“Las mujeres de Meyer son siempre más poderosas que los hombres… Mirando hacia atrás parece más un empoderamiento que una explotación. ¿Cuánto de ello era consciente y cuánto inconsciente? No creo que fuera algo calculado. La mayor parte de lo que hacía Russ le venía de las tripas”. Hugh Hefner
Siempre que afirmo que Russ Meyer es uno de mis directores de cine favoritos, alguien levanta las cejas y piensa: “vaya, otro pervertido obsesionado por las tetas grandes». Y en parte será cierto (no lo voy a negar a estas alturas), pero hay mucho más que enormes dirigibles en el cine de Russell Albion Meyer, fascinante por muchos motivos.
El primero, por supuesto, son las espectaculares actrices con las que trabajó: Tura Satana, Uschi Digard, Erica Gavin y tantas otras: “mujeres con una exuberancia y una vitalidad que ya no se encuentran en el cine”, según la feminista Camille Paglia. Imaginad a un arqueólogo extraterrestre excavando en una Tierra devastada por la Cuarta Guerra Mundial. Si sólo encontrase el Sumo de Helmut Newton o el Clic de Manara, pensaría que todas las mujeres terrícolas eran modelos elegantes y esculturales… Y si encontrase la filmografía de Russ Meyer, su conclusión lógica sería que el tamaño mínimo de pechos de la hembra humana era de 120 centímetros. Sin embargo, no basta con la medida de copa del sujetador para describir a las inolvidables mujeres meyerianas, muy alejadas del look siliconado y bastorro de las estrellas del porno reciente. Las “chicas Meyer” acompañan los pechos grandes con una curvilínea figura de pin-up, cinturita de avispa y, sobre todo, una actitud hipersexual y dominante: son mujeres excesivas, «bigger than life«, siempre más poderosas que los hombres que las rodean.
En los mojigatos sesenta Meyer retrató mujeres que luchan (a veces literalmente, véase la escena del pajar de Supervixens) con los hombres para conseguir su propia satisfacción sexual, y que se enfrentan a durísimas y violentas situaciones de las que suelen salir victoriosas. Se podría decir que Meyer era un feminista involuntario, en sus películas y en la vida: soltaba borderías machistas medidas para escandalizar («jamás he visto una feminista guapa»), pero fue una mujer quien dirigió su distribuidora y coprodujo muchas de sus películas en una época en que la presencia femenina en los despachos de Hollywood era casi inexistente.
Russ fue un tipo contradictorio: tanto podía echarse a llorar al ver Casablanca como amenazar a su equipo durante un rodaje con una pistola cargada. Contagiadas de su espíritu volcánico, sus películas son una brutal anarquía cinematográfica pop que mezcla en un cóctel explosivo rock and roll, pornografía softcore, argumentos absurdos y un montaje frenético de ametralladora veinte años antes que la MTV (como recuerda el montador de Beyond the Valley of the Dolls, nadie parpadea en las películas de Meyer: no hay planos suficientemente largos para ello).
Las películas de este «Fellini rural» (así quería titular Meyer su autobiografía) no son sólo un testimonio de la era del softcore, sino que están tan bien filmadas que siguen funcionando hoy en día: cada proyección de Faster, pussycat! Kill! Kill! reúne a centenares de fans, y su herencia estética y visual ha dejado huella en la cultura popular y en directores como Quentin Tarantino. El secreto del éxito de Meyer es que se tomaba su trabajo en serio: era un perfeccionista obsesivo en una época y un género (el de la sexploitation) en que lo habitual era la chapuza.
Como veremos en este monográfico meyeriano para Jot Down (tan titánico como los zepelines que amaba Russ), la vida de Meyer es tan absurda como sus películas. De lo mucho que se ha escrito sobre él, recomiendo encarecidamente la biografía Big bosoms and square jaws, de Jimmy McDonough, un libro vibrante y entretenidísimo que se está usando como base para el futuro biopic de Meyer, dirigido por David O. Russell. Aún no se conocen detalles del guión, pero me apostaría el hígado a que en la primera escena aparecerá la mujer más importante para Russ… Su madre.
Las aventuras del sargento Meyer
“Russ siempre fue muy directo en el sexo: abrazo, beso, toque y adentro”. Jane Hower
Es tentadoramente freudiano rastrear la raíz de las pechugonas obsesiones cinematográficas de Meyer en su infancia y su tormentosa vida familiar: una hermana esquizofrénico-paranoide, una madre exuberante, dominante y controladora a la que Russ amaba con locura pero con la que intentó mantener una cierta distancia…
Su padre fue un policía de origen alemán que abandonó a su familia dos semanas después del nacimiento de Russ, y su padrastro, Howard Haywood, fue un tipo enclenque maltratado verbal y físicamente por su esposa. Con un poco de psicología Fisher-Price podemos hacer paralelismos entre estas dos figuras paternas y los personajes masculinos del cine meyeriano: por un lado policías psicópatas, nazis dementes o moteros asesinos; por el otro maridos impotentes, tímidos, inadecuados en la cama y fácilmente manipulables ante la indiscutible superioridad femenina.
Linda Meyer empeñó su anillo de bodas para comprarle a su hijo su primera cámara (una UniveX Cine 8), y desde entonces apoyó siempre sus ambiciones… Y criticó siempre a sus parejas, a las que llamaba “vacas”: ninguna mujer era lo suficientemente buena para su Russ (cortocircuito mental: Russ Meyer acudiendo a ¿Quién quiere casarse con mi hijo?). Es interesante que el punto de vista más frecuente en los encuadres meyerianos sea el lower view: la cámara baja, a la altura de la visión de un crío, mirando hacia las torres de imponente y pechugona femineidad de sus actrices.
Sin embargo, el punto clave para entender la forma de rodar de Meyer es su paso por la II Guerra Mundial, que por extraño que suene fue la época más feliz de su vida. Meyer se alistó voluntariamente como fotógrafo de combate y acabó como sargento en 1944 en la 166º Compañía Fotográfica, una de las más condecoradas de la guerra. Meyer descubrió allí un talento innato para la composición de imagen, y una tozudez y perfeccionismo que podría confundirse con valor extremo ante el peligro. Parte de su excelente metraje de combate se utilizó en películas y documentales posteriores, entre ellas la monumental Patton.
De forma algo más retorcida, la mano de Meyer está también tras Dirty Dozen (Los doce del patíbulo). Russ y su amigo Charlie Sumners fueron enviados a filmar una extraña prisión poblada por patibularios exsoldados, en una misión secreta de la que nunca supieron más detalles. Meyer le explicó la historia a E.M. Nathanson, que la convirtió primero en novela y más adelante en película, dándole a Russ un diez por ciento de los beneficios como agradecimiento.
Russ perdió la virginidad en Francia gracias al mismísimo Ernest Hemingway, que invitó a algunos miembros de la 166ª a un burdel local. Un nerviosísimo Russ pidió acostarse con la chica que tuviera los pechos más grandes: una tal Babette a la que décadas más tarde Meyer dedicaría varias páginas de su autobiografía recordando cada gemido y cada crujido del colchón.
Su paso por la guerra le moldearía de muchas maneras: no sólo conocería allí a sus más fieles amigos, sino que el Meyer cineasta planearía sus rodajes como campañas militares. Puntualidad, trabajo duro, ambiente espartano… Por ejemplo, estaba terminantemente prohibido follar durante el rodaje para conservar las energías: nunca hay un momento de descanso para el sargento Meyer.
