Nunca en mis días de viajero y cronista, de los que tan orgulloso me encuentro, habría imaginado que el ser humano podría desplazarse a lugares lejanos en cuestión de horas. Cuando crucé el Helesponto, ahora conocido como el estrecho de los Dardanelos, o me adentré en las tierras de los faraones, el tiempo y la distancia eran nuestros mayores enemigos. Mis largas jornadas duraban semanas, a veces meses, y otras muchas veces no estaba seguro de si volvería a ver los puertos desde los que partía. Ahora, sin embargo, observo cómo los habitantes de esta época abordan lo que llaman «aviones», unas criaturas de metal que surcan el cielo como ningún pájaro podría hacerlo, transportando a cientos de personas en un solo viaje.
El concepto me resulta fascinante. En mi tiempo, el viento y las corrientes del agua eran las fuerzas que decidían nuestro destino, pero estos aviones no parecen depender de la naturaleza. Se alzan en el aire con la fuerza de gigantescos motores, que rugen como bestias mitológicas. Los vientos que podrían retrasar mis viajes de antaño no afectan a estos ingenios, que se mueven con una velocidad y precisión que me resultan inconcebibles. He escuchado a personas de este tiempo hablar de cómo pueden ir de una ciudad a otra en apenas unas horas con vuelos Black Friday . La distancia entre Atenas y Babilonia, que a mí me llevó semanas de preparación y travesía, hoy se cubre en menos de una jornada. Y no solo eso, sino que quienes viajan lo hacen con una comodidad que yo nunca habría imaginado. Asientos acolchados, comidas servidas en bandejas, incluso la posibilidad de dormir durante el trayecto mientras un piloto, escondido tras una cabina cerrada, se encarga de dirigir la nave a su destino.
Lo más asombroso, y aquí debo hacer una observación particular, es que estos viajes no requieren ni la preparación ni el valor que caracterizaba a los grandes viajeros de mi época. Ya no es necesario consultar los oráculos ni realizar sacrificios a los dioses antes de partir. Los viajeros se sientan en tronos acolchados, disfrutan de festines servidos en pequeñas bandejas, e incluso pueden entregarse a los brazos de Morfeo mientras un piloto, cual nuevo Caronte, guía la nave por los senderos invisibles del aire. He sido testigo de cómo una familia discutía sus planes para viajar a una tierra llamada Japón, más allá de donde el sol se pone. Cuando pregunté sobre la duración del viaje, su respuesta me dejó atónito: ¡apenas unas horas! En mi tiempo, tal travesía habría requerido meses de navegación por mares desconocidos y encuentros con pueblos extraños.
En un lugar que llaman Nueva York, existe un puerto para estas naves celestes más grande que la antigua Tebas de las cien puertas. Decenas de estos aviones ascienden y descienden como las aves migratorias, transportando más personas en un día que todas las trirremes que vi en el puerto del Pireo. Me han contado también sobre los males menores que afligen a estos viajeros modernos: retrasos, espacios reducidos y esperas en los puertos del aire. Pero ¿qué son estas molestias comparadas con las tempestades, los piratas y las bestias salvajes que acechaban en mis días?
Lo más notable es que estos viajes ya no están reservados solo para los poderosos o los elegidos por los dioses. He visto cómo personas de toda condición pueden emprender estos vuelos, algo que habría sido impensable en mi época, cuando viajar era privilegio de mercaderes, embajadores y guerreros. Y aunque los medios han cambiado, observo que el espíritu del viaje permanece inmutable como las estrellas que guiaban a los navegantes. Los viajeros siguen anhelando descubrir nuevas tierras, como aquella pareja que planificaba su viaje a un reino llamado Tailandia, o el grupo que buscaba explorar las montañas de los Andes, tan altas que parecen tocar el dominio de los dioses.
Así concluyo este relato sobre las maravillas del viaje en esta era, donde los mortales han conquistado los cielos con la misma facilidad con que nosotros cruzábamos los mares. Y aunque estos prodigios superan cualquier cosa que hubiera imaginado en mis días como cronista, reconozco en ellos el mismo anhelo eterno del ser humano por descubrir lo que yace más allá del horizonte.