, más rápido queda certificada la prescripción de todo lo que nos rodea: automóviles y medicinas, construcciones y computadoras, creencias e ilusiones, secretos y mentiras, maridos y mujeres. Todo ha de ser cambiado. Y cuanto antes, mejor. Poco importa que, en la mayoría de los casos, esos objetos o seres sustituidos —incluido algún marido— conserven todavía sus facultades y desempeñen razonablemente bien sus “servicios”.
2. El hecho es que no producimos —artefactos o ideas, maquinarias u obras de arte— para competir en el mercado de la perdurabilidad, sino en el de la fugacidad. Desde ese “Imperio de lo efímero” —antes dominio exclusivo de la moda—, términos como “caducidad” y “obsolescencia” no son del todo sinónimos. Mientras más reciente y sofisticado es el artilugio, más rápida es la tendencia a declararlo obsoleto. Una situación que, en cualquier caso, no siempre corre paralela al declive de su operatividad. No es su decrepitud la que saca a nuestros “juguetes” de circulación, sino la pulsión de recambio que imponen las dinámicas adictivas de su consumo. Y ya instalados en el futuro —hemos cumplido casi todas las fantasías soñadas por la ciencia ficción—, nuestra nostalgia sufre, por así decirlo, un desplazamiento: no está dirigida al pasado, sino a un presente que parece prescribir a la misma velocidad de esos objetos que lo arman.
3. Obsoletos. Este es, ni más ni menos, el nombre de un dominio que da cuenta de esas expiraciones —verdaderas o falsas— alrededor de las cuales gira, paradójicamente, nuestra vida. Una Web que pone bajo sospecha el estatuto mortal de los residuos y, al mismo tiempo, despliega programas para acometer su reciclaje más allá del decreto oficial de su defunción tecnológica. En su Manifiesto, y en sus prácticas, queda demostrado que buena parte de lo que se considera “finiquitado” aún puede prolongar su rendimiento: a veces en otros mundos, a veces en otros desempeños. Artistas como Daniel Canogar y Daniel G. Andújar, proyectos colectivos como Basurama, arquitectos como Santiago Cirugeda, han conseguido darle continuidad a esos residuos “después de la muerte”. Y así como Lenin —otro revolucionario, aunque no suicida— sostenía su pragmatismo sobre la idea de que “los hechos son tozudos”, estos creadores parecen construir el suyo a partir de concebir que los “desechos” también lo son.
4. Si solo se tratara de aparatos y gadgets, bastaría con una ligera precisión en la escala de nuestro fetichismo. Sin embargo, el abanico de defunciones dictaminadas en las dos últimas décadas ha alcanzado otras esferas que la civilización, durante siglos, consideró sagradas. Así el fin de la historia y del arte, del Hombre y las ideologías, la cultura y la verdad… Resulta curioso, por otra parte, que mientras más muertes parecen prescribirse a nuestro paso por el mundo, mayor es la avalancha de imágenes que envuelven nuestra “vitalidad”. No puede ser casual que la Era de la Imagen coincida, en el tiempo, con eso que Peter Sloterdijkha aclamado como la Era del Crepúsculo. De manera que estamos condenados a una especie de continuidad postmortem; a perseverar como fantasmas de una cultura que se regocija en darse por vencida. Tal vez —secadas las lágrimas después de tantos duelos— valga la pena explicarnos bajo qué formas y con qué contenidos tanto la historia como el arte, la cultura y la palabra, han prolongado su existencia. Indagar, si cabe, en el misterio de sus funciones de ultratumba.
5. Joan Fontcuberta estrenó su Premio Nacional de Ensayo con un «manifiesto post-fotográfico». Desde él, disecciona los usos actuales de la fotografía y los gajes de un oficio que considera a punto de desaparecer. Lo curioso es que esa muerte no sucederá gracias a la extinción de los fotógrafos, sino a su proliferación. Con la transformación de la fotografía en hobby, y de la cámara en un apéndice humano (incluso no humano; hay mascotas que hacen fotos), ha tenido lugar una mutación irreversible en la construcción de las imágenes mediante las cuales narramos el mundo. Resulta, pues, innegable que estas se han multiplicado infinitamente —“hoy Alonso Quijano no enloquecería en las bibliotecas devorando novelas de caballería, sino absorto frente a la pantalla calidoscópica del ordenador”—. Resulta asimismo irrefutable que, para la captura y circulación de esas imágenes, ya no serán imprescindibles los especialistas. En medio de este delirio, Ai Weiwei consigue un quiebro. Con Cámara de vigilancia, una escultura de mármol, reproduce, exactamente, el objeto que indica su título. Esa condición marmórea de la cámara contrasta con la debilidad del vigilado. Esa “cámara” deja de operar como una prótesis de nuestro organismo —lo que alimenta la tesis de Fontcuberta—, para quedar convertida, ella misma, en un fetiche, en otro objeto listo para el intercambio y la veneración estética.
6. Es lo que tienen los objetos. Y lo que tiene ponerse a contemplarlos, sobre todo si lo haces acompañado de un tipo como Marcel Duchamp. Aunque se trate de un avión, y aunque te llames Brancusi, en cualquier momento caerá el zarpazo: “¿Hay alguien capaz de hacer algo mejor que esta hélice? ¿Acaso sabrás tú?” La pregunta de Duchamp lanza un reto directo al escultor, y a su imposibilidad técnica para conseguir “algo mejor” que esa hélice. Lo que en apariencia es un ejercicio de humildad, en realidad no es otra cosa que una alerta sobre el peligro de decrepitud que flota sobre cualquier obra “terminada”: se trate de la Mona Lisa, una alfombra o, como es el caso, una hélice. Esa es la razón última de Marcel Duchamp en su larga ejecución del Gran vidrio: la conquista de una obra “definitivamente inacabada”. Y con ello —como vio Octavio Paz—, permitirse el lujo de propinar “un puntapié contra la obra sentada sobre su pedestal de adjetivos”. Hay más: la pregunta a Brancusi está precedida por un rotundo “pintar se ha acabado”. De modo que Duchamp inaugura, de paso, una cadena prescriptiva en la que se inscribe el Roger Caillois que habló de Picasso como el gran liquidador del arte o el Milan Kundera que percibió a Bacon como el último pintor; el Adorno que negó la posibilidad de la poesía después de Auschwitz o el Fukuyama que decretó el fin de la historia con la caída del Muro de Berlín.
7. Nuestro dilema es que, si bien por otros medios, después de Picasso ha continuado el arte y hay pintura posterior a Bacon; poesía después de Auschwitz e historia más allá del Comunismo. Ante el desafío de esa continuidad postmorten, se planta un proyecto como By Default, de Juanjo Valencia y Lena Peñate. Para estos artistas, la clave de la obsolescencia de las imágenes está, ante todo, en la decrepitud de aquello que estas describen y, sobre todo, en los lugares donde estas se emplazan: los museos, pongamos por caso. El suyo es un tanteo acerca de un mundo que programa y rentabiliza la caducidad —By Defaultconvertido en Buy Default—. Este proyecto se apresta a horadar la superficie del arte hasta desvelarnos un síntoma de estos tiempos en los cuales ya ni siquiera son los objetos —un orinal, una aspiradora—, sino los sujetos y sus causas, los que terminan encapsulados en el museo. Un momento en el que los hechos, después de ocurrir primero como tragedia y más tarde como farsa (según la predicción de Marx), se han dispuesto para una tercera posibilidad: imponerse como estética.