Siempre quise ser fotógrafo de Playboy
“A pesar de sus enormes manos, Russ manejaba la cámara suavemente, como si fuera una amante” Kitten Natividad
Tras la guerra Meyer trató sin éxito de entrar en Hollywood, y tuvo que conformarse con filmar aburridos vídeos industriales de propaganda que influirían extrañamente en su estilo posterior (por ejemplo, en su manía de incluir extemporáneas voces en off). Un breve matrimonio con Betty Valdovinos fue su intento más serio de sentar cabeza, pero uno de los motivos por los que duró poco casado fue por el descubrimiento de que fotografiar pin-ups se le daba extraordinariamente bien.
Empezó retratando a voluptuosas strippers (como la reina del burlesque Tempest Storm) y a las pin-ups de revistas como Gent, Frolic y, más adelante, Playboy. Actrices famosas acabarían posando ante su cámara, aunque su favorita siempre fue (qué buen gusto tenía el amigo Russ) Anita Ekberg. Fue así como conoció a la guapísima Eve Turner, que no tardaría en convertirse en Eve Meyer: una mujer inteligente, voluptuosa y de fuerte carácter con la que Russ conectó enseguida. Juntos formaron un equipo potentísimo: Eve era una negociadora nata que coprodujo algunas de las mejores películas de Russ bajo el nombre de Eve Productions. Tras su divorcio amistoso continuaron manteniendo una buena amistad hasta 1977, cuando se interpuso en su camino el peor accidente de la historia de la aviación: la colisión del Aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife. Un Meyer destrozado (su amigo Charlie Sumners le recuerda llorando durante horas) hizo grabar sobre la tumba de su ex mujer una última y apropiada declaración de amor: “Three times a lady”.
Nadie pidió que le devolvieran el dinero
“Russ not only brings out the breast in women, he brings out the best in women”. Haji
1959. Mientras juega a poker con unos amigotes del ejército, Meyer tiene una idea brillante: convertir a uno de ellos (un alcohólico con cara de pervertido llamado Bill Teas) en el protagonista de su primera gran película, la que debería enterrarle en dólares.
The immoral Mr Teas se diferenciaba de cualquier film de su época en que era una película erótica que no se avergonzaba de serlo. En aquellos años cualquier inclusión de desnudos en una películita de las llamadas nudie-cuties debía incluir una retorcida justificación argumental y/o una buena ración de moralina. Las advertencias educativas e inspiradoras sobre los peligros del aborto o el alcohol eran excusas necesarias para poder incluir escenas de jóvenes guapas y promiscuas, que acababan recibiendo un duro castigo (o redimiéndose con una boda repentina) al final del metraje… Aunque la excusa más habitual era la filmación de campamentos nudistas por su presunto valor antropológico, como recuerda Miguel López-Neyra en un artículo vecino.
En Teas no hay nada de eso: el guión es una gilipollez (un tipo al que la anestesia de un dentista le permite ver a todas las mujeres desnudas, como El hombre con rayos X en los ojos versión softcore), pero no hay ningún tipo de justificación, reflexión pseudomoralista ni castigo final: el ambiente general es de sano cachondeo lúbrico y desinhibido. Y aunque Teas haya envejecido fatal (es completamente inseparable de su época), está realmente muy bien filmada, con el montaje entusiasta que se convertiría en habitual en Meyer y una enorme puntería para los encuadres sexys y provocadores.
Casi nadie creyó durante el cutrísimo rodaje que The inmoral Mr Teas fuera a recaudar un solo dólar, pero Meyer rió el último: la peli costó apenas 24.000 dólares y recaudó más de un millón y medio en pequeños cines, convirtiéndose en la primera nudie-cutie comercialmente viable y haciendo nacer todo un género de películas sesenteras que combinarían comedia y erotismo generalmente ingenuo: las pelis de sexploitation. Desgraciadamente pocos directores tenían el ojo cinematográfico de Meyer, y lo que más abundó fueron las pelis tediosas, mal filmadas y con trailers mil veces más interesantes que la película en sí.
Quizá el más divertido de los maestros de la sexploitation fuera David F. Friedman, amigo de Meyer y autor de inolvidables basuras como El turco lujurioso o Los corruptores. Siempre en la cresta de la ola, Friedman fue de los primeros en experimentar con el gore (Blood feast) o ese subgénero del porno demente que haría las delicias de Max Mosley, la Nazi sexploitation, con esa joya trash llamada Ilsa, la loba de las SS. A diferencia de Meyer, Friedman no se preocupó jamás de hacer buenas películas, pero lo que lo convierte en un personaje simpático es que nunca se avergonzó de ello: “He filmado películas horrendas, pero no pido perdón por nada. Nadie pidió que le devolvieran el dinero”.
Mientras tanto, Meyer filmaba una película tras otra, ninguna especialmente notable pero todas a años luz de la sexploitation del momento: Eve and the handyman (con su esposa Eve y su amigo James Ryan), Wild Gals of the Naked West (reinterpretada en este curioso vídeo reciente), Europe in the raw…Pero algo estaba cambiando en el viento y el astuto Russ sería el primero en olerlo.
De los nudie-cuties a los roughies
“En el fondo he hecho lo mismo que DeMille hizo en su día: cortarle la cabeza al protagonista y lanzarlo a los leones. Lo único nuevo que he añadido son las tetas grandes”. Russ Meyer
Tras el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam y la confusión del nacimiento del movimiento hippie, el gran público estaba furioso o desconcertado, y Meyer predijo con acierto que la época de los ingenuos nudie-cuties había pasado. Era la hora de las roughies: películas eróticas con mucha más violencia, sordidez y oscuridad… Sin olvidar los meyerianos pechos descomunales.
La estrella elegida para la primera roughie de Meyer fue la intimidante Lorna Maitland, la única actriz que ha trabajado con Meyer y que sin embargo le odiaba, no está muy claro por qué. Rodada en apenas dos semanas en 1963, Lorna sería la primera de las películas de lo que el crítico Roger Ebert llamaría más adelante “el periodo gótico de Meyer”: cuatro films rodados en blanco y negro y (por primera vez) 35 mm que se convertirían en los más importantes de su carrera. Cuando se le preguntaba por qué se había pasado al melodrama en blanco y negro, el bromista y mitómano Meyer respondía cada vez algo diferente: podía ser por inspiración del neorrealismo italiano de Arroz Amargo y minutos más tarde porque no tenía presupuesto para filmar en color.
Los planos iniciales de Lorna muestran una carretera que avanza con una implacabilidad más propia de los raíles de Europa. De repente, un predicador parado en medio de la carretera hace detenerse a la cámara y suelta un horrendo discurso moralista: “¿sabes a dónde lleva esta carretera? ¡A la perdición!”. Perdámonos todos, pues, en una confusa historia de mujeres insatisfechas, maridos débiles y exconvictos asesinos, que mezclaba violentas escenas de violaciones y desnudos con intensos planos dramáticos absurdamente bergmanianos.
Lorna fue un cartucho de dinamita encendido que Meyer lanzó al mundo: cuando el distribuidor favorito de Russ la vio por primera vez, masculló: “mierda, ¡vamos a ir todos a la cárcel!”. Sin embargo, Meyer volvió a nadar en dólares gracias a los autocines, pero despertó en el proceso al dragón de la censura: Lorna fue perseguida con saña en al menos cuatro estados. Eso no preocupó a Meyer, consciente de que cuanto más escándalo provocaba una película, más aumentaba su recaudación.
