Javier Rebollo (Madrid, 1969) ha estado doce años sin estrenar un largometraje, pero no ha parado de hacer, pensar y respirar cine. Hace cine cuando filma cortos, y hace cine cuando da clases, ya sea en la ECAM madrileña o en San Antonio de los Baños, en Cuba. Pero también hace cine cuando conversa (y es un gran conversador). Por eso, cuando habla de su cuarto largometraje, En la alcoba del sultán (2024), se cuelan en todo momento reflexiones teóricas disfrazadas de referencias lúdicas. O quizá sea al revés. Pero es lógico hablar sobre cine en términos casi filosóficos ante una película que retrata un episodio real de la historia del séptimo arte. En la alcoba del sultán fabula la vida real de un operador de cámara de los hermanos Lumière: uno de esos pioneros que llevaron el cinematógrafo por todos los rincones del mundo, cuando el cine acababa de nacer pero estaba aún por inventar. Gabriel Veyre fue convocado por el sultán de Marruecos para que le mostrase los milagros del nuevo artilugio, y Rebollo, más de un siglo después, se lanzó al desierto a filmar aquella historia (u otra muy parecida). Solo que, cosas del destino, en lugar de los suntuosos palacios marroquíes acabó rodando en los decorados tunecinos de La guerra de las galaxias, con Veyre interpretado por Félix Moati, y su amada Jeanne Girel por Pilar López de Ayala.
En Mapa (León Siminiani, 2012), hay un momento en el que los protagonistas se van juntos a, según sus palabras, «jugar a las películas». Salen a la calle a filmar, a filmarse, y a ver qué va surgiendo ante la cámara. Es una frase que me venía a la cabeza viendo En la alcoba del Sultán, porque parece que en todo momento estáis jugando a hacer cine. Es una actitud lúdica: director, equipo y actores estáis probando cosas, experimentando, mostrando además claramente que todo es una escenificación, y no algún tipo de ventana a la realidad de la historia. En varias escenas se menciona en voz alta esta idea, se habla del «juego serio del cine»…
Esa frase es de Pepe Sacristán. Porque el cine es un juego, pero serio. Y también es que, ¿cómo se dice interpretar en inglés? Play. Y en francés es jouer. Pero en español es in-ter-pre-tar. Demasiado serio, ¿no? Para mí, en todo lo que hago tiene que haber algo de juego, algo de recuperar la infancia. «El genio es la infancia recuperada cada instante», que decía Unamuno, que era tan serio. Orson Welles decía que el cine es el tren eléctrico más grande de nuestra infancia, jugando de adultos. Mi hermano [Miguel Ángel Rebollo], con el que he jugado tanto de niño, y que ahora es director de arte, cuando hacemos películas, me dice: «seguimos jugando». Yo intento, en todo lo que hago, ponerme en el lugar del niño que fui. Los adultos son demasiado serios, llevan corbata. Fernando Trueba dice que todos los grandes cineastas han sido amateurs, que es una palabra que viene de amor. Orson Welles, Flaherty, Rossellini, Renoir… han sido amateurs. En cambio, profesionales, los chaperos y las putas. Yo me considero un amateur, como tú: un entusiasta que no disimula su entusiasmo. Como los niños. Es muy importante convocar la infancia en cada instante. Pero además es que estos pioneros del cine como Gabriel Veyre hacían todo por primera vez. Tenían esa inocencia, esa pureza que les iguala a los niños. Los hermanos Lumière no eran gente aburrida y burguesa, como parece viendo sus fotos. Les encantaban las fiestas, las mesas largas. Y las canciones, la petanca y los juegos de magia. Para ellos el juego era muy importante. Y los personajes de mi película se comportan como niños.
La película también muestra cómo, cuando aparece el capitalismo, se jode el cine. Esa es una idea muy bonita y triste: de repente entra en escena la propiedad de los medios de producción, y la diversión se acaba. El personaje de Abraham (Farouk Saïdi) lo que quiere es jugar. Y en cuanto empieza a hablarse de beneficios y demás, ya no disfruta.
Hay una cosa de la que solo me he dado cuenta a posteriori, cuando me lo ha dicho alguien, y es que la película pasa por todas las etapas que tiene el cine: su nacimiento, la aparición de la pureza del mal llamado cine primitivo, el cine de autor, la gran producción (con el productor que es el Sultán) y la llegada del capitalismo y los medios de producción, que transforman la obra en producto. Y ahí se acaba todo, en el momento en el que la industria absorbe al cine. En ese momento (que está filmado de una manera muy singular, con una cámara a través de un cristal en un punto de vista imposible), la película está a punto de romperse. Porque es el momento más tarantiniano, mientras que la película lo que convoca no es el cinismo sino la ternura. En ese momento casi se vuelve una farsa, pero es porque estamos hablando de capitalismo y el capitalismo no merece otro trato. Pero volviendo a lo del juego, luego también yo utilizo mucho el juego para filmar. A mí me gusta mucho Oulipo, me gusta mucho el azar, me gustan mucho los juegos de montaje y que el azar me dé cosas que la razón no me da. Por eso me gusta tanto Cortázar, por eso me gusta tanto Perec, aunque no juego a la ruleta. El azar es muy importante para la creación, y eso es con lo que yo toda la vida he trabajado: el azar controlado de la toma. Y ahí el componente de juego es muy importante con tu operador, con tus actores, incluso con juegos que construyo en el mismo set al filmar. La propia película comienza con un juego de dominó, sigue con el tenis en miniatura, y esa especie de Scrabble árabe, oral es otro juego muy divertido.
