Cine y TV

Matar al patriarcado: cuando ellas disparan con la cámara

Matar al patriarcado: catarsis y cine feminista
‘El asesino del juego de citas’, film frente a la narrativa patriarcal. Imagen: Amazon Prime Video.

La primera escena de El asesino del juego de citas es un rotundo puñetazo en el estómago. Una mujer en situación de vulnerabilidad emocional (que llora y se lamenta por una reciente decepción amorosa) posa, en mitad del desierto, para un fotógrafo que la escucha y le sonríe comprensivamente. Ella tiene toda la atención de este hombre que la mira con empatía, que la considera lo suficientemente interesante (o importante) como para ocupar el centro del encuadre de las fotos que toma. Entonces, sin previo aviso, algo se tuerce. Es difícil describir cómo se produce un cambio que es puramente energético, es difícil detallar cómo y por qué la atmósfera se enrarece y la situación pasa de la seguridad al peligro. De golpe, se instala el miedo, la indefensión. El interlocutor ha abandonado el rol que había estado adoptando y deja ver su verdadero rostro: el de agresor cruel y despiadado. Tanto ha mutado la escena que la muerte parece ser el único destino posible para esta mujer, y el único consuelo que le evite sufrir otro tipo de atrocidades. Sin embargo, cuando parece que llega al fin la muerte —y al espectador le queda el horror, pero también el final de la angustia— la escena no acaba. Sobre el cadáver de ella, el asesino vuelve y la reanima insuflándole aire, de forma que la joven revive para estar consciente durante su violación. El arranque, de unos cinco minutos de duración, es devastador. Una mujer es violada y asesinada… dos veces. 

A continuación, una conversación entre dos hombres. Tras unos primeros instantes con la pantalla en negro, un plano fijo muestra a dos señores que discuten sobre el aspecto de una mujer mientras —como revela instantes más tarde el contraplano— ella también está en la sala. Este es el lugar para ella dentro de la escena: el lado opuesto del encuadre, el otro lado. Pero Anna Kendrick no es solo la protagonista de la historia (que, de forma nada casual, es actriz, como ella), sino también la directora. De modo que ejerce su prerrogativa de cineasta y voltea la cámara para adueñarse de la imagen. Este es el primero de los muchos aciertos de Kendrick, una intérprete que firma con esta su primera película como realizadora. Y lo hace con pulso firme y la fuerte convicción de que las mujeres deben apoderarse de los relatos y combatir las narrativas patriarcales y machistas. Y si el objetivo está claro, más aún lo está la forma de hacerlo: apropiándose de las cámaras.

Pero antes de llegar a Kendrick, un poco de contexto. Porque estamos en un momento fascinante en lo que apropiación se refiere o, dicho de manera más ajustada a la realidad, en esto de saldar cuentas. Claro que no es, ni de lejos, la primera vez que una actriz se pone a dirigir: grandes cineastas comenzaron sus carreras en el audiovisual haciendo sus primeros trabajos en el ámbito de la actuación, y, en muchas ocasiones compaginando ambas facetas. Desde Ida Lupino (cuya filmografía se desarrolló fundamentalmente en los 40 y 50) a Olivia Wilde (en pleno apogeo como cineasta en el panorama actual con títulos como Superempollonas o No te preocupes, querida), pasando por la japonesa Kinuyo Tanaka, se puede trazar todo un arco intergeneracional y transoceánico de mujeres que conforman el amplio grupo que ha transitado de la actuación a la dirección. Por nombrar algunas de ellas, y porque (¡insisto!) nombrar es obligado para visibilizar y componer genealogías, cabe destacar a mujeres como Sofía Coppola, Angelina Jolie, Melanie Laurent, Bryce Dallas Howard, Leticia Dolera, Barbra Streisand, Sara Polley, Icíar Bollaín, Jodie Foster, Verónica Echegui, Julie Delpy, Greta Grewig… Una nómina que no para de crecer, y que en este último año se amplía cualitativamente con la aparición de los trabajos de jóvenes pero consolidadas actrices como Zoe Kravitz y, por supuesto, Anna Kendrick. Es fascinante, sí, contemplar la trayectoria de mujeres que se alejan de los focos y eligen el fuera de campo, mujeres que quieren contar sus propias historias y hacerlo a su manera. Pero no es novedoso: la llegada en los 70 de la teoría fílmica feminista ya reflexionaba y debatía sobre la necesidad de nuevos modelos de representación. Sobre cómo, para deconstruir el sistema patriarcal que sostenía el sistema de estudios de Hollywood, eran necesarias nuevas miradas que subvirtieran estereotipos. Se proponía, por tanto, un cine militante, un cine de arte y ensayo, un cine que para el momento pudo ser un asidero ideológico que contaminó de necesarios postulados feministas las corrientes intelectuales pero que no llegó a imponerse dentro del mainstream. Porque con toda su historia de luchas y voces discordantes, y por muy fascinante que sea esta nueva era de miradas femeninas, la realidad sigue siendo alarmante y los discursos machistas continúan vertebrando los relatos, las narrativas, el cine y la vida.