En 1965 se estrenó Mudhoney, “mi homenaje a Las uvas de la ira”, según Meyer. A pesar de ser una roughie y contar por lo tanto con su ración de sexo y violencia, es muchísimo más divertida que Lorna, tal vez por contar con una caterva de personajes secundarios que casi parecen descartes del Freaks de Tod Browning. En Mudhoney aparece, por primera vez con un buen papel, la extrañísima anciana llamada Princess Livingston, cuyo cloqueo (me resisto a llamarlo risa) se convertirá en presencia habitual.
La tercera película “gótica” fue protagonizada por una de mis “chicas Meyer” favoritas: la extraterrestre apodada Haji por motivos poco claros (“vine de visita con mi familia desde otra galaxia, y aterrizamos en Quebec. Los terrícolas sois gente muy extraña”). Sensual y autoritaria, Haji llena la pantalla en Motor Psycho, la historia de una banda de moteros violadores hiperviolentos que acabó siendo famosa por ser una de las primeras películas en mostrar a un veterano traumatizado por la guerra de Vietnam.
Tras Motor Psycho, Meyer tuvo una iluminación: cambiar el sexo de los moteros pero no su actitud criminal. De una premisa tan simple nació la mejor película de Meyer y una obra maestra indiscutible: Faster, pussycat! Kill! Kill!
¡Más rápido, gatita! ¡Mata! ¡Mata!
«Como un guante de seda forjado en hierro. Como la cámara de gas… Varla, una tía divertida». Billie, en Faster, pussycat!Kill! Kill!
Para el guión de Pussycat Meyer contaría por primera vez con un escritor magnífico que rebosaba sarcasmo: Jack Moran, “el hombre que hablaba usando one-liners”. Alcohólico y descreído, aceptó trabajar por el salario mínimo y unas botellas de whisky, encerrándose en un hotel hasta que hubo terminado el magnífico guión. Pero para convertir una película en obra de culto no basta con un buen guión, hace falta también una estrella inolvidable. Y Tura Satana, en su primera y última colaboración con Meyer, lo fue.
La historia de su vida parece salida de un guión de Tarantino (que, no por casualidad, se ha declarado fan suyo). Nació en Hokkaido con el nombre de Tura Luna Pascual Yamaguchi, hija de padre japonés-filipino y madre cheyenne-escocesa-irlandesa: una mezcla de razas y continentes que dio como resultado a una mujer guapísima de enormes pechos y carácter inflamable. Tras un breve paso por un campo japonés-norteamericano, su familia se estableció en Chicago, donde su vida no resultó fácil.
Cuando tenía diez años fue violada y apaleada por un grupo de cinco hombres mientras volvía del colegio. Los violadores no llegaron nunca a juicio, y hubo rumores de que se sobornó a un juez para mantener bocas cerradas. La pequeña Tura reaccionó aprendiendo aikido y karate para convertirse en una mujer fuerte a la que no pudiera volver a ocurrirle algo así. Y desde luego, no renunció a buscar venganza: “me prometí a mí misma que algún día, de alguna manera, ajustaría cuentas con todos ellos”. Dice la leyenda que quince años más tarde Tura se vengó de ellos uno por uno, revelándoles su identidad sólo después de la paliza de turno: “no supieron quién era hasta que se lo dije”. Puro Kill Bill cuando Tarantino aún llevaba pañales.
La Tura adolescente lideró una banda de moteras (“éramos un poco delincuentes, pero principalmente estábamos ahí para asegurarnos de que a ninguna otra chica le pasara lo que a mí”), fue brevemente cantante de blues, posó desnuda en fotografías para el cómico Harold Lloyd y acabó como bailarina burlesque y stripper con el nombre de Galatea, la estatua viviente: un nombre apropiado para una mujer escultural. Sus números de baile eran extraordinarios (es especialmente recordado uno en que hacía acrobacias llevando tacones altos), y llamaron la atención de un jovencísimo Elvis Presley, al que Tura se ofreció a enseñarle pasos de baile. Una cosa llevó a la otra y ambos empezaron una tórrida y muy comentada relación que terminaría cuando Elvis le propuso matrimonio y Tura lo rechazó (aunque se quedó el anillo, chica lista). Por suerte Elvis no reaccionó como el anterior fan al que Tura rechazó una propuesta de matrimonio, que minutos después de recibir el “no” se voló la cabeza.
Tura coincidió con Haji en el club The Losers de Los Ángeles, local en que Meyer descubriría a la mayor parte de sus chicas. En un memorable primer encuentro con Meyer durante el casting de Pussycat, Satana soltó un “creo que el personaje necesita más pelotas” y recitó algunas frases con tal convencimiento que Meyer la fichó de inmediato para interpretar a Varla, la líder de la banda de moteras. Acababa de nacer una versión malvada y trash de la flamígera Emma Peel de Los Vengadores, que comenzaría su andadura también en 1965 (buen año para las femme fatale). Pussycat juntó a mujeres explosivas: Satana, Haji, la impresionante Lori Williams… Y la jovencísima e ingenua Susan Bernard, que se pasó todo el rodaje acompañada de su sobreprotectora madre y aterrorizada por el resto de chicas. Susan (que se convertiría un año más tarde en la primera playmate judía) no recuerda aquellos días con demasiado cariño, aunque sí con un comprensible puntito de nostalgia…
Tura modificó el personaje de Varla a su gusto decidiendo su look inolvidable (¡esos guantes de cuero negro, ese escote kilométrico!), añadiéndole su propio dominio de las artes marciales e improvisando alguna de las mejores frases de la película. De hecho no se detuvo ahí y pasó la mayor parte del rodaje sugiriendo planos y situaciones: para el controlador Meyer aquello era intolerable. Frustrada al ver rechazada una buena idea (filmar las ruedas del coche girando frenéticamente durante un atropellamiento), Tura estuvo a punto de partirle la cara a Russ y en el último momento golpeó en su lugar una pared, fracturándose la mano. A regañadientes, Meyer acabaría haciéndole caso: gran parte de la chispa que desprende Pussycat se debe a la fricción de estas dos fuerzas de la naturaleza.
Ya desde el primer día Tura quiso marcar territorio: cuando le informaron de la regla número uno de los rodajes meyerianos (“aquí no se folla”) se presentó ante Meyer diciendo “si no hago el amor al menos una vez al día me pongo de mal humor y no actuaré bien, Russ”. Meyer se ofreció a “ser su semental”, siempre dispuesto a sacrificarse por sus películas, pero Tura prefirió a un ayudante de cámara al que exprimió durante todo el rodaje.
La película fracasó en taquilla, pero es una puñetera obra de arte cinematográfico de la que se ha alabado su montaje eisensteniano o la estética (tanto de las chicas como de la propia película), que quedaría grabada a fuego en el inconsciente colectivo. Se pueden encontrar rastros de Pussycat en camisetas, posters, flyers, blogs, nombres de grupos de música, homenajes como el Death Proof de Tarantino o Quiero la cabeza de Alfredo García, de Peckinpah…
Lenta pero firmemente, Pussycat fue convirtiéndose en película de culto, ganando más y más fans en cada reposición. En 1983, casi veinte años después del estreno, el divertidísimo grupo de garage punk The Cramps (del que soy fan fatal, como ya explicaré algún día) grabó una famosísima versión de la canción principal de Pussycat en el álbum de su primer directo, llamado Smell of female en honor del monólogo inicial de la película.
Meyer no volvió a rodar nunca con Satana, algo de lo que se arrepentiría más tarde: era muy difícil convivir con ella durante un rodaje, pero fue precisamente su enfrentamiento lo que hizo nacer un producto único e irrepetible. Pero lo que necesitaba ahora Meyer, de vuelta en 1965, era llenar sus maltrechos bolsillos.