Y convocas el videojuego, me gustan mucho los momentos en los que se atisba el futuro. Primero Chaplin, que ya es un anacronismo… Y luego incluso vemos el Pong, el videojuego de tenis…
Porque vaya por delante que a mí los videojuegos me parecen cultura, como el cine. Lo que pasa es que no siempre se producen obras de arte, pero las hay. Yo tengo una colección de videojuegos alucinante. Por eso quería sacar el videojuego, para provocar un anacronismo esclarecedor, como lo fue Gabriel Veyre entonces en Marruecos. Por eso está Chaplin también, que quedan años para que llegue. El anacronismo ilumina.
Y dialoga con estos inventos locos que se le ocurren a Gabriel: un traductor humano-perro, un espejo con memoria… y un tenis sin raquetas, ni pelota, ni campo. El Pong es ese tenis soñado por él: sin raquetas, sin pelota, y en un espacio que no existe. Podemos hablar de los espacios que no existen, ¿no? Porque tu película parte de una historia real, de unos personajes reales, pero la trasladas al ficticio País de Nour: un espacio inventado, que lo sueñas tú, que lo imaginas tú. En parte porque no pudisteis filmar en los lugares previstos originalmente: después de preparar la película durante años en Marruecos, cuando iba a empezar el rodaje Interior os echó del país…
En ese momento, cualquier otro productor que no fuera Nathalie Trafford habría dicho: «nos volvemos». Ahí, primero tienen que tener valor los productores, y después el equipo, por seguir confiando y quedarse cuatro meses, y marcharnos a otro país a miles de kilómetros sin haber localizado. Esto es posible por los astros y por la voluntad de unos hombres y mujeres que estaban preparados para hacerlo. Íbamos a filmar en los palacios más grandes de África y de repente acabamos filmando en cuevas, en grutas. Y eso condicionó todo lo demás. Abandonamos la vertiente fuertemente documental del espacio y del vestuario de lo marroquí, y nos permitió abrazar la fantasía.
Pero yo creo que a ti esto te pone. Porque cuando pasan estas cosas es cuando de verdad encuentras lo que va a ser la película…
Yo al principio solucionaba los problemas. Me di cuenta de que podía solucionarlos fácilmente hace años. Y entonces llega un momento en el que tú mismo te los creas. Un cineasta se está creando problemas todo el rato para estar más musculado: «Voy a filmar esta actriz solo por el lado izquierdo». «Voy a filmar solo con lluvia y sin salir de aquí». «Voy a hacer toda la secuencia en off». Eso es crearse problemas. Pero el buen cineasta es el que no solo sabe crearse los problemas, sino también estar preparado para los que vengan. Marcel Hanoun nos enseñó que tiene que haber una interferencia de la realidad para que se revele algo que nunca habías pensado. Y en esto Orson Welles es el maestro. Cuando tú ves el asesinato de Otelo, es impresionante: en una sauna con todos en pelotas, con una espada entrando en la carne. Eso con ropa no es lo mismo. ¡Pues fue porque Welles no había pagado el vestuario! Y decidió empezar sin ropa: en pelotas y en una sauna. Eso no se le hubiera ocurrido sin la adversidad de que le secuestraran el vestuario. Entonces hay que estar muy atento, hacerse dichoso de ese obstáculo para amplificarlo.
¿Y cómo cambia también el guion? Porque tus guiones no se acaban hasta que terminas de montar, pero en rodaje, con ese cambio de decorados, supongo que tuviste que modificar muchas cosas…
El cineasta está todo el rato cambiando su película, y si no, no es un buen cineasta. La cambia con lo que le va dando la temperatura de los actores, el estado de ánimo de cómo ha llegado al set o la meteorología… Es algo que a mí me excita especialmente, y los actores me lo permiten. A Pilar López de Ayala le encanta trabajar un texto, pero también le estimula mucho la improvisación. Hay cosas que yo anoto sabiendo que nunca las haré, para ver qué siento cuando llega el momento. Si no, es como tener un guion para una cita o para hacer el amor. Sería terrible, y un aburrimiento. Así que yo intento dejarme sorprender todo el rato. Por ejemplo, cuando llegó el momento de acelerar el rodaje, se me ocurrió incorporar las miradas a cámara. Pensé que sería muy bonito que la narración estuviera cargada de narraciones. Por eso hay cosas que se atisban, pero no se ven del todo, son contadas. Es uno de los hallazgos que me apeteció mucho filmar: que hubiera una puesta en espejo entre personajes y el espectador. Están mirándonos.
Están mirándonos tanto el Caíd MacLean (Jan Budar) como la favorita del sultán (Sabrine Ghannoudi). Igual que Velázquez en Las Meninas, que no se sabe si está pintando a los reyes o al espectador…
Me encanta que convoques a Velázquez. Yo pensaba en Manet: cuando Manet hace sus paseos por el Prado descubre a Velázquez, y ahí reside la diferencia entre Manet y Degas. En los cuadros de Degas, el pintor es un voyeur que pinta a mujeres lavándose como gatos, pero que nunca devuelven la mirada. Sin embargo, los personajes de Manet miran al espectador. Te mira la camarera, te mira la bailarina y el mismo Manet… y eso es algo muy indiscreto, porque de repente te sientes observado, pero terminas el cuadro. Y eso tiene que ver con el Siglo de Oro español, o con el teatro shakespeariano, donde los actores hablaban al público. Se trata de contar lo mismo de otra manera.
Esta idea de las narraciones es muy cervantina. Como en el Quijote, en tus obras hay (y creo que cada vez más) un juego constante entre lo que cuentan los personajes y lo que cuenta la película; hay mucho cuestionamiento del relato.
