«Los únicos autores del cine español somos Buñuel y yo» (Albert Serra, director de cine, guionista y egomaníaco).
A día de hoy, aún me resisto a diluirme entre la turba de la literalidad más estajanovista y anacrónica. Espérate, dirán los escépticos relativistas. Me considero, de manera muy orgánica, benévolo con el tiempo —ese monstruo— y su coyuntura: nada me resulta más ridículo que una Manson Mingott, ama de llaves de la ortodoxia semántica, obligando a un cruzado medieval a decir, por ejemplo, «no hay magrebíes en la costa».
Estoy dispuesto, incluso, a aplicar cierta distante condescendencia a testimonios tipo «alguien vino a decirme que Lorca era homosexual (…) Por aquel entonces en Madrid no se conocían más que a dos o tres pederastas». Esta joyita gay friendly y otras más dan lustre a Mi último suspiro (Plaza & Janés), las memorias del cineasta Luis Buñuel. Menos mal que eran amigos. Bien es cierto, y en descargo del propio Buñuel —aunque no lo necesite— que al final del libro lo arregla (eso no le serviría hoy en día, en esta edad tan líquida, efímera y contradictoria en la que todo lo que escribes parece estar grabado in aeternum en la misma piedra de los diez mandamientos) con esta preciosidad: «De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo de su teatro ni de su poesía. La obra maestra era él». Supéramelo.
A mí, lejos de indignarme y de pedir sales para el desmayo, este tipo de boutades libérrimas y un poco ingenuas me reconfortan. Y hay unas cuantas decorando estas memorias y que además han envejecido estupendamente como abanderadas de la cultura woke: podrían usarse sin problema hoy en día para, por ejemplo, estimular la vida saludable («Si el alcohol es la reina, el tabaco es el rey»), homenajear a los genios intocables («El cómico que menos me gustaba era Chaplin», «El Guernica no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo», «Dalí me inspira, pero me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad»), reivindicar las vanguardias («El surrealismo es exaltado y desordenado»), la denuncia del body shaming («Una noche en un burdel que conocía, la dueña me dijo: «Tengo una chiquita, ahora se la traigo, verá que inocencia. Tiene que ser delicado con ella«. Al poco rato vemos entrar a una criatura con zapatos de tacón bajo, calcetines blancos, lleva trenzas y juega al aro. Desilusión: una enana de cuarenta años»), la corrección política («Nunca he sido un adversario fanático de Franco»), el respeto a la senectud y la defensa del oprimido («Vimos entrar a un viejo espectro vacilante a quien reconocí como John Ford, llevado por una especie de esclavo negro») o su posicionamiento, tan europeo por otra parte, en contra de la posesión y el uso de armas («Me gustan las armas y el tiro. He tenido hasta sesenta y cinco revólveres y fusiles»).
Con todas las salvedades que se tengan que hacer a este tipo de reflexiones contraculturales, en estos tiempos de cilicios literarios resulta refrescante y enternecedor retroceder hasta 1983 para abrir la ventana y que entre algo de aire no viciado por los dueños del relato. Da incluso cierta envidia melancólica pensar que hasta antes de ayer cualquiera podía escribir lo que pensaba sin ser virtualmente lapidado.
Sin embargo, y al margen de estas sentencias más bien relacionadas con el personaje, lo verdaderamente sorprendente de estas memorias, y no para bien precisamente, es su falta de genialidad, de talento en la escritura, de pulso narrativo o como quieras llamarlo. Quizá el problema sea mío y no haya aplicado —esta vez sí— la literalidad cuando era necesaria: «No soy hombre de pluma» es el epígrafe con el que arranca la obra. Uno espera que el genio se desparrame allá donde vaya o, incluso, siendo Buñuel quien es, permitamos que el surrealismo se apodere de la narración, nos anestesie en un absurdo sueño y naveguemos emporrados en el sinsentido. Fiel a su estilo, que nada aquí tenga ni pies ni cabeza. Pero qué va. Nada de eso. Y demuestra que el talento no es multidireccional: lo desnuda, pero a su vez justifica la entelequia de poder alcanzarlo —los no elegidos, el resto y yo—, justicia poética para los que no tenemos ninguno.
Esta bajada tan brusca a la tierra puede ser aterradora, sobre todo si tiendes a la mitomanía, como el que esto escribe, pero en realidad no deja de ser reconfortante que el talento sea unidireccional y esquivo. La lectura de Mi último suspiro, desde luego, desmitifica crudamente la idea del artista total. Es un libro mal escrito, incompleto, desaprovechado, anárquico, desastrado y estructuralmente desequilibrado. Solamente le salvan las anécdotas de quien ha vivido una infancia entre algodones, el paso por la Residencia de Estudiantes, París, los inicios del surrealismo, Estados Unidos, la guerra civil, su exilio voluntario en México y un último periplo entre España y Francia. Realmente dan ganas de esconderle la Olivetti, ofrecerle un dry martini, sentarle en la Eames Lounge Chair de Billy Wilder y dejarle que desbarre, a la manera de aquella delicia de los Trueba llamada La silla de Fernando (2006). Lástima que Buñuel lleve cuarenta años muerto.