Una raya de coca cinematográfica
“Un par de minutos de Meyer y ya sabes que has caído a través de un agujero en el tejido del universo” Jimmy McDonough
Para reponerse del fracaso comercial de Pussycat, Meyer rodó en apenas cinco días una de sus películas más absurdas y maníacas, descrita por McDonough como “una raya de coca cinematográfica”. El título ya era toda una declaración de intenciones: MondoTopless, un falso documental sobre strippers de enormes pechos que carece de argumento reconocible. Con un montaje atropellado y convulsivo incluso para los estándares de Meyer, Mondo Topless es una sucesión de viñetas explosivas: bailarinas retozando en el desierto abrazadas a una radio, strippers saltarinas, metafóricos trenes que se lanzan hacia los espectadores… Para acabar de hacer la película surrealista, al montador de sonido se le ocurrió eliminar las preguntas del entrevistador a las strippers, dejando sólo las respuestas y convirtiendo las entrevistas en monólogos inconexos.
El gran descubrimiento de Mondo Topless es la impresionante Babette Bardot, gigantesca actriz medio francesa medio sueca con las improbables credenciales de ser la cuarta prima de Brigitte Bardot y haber posado para Picasso a los quince años. Podéis haceros una idea tanto de Babette como de Mondo Topless con este magnífico vídeo: imaginad ahora sesenta minutos a este ritmo demencial y entenderéis que los espectadores de 1966 acabaran extenuados… Aunque la película fue un exitazo de autocine, recaudando muchísimo más que Pussycat.
Mondo Topless es un buen ejemplo de la influencia que tuvo sobre Meyer filmar documentales industriales en su juventud: la voz en off que preside la película adopta el mismo tono que en las teletiendas o los No-Do. O, en palabras de John Waters: “Russ fue un gran cineasta: sabía filmar y editar películas con un estilo propio. Podías reconocer inmediatamente una película de Russ: filmaba pelis industriales con tetas”.
Un método mucho mejor que el Stanislavski
“No pretendo ser un artista sensible. Dame una película en que un coche atraviesa un escaparate y el conductor es apuñalado por una rubia tetona guiada por un músico enano. ¡Las películas deberían correr como trenes de alta velocidad!” Russ Meyer
En 1967 Meyer filmaría dos películas divertidísimas guionizadas por Jack Moran: Common Law Cabin y Good Morning… and Goodbye! La primera es un confuso revoltillo de chicas dominantes y esculturales, maridos humillados y un policía psicópata, colisionando durante unas vacaciones paradisíacas. O ese era el plan, al menos, hasta que por problemas de presupuesto se cambió el escenario inicial (una islita hawaiana) por una infecta cabaña en medio de la nada cerca del río Colorado, en Arizona. El rodaje fue una pesadilla plagada de incidentes: barcos que se estropeaban, electrocuciones, peleas y animales salvajes.
Las estrellas de Common Law Cabin son Babette Bardot y Alaina Capri: en este vídeo absolutamente hilarante podréis comprobar el inimitable estilo de Babette para cortar leña con un puñetero machete: siempre me río con esta escena aunque la haya visto veinte veces.
Durante el rodaje Russ aplicó una técnica meyeriana de interpretación absolutamente descojonante que rivaliza con la del mismísimo Stanislavski: justo antes de empezar una escena, Meyer le encargaba a su lugarteniente George Costello que cogiera a la actriz principal por los hombros y la agitara fuertemente de un lado a otro. Cuando inmediatamente después del meneo sonaba la claqueta y empezaba la escena, la actriz estaba “en el humor físico y mental adecuado para transmitir emoción al papel”. Russ ya había intentado aplicar esta revolucionaria técnica interpretativa en Pussycat, hasta que una mirada asesina de Tura Satana hizo que renunciase a la idea.
Otra historia que me encanta y que describe perfectamente el ambiente de demencia generalizado durante el rodaje es la escena en que Babette debía girarse de repente y golpear a un actor con un bolso. El problema fue que al girarse a destiempo abofeteó al actor en plena cara con una de sus enormes tetas en lugar de con la bolsa: “¡corten!”, gritó Meyer, “¡no hace falta repetir la escena, ha quedado perfecta!”
Good Morning… and Goodbye tuvo también a Alaina Capri como protagonista femenina, pero si resulta especialmente memorable es por la aparición de Haji en un papel hecho a su medida: la Catalista, una mujer mística y salvaje rodeada de animales y apenas vestida con hojas y flores, que ayuda al protagonista a recuperar su virilidad perdida. Falta le hacía: tanto el personaje como el actor sufrieron todo tipo de desgracias. Prestad atención por ejemplo a la escena en que el protagonista es capturado por el típico lazo-trampa que le suspende boca abajo por los tobillos: los gritos de dolor del actor son absolutamente reales, ya que la cuerda demasiado fina y tensa por poco le partió en dos.
¿Es una mujer? ¿O un animal?
“Russ era un fetichista. Siempre se hacía el macho, pero estaba obsesionado con las tetas. Apenas podía hablar de nada más que de tetas… ¡Pero poca gente convierte su fetiche en un género cinematográfico!” John Waters
Echad un vistazo a esta belleza morena de mirada despierta y cejas prominentes: su nombre es Erica Gavin, y a pesar de tener pechos pequeños para los estándares meyerianos, Russ la contrató para su nueva película con el razonamiento algo peregrino de que su talla ligeramente-menor-que-titánica haría que las mujeres del público se identificaran más fácilmente con ella. Russ se proponía subir la apuesta del softcore: si en películas «serias» como Blow Up se mostraban escenas lésbicas sin recato, la próxima peli de Meyer tenía que ir más allá… Y caray si lo consiguió.
En Vixen, anunciada con el infame slogan «¿Es una mujer o un animal?«, hay lesbianismo, sexo interracial (bien poco frecuente en aquellos años), incesto entre hermanos y una especie de provocadora felación a un pez (!). Erica Gavin resulta involvidable como la hipersexual y salvaje Vixen, un personaje difícil que empieza siendo racista hasta llegar a la concordia de los pueblos a través del sexo (ríete tú del olimpismo).
En particular la escena lésbica resulta muy tórrida y excitante: a pesar de que a Erica Gavin le daba muchísimo miedo y vergüenza, finalmente logró abstraerse y actuar con una naturalidad y un abandono increíbles. Terminada la escena, Meyer gritó: «¡Corten! Voy a cambiarme los pantalones». No era para menos: la cara de placer de Gavin es lo suficientemente memorable como para que se hayan impreso posters y camisetas con ella (yo tengo una de Annexia).
Es probable que Meyer se enamoriscase de Erica Gavin, aunque como el niño que tira de las coletas a la chica que le gusta, sólo supiese demostrarlo siendo especialmente duro con ella en los rodajes. Con ello sólo consiguió echarla en los brazos de su mano derecha George Costello (sí, el que se encargaba de “agitar” a las actrices en Common Law Cabin), que la consolaba con tal vez demasiado cariño. Costello y Meyer rompieron cualquier contacto durante treinta años después de Vixen, y Erica Gavin nunca acabó de recuperar completamente la confianza de Russ: participaría en alguna otra película, pero acabó cayendo en la anorexia, las drogas duras y el alcohol. Russ le ayudó de vez en cuando con dinero y algún que otro enchufe, hasta que Erica sentó cabeza trabajando en una tienda de ropa de West Hollywood que acabaría regentando. A John Waters siempre le hizo gracia imaginarse a los clientes de la pijísima tienda atendidos amablemente por una guapa señorita, sin preguntarse en ningún momento: “¿Es una mujer o un animal?”
