Viene de «Fargo T5: Kierkegaard, la ley del trumpismo y un comedor de pecados (2)»
Entre Lorraine y Roy, la pobre Dorothy no tiene un respiro. Son dos antagonistas formidables que encarnan sendas caras de la misma moneda. En el caso de Lorraine, la vemos recibir al sheriff en el quinto episodio, cuando él, consciente del poder de la señora, va a comunicarle que Dorothy fue su mujer antes de escapar y convertirse en su nuera. Lorraine, para quien esto no es más que un contratiempo menor que no pasa de ser curioso, intenta solucionar el entuerto como está acostumbrada a hacer: a golpe de talonario. Se da entonces uno de los encuentros más interesantes de la temporada, donde confrontan esas dos visiones del Estados Unidos trumpista que asfixia al resto de personajes. Roy pregunta «¿Es el dinero o siempre ha sido usted tan altanera? Así, mirando por encima del hombro a los americanos trabajadores, y yo con el sombrero en la mano intentando hacer lo correcto». «¿Lo correcto para quién?», pregunta ella. «Lo correcto según la Biblia», repone el sheriff. La mujer, dice, le debe fidelidad a su hombre, y no puede salir a por cervezas y no volver nunca más. Añade que había noches en que suponía que Dorothy debía haber muerto, e «imaginaba cosas horribles: pumas, violadores mexicanos…». Verá usted que esa última agrupación categórica tiene tristes precedentes en el panorama político reciente y actual. Todo este diálogo gira alrededor de un pulso de poder que tiene como fin controlar aquello que a nadie le es dado controlar. Pero Lorraine sonríe y le dice que sabe qué tipo de hombre es él, tras lo cual le plantea un par de cuestiones a las que está segura de que él se opone: «—¿Impuestos? —Claro. —¿Red de seguridad social? —Escupiría, pero…», dice Roy, mirando el lujo a su alrededor. «—¿Y el respeto por los discapacitados? —Y a todo su despliegue multicultural. Billy tiene dos madres, etcétera, etcétera. —Entonces, usted quiere libertad sin responsabilidad. Hijo, solo hay una persona en la Tierra que se lo puede permitir». «—El presidente», replica Roy, convencido de la condición de Trump. «—Un bebé. Está usted luchando por su derecho a ser un bebé», concluye Lorraine.
La cuestión que en esta escena lleva a ese contraste de visiones abominables del capitalismo es que ambos se consideran poseedores legítimos de un bien (Dorothy), uno por haber contraído matrimonio y la otra porque, sencillamente, cree que tiene el derecho de nacimiento a hacer lo que le dé la gana. Tanto es así que parece olvidar que, cuando en el segundo episodio el abogado Graves se muestra reticente a las jugarretas de su empleadora para con Dorothy, Lorraine se justifica, al igual que Roy, diciendo: «Me hizo una promesa. A mí. A mi hijo. Amar y respetar en la riqueza y en la pobreza. Y esa es una deuda que hay que cobrar». Estos antagonistas no confrontan modelos de familia, sino modelos de imposición e intercambio. Por eso, aunque ambos quieren lo mismo, lo primero que busca Lorraine es una manera de equilibrar mutuamente sus ganancias, ofreciéndole dinero a Roy a cambio de que le permita quedarse con lo que considera una mercancía más valiosa. Como diría Marx:
Tomemos el proceso de circulación en una forma en la que se presenta como mero intercambio de mercancías. Esto ocurre siempre que los dos poseedores de mercancías se compran mercancías recíprocamente y el día de pago sus respectivas reivindicaciones de dinero resultan compensarse exactamente. […] Por lo que hace al valor de uso, está claro que los dos sujetos del cambio pueden salir ganando. Ambos enajenan mercancías que les son inútiles como valores de uso y reciben mercancías que necesitan para el uso (Marx, 2010, p. 110).