Te confesaré que, entre esos proyectos imposibles (como todos los míos), yo quiero hacer un Quijote con Antonio Lázaro, que es un gran cervantista. Y la idea de nuestro Quijote es que son dos hombres jugando en una biblioteca: son Sancho y Quijote, que juegan. El Quijote es una novela contada. Una novela que contiene muchas narraciones. Y la cuenta Cide Hamete de Benengeli…
Y en la segunda parte esto ya se dispara, porque esas narraciones se fragmentan y se vuelven sobre sí mismas…
En El muerto y ser feliz iba a haber un momento en que, cuando los protagonistas pasaban con el coche, unos niños decían «¡Mira, mira! ¡Son Santos y Érica! Yo he visto su película». Pero lo quité. Eso pasaba en la segunda parte del Quijote. Esta película también es muy cervantina. Ahí está también la idea de narración frente a novela, porque, aunque el Quijote sea la primera novela de la historia, es una narración de narraciones. La novela es la muerte, porque cierra. Pero frente a la novela, para esta película y para El muerto… yo me quedo con la narración. La narración que nunca se acaba.
En ese sentido, hay una cosa muy bonita que comparten las dos películas, y es que sus personajes se hacen eternos. En El muerto y ser feliz (2012), Santos (José Sacristán) vive para siempre. Y en esta nueva película, según el rótulo final, «Gabriel Veyre y Jeanne Girel vivirán para siempre en el país de Nour, eternos». Pero además esto es algo que no podría haber pasado en Lo que sé de Lola (2006), tu película menos fantasmagórica. En La mujer sin piano (2009) ya se empieza a abrir esta posibilidad. Hay una dimensión todavía no mítica pero sí fabuladora; y ya en El muerto te abres a la fábula y al mito, y conviertes a Santos en ese héroe mítico que cabalga después de morir.
¿Sabes qué decía Roland Barthes? Que el mito es mito porque nunca cierra el sentido. Siempre lo amplía. Por eso cuando acaba El astillero, de Juan Carlos Onetti, ante el personaje que muere, de repente dice: «o quizás…», y te da otro final. No quiere matarle, quiere suspender lo que pudo suceder.
Eso es El muerto. «Santos muere. O mejor: Santos no muere».
Y eso es Jesse James.
Es como la tercera temporada de Twin Peaks. Cuando, en el último capítulo, parece que se encamina a un cierre redondo, de pronto estalla y te ofrece mil posibilidades más.
Es la única serie que he visto y veo. Eso es muy oriental. Y lo ha reivindicado siempre Raúl Ruiz. Es ir contra los tres malditos actos aristotélicos y el conflicto central. Por eso las narrativas orientales son tan ricas, da lo mismo que sean japonesas, chinas o del norte de África. Las narrativas orientales tienen mucho que mostrarnos a los cineastas de los tres actos.
Y en esto tú has seguido el mismo recorrido que hace la propia película: En la alcoba del sultán podría ser como un resumen de tu filmografía, que parte de Lumière para desembocar en Méliès. Yo creo que la película es esto, ¿no? Y que tu trayectoria hasta ahora también es un poco esta. Partir de «la huella de lo real», que decía Bazin, para abrirte a la huella de lo irreal.
Godard lo decía muy bonito: «Para llegar a Méliès hace falta mucho Lumière». Y esta película también habla con Godard. Tiene algo de ensayo lúdico sobre la historia del cine. Eso me dijo Carlos Heredero, y yo estoy de acuerdo. Y el anacronismo alumbrador del que hablábamos antes es muy importante en las Histoires du Cinéma de Godard. Pero aunque Godard era muy cómico, las Histoires du Cinéma le quedaron muy serias, muy trágicas, porque hablan de que una sociedad que puede inventar el cine también ha sido incapaz de evitar las guerras y el Holocausto. En la alcoba del sultán iba a acabar con la Guerra Civil española. Había unos momentos terribles, imágenes de archivo que había encontrado, de niños muriendo en bombardeos por aquí cerca, en la Gran Vía. Porque Gabriel Veyre muere en el año 36, el mismo año en que estalla la Guerra Civil y que desaparece el autocromo que inventan los Lumière. Entonces la película tenía el horror de Godard, pero me parecía que era demasiado.
En realidad, es una película que se construye sobre dualidades, porque pone en juego muchos elementos aparentemente antitéticos, o que suelen entenderse como antitéticos, pero que aquí se reconcilian.
Sí, a mí los contrarios afines me gustan mucho. Si te fijas, un autista como León, en Lo que sé de Lola, al lado de una frívola desinhibida como Lola (¡una manchega al lado de un parisino!); una mujer como Rosa en La mujer sin piano, ama de casa, ajada, al lado de un guapo polaco. ¿Qué tienen que ver? Nada, son contrarios que se tocan. Lo mismo en El muerto y ser feliz: un asesino a sueldo que se muere. Yo lo he traído al cine inconscientemente, y pasado el tiempo me he dado cuenta de que igual es un gesto mío.
Pero aquí no solo juegas con esa oposición entre elementos, sino que te recreas en su afinidad y los reconcilias. Por eso te digo que, aunque siempre se habla de la vertiente Lumière y la vertiente Méliès, para ti son lo mismo y lo muestras en la película. Es más, yo creo que la película no solo habla de Lumière, sino que se vuelve Lumière; y no solo habla de Méliès sino que se vuelve Méliès.
Godard decía que Lumière hacía fantástico lo cotidiano y que Méliès hacía cotidiano lo fantástico. Y esta película empieza siendo Lumière, es la historia de un operador Lumière, pero acaba con la fantasía, con la fantasmagoría que es inherente al cine. Y la gracia es que no funciona muy bien, como le pasó a Méliès: recuerda que su primera sobreimpresión fue por un error en el paso de manivela y apareció un coche de caballos por azar. Aquí, al protagonista tampoco le funciona bien la máquina y aparece una imagen fallida. Es una cuestión filosófica: el paso de la esencia al logos. En cuanto nombras algo lo estás reduciendo. Porque, aunque el sultán se pone muy lacaniano («la llamaremos Madeleine, porque las cosas sin nombre no existen»), a su vez lo nombrado está cerrado. Por eso a veces es mejor no nombrar las cosas, para que sigan siendo esencia. Y por eso siempre nos enamoramos de un fantasma. Por eso es tan difícil poner por escrito el amor. Por eso la poesía es la mejor herramienta para hablar de amor.
