Como es noviembre han salido unos cuantos artículos sobre el Tenorio. Yo me he acordado de una cosa que decía Gimferrer en uno de los libros que más marcó mi adolescencia, Los raros: «Es muy difícil escribir peores versos que los de Zorrilla, pero es casi imposible escribir mejor prosa». Cito de memoria (según Salvador de Madariaga esto es una redundancia porque hay que citar siempre de memoria aun a riesgo de cambiar lo que quien se cita dijo de veras, pero no hacerlo de memoria no sería citar sino copiar), y pronto comprobé que era bien cierto lo que el poeta catalán afirmaba. Le dedicó una de sus estampas a uno de los grandes libros de nuestro XIX, el siglo de la mentira, según él, el siglo de la impostura y la retórica hueca, solo salvaba a Larra, a Espronceda, a Bécquer, los Episodios Nacionales de Galdós, La Regenta de Clarín y los Recuerdos del tiempo viejo de Zorrilla. Es este uno de los libros más raros, deliciosos, divertidos, descosidos y radiantes de nuestra literatura. Ahora que se amontonan las memorias de escritores en las mesas de novedades de las librerías, quizá no sea mala idea que a alguien le dé por reeditarlo (creo que la última vez que se reeditó sin recortes fue en Debate en 2001).
A los escritores que las componen, suele disgustarles que se les diga, si se da el caso, que las memorias son su mejor libro: es como si el hecho de que hacer repaso de lo vivido salga con más potencia literaria que toda la producción que justifica ese repaso viniera a tachar la producción o depreciarla. Terenci Moix se cabreaba mucho cuando alguien, con toda la razón del mundo, decía que su gran obra eran sus memorias, y no sé si Caballero Bonald tampoco daba brincos de alegría si se le decía que lo más apetitoso de su bibliografía eran sus tomos de recuerdos. Pero no sé por qué regla, lo cierto es que muchas memorias de grandes narradores son poca cosa —las desganadas memorias de Galdós, las insignificantes de Cela, las recientes de Pisón— y las de narradores menos grandes, sin embargo, son tan buenas que acaban agigantándolos —las memorias de Jesús Pardo, las estupendas de González Ruano, que como narrador era muy defectuoso, las póstumas, y aún en curso de publicación, de Cansinos Assens, una de las cotas de la narrativa española del XX de quien acaba de salir el Diario de 1944 para agregar sus páginas al caudal de La novela de un literato.
A los sesenta y cuatro años, Zorrilla, con siete bocas que alimentar y solo un sueldo concedido por el Gobierno mediante una corruptela que le permitía cobrar de las Escuelas Pías de Roma sin que a cambio tuviera nada que hacer, se queda sin ese salario por un ajuste presupuestario. El sueldo se lo concedió un ministro al que Zorrilla pidió ayuda con un argumento tajante: dado que toda su producción se compuso antes de la entrada de la ley de propiedad intelectual, que no tiene efectos retroactivos, a pesar de que su Don Juan Tenorio es la única obra que todos los teatros en verso de España y América programan la primera semana de noviembre, a pesar de que no tienen ni que pedirle permiso los impresores para tirar cuantos ejemplares quieran a sabiendas de que los van a vender, a pesar de que sus otras obras, como El zapatero y el rey, cuentan sus funciones por centenas y sus ediciones por decenas, no recibe él un solo duro por nada de eso, y dado que gracias a sus obras almuerza y cena tanto impresor y tanto productor teatral y tanto actor, ¿no sería justo que el Gobierno, ante la vejez que se le ha echado encima al autor, impidiera que este acabara en el hospital o en el manicomio pasándole una humilde pensión? Se le dice que sí, hasta que llegó una crisis económica y Zorrilla se queda sin saber qué hacer mientras ve cómo cada noviembre se siguen enriqueciendo con sus obras impresores y productores teatrales: cuando se dice que en España solo viven de la literatura unos cuantos autores, se enuncia una estupidez insultante, porque lo cierto es que en España comen de la literatura muchas bocas, periodistas más o menos culturales de radio, prensa y televisión, profesores de literatura, editores, libreros… y sí, solo unos cuantos escritores. Zorrilla no pudo ser de estos porque la ley de propiedad intelectual no le alcanzó, así que a los sesenta y cuatro años algo tendrá que hacer. Le buscan colaboración en un periódico y cada lunes, en forma de carta a un amigo suyo, va dando a la imprenta una marabunta de recuerdos que si se propone en principio seguir el orden cronológico pronto se dejará llevar por el capricho de la memoria —más de un siglo antes que esa obra maestra que es el Registro de recuerdos de Agustín García Calvo—, y si un lunes cuenta cómo giró tal obra suya en la que tenía depositada gran confianza, al lunes siguiente, en vez de acabar el cuento se nos va a Cádiz a cobrar la renta de una huerta familiar que allí tienen y se acuerda de cómo se enamoró de la nieta de un italiano que, según dice con mucha gracia, siguiendo la regla del sur, hipnotiza al foráneo con una jarra de manzanilla acompañada de un platito de aceitunas para que cale mejor el elixir y a la quinta caña no pueda levantarse mientras el otro parece que bebiera agua.