Y aquí es cuando llegamos a Anna Kendrick.

El asesino del juego de citas está basada en la historia real del violador y asesino estadounidense Rodney Alcala, al que se le atribuyen alrededor de un centenar de muertes de mujeres (una cifra imposible de esclarecer y que podría ser mucho mayor). La historia es totalmente rocambolesca: un hombre que comete los peores crímenes imaginables durante décadas está totalmente integrado en la sociedad. Este sinsentido, o esta armoniosa doble vida de Alcala, se muestra en la película a partir de su propia estructura, con la inclusión de continuos saltos temporales que irrumpen en la línea temporal principal (que se desarrolla en 1978), y que muestran al violento asesino en su cotidianidad. Es en 1978 cuando este psicópata participa en un concurso de televisión, The Dating Game: el programa de citas fundacional de este subgénero de reality shows que tendrá sus múltiples variantes y versiones a lo largo y ancho del planeta. Era la década de los 70 y el romance (o más bien la performativa y superficial batalla de sexos) era reclamo para una audiencia que empezaba a crecer pegada a sus televisores… Que uno de esos concursantes fuera un psicópata no es especialmente escandaloso (según las estadísticas menos alarmantes, el uno por ciento de la población mundial padece psicopatía, lo que supone que hay alrededor de sesenta millones de psicópatas en el mundo, con o sin diagnóstico, con o sin síntomas externos). Pero en este caso, hay un matiz a tener en cuenta: se trata de un asesino, un violador y un abusador en serie de mujeres. Su participación en The Dating Game (a nivel metafórico, simbólico e incluso histórico) es como el permiso colectivo, social y cultural dado a este hombre para seguir haciendo lo que hace. O dicho de otro modo, de anteponer el espectáculo por encima de todo lo demás, y de celebrar la cultura de la violación y su escaparate mediático. Casi podría decirse que El asesino del juego de citas está sostenida sobre esta idea, sobre el hecho en sí de que hubo un momento concreto (demasiado largo, demasiado duradero) en que, ante el abuso o la denigración de las mujeres, se miraba a otro lado. Durante todo el film, la sumisión es un eco, una vibración, un tufo que se extiende por todas partes. De forma continuada, el personaje que interpreta la propia Kendrick (Cheryl Bradshaw, la mujer que participó en el programa con Alcala) va a tener que lidiar con la disyuntiva de consentir o no hacerlo, y con sus consecuencias. Ya sea en el ámbito profesional o en el personal, la joven actriz se va quedando sin la posibilidad de tomar decisiones que no impliquen repercusiones terribles para su futuro laboral o su entorno social. La habilidad de la cineasta radica en la sutileza con que plantea todas estas situaciones, sin ejercer ningún tipo de violencia física (esta queda exclusivamente reservada para todo lo que tiene que ver con el psicópata). Las presiones que padece son imperceptibles para quien no esté en disposición de verlo o para quien no ha sufrido nunca ese tipo de coerción. Esa invisibilidad (o, si se quiere, esa subjetividad) sobre la que se asientan estas conductas está ya en los primeros minutos del film. No hay una amenaza verbalizada ni un ataque frontal, no hay golpe previo ni vejación. Y no lo hay porque no hace falta: es una violencia sistémica, estructural. Las mujeres comparten el espacio público al otro lado del encuadre, al otro lado del escritorio, al otro lado del biombo… Pero Kendrick traslada el foco de interés de la historia de ellos a ellas. La elección del punto de vista es una cuestión política. Y, he aquí lo verdaderamente valioso, no propone una nueva narrativa ni una subversión del género: las mujeres han sido y son víctimas de abuso y acoso, han sido (y son) violadas y cruelmente asesinadas. Es un hecho incontestable y, por tanto, la ficción las ha representado así. La clave está en la forma de hacerlo, en la manera en que estas mujeres se presentan ante el público y cómo, décadas más tarde, se lee un suceso como el de Rodney Alcala. 

Matar al patriarcado: catarsis y cine feminista
Parpadea dos veces. Imagen: MGM.