El problema es que el fanatismo de Roy, kierkegaardiano caballero de la resignación infinita, le hace negarse en redondo a cualquier trato económico. Como consecuencia de esto, se inicia entre él y Lorraine una guerra sucia sin cuartel, que empieza con esta queriendo comprarle un banco a un tipo lamentable a quien aquel, cuando se entera, hostiga para forzarlo a negarse. Lorraine, que buscaba hacerse con dicho banco porque «a todo el mundo le gusta un prestamista, pero a nadie un cobrador», arruina al desgraciado banquero (apunte para el futuro: le dice al tipo que su error fue pensar que el que el sheriff lo matara era lo peor que podía pasarle, pero, asegura, hay cosas mucho peores que la muerte), y luego procede a arruinarle a Roy su renovación del cargo de sheriff. ¿Cómo lo hace? Pues manda a Graves, su abogado, a que inscriba en el Registro Civil con el mismo nombre que el maltratador a tres tíos de complexión similar, a los que viste igual que él y manda al debate público, que Roy creía tener en el bolsillo. Rápidamente logra lo que se propone: Roy pierde los papeles y termina golpeando a una periodista, dando al traste así con sus esperanzas de continuar en su posición privilegiada. De ahí que volviera al cobertizo citando lo de la ramera de Babilonia.
Entre tanto, la agente Olmstead, que se pregunta por qué Lorraine hizo encerrar a Dorothy en un hospital, va a confrontarla al respecto, pero rápidamente la magnate cambia el tercio de la conversación y le pregunta por todas las deudas que sabe que tiene. «No se sienta mal», le dice. «Más del noventa por ciento de los estadounidenses están endeudados». Y ese es su patio de recreo. Pero no tarda en ver lo competente que es la agente Olmstead, de modo que termina por ofrecerle una ingente cantidad de dinero y buenas condiciones a cambio de que se convierta en su jefa de seguridad. La joven accede, tanto por necesidad como por estimulación, ya que su fuerza de trabajo se estaba echando a perder en un cuerpo policial público en el que nadie le hacía ni puñetero caso. Cuando veo esa transición de Olmstead, tan triste en buena medida como del todo comprensible, siempre pienso en esta idea tan antitrumpista:
El productor directo, el trabajador, no pudo disponer de su persona sino una vez que hubo dejado de estar atado a la gleba de pertenecer o estar sometido a otra persona. […] Pero, por otra parte, estos recién liberados no se convierten en vendedores de sí mismos sino una vez que les han arrebatado todos sus medios de producción y todas las garantías de su existencia ofrecidas por las viejas instituciones feudales. Y la historia de esta expropiación queda inscrita en los anales de la humanidad con trazos de sangre y fuego (Marx, 2010, p. 318).
La misma sangre y fuego, por cierto, a la que ni Olmstead ni Lorraine temen enfrentarse, todo hay que decirlo. Por eso, cuando aquella recibe el aviso por parte de Witt Farr, nuestro héroe trágico, de que Dorothy está encerrada en el rancho de Roy, la suegra mueve cielo y tierra para montar el asedio que antes le describía y recuperar a su nuera. Tras un discurso de Olmstead, ha terminado por comprender que se parecen más de lo que en un inicio estaba dispuesta a admitir. Eso y que el maníaco del sheriff mate a Graves, su fiel abogado tuerto, son dos cosas que no pudo dejar pasar.
El desenlace ya lo conoce usted: la fuerza del capital arrolla al sheriff. Y lo viola y lo apaliza, que eso no se lo he contado, porque ¿recuerda el apunte para el futuro que le hice antes? Hay cosas peores que la muerte, le dijo Lorraine al banquero, y hace de la demostración de esta máxima su cruzada personal. En su última escena, la vemos visitando a Roy en prisión y comunicándole, para abreviar, que ha sobornado a no sé cuántos presos para que hagan de su vida un infierno y sienta en sus carnes lo que les hizo a sus esposas. Es la primera vez en toda la serie que vemos en el atractivo semblante de Roy Tillman una expresión de miedo. Así que podría decirse que algo bueno salió de todo aquello, pero no olvide usted de dónde proviene. Y es que cuando Lorraine monta el dispositivo de rescate de Dorothy, lo hace dándole a Olmstead la orden de «llamar al idiota del pelo naranja. Es hora de sacar provecho de mi dinero». Porque en los Estados Unidos de Fargo V, incluso la seguridad personal ha dejado de ser un derecho para convertirse en una deuda que solo los más privilegiados controlan. Siempre que hayan donado suficiente dinero a los bolsillos adecuados. Siempre que sepan cuándo apretar el botón.