I was glad to do it
“Los moralistas y censores son los mejores publicistas del pornógrafo”. Russ Meyer
Vixen costó 68.000 dólares y recaudó más de veintiocho millones: el mayor éxito de la carrera de Meyer. Por desgracia, su popularidad la convirtió en el blanco perfecto para quienes abogaban por la prohibición de la pornografía, y los caminos de Russ Meyer y Charles Keating se cruzaron por primera vez.
Keating es un personaje complejo, apasionante y perfectamente hostiable. Abogado, atleta, banquero y defensor de las bondades de la erradicación de la pornografía, Keating mantuvo durante décadas una cruzada moral que le enfrentó a cara de perro con Russ Meyer o Larry Flynt: algunos recordaréis a Keating con la cara de James Cromwell en El escándalo de Larry Flynt. Como ocurre a menudo con muchos moralistas, parecía sentir una morbosa fascinación por la misma pornografía que intentaba prohibir: en sus oficinas conservaba decenas de revistas eróticas para mostrar a los escépticos la gravedad del “drama de la pornografía”, y sus descripciones resultaban siempre un poco demasiado vívidas y detalladas.
El día del estreno de Vixen en Cincinatti Keating logró que la policía detuviera la proyección e interviniera todas las copias, y la batalla legal subsiguiente fue un fracaso para Meyer: aún hoy en día está oficialmente prohibido proyectar Vixen en Ohio (la última vez que se intentó fue en 1984). Keating y Meyer se convirtieron en Moriarty y Sherlock, chocando en decenas de ocasiones y haciendo saltar chispas en cada encuentro. En su rifirafe más famoso, Keating afirmó que Meyer había hecho más que nadie para dinamitar la moralidad de la nación, y Meyer respondió: “I was glad to do it” (“lo hice con mucho gusto”), frase contundente que se convirtió en literalmente lapidaria años más tarde, cuando fue incluida como epitafio en su tumba.
Confieso que considero a Keating un tipo despreciable. Para empezar, por esta famosa frase suya: “se pueden consultar expertos y realizar estudios, pero el hecho de que la obscenidad corrompe yace en el sentido común, la razón y la lógica de todo hombre”. Que se emplee el “sentido común” como argumento me hace llevar la mano a la pistola: odio esa paupérrima (y cada vez más frecuente) argumentación que apela al sentimentalismo vacío y al prejuicio disfrazándolos de lógica.
Keating acabó pasando cuatro años en la cárcel por fraude y estafa: un sucio asunto con sobornos y agencias de rating que hizo perder sus ahorros a miles de personas. Y no puedo resistirme a comentar la ironía definitiva sobre el mayor perseguidor de Meyer: cuando Keating cayó en desgracia se descubrió que le gustaban tanto las tetas grandes como para haberle pagado un aumento mamario a doce de sus secretarias. La noticia le hizo mucha gracia a Russ, que incluyó en su autobiografía recortes de prensa sobre la caída de Keating acompañados de un sarcástico: “Et tu, Charlie?”.
Con censura o sin ella,un Meyer en racha estrenó en 1969 Cherry, Harry y Raquel, notable no tanto por el papel de la antipática Linda Ashton sino por marcar la primera colaboración importante de Charles Napier con Meyer: con su mandíbula firme, sonrisa psicopática y actitud criminal Napier representa la quintaesencia del macho meyeriano (todos los hombres de Meyer son impotentes o asesinos: Napier será ambas cosas). Esa primera película por poco se convirtió en la última de su vida: en una escena en que un personaje tenía que disparar a Napier, Meyer descubrió que no quedaban balas de fogueo y le indicó a un técnico que fabricara una a lo McGyver, sustituyendo la pólvora de una bala por papel higiénico y chicle mascado. El disparo con la cutre-bala trucada le agujereó el hombro a un sacrificado Napier cuyos gritos de dolor en esa escena son absolutamente reales.
Pero fue otra escena a priori más inofensiva la que puso en peligro la película: Charles Napier desenterrando lujuriosamente a una Linda Ashton desnuda y cubierta por la arena. Desgraciadamente Linda se llevó la impresión de que Russ aprovechaba el teleobjetivo de la cámara para filmarle las partes íntimas, lo que no entraba en su contrato. Ashton se equivocaba (Meyer era fetichista de los pechos, no de los coños), pero no hubo forma de convencerla: se cabreó y se fue del set rompiendo su contrato, lo que dejó la película corta de metraje.
La solución que encontró Russ fue memorablemente surreal: incluir a su amante, la inolvidable vikinga Uschi Digard, en el papel de Soul, “un personaje simbólico que añadirá un aire de misticismo a la película”. Planos completamente absurdos de Uschi galopando por el desierto vestida sólo con un tocado indio, o posando sobre el capó de un coche, o golpeando el agua de una piscina con una raqueta de tenis. Uno de estos surrealistas retablos es una imagen icónica de una extraña belleza: Russ en una piscina hablando por teléfono acompañado de una atómica Digard amenazadoramente inclinada sobre una copa de champagne…
Un Meyer en racha convirtió esta extrañísima película en otro exitazo que mereció buenas críticas y un artículo en el Wall Street Journal alabando sus películas y comentando que ingresaban cuarenta veces su coste… Un récord sólo igualado anteriormente por Lo que el viento se llevó.
El negro esperma de la venganza
“Mis películas pueden tomarse a dos niveles: como parodias o completamente en serio. Supongo que son ambas cosas”. Russ Meyer
A finales de los sesenta la Fox necesitaba desesperadamente un taquillazo. La escritora Jacqueline Susann, autora de la novela en que se basó Valley of the dolls, trataba de encontrar sin mucho éxito un tratamiento adecuado para la secuela, que iba a llamarse, en un rapto de originalidad, Beyond the valley of the dolls. Y en ese momento, inspirados por el artículo del Wall Street Journal, a dos ejecutivos de la Fox se les cortocircuitó el cerebro y se les ocurrió contratar al mismísimo “Rey de los desnudos” para filmar la película, concediéndole un millón de dólares de presupuesto. Ofendida, Susann empezó un larguísimo pleito que ganaría después de muerta, como el Cid, pero demasiado tarde para impedir la filmación.
Entra en escena Roger Ebert: el crítico de cine más respetado de Estados Unidos, ganador del primer Pulitzer concedido a un trabajo de crítica cinematográfica y gemelo perdido de Juan Manuel de Prada (como puede apreciarse por ejemplo en esta curiosa fotografía). A finales de los sesenta un primerizo Ebert había hecho amistad con Meyer, que fue su mentor, figura paterna y compañero de juergas. Un crítico gafapasta y un pornógrafo, una extraña pareja con intereses comunes: en palabras de Russ, “Roger está absolutamente poseído por la pasión por las tetas”… Le dijo la sartén al cazo.
Cuando recibió el sorprendente encargo de la Fox, un exultante Meyer le encargó a Ebert la escritura del guión. Meyer sabía reconocer y explotar el zeitgeist del momento, así que decidió que la película tenía que empaparse del espíritu hippie de amor libre y salpimentarse con violencia extrema al eco de los crímenes de la familia Manson. El hecho de que ni Meyer ni Ebert tuvieran ni la menor idea sobre rock, el hippismo o la cultura de la droga no les detuvo: en una memorable huida hacia adelante, decidieron que lo que no supieran, se lo inventarían, pariendo un engendro con personajes vagamente basados en Phil Spector o Muhammad Alí.