Víctimas o verdugas1

Proponer nuevos modelos de representación parece ser el gran reto del cine con conciencia feminista. ¿Cómo modificar imaginarios y construir nuevos referentes sin faltar a la verdad, a la historia? Mediante la forma, claro. Kendrick desvía el foco hacia el sistema, al contexto permisivo que protege y perpetúa el machismo sin renunciar a visibilizar sus consecuencias. Otros y otras cineastas han optado por dinamitar los discursos y aplicar a la ficción el equivalente feminista de la expresión freudiana «matar al padre»: porque si Freud la empleó para referirse a la metafórica necesidad del ser humano de alcanzar su autonomía, las mujeres tienen que desprenderse de un sistema patriarcal que dicta conductas opresivas y genera víctimas. Este es, de manera consciente o inconsciente, uno de los postulados sobre los que se asienta el cine de género. Cualquier slasher que se precie cuenta con una final girl que abandona su escondite para dar caza a su asesino. Otras películas fuera del terror como Nación salvaje (Sam Levinson, 2018) u Hotel Royal (Kitty Green, 2023) son claros ejemplos de que la única forma de aniquilar al patriarcado es asesinándolo. Y es ahora cuando toca hablar de Zoe Kravitz, y de su ópera prima como realizadora, Parpadea dos veces (2024). Resulta a todas luces inclasificable este film que muta hacia la mitad para abandonar su aspecto de whodunit, y posicionarse en los terrenos del terror más salvaje. Una estructura que da la clave de lo que es en realidad la película: la versión cinematográfica de El jardín de las delicias. Cabría preguntarse si el Bosco hoy cambiaría los pinceles por las herramientas audiovisuales para representar la Creación: si así fuera, el relato tendría que adaptarse sustancialmente a los tiempos… Así Parpadea dos veces, en esencia, traslada al lenguaje fílmico lo que aparece en el tríptico pero actualizado al presente: primero el paraíso (ese lugar ideal de ostentación y glamur, desprovisto de preocupaciones, propio de la élite económica más poderosa y pudiente); un segundo momento que equivale a esa parte central del tríptico ocupada por la lujuria, y que en el film es una salvaje sucesión de violaciones y palizas a mujeres narcotizadas (una lujuria que nada tiene que ver con el placer femenino, sino con la violencia sexual). Y, en última instancia, el infierno, escenario que en el film es el lugar en el que los hombres deben pagar por sus pecados. Para Kravitz, no hay delicias en este jardín. Lo que para el Bosco es un lugar de sexualidad placentero, ella lo plantea en términos nada simbólicos sino totalmente gráficos: es la dominación, el abuso y, en definitiva, el infierno que padecen las mujeres a quienes han anulado la voluntad. Por eso, lo que el pintor reserva para el inevitable destino al que la humanidad está abocada, aquí es el culmen de una narrativa en la que las mujeres se convierten en juezas y verdugas. Hay ira, hay venganza, hay tripas en la forma en que se resuelve la trama. Se trata de una ficción, el terreno en el que todo es posible. Es el sitio idóneo desde el que aniquilar ideologías, desde el convencimiento de que al machismo hay que hablarle en términos que entienda: los suyos. Mientras que Kendrick opta por desmontar la cultura de la violación adaptándose, por así decirlo, a sus propias reglas (esto es, dirigiendo un enorme foco que saque de la penumbra cada sutileza o comentario velado que la sostiene), Kravitz prefiere servirse de sus códigos, de su mismo lenguaje. Puede que el resultado de rebelarse contra lo establecido sea un escenario posapocaliptico cruel y ensangrentado, lleno de muerte y destrucción, donde apenas nadie sobreviva. Pero es ahí cuando es necesario hacer un pacto, un pacto con la ficción: aceptar los hechos ficticios como reales y encontrar así algo de paz, aunque sea solo en el plano de las historias. Ojalá más mujeres narren las historias con sangre y con rabia como Kravitz; y con el convencimiento de que apoderarse del relato no es solo una metáfora sino una forma de hacer cine, como Kendrick. Ojalá, en definitiva, más ficción, siempre, y menos violaciones.


Notas

(1) El corrector de Word automáticamente indica que la palabra verduga está mal escrita. ¿Puede una mujer ejercer esta labor? El diccionario panhispánico de dudas resuelve la cuestión: «Tanto en su uso adjetivo («cruel y despiadado») como en su uso sustantivo («funcionario encargado de ejecutar la pena de muerte» y «persona cruel y despiadada»), el femenino es verduga (→ género2, 3.a): «¡A vos, con tu poder, y a vos, mano verduga, y a vos, hipócrita y pusilánime!» (Gambaro Malasangre [Arg. 1982]); «Jamás se escribirá tu nombre en la pared, verduga» (Miralles Motín [Esp. 2002])». El lenguaje importa y hacer uso de un lenguaje no sexista, también.

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