La entrada en la escena literaria de la España que le toca en suertes a Zorrilla es la más espectacular de nuestra historia, y según confiesa el propio autor, aunque se le adjudicara una intención muy medida, fue producto de un azar que durante décadas insistió en beneficiarlo. Larra se había suicidado y aunque no estaba entre sus escritores favoritos, un literato político que quería atraer la atención de la gente que acudiera al entierro recitando una elegía muy sentida que no sabía componer, le promete al joven Zorrilla de largas melenas negras una buena recompensa si le escribe la elegía, cosa que hace alegremente y sin dificultad. Cuando llega la hora de recitar el poema ante el gentío congregado para despedir a Larra, quien le había encargado el poema no se atreve a recitarlo y alguien empuja al propio Zorrilla para que lo lea cuando el féretro ya baja por el hoyo, cosa que hace sin esperar que a media lectura no solo iba a estar acongojado por la lástima efectista él mismo, sino que también todo el gentío se estuviera deshaciendo en llanto. Es su amigo el que tiene que acabar de leer el poema a Larra, y cuando acaba el recitado, con la muchedumbre vitoreando a la vez al difunto y saludando al nuevo poeta, el ataúd toca tierra y empiezan las paladas a ocultarlo. Alguien escribirá al día siguiente en la prensa que, en la literatura española, mientras un sol se ha puesto, otro ha emergido.
Zorrilla empieza a recibir invitaciones de todas las casas nobles, de embajadas y teatros, para que vaya a recitar o solo a lucir la melena y conocer gente. Se convierte en «una sensación». De todas aquellas llamadas solo una le produce verdadera ilusión: la de un moribundo Espronceda. Está tentado el autor —y quizá el lector también— en ver en aquellas visitas la transmisión de la antorcha de la poesía, pero qué va. Todo lo que en Espronceda era depuración y exigencia, en el hiperactivo Zorrilla era adaptación y supervivencia. El mismo se lo echará en cara más adelante cuando hable del Don Juan Tenorio que en 1844 se convertirá en el estreno más ruidoso y sensacional que hubiera visto la escena. Antes hace de todo, leyendas orientalistas, drama histórico, lo que se le pusiera por delante, lo que le ocasionará alguna ganancia contractual —sin derechos de autor— y bastantes enemigos. Uno de ellos, al saber que ha escrito una obra titulada Los dos virreyes mediante el práctico método de traducir una novela italiana que casi nadie conoce, se toma el trabajo de traducir solo las partes que Zorrilla ha copiado, imprimirla y llegarse al teatro a repartir el libreto para escarmentar a Zorrilla. Pero qué va, la gente está con el autor, sea plagiario o no, qué más dará. Su fama no queda rebajada ni herida por aquel perdonable despiste. Tanta era que por primera vez en la historia del teatro, y contra su voluntad, según se cuida de apuntar para que no digamos que es vanidoso, los productores idean que, para mejor atraer al público, en los carteles apareciese el nombre del autor de la pieza que iba a representarse, cosa que, por lo que parece, no era norma de la publicidad de entonces, pues la gente iba a ver lo que le echasen sin que le importase un bledo quién lo había compuesto, hasta que llegó Zorrilla, y los carteles empezaron a poner en letras de más cuerpo el nombre del autor que el título de la pieza.
Hasta que el dueño de un teatro le pregunta si se ve capaz de afrontar la figura de don Juan, y Zorrilla, que jamás había pensado en ese personaje, saca pecho y le dice que en veinte días tiene un drama listo para que su compañía empiece a ensayar. Y se pone nuestro autor a leer a Tirso, a Molière, a Byron y a quien haga falta para luego dar rienda suelta a su máquina de ripios y después de un comienzo en el que abundan los fallos grotescos a los que nadie echa cuenta, convertir lo que era una comedia de enredos sentimentales más en un poema trascendente, casi por azar, como casi todo en Zorrilla. El éxito es inmediato. Imparable. Se contagia a los países de América. En su vejez empobrecida, decía Zorrilla que si hubiera de faltarle con qué darle de comer a los suyos, podía perfectamente ponerse a la puerta de un teatro con un cartel que dijera «Soy el autor del Tenorio», para que su sombrero se llenase de monedas agradecidas.
