Fue un visto y no visto. Tras trece años de guerra en Siria, dimos por hecho que se habían estabilizado los frentes y que ya no veríamos más que combates puntuales y aislados, o incluso negociaciones entre las partes. ¿Siria? ¿Había realmente algo que contar? La respuesta resultó ensordecedora el pasado 27 de noviembre. Mientras el mundo miraba hacia la destrucción televisada de Gaza y al bombardeo de Beirut, una coalición yihadista tutelada por Turquía lanzaba una ofensiva sobre Alepo, la segunda ciudad del país. Damasco caería diez días más tarde.
La sorpresiva asonada de la Organización para la Liberación del Levante (HTS) —designado como una «organización terrorista» por el Consejo de Seguridad de la ONU, los Estados Unidos, Rusia y Turquía— recordaba a la del Estado Islámico en Mosul, la segunda ciudad de Iraq, en 2014, o a la de los talibanes en Kabul en 2021. Pero nada pasa porque sí, y menos en este rincón del mundo. Ya lo verbalizó el pasado 5 de diciembre el secretario general de la ONU, António Guterres: «La escalada en Siria deriva de años de fracaso crónico colectivo».
De dónde venimos
La guerra en Siria estalló en 2011, en el marco de la llamada «primavera árabe», aquella oleada de protestas, muchas de las cuales desembocaron en guerras, que se extendió por la región de MENA (acrónimo anglo para Oriente Medio y Norte de África). El hastío hacia un gobierno represivo y monolítico como el de los Assad (la familia en el poder desde 1971) cristalizó en protestas multitudinarias que Damasco reprimió con una violencia extrema.
El siguiente paso de la oposición fue la creación de un contingente armado, el Ejército Libre Sirio (ELS), que se convirtió en un movimiento “paraguas” para una amalgama de grupos opositores que también incluía a rigoristas religiosos islámicos. Fueron estos últimos los que, con el respaldo logístico, militar y económico de la vecina Turquía, fagocitaron la insurrección haciéndose fuertes en la región de Idlib, al noroeste del país.
Pero había un tercer actor. Con un programa propio entroncado en el respeto a los derechos humanos y un modelo de sociedad igualitario, inclusivo y horizontal, los kurdos se desmarcaron tanto de la oposición islamista como de un régimen que no solo les trató como ciudadanos de segunda durante décadas, sino que hasta les borró el censo, privando a decenas de miles de ciudadanía. Pero fueron los kurdos los que, con el apoyo de la Coalición Internacional, derrotaron al Estado Islámico. Tras extenderse por un territorio del tamaño de Reino Unido entre Siria e Irak, el último bastión del EI cayó en la primavera de 2019.
Desde entonces, Siria quedaba dividida en tres partes: los yihadistas respaldados por Turquía al noroeste y otras zonas fronterizas; el régimen de Assad, apuntalado por Rusia e Irán en el resto del país hasta la orilla occidental del Éufrates, y los kurdos al noreste, en un territorio en el que se desplegaban tropas estadounidenses. En cuanto a la alianza de los kurdos de Siria con Washington, los primeros ya tenían su propia agenda en marcha mucho antes de que llegaran los americanos. Es más, tocaron todas las puertas en busca de apoyos, desde Moscú a Bruselas. Pero con una Europa desaparecida del tablero internacional y una Rusia que solo buscaba amarrar el régimen en Damasco, la ayuda solo llegó de Washington. Vieron en los kurdos la única opción para derrotar al EI y, sobre todo, poner una pica sobre el terreno para desarrollar una agenda propia que nada tiene que ver con la protección de las minorías o el respeto de los derechos humanos de las mayorías.
El problema es que Turquía tiene a la mitad de los aproximadamente 40 millones de kurdos en el mundo dentro de sus propias fronteras, y a la otra mitad justo al otro lado, en Irak, Siria e Irán. Así, Ankara hará lo imposible por romper esa continuidad nacional, sea a través de ofensivas aéreas y terrestres, dando balones de oxígeno al yihadismo o, simplemente, usando el agua como arma de guerra (el Tigris y el Éufrates nacen en el este de Anatolia).
En marzo de 2019, fue un anuncio de retirada estadounidense verbalizado por Trump el que llevó a la ocupación del distrito kurdosirio de Serekaniye a manos de fuerzas islamistas respaldadas por Turquía, miembro clave de la OTAN. Un año antes, había sido Moscú la que les dijo que, o se plegaban al régimen de Assad, o dejaban entrar a los turcos en Afrín, otro enclave kurdosirio fronterizo con Turquía. Desde entonces, Ankara dirige una campaña de limpieza étnica sobre los kurdos al sur de su frontera: desde bombardeos continuos que también apuntan a infraestructuras civiles hasta asentamientos para decenas de miles de colonos árabes en las tierras robadas a los kurdos. Si hubo alguna vez algún punto en la agenda común a Ankara y Damasco era su odio hacia los kurdos.
