Sociedad

Pulsión de muerte, oportunidades de consumo

pulsión de muerte
Raging Bull. Imagen: United Artists.

Una mañana escuchaba medio distraída en la radio una conversación entre un actor y un exboxeador, más joven el primero, aunque el segundo no superaba los cuarenta. Era uno de esos encuentros buscados para acercar dos profesiones que lo que tienen en común es sobre todo metafórico. El actor, que era el que tenía que ganar puntos granjeándose la simpatía del veterano, dijo que le daba mucha curiosidad saber qué se siente al recibir un puñetazo en la cara. Si no era de la escuela Stanislavski, sí parecía ser de los que creen que los detalles son esenciales para componer la verdad de un personaje. Seguro que tenía en mente a actores icónicos en guantes y calzones sudando sobre el cuadrilátero, Paul Newman y Robert De Niro, o incluso Daniel Day-Lewis, por no hablar de Sylvester Stallone en la saga Rocky, y probablemente estaba al corriente de las variaciones más recientes del tópico que explora la pulsión dialéctica triunfo/fracaso con el ring como metáfora de la vida.

Me paré de pronto al caer en la cuenta de que yo sí sé qué se siente al recibir un trompazo en la cara, a la altura de la sien, lanzado por un boxeador. Caí entonces en que esta experiencia me diferencia, sin buscarlo, de los cientos de personas, incluida mi familia, que he llegado a conocer, y de millones que no conozco ni conoceré. Sé lo que es, a los doce años y cuarenta y nueve kilos, peso mosca en las categorías de boxeo, perder la visión a causa del golpe de la mano abierta en mi cara, momento calculado por el otro, cuarenta y seis años, noventa kilos por lo menos, peso semipesado o pesado, campeón de boxeo en su juventud, para inmovilizar a la presa, lograr que obedezca y haga lo que le pida porque ese trompazo es un aviso de lo que puede seguir. La charla entre el actor y el boxeador continuó en el tono de buen rollo previsto para obtener los altos índices de audiencia que convierten al programa en el líder de su franja horaria durante el fin de semana, unos índices que son el principal atractivo para la publicidad. En este punto también sé de qué hablo porque mi primer trabajo asalariado, licenciatura en el bolsillo, fue en el Departamento de Audiencia de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, donde una de las nociones con las que primero debí familiarizarme fue la de «franja de máxima audiencia» —o prime time—, y a distinguir entre audiencia total, audiencia acumulada y porcentaje relativo o share, determinantes en el precio de la publicidad, y por eso de los ingresos del medio. En la CCRTV me curtí en lo que luego llamarían bullying o acoso laboral, pero ese es otro asunto. Las altas audiencias se consiguen animando la pulsión de muerte que habita en toda persona, una excitación de carácter complejo que suele encontrar un alivio en la compra de algo que, al menos momentáneamente, va a resignificar la experiencia que ha provocado la excitación. Siendo aún un concepto muy discutido, «Freud entiende la pulsión de muerte como una necesidad primaria que tiene lo viviente de retornar a lo inanimado, reconociendo en ella la marca de lo demoníaco donde impera la destrucción, la desintegración y la disolución de lo vivo. Cuando Freud plantea el concepto de pulsión lo hace basándose en la descripción de la sexualidad humana, definiendo a la pulsión como un impulso que se origina en una excitación corporal (fuente) y que moviliza al organismo para conseguir suprimir el estado de tensión en el que se encuentra a partir de esta excitación». Si bien hoy el término demoníaco parece fuera de lugar, comprendemos los significados que encierra al aparecer asociado a los conceptos «destrucción» y «desintegración». Todos podríamos dar nombres de programas televisivos concebidos para provocar emociones muy complejas, contradictorias competitividad, humillación, vergüenza, solidaridad—, en los participantes y en los espectadores, con fines meramente comerciales y que han tenido consecuencias fatales para los participantes que no han sabido utilizar en provecho propio el cinismo de la propuesta. Otras formas más sofisticadas de aprovechar esa pulsión de muerte con fines comerciales es el uso del trauma que la segunda ola feminista ha sacado a la luz, y que se concreta en la difusión de un número ya incontable de novelas, películas, productos de todo género que tienen como asunto el testimonio del abuso sexual, la violación en solitario o en manadas, con las mujeres como víctimas, cuyo valor de ejemplo o su capacidad para inspirar una respuesta de emancipación o de toma de conciencia en el público es muy discutible. 