Ahondando en la idea de la fantasmagoría, tu película remite al cine de fantasmas en el sentido literal, y al cine de terror y de ciencia ficción de los cincuenta. De hecho, hay una escena que cita directamente a El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman: «¡Somos ciegos…!»
La productora, Natalie Trafford (que es quien ha hecho posible que esta película exista), me dijo: hay que escribir una escena de sexo. A mí no me gustan las escenas de sexo en el cine porque, como los desnudos en teatro, pesan mucho, no suelen funcionar. Es muy difícil filmar el sexo. Y siempre que no sé qué hacer, me voy a un bar, a una taberna a tomar un vino. Es un sitio donde pasan películas los martes, que se llama ‘La vida tiene sentidos’. Y ese martes ponían El hombre con rayos X en los ojos. Yo estaba ahí intentando escribir mi secuencia de sexo, y vi a Ray Milland preguntándole a su amigo sobre los ojos. Entonces se me ocurrió hacer una escena de sexo científico. Cuando tú coges una cosa y la mueves, siempre pasa algo: yo cogí una conversación científica en una película de serie Z, de terror, y se la di a Jeanne y Gabriel, que se acaban de reencontrar y tienen esta conversación tan científica justo antes de hacer el amor.
Sin embargo, tu película nunca quiere ser un film de terror…
La diferencia es que en el horror siempre hay sorpresa, siempre hay algo fantástico. Y aquí todo lo fantástico es como oriental: nadie se sorprende de nada. Nadie se sorprende de que se muevan las vacas o desaparezcan los personajes. Eso es muy japonés, eso es muy chino. A Borges le gustaban mucho los chinos, porque hablaban de lo fantástico como si estuvieran hablando de cualquier cosa. Eso está en Las mil y una noches, y está aquí también.
Conviven también en la película lo mágico y lo científico, y es algo que creo que delata tu idea del cine: nos estás diciendo que el cine es el punto donde la ciencia deviene magia.
¡Claro! Para mí no hay nada peor que la llamada magia del cine: cuando se busca que el cine sea mágico, salen películas ñoñas. Pero en cambio creo que el cine sin magia se quedaría solo en ciencia. Y entonces, cuando estiras el invento se vuelve mágico, se vuelve fantasmagórico. Y eso es lo alucinante. Porque de verdad estamos trabajando con la muerte. Porque de verdad estamos resucitando a los muertos, estamos retratando a la muerte mientras trabaja. Y ahí es donde la magia puede a la ciencia. Pero la magia sin la ciencia no haría nada, y al revés. Y esa reconciliación de esos dos opuestos es fantástica. Por eso hay tantos científicos que al final acaban siendo filósofos y magos. De repente, gente cerebral como Houdini, Conan Doyle o Víctor Hugo acaba abrazando a los fantasmas. Y el cine es como ese punto de encuentro entre las dos cosas. Y el fotoquímico más: es alucinante que alguien quede literalmente inscrito en el celuloide. Porque en el digital son números, datos. Sin embargo, pensar que la luz que rebota en tu cuerpo se queda en el celuloide es ciencia, pero parece más mágico que científico.
Y por tanto no sorprende que fuera esa la época en la que se intentaba conservar a los muertos mediante la fotografía. Es que los inmortalizamos, de forma mucho más intensa que en un cuadro. De repente es, como en la película: «captación, emisión».
Y las fantasmagorías de Robertson son un precine, un cine antes del cine, hecho con juegos de espejos y de sombras. Y en el cine es más importante la sombra que la luz. Robertson lo vio.
Y Gorki, que lo entendió mal, pero a la vez lo entendió bien: «anoche estuve en el reino de las sombras…».
Y lo dijo muy bonito. Y es bonito que Robertson, un tipo que era un experto en aerostática (más ciencia imposible), a la vez fuera el creador de la fantasmagoría. Y aparte de Méliès, el mago Félicien Trewey, que era gran amigo de los Lumière, fue quien introdujo el cine en Inglaterra. solo nombramos a Méliès, pero el primero que hace cine en Inglaterra es otro del oficio.
Después también ha habido muchos magos cineastas, y cineastas magos. Como Antonio Drove y Juan Tamariz…
Y también está Orson Welles, que es el mago de los magos. Pero luego hay cineastas que, aunque no hayan hecho magia directamente, son como magos. Raúl Ruiz era un gran físico cuántico pero que creía en el ocultismo. Y los trucos que utilizaba en sus películas eran trucos de mago. Como en la nuestra. Todos los trucos de la película son trucos Méliès. Hemos trabajado con una cámara vieja de estudio que permite hacer trucajes en cámara: por ejemplo, rebobinando atrás cuando ella aparece flotando. Ese efecto nunca saldrá así si no lo haces por el efecto Méliès: primero la filmas a ella, luego le pides que salga de plano, rebobinas y filmas sobre el mismo metraje. Es un efecto directo, no es una sobreimpresión en el laboratorio. En toda la película los efectos están hechos así.
También estás regresando a una puesta en escena propia de aquel modo de representación primitivo: a los grandes planos fijos en los que sucede todo por medio de un movimiento interno.
Eso venía dado por el espíritu Lumière y por mi gusto por la teatralidad. La mirada es muy Lumière, y muy teatral, en el sentido noble de la palabra.