4. La redención venía en panecillos
No se preocupe, que ya acabamos. Beba un sorbo de agua. Son muchas las palabras que llevamos encima. Haremos un último alto en el camino, y le diré adiós. O hasta luego, porque hay ciertas palabras vedadas para algunos de nosotros. A ese respecto, el caso paradigmático de la temporada es el competente sicario nihilista Ole Munch. ¿Se acuerda usted de él? Intentó secuestrar a Dorothy, a consecuencia de lo cual perdió una oreja y a su compañero. Luego fue a ver a Roy, que era el que le había contratado, para reprocharle que no le advirtiese que no era una mujer a quien debía secuestrar, sino «un tigre». Y después de que el inútil de Gator intentara matarlo, salió por sus piernas enfaldadas a esconderse, ni más ni menos, que en casa de una señora mayor aleatoria a la que solo le da una explicación: «Ahora vivo aquí». Ese es Ole Munch.
Pues sepa usted que Ole Munch es el personaje más kierkegaardiano de la temporada, y puedo probarlo. Para empezar, Munch evita de forma consistente a lo largo de todos los episodios hablar de sí mismo en primera persona. Se refiere a sus acciones con un lacónico «el hombre hace esto», «el hombre cree aquello». Y en el tercer capítulo descubrimos por qué mediante un chocante flashback que nos lleva a Gales en el año 1522. Recién finiquitada la Edad Media, vemos cómo un pordiosero (nunca mejor dicho) Munch es llevado ante el cadáver de un poderoso, junto al que un sacerdote le pregunta: «Por el perdón de vuestras deudas con el hombre, ¿consumiréis los pecados de su señoría contra Dios?». Mientras Munch, muerto de hambre, come «los pecados», le obligan a decir: «Por vuestra paz, entrego mi alma». Al acabar, el sacerdote sentencia: «Está hecho, y no puede deshacerse».
Este ritual tan bizarro es, curiosamente, la esencia de una figura otrora real: la del comedor de pecados. Consistía básicamente en lo que le acabo de describir: a cambio de perdonarle a una persona pobre las deudas con las que su señor la asfixiaba, cuando este fallecía, aquella engullía unos alimentos que, por la gracia y narices del sacerdote, representaban los pecados cometidos por el señor. De esa forma, el poderoso entraba al Reino de los Cielos limpio como una patena, y el pobre poco menos que perdía su alma por la corrupción de unos pecados que no le pertenecían. Ríase usted de Job y de Fausto. Pero no se ría de Munch, porque Munch es un comedor de pecados aquejado de desesperación, a la que Kierkegaard llama «la enfermedad mortal». El motivo por el que Munch está desesperado es que, al verse forzado a vender su alma para pagar deudas, entró en un proceso de degradación que le ha granjeado la inmortalidad, y con ella, la amargura de ir perdiéndose poco a poco, siglo tras siglo. «Mientras el hombre desesperaba de algo, lo que propiamente hacía no era otra cosa que desesperar de sí mismo, y lo que ahora quiere es deshacerse de sí mismo» (Kierkegaard, 2008, p. 39), motivo por el cual las acciones de Munch, incluida su propia supervivencia, están siempre revestidas de un automatismo impersonal.
Él lleva siglos viviendo a pesar de sí mismo, porque ya no tiene un sí mismo al que referirse. De ahí que no hable en primera persona. Y de ahí también que su angustia no tenga más reverberaciones que la de la ira, ya que «la angustia de la eternidad convierte el instante en pura abstracción» (Kierkegaard, 2013, p. 294), de lo que se deriva que, en la eternidad por la que vaga Munch, todo él carece de concreción. Incluido, y especialmente, su propio yo:
Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que esta se relacione consigo misma. […] El hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad, en una palabra: es una síntesis (Kierkegaard, 2008, p. 33).