No tuvo el Don Juan crítico más violento contra sus torpezas que el propio Zorrilla, hasta el punto de que tenía previsto escribir un Don Juan ante su autor, pues con el paso del tiempo y a fuerza de verlo tantas veces, cada vez se humillaba más al ver sus fallos y no podía dar crédito a que la gente se quedara atrapada en aquella sarta de inverosimilitudes. Un gazapo: en un verso se apunta que son las ocho, y atrapan al personaje principal, lo encierran, se desespera, consigue salir, y cuando sale dice, a las nueve en no sé dónde y a las diez en el convento. ¿En menos de una hora sucede toda la acción que necesita de tantos tiempos muertos que, tirando por lo bajo, hubiera precisado de seis o siete horas —es decir, de alguna elipsis o al menos que cuando queda libre don Juan no sea tan bobo de decir la hora para que el público no note la falla?
Zorrilla quería componer un libro detallando fallos como ese con intención de corregir su obra, eliminar las referencias concretas de horas y lugares, como si lo acontecido no tuviera por sede la realidad sino el sueño. Y dice una cosa muy sensata y bien traída, algo que por lo demás lo enfermaba: que aun siendo don Juan el campeón de los mentecatos, siempre tiene a doña Inés para elevar el tono de la cosa, de manera que la gran protagonista lírica del drama fantástico es ella, no él. Las mejores piezas que escribí en mi vida se colocaron en mal lugar, dice Zorrilla, pues cuando en encendidas rimas se declaran su pasión los amantes parecen no atender al hecho narrativo de que poco antes se han dado cuenta de que deben darse prisa para no ser atrapados, y en vez de correr a esconderse se paran a recitarse tales delicias. Delicias que ningún actor había sabido recitar bien pues todos la recitaban a pleno pulmón cuando exigían el susurro, cosa que quedaba compensada por el hecho de que no era infrecuente que, como en los conciertos de los más afamados cantantes de hoy, el público recitara tapando la voz del actor. ¿Habéis visto el estadio del Liverpool cantando el «You’ll Never Walk Alone» antes de un partido? Pues en algunos teatros donde se representaba el Tenorio eso pasaba con las estrofas más famosas de la obra.
Algunos lunes, sobre todo cuando hace buen tiempo, no tiene qué darle al periódico y manda una carta al director contándole todo lo que ha hecho durante la semana, que es nada, lunes, salí a pasear y me entretuve en el Retiro, martes, de paseo, tomando el sol, luego almuerzo con amigos y voy al estreno de la obra de Fulano, miércoles, no tengo ganas de escribir, me voy a la calle, jueves…y tal que así, sin esperar que el director tome la carta de excusa por colaboración y la publique, porque el público no va a aceptarle un lunes sin Zorrilla. Y los redactores además no se conforman —esto lo dice Zorrilla claro, que de tan modesto que se nos presenta parece empeñado en volver vanidad cualquier miseria— y van a su casa aprovechando que él anda por Madrid dejando ver sus melenas ya blancas, y registran su escritorio y le roban composiciones poéticas para publicarlas porque, ya digo, ningún lunes sin Zorrilla.
Y así hilando venturas, menospreciándose con harta gracia, confiando a la credulidad de los lectores unas cuantas experiencias sobrenaturales que le acontecieron en la infancia —como para convencerles de que eso de que don Juan viera su propio entierro, le pasó a él, mucho antes de que lo escribiese copiando un tópico al que también Espronceda le sacó partido— teje Zorrilla sus Recuerdos de un tiempo viejo con los que hace un libro verdaderamente nuevo en medio de la atosigada prosa de entonces, un libro cuya frescura, gracias a la oralidad de la prosa y a un ritmo casi jazzístico mucho antes de que hubiera jazz, se ha mantenido en perfecto estado de regocijo. Supongo que a Zorrilla le molestaría mucho que se le dijera que de su populosa producción nada está cerca siquiera de poder compararse en encanto y audacia a los dos tomos de Recuerdos del tiempo viejo, a los que habría de agregarse aún, para aprovechar el éxito, uno más titulado Hojas traspapeladas de los Recuerdos del tiempo viejo. Quién sabe. Yo vuelvo a citar a Gimferrer —de memoria, claro: «No se ha escrito nada comparable sobre el mundo de la farándula, sobre los fastos coloniales a un autor celebrado en Cuba y México, sobre el paradisíaco París y la cochambre del ruedo ibérico». Como su Don Juan, terminaba el poeta barcelonés, y termino yo, Zorrilla, a las puertas del infierno, lograba salvarse con el espléndido desorden de sus recuerdos.