La teatralidad de la película también me recuerda a Paradjanov en Sayat Nova (El color de la granada), con esa frontalidad, y esas imágenes imposibles…
Al verla, la gente habla de Wes Anderson, que es un cineasta que me gustaba muchísimo y me da pena decir que ahora no. Me parece ha vuelto una parodia de sí mismo. Pues yo cuando llegué a este lugar, no pensé en Wes Anderson, inmediatamente pensé en Pasolini; luego pensé en Paradjanov, y me vino a la cabeza El color de la granada. Si te fijas, la película está llena de escaleras: esas escaleras que colocamos subiendo espacios imposibles están inspiradas por la iconografía de Paradjanov.
Incluso los limones que cuelgan…
Claro, eso es Paradjanov. Hay algo de lo que que me di cuenta anoche, porque me lo dijo Pablo García Canga: la película sucede a lo largo de un montón de años, pero a la vez transcurre en unos segundos. Esto fue un hallazgo de rodaje. En la escena de la comida, Jeanne está leyendo el anuncio por palabras, y cuando él dice «atención» y hace la foto, ahí sucede toda la película. Y de repente, al final, volvemos a la foto, y todos han desaparecido. Es la belle époque antes de la Primera Guerra Mundial, son cadáveres de permiso, están muertos. Entonces, todo ha sido el tiempo de un obturador. La película es, de nuevo, contrarios que se tocan: el eterno instante del momento fotográfico. Hay un cuento árabe que me encanta: un hombre quería ver el paraíso y fue a buscarlo, y unos guardianes le dijeron, «¿quieres verlo?», y el dijo que sí. Y ellos abrieron y cerraron unas cortinas, fueron doce fotogramas, y él dijo, «¿ya está?». «Ya has visto el paraíso». Y volvió a su pueblo, y su pueblo había desaparecido. Había otras personas, era otro lugar, y un viejo le dijo que un día hubo alguien que le habló de alguien que fue a buscar el paraíso. En el tiempo en que él vio el paraíso habían pasado cientos de años. La película es eso: el tiempo de un obturador es un instante y es eterno.
Esto tiene que ver con esa cualidad onírica del cine: hace tiempo leí que esos sueños que sentimos que se desarrollan durante horas, en realidad han tenido lugar en solo unos minutos. Es la ductilidad de la percepción del tiempo que nos permite el sueño…
Eso es porque usamos una parte muy pequeña del cerebro, pero también porque somos esclavos de la dimensión temporal occidental. La noción de pasado, presente y futuro es muy reciente. A mí no me importa el significado, sino la sensación: qué sensación de duración me ha dado. Eso es lo bonito del eterno instante. Y esto tiene que ver otra vez con los Lumière: el tiempo empezó a poder ser medido a partir de 1917, con el horario universal unificado. Hasta ese momento había un montón de relojes conviviendo. Y el cine llegó en la época en que estaba a punto de unificarse el horario, pero a mí me gusta que nazca antes, cuando todavía la sensación era más importante que la duración.
Y en tu película tenemos el tiempo superpuesto, como en esas cronofotografías de finales del siglo XIX en que se impresionaba todo un movimiento a la vez, un hombre saltando o el batir de alas de un pájaro…
Como en las Histoires du Cinéma de Godard. Eso un historiador no puede hacerlo, el cine sí. El historiador tiene que hablar de los hechos uno detrás de otro, y en cambio el cine puede hacer convivir los tiempos y los espacios en el tiempo de cristal del cine, que me encanta.
Y también está lo contrario: el tiempo desdoblado, en esa escena de sexo que mencionabas, que montas dos veces seguidas. Esto de nuevo tiene que ver con el cine primitivo, donde se mostraba una misma acción dos veces para que el espectador entendiera el cambio de punto de vista sin perderse…
Sí, claro. Eso, que hoy se entiende como un error, a mí me parece que es una riqueza: contar desde dos costados una misma cosa. Tiene que ver con el punto privilegiado del cine, que tiene que liberarse. Si hay una gran mentira es que el cine transcurre en presente. El cine transcurre en el tiempo del cine, y la secuencia, la repetición, es siempre diferente. Esta escena sucede dos veces, y en las dos, aunque el texto es el mismo, la puesta en forma es diferente. Eso pasaba en el primer Méliès: de repente entraba un cohete estrellándose en una pared, la cámara iba adentro y volvía a entrar el cohete. Y eso, visto hoy en día, me parece de una modernidad absoluta.
En cierto modo, En la alcoba del sultán es también una película de aventuras…
Sí, claro. A mí me encanta el cine de aventuras. Tú y yo hemos crecido viendo las películas de aventuras de Jacques Tourneur, de Raoul Walsh, de Michael Curtiz, de Robert Siodmak… La aventura por la aventura es de los géneros más bellos que hay. No la aventura cuando ya solo queda la muerte, de Sam Peckinpah o de Robert Aldrich: esa es una aventura mucho más triste, terrible. En cambio, en la aventura por la aventura, la muerte (aunque haya muerte) no existe. Existe la alegría de los compañeros. Y aquí está el inevitable compagnon, que también traiciona muchas veces, que es Abraham.
Y la aventura es Tintín, ¿no? Tenemos que hablar de Tintín. De la línea clara de tu película…
Es que hay que decirlo bien claro: Hergé es uno de los grandes cineastas de la historia. Y en él está la aventura por la aventura, pero también la historia. Y en él, aunque es la línea clara, también está la oscuridad y la sombra. Porque hemos insistido en que es el maestro de la línea clara, pero es uno de los maestros de la sombra y la oscuridad.
Otra vez opuestos… aunables.