La síntesis de Munch es la de vivir como un hombre, y como tal habla de sí mismo, mientras que se siente una criatura atemporal insensibilizada por las atrocidades vistas a lo largo de los siglos, porque la muerte se niega a llevarse a alguien que, según parece creer él, no tiene alma. En el cuarto episodio, le escuchamos narrarle a la señora mayor (a la que, a lo tonto, le va cogiendo cariño) lo siguiente: «Cuando Munch era un niño, la libertad era una patata. Era que no te mataran ese día. Libertad del hambre, de la cuchilla oxidada; pero para liberarse, el hombre comía primero para que otros no lo hicieran, mataba antes de que lo mataran. No deseaba nada más porque solo los reyes tienen la libertad de desear. Pero ahora, mire uno adonde mire, ve reyes. Todo lo que quieren lo reclaman, y si no pueden tenerlo, dicen que no son libres. Incluso dicen que su libertad debería ser gratis, que no tiene coste, pero el coste es siempre la muerte. Una vida por otra».
La ley del talión, como usted verá. El código de Hammurabi, que es la primera recopilación legal de la que hay constancia en la historia de la humanidad, y que recoge el viejo «Ojo por ojo, diente por diente» del Antiguo Testamento. Porque en el Antiguo Testamento, Dios tenía mucha más mala hostia que en el nuevo, de lo que derivan leyes tormentosas como las que rigen la existencia desesperada de Munch.
¿De dónde viene, pues, la desesperación? De la relación en que la síntesis se relaciona consigo misma, mientras que Dios, que hizo al hombre como tal relación, lo deja como escapar de sus manos; es decir, mientras la relación se relaciona consigo misma (Kierkegaard, 2008 p. 36).
Pero Munch es incapaz de relacionarse consigo mismo hasta tal punto que, como le digo, ni siquiera habla de sí mismo en primera persona, pues «la inmediatez de la vida no comporta propiamente ningún yo, ningún conocimiento propio y, en consecuencia, tampoco encierra ninguna capacidad de reconocimiento de uno mismo» (Kierkegaard, 2008, p. 76), así que nuestro comedor de pecados ni lo intenta.
No obstante, el nihilismo de Munch no es ajeno a ciertos principios básicos, sobre todo, a los relativos a ese fuerte sentido de la justicia. Por ejemplo, cuando llega a casa el hijo drogata de la señora y le roba dinero tras maltratarla verbalmente, Munch sale tras él y lo mata con un hacha (de forma calcada, por cierto, a como hace el personaje de Peter Stormare en la película). Asimismo, en el sexto episodio, cuando Roy se convence de que es mejor no tener al comedor de pecados como enemigo y se reúne con él para pagarle el dinero que le debe más los intereses propios de haber intentado matarlo, le dice a Munch que le respeta porque habla poco. A esto, nuestro sicario replica que «un hombre tiene un número finito de palabras en su vida. A nosotros nos quedan muy pocas». Lo peor que deriva de este encuentro es que Gator, el inútil, deseoso de impresionar a su padre, está resuelto a matar a Munch y recuperar el dinero, así que le pone un localizador en el coche y, por la noche, va a buscarlo con un troncho de rifle de precisión. Para resumir, le diré que la cosa se tuerce y termina matando accidentalmente a la señora mayor.
Este crimen es del todo ajeno a Munch. Por horrendo, por inmotivado, por carente de razón. Así que va a por Gator, lo secuestra y lo mete en una cabaña donde pone un hierro al rojo vivo mientras le reprocha el daño hecho a esa mujer «que no molestaba a nadie». Mientras acerca el arma candente a los ojos de un Gator inmovilizado y presa del pánico, arguye: «Es lo que dice la Biblia: lo que se ha tomado, debe darse». Y procede a cegar de por vida al inútil. Después, con sus inútiles ojos vendados, lo guía a través de una larga caminata hasta el rancho de su padre. Allí le dice a Roy: «Tu hijo es incapaz de cumplir. Ha vendido su derecho a ser un hombre. Qué decepción para un padre habrá resultado». Luego añade: «Dice mucho de un hombre las palabras que usa para describir una traición. Las hemos oído todas. Una «gitanada», una «judeada», una «putada». Como si el robo fuera el legado de un hombre, lo que un hombre es». Ese reclamo que Munch hace de la responsabilidad sobre los propios actos donde adeptos a la dialéctica trumpista los achacan a colectivos oprimidos (acuérdese de Roy poniendo como ejemplo de terror a violadores mexicanos) tiene su eco en Kierkegaard cuando afirma que «así es la angustia el vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando […] la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad» (2013, 136). Nadie puede sustraerse al vértigo, y menos aún a la libertad. Tampoco Dorothy, por cuya condición de tigre y caballero de la fe guarda Munch cierto respeto. Tanto es así que, cuando estaba a punto de ser descubierta por los hombres de Roy mientras se escondía en la fosa del rancho, Munch se desvía de su camino para ayudarla. «Luchar con un tigre en una jaula no es una pelea justa», dice cuando ella sale de la fosa. Luego le tiende un fusil y, antes de desaparecer, añade: «El tigre ya es libre».