En este sentido y ampliando la idea de que el talento fluye de un lado, pero no del otro, Woody Allen es un caso similar, si acaso más sangrante. Muchos lo ven como un gran escritor. No estoy de acuerdo. Sus memorias A propósito de nada (Alianza Editorial) son prodigiosas, pero las publicaciones humorísticas no hacen gracia. Su última obra de ficción, Gravedad cero (Alianza Editorial), es un buen ejemplo: una colección de diecinueve relatos cortos en los que se reconoce al artista más por su imagen de marca que por su genio y lo que es peor, no arrancan ni media sonrisa. Los gags verbales no van con él, aunque parezca contradictorio en un guionista que basa gran parte de su éxito en la palabra, más que en el slapstick. Woody Allen es autor en solitario del libreto de todas sus películas (excepto algunas coescritas con su admirado Marshall Brickman). Así que sí, sabemos que Woody sabe escribir guiones y gags (de hecho, empezó vendiendo chistes cortos para otros cómicos primero y posteriormente en la cadena NBC) y que además estos funcionan admirablemente trasladados a imágenes en movimiento. Pero, y esto es lo troncal, no en negro sobre blanco, no sin corporeizarse en la pantalla. Sobre el papel y solo para el papel, Allen no tiene talento como escritor y el cine lo salva, porque aguanta muy mal lo verboso. La escritura de un guion vale en tanto que se entiende como vehículo para una narrativa audiovisual. Por eso se llama así, pocos sustantivos más gráficos en su semántica. Y aquí está el problema con esos autores que creen que un guion ha de tener carta de naturaleza propia. El cine —yo también se hacer amigos como Buñuel— es un medio más efectivo para el humor que la literatura, porque este es un mecanismo mucho más sofisticado y complejo que el drama. Las películas son gigantes hambrientos que necesitan implicar más elementos —visuales, musicales— que una palabra detrás de otra para seguir en pie. Salvo algunas honrosas excepciones (me acuerdo del Wilt de Tom Sharpe), la literatura aguanta mal el humor. No lo digo yo, lo dicen sus grandes obras maestras y no vale decir que El Quijote es un libro humorístico. Busca una del Top 100 que no sea un dramón.
Y tampoco se libran de bajar a la tierra nuestros enemigos íntimos, los escritores metidos a directores que han tratado de plasmar su universo literario en el celuloide y han demostrado que el talento no viaja en todas las direcciones. Hay unos cuantos ejemplos, (desde luego en menor número que los del camino inverso que hemos visto), como los de David Mamet, Norman Mailer o nuestro patrio Ray Loriga. Pero quizá el caso más paradigmático, ya que su literatura bebe abundantemente del cine —y viceversa— sea el del recientemente fallecido Paul Auster. Con el díptico Smoke y Blue in the Face (ambas de 1995) salva los muebles porque va de la mano (quizá de algo más) del más que digno artesano Wayne Wang, pero cuando se suelta y se escapa (Lulu on the Bridge, La vida interior de Martin Frost), uno está deseando que deje la cámara, se embuta en un jersey de cuello cisne cariñosete, como dicen los pantomimos, eche la llave de la buhardilla, encienda el flexo y escriba azarosamente. Esos filmes son excesivamente verbales, automatismos del escritor que eleva el guion a un rango en la cadena de valor audiovisual que no tiene y en este punto volvemos a la idea inicial, pero esta vez ayudados por un tipo bastante más talentoso que yo y que lo explica mejor: se llama David Fincher y dice cosas como «el guion es un documento que tiene las mejores intenciones y lo atacas para encontrar en donde es débil, para mejorarlo» o «pensar que el guion es la película es denigrar la contribución de mucho más». Lo dice él, cuyo último tour de force, la extraordinaria El asesino (2023), es prácticamente muda.
P.D. A falta de un libro de memorias como tal, en David Lynch on David Lynch (Alba Editorial), el periodista Chis Rodley disecciona magníficamente a este epítome de la modernidad más moderna, el más vanguardista entre los vanguardistas y un paso más allá. Para estupor de gafapastas caimanescos, el director de Montana se pregunta «¿Quién? ¿Yo?» y se autodefine en la entrevista como un paleto del Medio Oeste americano, de los de gorra de beisbol, carente de todo talento y que reniega de cualquier interpretación europeizante y cahierística de su cine. Qué vergüenza. Me lo imagino leyendo esta chapa a modo de digresión y concluyéndola: «Good morning. It´s December 16 and if you can believe it, it’s a Friday once again». Amén.
Recomiendo el libro póstumo de Max Aub: Luis Buñuel, Novela.
No solo encontraréis la biografía del director aragonés, también se puede disfrutar de unas interesantes conversaciones entre los dos autores exiliados.
Saludos