Que conviven. Y después el swing, el ritmo y la sorpresa de sus historias. Tú fíjate cómo acaban siempre las páginas de Hergé: con una sorpresa antes de pasar a la siguiente. Eso tiene que ver también con el concepto de semanario, de folletín que él hacía. Porque sus historias no eran publicadas como álbumes: antes eran suplementos de una historieta.
Yo creo que esta es tu película más tintinesca, aunque ya en El muerto y ser feliz había algo de esto. Es que los personajes son personajes de Hergé. El personaje de Jan Budar…
Es Hergé. Absolutamente. Y Abraham es Hergé. Y el sultán.
¡Y Gabriel! ¿La barba de Gabriel es postiza?
¡Claro! Es que las barbas antes eran suaves, porque no se las cortaban, y parecían falsas. Entonces, si ves al auténtico Gabriel Veyre, parecía que su barba era postiza. Pero luego la barba de Jan Budar es de verdad. Y en Tintín a veces bromean con eso: tiran de la barba y justo la que creen que es falsa es la de verdad. La película juega con ese trampantojo. Y con esa ilusión, en el sentido que Baudrillard daba al término. Todo eso está en Tintín y está en la película. Y la luz. Por supuesto, la luz. Para mí, Tintín es de las cosas más importantes en mi vida. ¿Y sabes qué es lo más parecido a la aventura por la aventura hoy en día? ¿A la aventura clásica de los años cuarenta y cincuenta? Indiana Jones.
Que también está convocado en la película. Y que también viene de Hergé. Es que al final… Spielberg lleva adaptando a Tintín desde mucho antes de adaptarlo.
Y sin saberlo al principio. Porque se lo presentaron después. Indiana Jones, y nuestra idea de aventura por la aventura, también está en los rótulos de la película, que tienen una estética de cine de aventuras de los años cuarenta y cincuenta. Aunque la tipografía está tomada de El hijo del Caíd, cuando el cine mudo era todavía muy inocente. Pero la aventura por la aventura hoy en día quien la hace es Indiana Jones. Mira: nosotros a cada vestuario le ponemos un nombre. Y al vestuario que lleva Jeanne tras llegar al desierto lo llamábamos ‘Indiana Jeanne’. Así que para nosotros ella era Indiana Jeanne.
Que sería como el personaje de Phoebe Waller-Bridge en la última de Indiana Jones. Me gusta mucho ese personaje porque es la aventurera que era Indiana Jones en El templo maldito. Que luego él se va dulcificando con los años, y eso es bonito también…
Me encantó la última de Indiana Jones. Debo confesar que lloré con ella, como lloré con el final del Quijote. Al final, cuando aparece Arquímedes, cuando Arquímedes le ha hecho venir, me pareció algo cervantino de nuevo. Yo lloro pocas veces en el cine; y leyendo, menos. Pues yo lloré con esa película. En la aventura por la aventura, hoy está Indiana Jones y La guerra de las galaxias. Yo tenía, no sé, siete, ocho años cuando se estrenó La guerra de las galaxias, y me emocioné con ella, y luego con El imperio contraataca, viéndolas en el Cine Roxy A con mis padres y mi hermano, y en el Cine Carlton con mi abuela Lola. Yo crecí con esas películas. Tú eres fan de ellas. Y en ellas hay toda una idea de recuperar el cine de aventuras, de samuráis, de cine de género, en una película del espacio, que me parece absolutamente moderna. ¡Que no posmoderna! Como decía Foster Wallace: prefiero el paraíso de la modernidad al fango de la posmodernidad. Y para mí, es cine clásico. Y hay humor, pero no hay ningún cinismo. Quiere haber ternura. Lo que pasa es que luego el digital lo destruyó. Y un chiste personal que te haré es que, cuando un actor me pregunta cómo hacer algo, le digo: utiliza la Fuerza. Y hemos acabado rodando en escenarios de La guerra de las galaxias. Ahí me sentía yo ridículo diciendo «utiliza la Fuerza»…
Julio Verne es otro autor en el que se mezclan ciencia y magia. Y, de hecho, Méliès parte de Julio Verne para su Viaje a la Luna. Pero incorpora también cosas de H. G. Wells, con los selenitas que pululan por ahí. Es lo que luego sería también la fantasía de Edgar Rice Burroughs.
Claro. Rice Burroughs está a un paso de las radium novels. Hay toda una serie de novelas de ciencia ficción de los años cincuenta alrededor del radium. Por eso está ese elemento en la película: el radium como sustituto de la plata en la emulsión del celuloide. Hay una película muy importante para En la alcoba del sultán que no he mencionado: un cortometraje de Jacques Tourneur que se llama Romance of Radium. Es la historia de amor entre los Curie y Becquerel, con el que compartieron el premio Nobel. Y cómo ellos experimentan con el radium y todo lo que pasa. Es un corto de quince minutos impresionante, y muy tintinesco. En Tintín es muy importante el gesto. Y directamente esta película tiene planos que parecen viñetas de Tintín. Era un maestro del gesto y el susurro, Tourneur.
Pero esto nos lleva a la pantomima, a Chaplin… Y de nuevo esto está en la película. Está en todos los personajes, pero quizá el que mejor encarna la comedia es Jan Budar, que tiene una cosa chaplinesca en su forma de actuar y de moverse…
Y el sultán es más Buster Keaton. Tenemos a Chaplin, pero tenemos a Keaton también. Y la aparición y desaparición de los personajes es El moderno Sherlock Holmes. Que eso fue un hallazgo de rodaje. Porque al principio la máquina fallaba. Y lo que hacía es multiplicar. Hacía que apareciesen muchísimos personajes repetidos. Una, dos, tres, cuatro, cinco. Y cada uno era peor que el anterior. La copia se iba deteriorando. Pero de repente nos pareció que era demasiado brillante. Lo otro era más bonito, más sencillo. Eso es El moderno Sherlock Holmes.