Sin interferencias del estudio, Meyer y Ebert pudieron hacer todo lo que se les pasara por la cabeza, “como si dos locos se hubieran fugado del manicomio y se hubieran puesto al mando”, en palabras del propio Ebert. Meyer reunió un casting de decenas de mujeres pechugonas, como se muestra en este trailer impagable homenajeado en el Phantom of the Paradise de De Palma: es imposible verlo y no cogerle cariño a Russ.
El secreto de la película es que Meyer daba indicaciones a los actores con una cara totalmente seria, como si estuviera dirigiendo el mayor drama jamás filmado. El humor ya estaba presente en el guión de Ebert, no hacían falta actores graciosillos haciendo muecas cual Jim Carrey en Ace Ventura. Esto llevó a que los actores recitasen sus psicotrónicos diálogos con una seriedad shakesperiana que los convirtió en mucho más divertidos, con frases inolvidables como “¡beberás el negro esperma de mi venganza!” o “esta es mi fiesta y me está acojonando” (queda mejor en inglés: “¡this is my happening and it freaks me out!”, no me han faltado ocasiones para gritarla a pleno pulmón).
Meyer se pasó tres meses montando la película y eliminando todo lo que consideró superfluo: el resultado es un ritmo demencialmente rápido de planos y contraplanos con diálogos velocísimos y mutilados: da igual que se pierda el sentido si se mantiene a cambio el ritmo. “Corta, corta, corta, corta: un ritmo castigador que vapulee al público”: así describió Meyer su estilo de montaje-ametralladora, en ninguna película tan evidente como en Beyond the Valley of the Dolls.
Tras el estreno (complicado al recibir la película una injusta clasificación X) miles de desprevenidos espectadores se preguntaron al unísono: “¿pero qué coño es esto?”: hoy lo llamaríamos un WTF en toda regla. Meyer y Ebert acababan de parir una parodia musical-sexual demente con toques de terror: un género que no encontraría equivalente hasta que Tim Curry se puso medias y tacones en The Rocky Horror Picture Show. Podría decirse que Dolls tiene un cierto espíritu Rocky cinco años antes de Rocky: es en cierto modo sorprendente que en los pases de la película no aparezca gente disfrazada. Dolls se convirtió en peli de culto, reestrenada a menudo y mil veces homenajeada, por ejemplo en la saga del Austin Powers de Mike Myers o en este famoso videoclip de The Pipettes.
Las críticas fueron otra historia: para Variety fue “tan divertida como un orfanato en llamas”, y Keating pidió el arresto y encarcelamiento inmediato de Meyer. Russ reía a carcajadas, pero Roger Ebert recibió una amenaza de su jefe en el Sun-Times: o seguía como crítico o se metía a guionista de animaladas. Ebert optó por la seguridad laboral y se convirtió, como decíamos, en el mejor crítico de cine de los USA.
Una consecuencia inesperada de Beyond the valley of the dolls fue la boda de Meyer con Edy Williams, protagonista de la película. No fue un matrimonio feliz: a ella le gustaba el lujo y él era austero y espartano; ella quería protagonizar todas las pelis de Meyer y él ir cambiando de chicas… Ambos trazaron planes para que Edy protagonizara una sexploitation ambientada en una república bananera, pero tanto el proyecto como el matrimonio acabarían yéndose a pique: el rey Midas estaba a punto de perder (momentáneamente) su toque.
Meyer siempre había reaccionado con rabia ante cualquier sugerencia de que debería abandonar las pelis de tetas y autocine para dar el salto a películas «serias», pero finalmente se dejó convencer por la Fox para adaptar una novela de Irving Wallace llamada The seven minutes. Sobre el papel la historia tenía garra: abordaba el tema de la censura dándole a Meyer oportunidad de lanzar unas cuantas pullas a Keating, su bestia negra… Pero el estudio no le concedió la libertad absoluta de que había disfrutado en Dolls, y le ató en corto para que a la película no volviera a caerle una clasificación X. El resultado fue una peli aburrida y perfectamente olvidable que pinchó en crítica y taquilla.
Un sobresaltado Meyer encadenó otro fracaso poco después: su único intento de filmar un cruce entre blaxploitation y película de época, un engendro llamado Blacksnake que sólo salvan Anouska Hempel manejando el látigo y David Prowse años antes de convertirse en Darth Vader.
El asesinato del correcaminos
“Somos todas dibujos animados, todas y cada una de nosotras. “De dibujos animados” no significa “falso”, solamente “más grande que la vida””. Raven De La Croix
Para recuperar su entusiasmo, Meyer quiso volver a sus orígenes y rodar una película exagerada, erótica y tetona, rodeado de sus actrices fetiche (Uschi Digard, Haji), sus últimos descubrimientos (como la hermosa Shari Eubank) y su amigo Charles Napier. El resultado fue Supervixens, un exitazo comercial y una película marciana y casi perfecta a pesar de su guión absurdo.
La escena más famosa de Supervixens es el brutal asesinato de SuperAngel por Harry Sledge (Napier), un policía psicópata que no se toma muy bien un ataque de impotencia. Tan gráfico y exagerado es el crimen que puede verse como un inesperado momento gore o como una sátira sobre la violencia: toda la película oscila entre la comedia erótica, el thriller y los dibujos animados de carne y hueso (segundos antes de la explosión que mata a un personaje se oye el “bip bip!” del Correcaminos). En 1974 Charles Napier vivía en un trailer, a un paso de convertirse en white trash. Un año más tarde, tras el éxito de Supervixens, recibió una llamada de Alfred Hitchcock, encantado con la brutalidad cruda de la escena del asesinato: Napier salió de su entrevista con un cheque de 5000 dólares y un contrato en el bolsillo.
Una discusión de Meyer con Edy Williams les dejó sin chica para el clímax en el desierto, así que Russ decidió volver a utilizar a Shari Eubank, cuyo personaje había sido apuñalado, pisoteado y electrocutado en una bañera. Meyer le pidió consejo a Ebert, que le sugirió en un arranque de surrealismo que llevara la bañera a la cima de una montaña y filmase a Shari resucitando al ritmo de Así habló Zaratustra. Meyer llegó a filmar la escena (pidiendo ayuda a seis camioneros que llevaran la bañera a hombros, como un paso de Semana Santa), pero finalmente no llegó a utilizarla y optó por usar a la misma actriz interpretando a un personaje diferente pero idéntico, en una jugada como mínimo confusa. Qué más da.
Sorprende el contraste entre la genialidad de Supervixens y el poco brillo de Up!, rodada en un año más tarde. Es una película extraña, en que no se encuentran muchas marcas de fábrica de Meyer, y resulta divertida tan sólo como única incursión meyeriana en el campo de las perversiones sexuales (algo insólito en alguien que no distinguía entre felación y cunnilingus). Tal vez la mano de Ebert, que participó en el guión, se deje ver por ahí… De cualquier manera, Up! es una mezcla sin sentido de gigantescos dildos, persecuciones, violaciones y Adolf Hitler recitando monólogos en alemán sin subtitular mientras recibe latigazos: la pobre Raven De La Croix hubiera merecido mejor suerte en su única colaboración con Meyer.
Up! no triunfó ni de lejos tanto como Supervixens, pero a Meyer no le preocupó, absorbido como estaba por su nuevo proyecto: filmar a los Sex Pistols. Sí, a los Sex Pistols.
¿Mató Russ Meyer a Bambi?