Me salto lo que ya conoce. Dorothy le abre un segundo ombligo a Roy y vuelve a casa sana y salva. Pasa el tiempo y todo parece olvidado. Hasta que, cuando retorna un día junto a su hija con planes para la tarde, encuentra a Ole Munch esperándola en el salón. Wayne le hace compañía con una tierna sonrisa bobalicona en la cara. Pero Munch no sonríe, y Dorothy tampoco. «Un hombre libera a la tigresa para que la tigresa pueda terminar su pelea. Pero esto no significa que el hombre haya terminado con ella», dice. Dorothy manda a su marido y a la niña a por bebidas y, una vez están fuera del radio de escucha, replica que pensó que habían terminado. Pero Munch insiste: «La deuda debe pagarse».
Observará usted que la deuda como herramienta de sometimiento y persecución es no solo el hilo conductor de la temporada, sino una muestra de cómo distintos individuos se relacionan con su omnipresencia. La de Dorothy es la última visión que conocemos, pero antes, Wayne vuelve y, en un divertido contraste con la seriedad metafísica del comedor de pecados, le entrega a Munch un refresco, que él coge y observa extrañado. Es poco después cuando Dorothy articula la alternativa al mundo en el que viven Roy, Lorraine y el propio Munch: «¿Por qué debe pagarse la deuda? Comprendo lo de mantener una promesa, pero la gente siempre dice que hay que pagar las deudas. Solo que ¿qué pasa si no puedes? Si eres demasiado pobre o si pierdes tu trabajo. O puede que haya habido una muerte en la familia. ¿No sería mejor, lo más humano, decir que la deuda debe perdonarse? ¿No es eso lo que deberíamos ser?».
Algo en el rostro de Munch se torna incómodo. Su violencia contenida tras un tono lacónico y herido parece hervir, pero aún no estalla. Y Dorothy, aprovechando la oportunidad, le dice que ella y su familia tienen planes y que deben hacer la comida, así que o se larga y resuelven el asunto otro día, o se arremanga y ayuda. Munch opta por esto último, todavía renuente y desconfiado. En la cocina le vemos lavarse las manos con lentitud en lo que constituye una hermosa alegoría de lo que está por ocurrir. Y es que él insiste en que, pese a estar rodeado de una madre, un padre y una hija que preparan alegremente el papeo del momento, «un hombre tiene un código». Pero le interrumpen constantemente con inocentes muestras de amabilidad y no le dejan articular su retahíla metafísica. Hasta le dan una cerveza. Esto parece enervarlo más que irritarlo. Dorothy le enseña a cocinar, y en el proceso le dice que entiende su frustración por haber perdido un compañero y una oreja, pero que el trabajo que aceptó conllevaba un riesgo, y no puede enfadarse por haber salido escaldado. «Se trata de una decisión. Usted tomó una decisión», arguye, y esa apelación a la responsabilidad sobre sus actos lo desorienta aún más, porque, como Kierkegaard señala, «el genio es en cuanto tal una preponderante subjetividad» (Kierkegaard, 2013, p. 201). Esa subjetividad, parece pensar Munch, es la que le ha llevado a concluir que se le debe algo. Y la puesta en duda de tal noción basta, al menos, para llegar a la última escena de la temporada.