Hay una película que a mí me gusta mucho, que es El truco final de Christopher Nolan. Es todavía un Nolan juguetón, distinto al de ahora, que habla de dos prestidigitadores en el siglo XIX. Y tiene también esta idea de reconciliar la realidad con lo mágico…
Lo mágico está en todos lados. Lo que pasa es que la palabra «magia» se ha devaluado. Un proyecto que no pude hacer fue La cerillera, y a mí me gusta mucho cómo Hans Christian Andersen antropomorfiza los objetos. Porque en sus novelas todo habla. Todo tiene alma. No solo las imágenes: habla un pino, habla una mesa, habla una silla. En mi próxima película, La moto de Gloria Fuertes, hay un momento en que la pongo a hablar con los leños de la chimenea de su casa. Y claro, yo subtitulo a los leños. Ella habla y el leño le responde.
Eso es muy de David Lynch.
Es David Lynch, es Miyazaki. Pero lo mío fue un plagio por anticipación. O de Gloria Fuertes sobre mí. Porque leyendo su poesía, de repente ella dice: «los leños me hablan». ¡Y yo ya había escrito que ella hablaba con los leños! Y entonces lo desarrollé, y es un momento recurrente en la película. Como hacemos todos cuando miramos el mar o cuando miramos por la ventana, que hablamos con el paisaje, hablamos con el fuego. Y el fuego te responde.
Háblame un poco más sobre ese proyecto…
Gloria Fuertes es una poeta alucinante, muy poco conocida y, he de decir, hoy en día gentrificada. Una poeta que se parece a Bukowski, por cómo lo poético entraba en su vida doméstica de forma radical y la hacía poesía. De hecho, ella decía que sus mejores poemas eran cartas. La película es un retrato de un momento concreto de su vida, pero en estilo tarot, y de cómo vive su vida doméstica, amorosa y sobre todo poética (que es lo mismo); sobre todo con Phyllis Turnbull, su gran amor, una americana rubia. Quiere ser una película de grandes actrices, y que signifique volver a filmar a Lola Dueñas.
¿A qué te refieres con «estilo tarot»?
A que el guion de la película no está numerado.
¿Como Composition Nº1, aquella novela en que se barajaban las páginas…?
Sí. Esa es una novela de Marc Saporta que está muy bien. Pero mucho mejor que esa es Los Desafortunados, de Bryan Stanley Johnson. Es una novela hecha también por hojas sueltas. Y Maurice Pialat, cuando hizo Van Gogh, proponía estas páginas con secuencias sin numerar. Es la primera herramienta para acabar con la dictadura de la causa-efecto (más bien causa-defecto) de una historia que va numerada. Entonces, hemos escrito el guion de La moto de Gloria Fuertes como un tarot, sin numerar. Puedes leer las secuencias en cualquier orden y siempre funciona.
Pero esto te debería orientar a hacer y exhibir muchos montajes de la película…
¡Es que ahí quiero llegar! Primero el montaje lo vamos a encontrar en montaje. Qué perogrullada, ¿no? Pero sí, aunque habrá un plan de rodaje, yo no sé qué secuencia va delante. Las he pegado aleatoriamente. Y lo que se me ha ocurrido el otro día es que vamos a hacer cinco versiones. La moto de Gloria Fuertes.1, La moto de Gloria Fuertes.2… Proyectando una en Málaga, otra en Valladolid, otra en Donosti… Y son cinco películas diferentes. Y de nuevo convocamos la noción de juego serio. OuLiPo, Raymond Queneau, y sus millones de poemas en ese libro suyo. Hay una película noruega, que te tengo que recomendar: Motforestilling, de Erik Lochen. Lochen tenía siete bobinas, y no las numeró, de tal manera que el proyeccionista las pudiera poner como quisiera y siempre funcionara. Con Lo que sé de Lola, yo quería que la película pudiera entrar en cualquier momento…
Como en una sesión continua…
Claro. Yo crecí viendo a Ozores y a Kubrick en sesión continua en el Cine Galaxia de la Elipa. Por eso me encanta que me hagan spoiler, que es una palabra que yo odio. Porque no es spoiler, es suspense: es articular el suspense de otra manera. Barthes decía que una película avanza hacia su final a la vez que lo niega, porque no quieres que se sepa el final y lo va negando todo el rato. Por eso yo odio los finales. Y por eso casi todas las películas acaban mal: porque se tienen que cerrar, y entonces los personajes pierden fuerza y gana la trama. Bernard Shaw hablaba de la cruel venganza que se cobran los argumentos sobre los personajes. La venganza que se toman por la obligación de que tener que cerrar. Los personajes se desinflan. Por eso el cine ha inventado trucos para que no se produzca esa cruel venganza.
Eso es William Goldman también: el final de La princesa prometida, en el que dice: «pero esto fue antes de que la herida de Íñigo Montoya se reabriera, de que el caballo desfalleciera…» pero ahí nos quedamos. Y en el fondo es también volver al modo primitivo del cine…
Y al teatro del Siglo de Oro, con la giga isabelina. La giga, que no aparece muchas veces publicada, es cuando los personajes al final aparecían y repetían algo, o hacían un chiste, o hacían un baile… pero si esto ya había acabado, ¿por qué?
Pero en el modo de representación primitivo del cine no existía la idea de clausura, no sentían la necesidad de cerrar. Luego ya las películas se encaminan a cerrar todo, a asfixiar el sentido…
No solo eso, es que además entonces las películas siempre se veían empezadas. Te recuerdo una cosa muy importante, que está en los Lumière y se describe en la primera sesión: las películas empezaban a proyectarse sobre la cortina. Esto lo cuenta Noel Burch en El tragaluz del infinito. Estaba la cortina echada y comenzaba la proyección de tal manera que, cuando se abría la cortina, la película ya estaba ahí. Es como si ya existiera y que tú de repente… es de nuevo como el paraíso del cuento.