“Odié a Russ Meyer desde el primer momento en que le vi: un viejo senil, agobiante y gilipollas”. Johnny Rotten
La idea de juntar agua y aceite, Meyer y Pistols, fue del visionario Malcolm McLaren, que preparaba el desembarco de Sid Vicious y compañía en los Estados Unidos y quiso abrirles paso con una especie de A Hard Day’s Night pero en punk.
Al recibir el encargo, un ilusionado Meyer le pidió un tratamiento a Roger Ebert: el resultado fue un guión simbólico a varios niveles que puede leerse aquí y que incluye entre otras cosas un rockero llamado M.J. (¿Mick Jagger?) que mata ciervos por deporte y da título a la película: ¿Quién mató a Bambi?
Desgraciadamente, el proyecto empezó a irse a la mierda nada más arrancar. Como era previsible, el estilo de rodaje militar de Meyer chocó frontalmente con la anarquía vital de los Pistols, que cuando no se presentaban borrachos simplemente desaparecían o la liaban parda entre bastidores… O se negaban a rodar alguna escena: Sid Vicious tenía que acostarse con su madre (papel para el que Meyer había fichado a la mismísima Marianne Faithfull) y luego compartir con ella una jeringa de heroína. Vicious se negó: “no me importa follarme a mi madre, pero… ¿Chutarme con ella? Olvídalo”. El único que se llevó mínimamente bien con Meyer fue Sid Vicious, por el que Russ desarrolló una cierta ternura: una noche le vio hambriento y decidió llenarle la nevera con “dos packs de seis cervezas y unas latas de cerdo con alubias”.
Mal que bien la película avanzaba, pero al cabo de unas semanas desapareció la financiación y el proyecto acabó de hundirse, con tan sólo algunas escenas filmadas que aparecerían años más tarde en The Great Rock and Roll Swindle o el documental The Filth and the Fury. ¿Qué hubiera pasado si el rodaje hubiera terminado con éxito? Bueno, según Meyer, si se hubiera filmado ¿Quién mató a Bambi? Sid Vicious aún seguiría vivo.
Una última carta de amor
“Al intercambio mutuo de maravillosos fluidos corporales” Placa en casa de Russ Meyer
La fracasada experiencia con los Sex Pistols dejó mal sabor de boca a Meyer, que quiso volver a proyectos propios cada vez más deshilvanados, en particular la algo más explícita de lo habitual Beneath the valley of the Ultravixens. La película es en realidad una carta de amor a Kitten Natividad, quizá la más dulce y adorable de todas las “chicas Meyer” y su pareja durante muchos años. Por lo demás, Ultravixens es también interesante porque aparece por primera y única vez June Mack, una inmensa dominatrix negra que fascinó especialmente a Roger Ebert.
Después de Ultravixens, Meyer dejó de rodar películas y se dedicó a escribir su autobiografía (A clean breast, un libro-mamut de 1213 páginas) y a irse alejando progresivamente de la realidad y la cordura. No supo (o no quiso) adaptarse a los nuevos tiempos de la pornografía explícita y masiva: el auge del porno devoró el terreno de la insinuación softcore en que Meyer se sentía cómodo. El escritor David K. Frasier, que colaboró en la escritura de A clean breast y publicó Russ Meyer, the life and films, fue uno de sus amigos más cercanos durante esa época, y en este interesante artículo repasa los últimos años de Meyer.
Es fascinante oírle hablar de su casa-santuario en Arrowhead Drive, llena de recuerdos y posters de sus películas; una mansión-museo por lo demás espartana que se hizo famosa por un artículo-guía de Los Ángeles publicado por John Waters en la Rolling Stone (y que le costó la amistad con Meyer, a quien no le gustó nada que empezaran a aparecer fans en su casa). En lo personal, tras la dulzura de Kitten Natividad, Meyer no encontró ninguna mujer con la que envejecer tranquilamente: Melissa Mounds, una de sus últimas amantes, le atacó con un martíllo mientras dormía.
En un proceso minuciosamente narrado en el último y tristísimo capítulo de Big Bosoms and Square Jaws, un Meyer afectado por el Alzheimer fue aislándose cada vez más de los suyos, dominado (hay quien dice que con mala fe) por su secretaria y administradora Janice Cowart. Tras su muerte en 2004, Janice y Julio Dottavio (el antiguo jardinero de Meyer) se hicieron cargo de su patrimonio y gestionan actualmente la criticada empresa RM Films International. Incomprensiblemente, más allá de una web cutre en la que se venden los DVDs de las películas a precios caros y sin apenas extras, la empresa no está promocionando la obra de Meyer: ni Blu-Rays, ni remasterizaciones, ni promoción de material poco conocido, ni un triste museo dedicado a su memoria (¿qué sentido tiene no aprovechar la memorabilia de Arrowhead Drive?). Por suerte las películas más famosas pueden conseguirse por otras vías, pero hay material original que corre riesgo de perderse.
Pero quisiera terminar este monográfico con una frase optimista: el sentido del humor, pasión y alegría de vivir de Meyer lo merecen. Dijo McDonough: “La visión del mundo de Meyer y su ansia por la vida influenciaron mi escritura y mi forma de ser. Hay quien tiene de referencia a Dios, la familia, la política o las drogas: yo me quedo con Meyer y todos sus defectos”. Vaya pues un brindis por Russ desde aquí: donde quiera que esté ahora, espero que sus ángeles (o demonios) tengan grandes tetas.
Combináis un largo reportaje de cine con fotos de chicas con enormes pechos… ¿y pretendéis que me concentre en ambas cosas? Iros al carajo.
Jajaja, se puede, se puede: la prueba es que Meyer podía contemplar tetas enormes y dirigir películas al mismo tiempo…
Pingback: Russ Meyer: Mucho más que un par de tetas (NSFW)
En el imaginario masculino pueblan las mismas fantasías, deseos, que en el femenino. Manara y Helmut Newton como resorte de algo que va más allá de la superficialidad del cuerpo, mucho más allá de unos voluminosos pechos, todo depende de la imaginación, que es infinita.
Manara, Newton, Meyer; cada uno obsesionado con su propio ideal de belleza que va más allá del cuerpo: las mujeres pícaras y atrevidas de Manara, las elegantes y altivas de Newton, las hipersexuales y dominantes de Meyer…
En una sóla mujer se pueden concentrar todas ellas.
La belleza no es una culidad fija o inmutable, sino relativa, por mucho que nuestra cultura propugne como ideal de belleza femenina un modelo único (deseable para la mayoría).
El imperativo que reclama la adscripción a un cierto tipo estético sobre otro, prescribe en realidad una conducta y no una apariencia.
Luego existe el erotismo y la sensualidad, en un ademán femenino o masculino, una voz o una mirada que nos penetra por dentro, un leve roce con un desconocido/a, un cuello que nos convierte en mirones improvisados…
Todo este mundo imaginario y deseable, vive en nuestra rutina diaria, sólo necesitamos abrir bien los ojos.
y tu que tal vas de tetas!
Muy interesante, todas las historias reales de estas actrizes (la realidad supera siempre la ficción)
Pues sí: cada una tiene su historia y su carácter… Desde la rebelde con causa Tura Satana hasta la ingenuidad naïf de Shari Eubank. Me fascina especialmente Haji, quizá porque es la más misteriosa de todas.
A mi me parece tremendamente interesante Tura Luna Pascual Yamaguchi, la vida de esta mujer, desde el principio, no ha sido nada fácil. Seguramente por eso la convirtieron en una mujer fuerte y valiente.