Esta consiste en una simple comida con los cuatro a la mesa, durante la cual Munch cuenta su historia. «El hombre vivía en el páramo y se comía las pulgas de las ratas. Siempre estaba asustado. Entonces viene un hombre en caballo y le ofrece dos monedas y una comida. Pero la comida no es comida». Intrigados, sus interlocutores preguntan qué era, y él responde: «Era pecado. Los pecados de los ricos. Codicia, envidia, asco. Eran amargos los pecados. Pero él se los comió todos porque estaba muerto de hambre. Desde ese momento, el hombre no duerme ni envejece ni puede morir. No sueña con nada. Todo lo que queda es el pecado». Esa es su tortura, y lo que le revela como una víctima de los mismos abusos que llevamos viendo toda la temporada. Ya sea a manos de un marido fanático, del sistema que el capital ha montado alrededor de la deuda, o de la propia condición humana en su versión más podrida, Munch es una víctima, y vive atormentado por ello. Así que hace falta otra víctima, una que no se resignó al tormento que él padece, para hablarle en su mismo nivel. Confiada y empática, Dorothy dice: «A veces da esa sensación. Yo lo sé. Lo que nos hacen, lo que nos obligan a tragar… como si fuera nuestra culpa. Pero ¿quiere saber cuál es la cura?», en ese momento coge un panecillo y se lo ofrece a Munch: «Debe comer algo hecho con amor y alegría. Y será perdonado». Nuestro comedor de pecados se encuentra así frente ante la oferta más prometedora y vertiginosa a la que se ha enfrentado nunca, y parece que Kierkegaard habla por él cuando escribe:
Por lo general uno que sufre tiene echada la vista, preferentemente, sobre una o muchas de las maneras en que pudiera ser auxiliado y desearía serlo. Si se le auxilia de una de esas maneras no pone ningún reparo en que se le ayude. Pero la cosa cambia bastante cuando se trata de tener que ser socorrido en un sentido profundamente serio y sin ninguna condición, como es el caso de una ayuda superior o, sobre todo, de la ayuda suprema (Kierkegaard, 2008, p. 96).
La ayuda suprema es la que le ofrece Dorothy. No se parece a las formas de auxilio a las que Munch acostumbra a recurrir, que casi todas implican armas. Se trata, más bien, de un panecillo, que además da título al episodio. Un panecillo hecho con amor y alegría, cuya ingesta promete el perdón. Munch duda y tiene miedo, pero se nos muestra cómo todos a su alrededor, uno por uno, le sonríen. Así que muerde el panecillo. La música se eleva. Él entreabre los labios.
Y sonríe.
5. Conclusión: en la siguiente rotonda, vaya por donde le parezca
Hay un motivo por el que Fargo V empieza su último episodio con un salvaje tiroteo estilo wéstern, pero lo chapa relativamente rápido en pos de dedicarle los veinte minutos finales a una conversación. Sin armas. Sin gritos de guerra. Sin acción. Sobre qué motivo es cabe especular, pero yo seguiré a Kierkegaard en su salto por la fe para creer que se debe a que la historia no trata de lo primero, sino de lo segundo. El tiempo invertido en la última escena es un testimonio directo de ello. Porque todas las temporadas de Fargo han tenido la vocación filosófica de señalarnos nuestra propia historia y preguntarnos por ella, de colocarnos frente al espejo y confrontarnos con nuestra condición. Pero nunca lo han hecho con intención de dañar. Más bien, un servidor diría que constituyen un aviso. En esta temporada vemos quién detenta el poder y se nos previene sobre hacia dónde nos dirigimos. Las armas disparan bien si se las engrasa y se las cuida. Puede usted adquirirlas con o sin permiso; a su criterio queda. Pero justo aquí, a su lado y al mío, se abre un camino que pocos ven porque no es muy pomposo. Carece de grandes señales que lo indiquen, y no está pavimentado, aunque sí muy cuidado.
