To Live and Die in L.A. (Vivir y morir en Los Ángeles) es el título de una película de 1985 que podemos ver en la actualidad como una versión oscura de Miami Vice, o más bien incluso como una forma ciertamente realista de presentar una historia de combate contra el delito. No nos encontramos ante un filme que tenga un carácter evocador ni metafórico, en el que la moda o las luces de neón eclipsen los acontecimientos. Su argumento es crudo, en efecto regado por esa esencia tan característica del estilo de la década de los ochenta, que en la actualidad resulta grato ver, porque todo lo que en aquella década se produjo contaba con un estilo, un arte, una creatividad que no se ha vuelto a repetir. Pero, aparte de esta puesta en escena con tanta personalidad, lo cierto es que el escenario que nos presenta es negro, y por ello bastante próximo a la realidad. Es más, la ciudad de Los Ángeles que sirve de escenario no es una urbe luminosa, sino un entorno industrial, gris, sucio en cierta medida, desarrollándose en zonas de la periferia en las que la delincuencia predomina.
Inspirada en una novela del mismo título, obra de Gerald Pietevich, quien fue agente secreto, y por ello qué duda cabe que mucho de lo por él vivido está plasmado primero por escrito y luego en la pantalla, el director William Friendkin (ganador de un Óscar por The French Connection, fallecido en 2023) apostó por realizar una película que tratara de reflejar de una manera muy aproximada lo que, tras las bambalinas, se encuentra en el trabajo (ciertamente impagable) de quienes dedican su vida a que la ley se respete. Y asumiendo los costes de ello, porque los hay. A tal fin, el director contó para el papel protagonista con William Petersen (actor que años después alcanzaría gran fama en su rol de Grissom en la serie CSI Las Vegas), encarnando al agente secreto Richard Chance, y con Willem Dafoe como el antagonista principal, el falsificador de billetes Rick Masters, junto con otros intérpretes de valía.
Como agente secreto, Chance contaba con el apoyo de un compañero a punto de jubilarse y ambos estaban detrás de este falsificador; recibido un soplo con la ubicación de la nave en la que se realizaba la actividad delictiva, el compañero de Chance fue allí solo, y acabaron con él. A partir de entonces, Chance no pudo diferenciar lo personal de lo profesional y tuvo como único objetivo el dar captura a este delincuente, junto con otro compañero asignado de apoyo, John Vukovich. Ambos vienen a representar dos formas de actuar en principio con pocos visos de ser compatibles, si bien existe una evolución en este aspecto hasta el desenlace: Chance es muy impulsivo y llega a cruzar la línea en su infiltración realizando acciones hasta cierto punto temerarias, mientras que Vukovich representa al hombre del procedimiento, de la regla estricta. Ocurre, sin embargo, que para poder plantar cara y detener a este criminal, el propio Chance se tiene que hacer pasar por delincuente, junto con su compañero, y por lo tanto correr un gran riesgo, prestándose a negociar con Masters la entrega de billetes falsos con la excusa de su envío a un tercero para actividades de blanqueo. Durante esta tarea de infiltración ocurren muertes, persecuciones, y al final el propio Chance, cuando ya tenía en sus manos a Masters, muere de un escopetazo en la cara por parte de uno de los miembros de la banda del falsificador dejando a su compañero en soledad. La película impacta precisamente por este giro de la muerte violenta del protagonista principal en sus últimos compases, y también, desde luego, por el cambio de rol que tras esta circunstancia asume Vukovich, quien, ante todo, se mantuvo leal a su compañero, sin delatarle jamás aunque le pudiera beneficiar, y él acabó con la vida del falsificador quien, descubierto, quemaba la nave y todos los vestigios del delito, e intentó también matar allí al agente que había ido a su encuentro. Llama la atención (y este puede ser, quizá, el único elemento realmente metafórico de la película) que en la última escena, en la que Vukovich se dirige a la casa de la que era la «pareja» de Chance para hacerle una propuesta de que «trabaje para él a partir de ahora» (porque sabía que era una delatora) el agente se presenta con una vestimenta y un estilo que no son los suyos, sino un calco de los de su compañero fallecido, como si él hubiera, finalmente, asumido y entendido la posición de Chance y en cierta medida madurado, haciendo suya la carga moral que supone entrar en esta guerra contra el crimen y favor de la ley.
Elemento también muy destacable del filme es forma de mostrar una actividad criminal que, en principio, pareciera «de guante blanco» como es la falsedad documental. No es así, en absoluto, y en esto el filme también acierta: la imagen de este delito aquí se presenta con sordidez, entre tinieblas, con un criminal que por su ánimo de lucro no solo está dispuesto a realizar una falsificación propia de un artista, sino a matar a todos aquellos que no jueguen a su mismo juego; de concertarse con otros criminales para callar a quienes le puedan comprometer o descubrir, tejiendo así una red que demuestra un hecho: cuando aparece un delito nunca lo hace solo. Se falsifica para algo, y cuando surge la primera acción criminal, de ella se derivan muchas otras, que, en contextos de impunidad además crecen libremente, haciéndose cada vez más grandes, con ramificaciones. En fin: no existe ningún delito ni actividad criminal que pueda llamarse «de guante blanco»; todo delito es una derrota humana, la manifestación de la perversión, de la oscuridad. Es algo que la película refleja perfectamente.
Y en segundo lugar, desde luego, supone una puesta en valor de todos aquellos operadores (policiales, jurídicos, etc.) que no dejando de ser humanos —y por lo tanto también con sus luces y sus sombras— empeñan con valor y coraje su propia vida para un buen fin, lidiando muchas veces con incomprensión, presiones internas, deslealtades, injusticias y con mafias que crean un crimen persistente y creciente. To Live and Die in L.A., a pesar de su escaso presupuesto, plasmó con acierto, gracias a su argumento, ambiente e interpretaciones, cuestiones éticas derivadas del enfrentamiento entre el bien y el mal (pues esta es la naturaleza de la lucha contra el delito, cualquiera que sea su forma); mostró una realidad sobre el crimen que hoy no nos es, para nada, ajena, y sobre todo nos habla de la existencia de una factura muy cara pagar para quien asume esta tarea, pero también muy honorable.
John Vukovich: ¿Entonces ahora quieres cometer un robo?
Richard Chance: Yo no lo llamaría así.
John Vukovich: ¿Cómo lo llamarías?
Richard Chance: Derribar a un imbécil que intenta infringir la ley.
La película tiene defectos muy evidentes (el personaje del agente Chance toma un para de decisiones a lo largo de la película,por ejemplo). Eso sí, aparte de las cuestiones que plantea propias del film no ir, el director rodó una espectacular persecución de coches de la que deberían aprender los que quieran realizar cine de acción.
La banda sonora, un lujo
Para un articulo tan cortito hacia falta destripar el final sin avisar?
Vale que la película tiene tiempo, pero esas cosas se advierten por si alguno (como yo) no la ha visto.
Y ademas, ni hacia ni falta…