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Un paseo pesquisidor por la polis de Decentraland

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Decentraland es una de las mayores experiencias de metaverso, donde los NFT aseguran la propiedad sobre la tierra digital.

Me he aventurado, queridos lectores, hacia un lugar cuya vastedad escapa a la comprensión de los simples mortales. Un espacio donde lo físico no tiene presencia, pero donde la realidad se construye con fragmentos etéreos, moldeados no por dioses ni fuerzas naturales, sino por códigos y la mente humana. Este es Decentraland, una polis virtual cuyas puertas se abren no con llaves de bronce, sino a través de portales en las máquinas que dominan el siglo XXI. Y aquí, como en cualquier urbe que se respete, encontré historias de esplendor, festividades, y juegos de azar. Al ingresar en Decentraland, fui recibido por un avatar que representaba mi forma. No tenía mi barba canosa ni mis túnicas acostumbradas, sino un cuerpo digital que podía cambiar a voluntad. «Bienvenido, viajero», decían los locales, y comprendí entonces que este nuevo mundo, aunque ajeno, no carecía de hospitalidad. Mi primera parada fue en una vasta estructura que brillaba con luces resplandecientes en cuya fachada refulgía un neón con la leyenda casinos online game. Aquí, los habitantes del lugar se entregaban a juegos de azar, y era conocido como el Tominoya Casino, una versión moderna de los antiguos centros de apuestas que florecieron en Babilonia y otras ciudades que antaño recorrí.

Me maravilló la forma en que los jugadores, sentados en máquinas que emulaban los antiguos dados y cartas, no intercambiaban monedas de oro ni piedras preciosas, sino una moneda etérea conocida como Mana. Los jugadores no eran como los hombres y mujeres que había conocido en mi tiempo. Estos seres eran entes cambiantes, adoptando formas humanas, de criaturas fantásticas o incluso de objetos animados. Se reían, celebraban, y con una palabra mágica conocida como «criptomoneda», participaban en apuestas cuyos resultados se determinaban con la velocidad de los rayos. Un hombre que vestía una capa dorada me explicó: «En este casino, no arriesgamos nuestras fortunas físicas, sino nuestras riquezas digitales. Aquí, el azar es tan justo como los antiguos juegos de los dioses, pero más rápido, y sin intervención divina». Yo, siempre cauteloso de los juegos que involucran fortuna y destino, observé durante largas horas cómo los apostadores salían victoriosos o derrotados con la misma rapidez.

No lejos del casino, se celebraba una festividad que me era completamente extraña. Aunque la noche había caído en Decentraland, el cielo estaba iluminado por criaturas fantasmales y luces anaranjadas. Esta era la fiesta de Halloween, un evento importado desde tierras lejanas de Occidente. Me sumergí en una calle que parecía un mercado, pero no uno que se viera en Éfeso o Babilonia, sino una versión encantada de aquellos, adornada con calabazas y seres espectrales. Los habitantes de Decentraland, siempre cambiantes, adoptaban formas aún más fantásticas: unos eran esqueletos danzantes, otros criaturas aladas, y algunos simplemente eran sombras que flotaban en la atmósfera. En esta celebración, los regalos y recompensas no se daban en trueque, sino que se conseguían al superar pruebas digitales. Los habitantes competían en carreras a través de laberintos que, aunque hechos de píxeles, ofrecían la misma sensación de incertidumbre y peligro que los antiguos laberintos de Creta. Uno de los locales me invitó a participar, pero decliné, pues sabía que no era lo mío perderme en estos juegos tan misteriosos.

Siguiendo mi ruta hacia el sur de esta polis infinita, me encontré con un evento lleno de música y movimiento conocido como Beat Street Saturdays. Aquí, no se ofrecían sacrificios ni tributos a los dioses, sino que los habitantes bailaban al ritmo de una música cuyo origen no logré descifrar. Sin embargo, no eran músicos de carne y hueso quienes tocaban los instrumentos, sino composiciones digitales transmitidas a través de los espacios del mundo virtual. Esta plaza estaba abarrotada de almas que danzaban, sus avatares saltando y girando con una gracia que recordaba a los antiguos festivales de Dionisio, pero sin la euforia del vino. Observé cómo, en esta celebración, las fronteras de las clases sociales se desdibujaban. No había ricos ni pobres en apariencia, pues cada avatar podía vestirse con las mejores galas virtuales, sin importar la riqueza en el mundo físico. Incluso los más humildes parecían reyes y reinas en este mundo donde las identidades eran moldeadas a gusto.

Me acerqué a uno de los líderes de la celebración, que vestía una armadura plateada, y le pregunté sobre el propósito de estos eventos. Me explicó que «en Decentraland, el sábado es el día del deleite musical, donde los ciudadanos de todos los rincones del mundo virtual se reúnen para olvidar sus preocupaciones». Pero yo, viajero en el tiempo y observador de las almas humanas, entendí que, aunque no haya preocupaciones materiales en este lugar etéreo, las almas aún buscan el consuelo de la comunidad y el entretenimiento, igual que en los festivales de antaño. Después de varios días explorando esta ciudad virtual, que no tiene templos dedicados a dioses ni plazas de mercados tradicionales, comprendí que el hombre, sin importar la era ni el espacio que habita, siempre busca el placer en el juego, el consuelo en las festividades y la unión en las danzas. Los habitantes de Decentraland, aunque separados por vastas distancias en el mundo físico, encontraron en este espacio digital una polis donde podían reunirse y celebrar como lo hacían los antiguos griegos o los persas, aunque con herramientas y modos que a mis ojos parecían salidos de los sueños de los dioses.

Decentraland es, sin duda, una urbe distinta a todas las que he conocido, pero en su esencia, sus habitantes no son tan distintos de los hombres y mujeres de mi tiempo. Y así, al abandonar este mundo virtual, no pude evitar preguntarme: ¿Qué historias contarían los futuros Heródotos sobre este mundo?

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