Es un camino de humildad, que encuentra el refugio lejos de las grandes explosiones y las batallas épicas. No sabemos adónde conduce, pero sí adónde esperamos que conduzca: a un sitio distinto, que se parezca más al mundo en el que nos gustaría vivir que al mundo en el que vivimos. Hay fuerzas oscuras ahí fuera, y eso no es novedad. Lo triste es que anidan en nosotros. Pero nada de esto puede evitarse. Lo que sí queda en nuestra mano es la responsabilidad de convertirnos en esto o aquello, de ir hacia donde nos dirigimos o de tomar el desvío discreto hacia un lugar en el que el odio no es la piedra de toque de nuestro cosmos.
Personalmente, no estoy seguro de que ese lugar exista. Tampoco de que tengamos salvación, y mucho menos de que la merezcamos. Pero ojalá. Y si el precio para comprobarlo es comer un panecillo hecho con amor y alegría, podemos hablar de deudas en otro momento. Porque si existe el sitio al que conduce ese desvío que imagino, estoy seguro de que allí no conocen el concepto de «deuda». Quizá antaño, pero ya lo han olvidado.
Pero tampoco me haga mucho caso. Me he equivocado otras veces.
Bibliografía
Kierkegaard, S. (2008). La enfermedad mortal. Trotta.
Kierkegaard, S. (2013). El concepto de la angustia. Alianza.
Kierkegaard, S. (2014). Temor y temblor. Alianza.
Marx, K. (2010). El capital. Alianza.
Marx, K. y Engels, F. (2011). Manifiesto comunista. Alianza.
¡Es fantástico! Qué pena que se acabe. Espero que salgan más artículos sobre distintas series :)
Estoy de acuerdo con el autor en que aunque éste no sea el mundo donde nos gustaría vivir, es nuestra responsabilidad llegar a ser quién queremos ser y encaminar nuestros pasos hacia ese objetivo y que «el odio no sea la piedra de toque de nuestro cosmos»…a diferencia de él, sí que creo que este lugar existe y que nos lo merecemos… es cuestión tan sólo de destapar esa parte oscura que nos impide ver la luz… nuestra LUZ.
Enhorabuena por esta serie de artículos, me han gustado mucho.
Excelente análisis, sosegado y profundo.
Muy interesante.
Muy buen análisis. La serie una pasada.
Llevo siguiendo la serie de artículos desde el primero y puedo decir que este me ha molado especialmente.
¡Gran artículo! Lástima que sea el final, pero espero que Pedro Narcob comenté más series
Enhorabuena, como gran seguidor de la serie, ha sido un regalo encontrarme esta colección de artículos que me han servido para disfrutarla de nuevo. Muchas gracias
Excelente cierre!! Me gustaría que hagan de Mad Men !
Siiiiii. Mad men😎.
Ha sido duro verlo como Roy
El primer párrafo de esta entrega creo que resume perfectamente lo que refleja la serie. Lo peor de la sociedad americana representada por dos figuras también representativas como son un político y una empresaria de éxito (la llamamos así?? …y detrás las referencias a Trump (el idiota de pelo naranja, como lo llama Lorreine) que junto a un bebé son los únicos seres en el mundo con derecho a usar su libertad sin responsabilidad con el resto. Amén de que si hay que pensar en cosas horribles se referencien Pumas o violadores mexicanos.
Me relamo con la cara de susto del «hombretón» en la carcel tras la visita de Lorreine, cuando le comunica lo que le espera ya que va a sentir en sus carnes lo que les hizo a sus esposas».
¡Como me gustan los finales felices y que el criminal reciba su medicina jejeje ¡¡
¡Genial! Espero que vengan más artículos de más series.
Como siempre un muy interesante análisis
Final tremendo. Me ha hecho engancharme a la serie de nuevo. Muy recomendable la lectura y la visualización de la serie posteriormente.
Ufff, como voy a echar de menos estos análisis de la serie. Espero que haya más porque ver una serie y qué Pedro Narcob la desgrane bajo su filosófico punto de vista, es un lujo que deseo no acabe aquí.
Qué maravilla: el artículo es una obra excepcional que combina de manera magistral el análisis profundo de la quinta temporada de Fargo con reflexiones filosóficas basadas en Kierkegaard y Marx. La exploración de los personajes como Lorraine, Roy, Dorothy y Ole Munch es detallada y perspicaz, revelando las complejidades de sus motivaciones y las dinámicas de poder que representan.