En la famosa «Pussycat» ella se encargaba del maquillaje, vestuario, diálogos, artes marciales, incluso de algún efecto especial, …era una todoterreno, no hay duda
“si no hago el amor al menos una vez al día me pongo de mal humor y no actuaré bien, Russ”
una mujer de carácter y decidida (a muchos hombres inexpertos les asustaría)
descanse en paz.
El año pasado organizamos una proyección de «Pussycat» y el día siguiente Tura Satana murió… Un homenaje pre-póstumo.
Qué pena que sólo colaborase con Meyer en una película: la irrepetibilidad de «Pussycat» prueba que eran mejores juntos que por separado.
He temido la longitud del artículo, pero la verdad es que me ha atrapado tan pronto como he empezado a leerlo…. Me encanta la multitud de enlaces que le has puesto. Yo también me he reído con la escena de Babette cortando leña con el machete, pero por una razón distinta a la tuya: es exactamente igual que mi actuación en ‘Campamento sangriento 4’ cuando estoy azotando (sí, así de mal jaja) al malo atado a un árbol… Es que no quería hacerle daño al pobre actor jajajaa
Me quedo con la duda de saber si una escena que todavía anida en mi mente, que me traumatizó sobremanera en mi infancia, haciendo que me mareara cada vez que me acordaba de ella, es de una peli de Russ Meyer… Ya te preguntaré cuando nos veamos…. Un artículo memorable, Josep! Mi más sincera enhorabuena!!!!
Jajaja, esa escena tuya en el bosque tengo que verla… :)
La escena que te traumatizó me la imagino, y de hecho me apuesto un riñón a que es una de Supervixens, que a pesar de ser una comedia tiene al menos dos momentos de los que dejan huella.
No se como no he conocido esto antes, jajaja, tendre que poner el torrent a trabajar
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Muy bueno el artículo Josep, correcta la redacción, bastante curro de documentación… ¡Felicidades!
Solo te voy a poner un pero, personalmente hubiera agradecido algo de info en cada pie de foto, al menos los nombres, para saber en cada momento quien es la dueña de tales mamellas.
Gracias por las felicitaciones! :)
Y tienes toda la razón en lo de los pies de foto, así que permite que identifique a las bellas damas en los comentarios, a modo de epílogo:
1 – Dibujo genial de posibles posters minimalistas para películas de Russ Meyer creado por roosterization:
http://www.flickr.com/photos/roosterization/
2 – Christy Hartburg sostiene un teléfono en Supervixens, a punto de apoyárselo en el canalillo.
3 – Eve Meyer, la segunda esposa y gran amor de Russ, fotografiada por Meyer para Playboy.
4 – Imágenes de Haji, Lori Williams y Tura Satana, el trío protagonista de Faster, Pussycat! Kill! Kill!
5 – Lorna Maitland a punto de entrar en acción.
6 – Tura Satana en toda su gloria.
7 – Haji y Alex Rocco en el clímax de Motor Psycho.
8 – La increíble Erica Gavin, protagonista absoluta de Vixen.
9 – La dulce Kitten Natividad, a la que le encantaba enseñar las tetas en público.
10 – Linda Ashton, fugaz chica Meyer, siendo desenterrada por Charles Napier.
11 – Dolly Reed, Marcia McBroom y Cynthia Myers, formando el grupo The Carrie Nations en Beyond the valley of the dolls.
12 – De nuevo Christy Harburg en el poster de Supervixens.
13 – Russ Meyer filmando a Kitten Natividad, una de sus últimas parejas.
14 – Haji, Lori Williams y Tura Satana pasándoselo bien en el rodaje de Faster, Pussycat! Kill! Kill!
Mariano Ozores = Russ Meyer español.
Ahí queda eso.
Espero que le dediques un artículo a su altura.
Vaya, Joe el Ermitaño se me ha adelantado. A mi me gustaba Russ Meyer antes de que se pudiera acceder fácilmente al porno. El otro día intenté volver a ver una película suya y no pude. Lo siento, pero me parece una especie de Mariano Ozores… Por otro lado, felicidades por el artículo, muy bien escrito y documentado.
Gracias por las felicitaciones! :)
Con Ozores hay similitudes pero veo al menos dos diferencias básicas, desde mi punto de vista. La primera, la calidad cinematográfica (y sí, lo digo en serio). En la mayor parte de las pelis de Meyer, incluso en las «de relleno» lastradas por guiones aburridos y actores lamentables (y por tanto «malas» en su conjunto), se pueden encontrar varias marcas de estilo que le acreditan como buen cineasta. Algunas las he mencionado en el artículo: el montaje arrollador y frenético (p.ej. los primeros tres minutos de «Pussycat»), la composición cuidadísima de algunos planos (p.ej. los planos iniciales de la carretera en «Lorna»), la estética y diseño de personajes (de nuevo las chicas de «Pussycat», mil veces imitadas) o el planteamiento de escenas de las que se graban en la retina (p.ej. el hitchcockiano, sangriento y salvaje asesinato de «Supervixens»). La comparación más adecuada, más que con las pelis de Ozores, quizá sería con otras pelis de sexploitation de su época: la prueba del nueve es ver cualquier peli de Meyer e inmediatamente después cualquiera de Friedman (como «Ilsa, la loba de las SS»), con sus cutreplanos largos y rodilleros, sus zooms a lo Tele 5 y su ausente sentido del ritmo.
La segunda diferencia que veo es cómo han envejecido las películas. «Los bingueros» puede servir como testimonio del destape y el desarrollismo, pero para verla hoy en día hace falta más un espíritu arqueológico o de investigación que otra cosa. De las películas de Meyer, algunas han envejecido sin remedio («The immoral Mr. Teas», por ejemplo), pero otras como «Pussycat» tienen una cierta cualidad intemporal: sirven para entender su época pero también aguantan como películas por sí mismas.
Y dicho ésto: no soy especialista en Ozores ni fan del cine español de esa época, así que yo qué sé. :-) Ah, pero hay una excepción: me encanta, por motivos muy largos de explicar, «El astronauta» de Javier Aguirre, 1970.
Automáticamente me acordé de Isabel «la coca» Sarli…
No tenía el placer de conocerla, y ahora no la podré olvidar…
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/5/57/Armando_B%C3%B3_e_Isabel_Sarli.jpg/781px-Armando_B%C3%B3_e_Isabel_Sarli.jpg
Señor Catedrático de la Tetada pisando Acelerador y Quemando Rueda:
¿Conoce usted a las Super Vixens de Barcelona?
http://fiestasupervixens.com/
Pues no estaba al tanto de estas fiestas, no, pero he leído «lucha en el barro» y me han empezado a hacer los ojos chiribitas. ¡Muchas gracias por la pista! No tardaré en asomar la cabeza por ahí…
Tremendo el reportaje, Josep, supongo que Meyer creo escuela allá en los 60′ que posiblemente fue su época más productiva. Stuart Rosenberg por ejemplo, me viene a la cabeza aquella tórrida escena de «La leyenda del indomable» protagonizada por una escandolasamente sexy Joy Harmon lavando un coche a 40º a la sombra, que seguro que hizo las delicias del bueno de Russ. ¿Remember? Saludos.-
Una escena inolvidable, en efecto: ese «sutil» primer plano de las manos de la Harmon abriendo la manguera, esa esponja exprimida, las reacciones de los presidiarios como de lobo de Tex Avery…
Traigámosla aquí, qué demonios:
http://www.youtube.com/watch?v=Kliy32YWFcU
Jajaja, muy apropiado…
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Algun sitio en la EEB para poder ver todas las pelis?