De todas las dualidades de la película, quizá la más aparente es el choque entre el documento y la recreación, lo que se convoca a partir del documento. Todas esas fotos, películas y autocromos de la época que aparecen…
Eso es importantísimo. Fue una necesidad, porque eran tan bonitas, tenían tanta potencia, que sentí que tenían que estar. Pero no como documento, sino como argumento. Porque hemos estirado su sentido, y entonces parecen parte de la ficción. Se vuelven ficción. Porque además los autocromos de los Lumière son imágenes que tienen mucha ilusión por su falta de realismo. Luego ya se perdió la ilusión porque la película Kodak y Fuji era más fiel a la realidad. Y esto es lo que ha pasado con el cine: que cuando ha ganado en realismo ha perdido en ilusión, ha perdido en magia. Por eso es tan bonito el trampantojo, por eso es tan bonito el blanco y negro, por eso es tan bonito el mudo. Y eso pasa con estos documentos. Están cargados de ilusión y de ficción porque no los hemos utilizado como archivo, aun sin dejar de recordarnos el hecho de que todo «fue», sucedió.
Sin embargo, no cometes el error de intentar mimetizar la recreación con el documento. Hay mucha diferencia y por eso es tan bonito: no se parece la foto a la escenificación. Y eso potencia la dimensión mítica, y evita que el espectador cierre una representación unívoca en su cabeza.
Mira que Renoir lo hace bien en French Cancan… pero tiene algo retórico cuando intenta hacer que se parezcan. Hasta Godard lo ha hecho en Pasión. Pero aquí yo quería ver precisamente lo que separa a uno y al otro, al documento del argumento, y que a la vez fueran uno solo: la ficción. Y se ve que la película es una representación de una representación.
Porque en el abismo entre el documento y la representación es donde está la…
¡… la poesía! Bravo.
Para mí esa es la película. Esa laguna que abres. Otra cosa que me gusta mucho es la frase sobre cómo construyen el aparato «fuera de toda escala práctica, y ahí reside su utilidad». Y hacen una cámara gigante que resulta cómica por su tamaño.
Como una cámara de estudio de gran formato. ¿Por qué ahí reside su utilidad? Porque la óptica perfecta no se puede hacer, pero cuanto más grande es una óptica más calidad tiene, por la cualidad del cristal. Con las cámaras de estudio, cuanto más grandes, tienes más espacio para que entre en la plata de tu película. Pero también ahí está su humor, en su falta de escala. Porque la cámara Lumière era perfecta: rodaba, y debidamente orientada al sol a las doce, revelaba. ¡Revelaba sin pasar por el laboratorio! Y luego proyectaba. Era una máquina perfecta. Cada pieza servía para varias cosas a la vez, como José Luis Borau reclamaba de los buenos guiones. Pero la película juega mucho con las diferencias de escala para provocar humorismo.
Es cartoon…
Eso es. El propio palacio tiene una escala extraña con las personas.
Y luego, estas disonancias, que me gustan tanto en El muerto y que aquí se repiten, entre lo que cuenta la voz en off y lo que muestra la imagen. Es el placer de contar, pero a la vez es el cuestionamiento de lo que se cuenta. Estás dudando de lo que narras. Como esa cámara azul…
«On va la peintre en rouge!», dice Gabriel Veyre de La Máquina, «la pintaremos en rojo». Y aparece azul. Bueno, pues porque han cambiado de idea. «Duda de tu duda», decía Juan de Mairena; dudar de la propia narración.
Claro, pero ahí te está haciendo chocar, te está haciendo cuestionar, te está haciendo de nuevo abrir posibilidades. Existe una realidad donde esa cámara era roja, y otra donde era azul, y otra donde era verde…
Mira, había una revista maravillosa, pero en realidad bastante capitalista y fascista, que era la revista Life, donde se publicaban grandes reportajes. Pues Bertolt Brecht se divertía recortando y cambiando los titulares de las fotos de Life.
Y, claro, creaba el choque de…
¡Montaje!
Una última pregunta. En realidad, suena un poco a pregunta tonta, de entrevista de formulario. Pero la formulan en voz alta tus personajes, así que no puedo no hacértela: ¿Las imágenes tienen alma?
Sí. Por eso el Corán las prohibía. Porque lo sabían. Las imágenes son peligrosas. Por eso el Sultán es derrocado. Las imágenes pueden provocar terrorismo intelectual. Las imágenes pueden hacer que nos enamoremos, pueden hacer que queramos cambiar de ideas o de forma de vestir. Las imágenes tienen alma. Da lo mismo qué tipo de imágenes sean. Por eso las imágenes pueden hacer mucho daño, tanto como bien. Y por eso la película también habla, para mí, de un anacronismo que me preocupa, que es el de: ¿puede ser todo filmado? ¿Puede ser todo reproducido? ¿Puede ser todo recreado?
Es el debate entre Claude Lanzmann y Didi-Huberman.
Yo creo que Didi-Huberman tiene razón frente a Lanzmann. Pero creo que se equivoca Fede Álvarez (que es muy bueno) al recrear a Ian Holm en Alien: Romulus. Eso me parece pornografía. Mientras que en el último Indiana Jones me parece poesía y performance: es su cuerpo, envejecido, con una cara rejuvenecida. Me parece que combinan algo muy potente ahí. Podían haber puesto un doble, pero es su cuerpo y su cara. Y entonces se produce un anacronismo biológico iluminador. Eso me interesa. En cambio, ¿qué vamos a hacer mañana? ¿Una película con Jean Gabin, con Marilyn Monroe? Me temo que sí. Y eso es muy peligroso.