La forma en que el autor entrelaza diálogos de la serie con conceptos filosóficos y socioeconómicos actuales, como el capitalismo y el “trumpismo”, enriquece enormemente la lectura. Cada sección del artículo desmenuza escenas clave, ofreciendo interpretaciones que van más allá de lo superficial y nos invitan a reflexionar sobre temas universales como la deuda, la libertad y la redención.
Al igual que le pasa a la T5 de Fargo, lo aquí escrito es una lectura altamente recomendada para cualquiera que desee profundizar en el análisis de la narrativa televisiva contemporánea y su relación con la filosofía. Algo precioso y preciosista en un mundo en el que Broncano es un intelectual.
No existe análisis más completo y convincente.
Interesante y profunda revisión. Muchas gracias por el artículo!
Casi cualquier cosa que vea que está bien escrita me gusta leerla. Si también me enseña cosas interesantes y finaliza con esa melancolía que produce el anhelo sutil de querer tener algo de esperanza, me entusiasma.
Muchas veces pasa que uno comienza a leer una serie de artículos, pensando que nunca acabarán, y que pueden llegar incluso a aburrirle. No es el caso. Estos textos son una maravilla de acercamiento, concreción, didáctica y de motivación para unir lenguaje cinematográfico con las narrativas de la filosofía.
Está narrado de tal manera que aunque el contenido a priori no te motive, conseguirá engancharte. Eso forma parte de la habilidad de un buen escritor. Enhorabuena, sigue escribiendo que aquí tienes un lector adlátere.
Mi primera idea para comentar es que qué pena que acabe esta serie de articulos. Me han resultado de una fineza y una profundidad extraordinarias y me han hecho apreciar esta serie de otra forma, como el que aprecia y degusta una buena taza de café.
El párrafo final de esta entrega me parece genial.
Espero que está línea continúe.
Me incorporé a esta serie de articulos en el anterior pero me refiero en que voy a leer los demás desde el principio.
Enhorabuena por esta iniciativa y espero que continúe.
Joder, hacía tiempo que no leía algo así por aquí. El análisis evoca un punto medio entre lo colectivo y lo individual que invita a la reflexión personal.
Más.
Interesante reflexiones.
Esperamos las siguientes.
A pesar de que no he visto la última temporada de Fargo, me han gustado mucho los 3 artículos. ¡Esta Navidad me pongo con la última que me queda para poder sacarle todo el jugo! Sobretodo tengo curiosidad por ver a Lorraine y su venganza contra Roy
Como siempre ¡¡¡fantástico!!!, agudo análisis y muy interesante. Espero que Pedro Narcob nos siga ilustrando con sus comentarios y desgranándonos las capas ocultas de la trama de las series. ¡¡¡Te esperamos!!!
Y se abacó. Lo tengo claro: Necesito otra serie o que des el salto al cine.
Esto no puede quedar así!
Se agradece un poco de reflexión filosófica en medio de un mundo audiovisual. ¡Maravilloso como siempre!
Muy buen artículo
Súper interesante!
Me han entrado ganas de volver a ver la serie con otros ojos. Impresionante
y detalladísimo análisis desde un punto de vista inesperado y sorprendente.
Me ha encantado! Articulo top xa serie top.
Cual será la serie siguiente? Estaremos esperando…
T1. Una obra maestra.
Desde luego haber hecho toda esta serie no ha sido una equivocación.
Qué gozada de serie!! Es cautivadora, con un reparto de lujo, comentarista de lujo, qué más se puede pedir?? Pues una temporada más…..
Despues de leerlo me gusta aun mas la serie y me gustaba ya muchísimo.
Creo que es absolutamente vergonzosa esta pantomima de amigos, parientes, vecinos de escalera y compañeros y compañeras de liar canutos, que se han venido a juntar aquí para sobredimensionar de una forma harto ridícula por su evidente falsedad, estos artículos del «Señor» Narcolepticob.
Qué maravilla de artículo! Espero que sigas escribiendo sobre series, da gusto leerte