Pongamos que el futuro es 1997 y el gobierno de los Estados Unidos decide gentrificar Manhattan a la inversa y un poco de aquella manera. Los índices de pobreza y criminalidad han alcanzado cotas tan colosales que no basta con verter sobre el barrio un barril de influencers que aneguen las calles de frondosas barbas floridas que sumirían a Kropotkin en una depresión y locales donde experimentar sofisticadas epifanías sensoriales mediante la inserción en boca de gintonics esferificados previo paso a idearlos como polvo para esnifar. Ni una especie tan emprendedora podría arreglarlo. Así que la línea a seguir es cercar Nueva York, dejar a sus vecinos a la buena de Dios y convertirla en una megaprisión donde encerrar no solo a los criminales más peligrosos, sino a cualquier desheredado de una sociedad que intuimos más bien conservadora sin más presencia de autoridad que los primeros. Un paraíso liberal, digamos.
Y entonces el presidente les cae del cielo, accidente de avión mediante. Esta es la nuestra, reflexionan los alegres apandadores, negociemos nuestra libertad. Pero el presidente llevaba consigo una casete (ah, las pelis de los ochenta) con los datos que mantendrían la hegemonía americana en un mundo que se precipita hacia la guerra. No hay tiempo para gilipolleces. ¿A quién vamos a llamar? A Snake Plissken.
Y es que la vida a veces pilla a las fuerzas del orden con Plissken de por medio, un fuera de ley acosado por un pasado glorioso como soldado de las fuerzas especiales a punto de ingresar en esa megaprisión. Melena, barba de tres días, tatuajes de serpientes, parche, chupa de cuero, voz hosca y la actitud ante la vida de quien tiene tanta testosterona que un día le brotaron rizados pelos de cojón hasta del blanco de los ojos perdiendo uno en el proceso. Si alguien puede entrar en Nueva York y sacar al presidente vivo es él.
La historia de Plissken es lo que parece. Serie B, cómic, sabor a wéstern en un futuro distópico con un antihéroe que se enfrenta en solitario y bajo amenazas a los animalizados habitantes de toda una ciudad cerrada e inhóspita. O de dos, porque dieciséis años después vivirá en la secuela-remake un periplo similar en Los Ángeles. Pero también es algo más. Que John Carpenter tiende a la izquierda no es ningún secreto, y entreverada en estos divertidísimos relatos de violencia se encuentra una crítica evidente a las políticas reaccionarias de la época, y como en las grandes obras extensible a la actualidad. Hay un presidente apocado y sumiso cuando se encuentra a merced del fuerte, que se muestra cruel y egoísta en cuanto recupera su posición de poder. Hay un sistema sádico y autoritario con los parias, que encuentra su reflejo dentro del microcosmos de la prisión, donde a falta de Estado quien oprime al débil es el más fuerte, donde incluso aplican la vieja estrategia del pan y circo. El duque de Nueva York, líder criminal, ofrece a las masas un combate individual entre Snake y una suerte de Chiquito de la Calzada sobredimensionado y ciclado que se desarrolla en unos términos de violencia similar a los que vivimos en una tertulia integrada por «centristas moderados». Y en Los Ángeles… bueno, en Los Ángeles le obligan a jugar al baloncesto.
Quizá 1997: rescate en Nueva York sea mejor película que 2013: rescate en L. A., pero la secuela cuenta con el ingrediente de la autoparodia consciente, la alegría de una película filmada por y para los colegas. De llevar las cosas que ya se contaron anteriormente un poco más allá. Aquí el nuevo presidente es directamente un fanático religioso renacido en Cristo dispuesto a dominar el mundo con un arma capaz de inutilizar cualquier tecnología rival para siempre, y entre los delitos graves se cuentan fumar, el sexo fuera del matrimonio, comer carne roja o decir palabrotas. Pero Carpenter no tiene solo hostias para el sistema, también caricaturiza a su enemigo. El enemigo que se alza contra el sistema es un terrorista amoral, como bien descubrirá la pijísima hija del presidente, embelesada por una repentina y errónea conciencia de clase, que arrojándose en brazos del gurú de los oprimidos se encontrará con un opresor más. De nuevo, a quién vamos a llamar: a Plissken. Porque en Plissken encontramos (quizá) al único héroe de acción no fascista de la historia del cine. No es el clásico justiciero, aunque sea violento, empeñado en poner orden con balaceras allá donde no alcanza la ley. Tampoco es el individualista atroz que aparentaba. Cuando hay oprimidos y hay opresores, y entre los opresores se cuentan también los que se dicen salvadores de los oprimidos, decide tomar partido por algo más que por sí mismo. Y decide que si en la vida hay que tomar partido, lo tomará a lo grande. Mandándolos a todos a tomar por culo apretando un botón. Por eso ya no quiere que le llames Snake. Su nombre es Plissken.
Entre ‘La cosa’, ‘Golpe en la pequeña China’ y ‘1997: Rescate en Nueva York’, la díada Kurt Russell – John Carpenter me ha dado mucho. Gran experiencia la de rememorar la última con este artículo 👌🏿👌🏿.
Que manera de empantanar los articulos cinefilos, resumen simple, lo que viene a decir Carpenter es: ni fachas, ni comunistas, salvese quien pueda, individualmente.
Y en la de Los Ángeles sale Pam Grier haciendo de tío, eso solo lo consigue el impagable Carpenter.