Y ahora, ¿qué?
No fue una elaborada operación yihadista la que hizo colapsar a las tropas de Assad a finales de noviembre. Han sido trece años de guerra para un ejército armado con vetusto material soviético y manejado por reclutas que, a menudo, calzaban zapatillas de deporte. La moral estaba por los suelos. Luego está el paso de un baile diplomático siniestro. La caída de Alepo coincidió con la entrada en vigor del frágil alto el fuego en Líbano tras dos meses en los que Hizbulá, uno de los puntales del régimen sirio y «joya de la corona» iraní en la región, quedaba descabezada por los ataques israelíes.
Rusia poco podía hacer cuando está a punto de entrar en el cuarto año de una guerra que se había previsto que durara dos semanas. Hoy se enfrenta al lanzamiento de misiles de medio alcance de la OTAN contra objetivos en su propio suelo. No obstante, es Turquía la que tiene las llaves de Siria. Pesó el intento fallido de Ankara de normalizar relaciones con Damasco y, por supuesto, el reciente anuncio de Donald Trump, presidente electo estadounidense, de que retiraría las tropas estadounidenses de Siria. Analistas coinciden en que Recep Tayip Erdogan, el presidente turco, podría estar buscando aumentar el número de cartas a intercambiar sobre una futura mesa de negociación con Washington.
«Siria se ha convertido en el epicentro de una Tercera Guerra Mundial: los rusos, la Coalición Internacional, Irán… todos los grandes poderes están luchando aquí», recuerda, vía telefónica y desde Qamishli (Siria), Salih Muslim. Es miembro del comité presidencial del Partido de la Unión Democrática, el dominante en el noreste de Siria. Este antiguo preso político convertido en uno de los rostros más visibles entre los kurdos del país insiste en la necesidad de que lo sirios vivan juntos «independientemente de su etnia, credo o ideología».
Para sorpresa de muchos, las declaraciones del líder de la ofensiva yihadista, Abu Mohamed al Jolani, van en la misma línea, pero es difícil poner la mano en el fuego tratándose del comandante que lideró la filial de Al Qaeda en Siria. Un informe titulado «Cuando el yihadismo aprende a sonreír» publicado por el Rojava Information Center —una plataforma de periodistas en el noreste de Siria— asegura que Al Jolani ha hecho «grandes esfuerzos en construirse una fachada cuidadosamente elaborada». Dicho informe concluye que la separación entre el EI y HTS es definitiva. Sin embargo, añade, «persiste el debate sobre la naturaleza y la fuerza de los vínculos que aún podrían existir entre HTS y Al-Qaeda».
Manuel Martorell, periodista y analista español especializado en Oriente Medio, no se muestra optimista si HTS se hace finalmente con el poder en Siria. «Cuando llegan al poder, los islamistas siempre prometen respetar las minorías y no imponer el islam fundamentalista. Por lo general, suele existir una agenda oculta, se produce una progresiva islamización de la sociedad que lleva a las minorías a darse por vencidas y abandonar el país», explica Martorell desde Pamplona. El experto apunta a «una operación estratégica de Erdogan para imponer su propia «solución para Siria», que pasaría por «acabar con la autonomía kurda y la limpieza étnica de kurdos a lo largo de toda la frontera entre Siria y Turquía».
«Resulta inconcebible que tanto los grupos islamistas pro-turcos como los sucesores de Al Qaeda hayan lanzado esta ofensiva sin el consentimiento y respaldo de Turquía, cuya presencia militar en ambas regiones es omnipresente. Erdogan quiere imponer sus propias reglas de juego y esta operación y los grupos islamistas son la forma de conseguirlo», acota el experto.
De lo que no hay duda es de que la caída de Damasco en manos de las fuerzas islamistas sunitas es lo mejor que le ha pasado a Turquía en siglos, convirtiéndola en la principal potencia regional, incluso por delante de Israel. Ante el nuevo escenario, el alto mando kurdo-sirio ha hecho un llamamiento a la movilización general para hacer frente al avance del combinado yihadista. También han recordado que es a través de esos vacíos de poder por los que se cuela el Estado Islámico. Por el momento, ya se ha registrado actividad del EI en zonas desérticas, así como en los precarios campos que albergan a sus familias y allegados. Simultáneamente, los combates entre yihadistas con cobertura aérea turca y fuerzas kurdas se recrudecen en lugares como Manbij. Kobani, la ciudad «mártir» kurda en la batalla contra el Estado Islámico, también está en el punto de mira.