El golpe lo relaté en una novela que ha sido mi primera publicada y la única hasta hoy. Desde entonces hasta aquí, más de veinte años de acoso inmobiliario y moral, dos plagios, unas sesenta traducciones, decenas si no cientos de reseñas, y una parte desorbitada de la violencia económica y de humillación intelectual con que la industria cultural española gratifica a la mayoría de sus trabajadores dizque autónomos. El actor y el boxeador de la radio me hicieron caer en la cuenta de que el golpe podría haber sido fatal. El impacto del guantazo que me cegó me empujó hacia atrás, con lo cual podría haberme dado de cabeza contra la pared, o si me hubiese resbalado o encogido, al impacto de la mano se le habría sumado el del tubo metálico del toallero y luego la pared. La mayoría de lectores se fijaron solo en el abuso sexual, pese a que la crítica a la miseria sociocultural y sexual del franquismo es manifiesta y también pese a que los estudios literarios contaban con una tradición de un siglo por lo menos, de manera que era fácil entender que «el nombre del padre», uno de los temas que recorre la novela, tiene un sentido simbólico. Los periódicos más importantes del país encargaron la reseña a mujeres, en el mal-entendido de que esos temas no debían desbordar los muros del propio género. Dado que el feminismo se hallaba entonces en estado catatónico, la recepción fue característica del dominio pequeñoburgués de la cultura que impera en nuestro país, con sus tabúes y sus astutos silencios. Todo lo que se dijo me pareció tan despistado, tan indulgente al incurrir en el viejo error de confundir narrador y autor, que decidí cultivar más la crítica literaria con la intención de evitarles a otros escritores el sonrojo o la rabia de leer reseñas tan poco instruidas como las que me dedicaron, objetivo que creo cumplido.

A tantos años de distancia, caigo también en la cuenta de que ni contra la pared ni a golpes cedí, lo cual no significa que fuese fácil luego ponerlo en palabras. La denuncia prosperó en demanda la segunda vez que nos presentamos en una comisaría, con dos años de intervalo, por mi insistencia ante la policía y, deduzco, porque consideraron los testimonios coherentes y bien articulados. En cierto momento, la persona de más autoridad, que tomaba la declaración, me amenazó con encerrarme —encerrarnos, pues éramos dos las menores— en un reformatorio si mentía. Me levanté como un resorte, inclinándome hacia él, que estaba sentado a la mesa del despacho y con varios policías a su lado, le espeté indignada que no sabía de qué estaba hablando, y añadí en el mismo tono de voz alto una retahíla de ejemplos de lo soportado. En ese momento pensé que seguramente acababa de echar a perder la oportunidad de conseguir una orden que atajara el acoso a mi madre, y sin embargo esa reacción temeraria resultó ser uno de los elementos que dieron credibilidad a la denuncia. En la primera, con doce años, me quedé en blanco; el momento que siguió al golpe que he relatado arriba parecía haberse borrado, mi madre apuntó lo que yo había contado ya varias veces y retomé el hilo. También entonces temí que consideraran falso el testimonio. Conviene subrayar aquí que la respuesta del policía en la primera denuncia ratifica lo que anota Ana Rosa Gómez Rosal en su artículo, pues sugirió a la mujer adulta, mi madre, que se mostrase más afectuosa, que es así como se calma a los hombres. Salimos estupefactas y despotricando contra la «justicia». Si alguien se sorprende de mi reacción con doce años, habrá que recordarle que no todo el mundo tiene la misma madurez mental ni el mismo coeficiente intelectual y que es a edades más cortas donde la diferencia resulta palmaria, especialmente entre niñas, donde a mayor inteligencia más conflicto genera asumir los roles de género vigentes, con mayor razón si el pago por asumirlo es el abuso y la violación. De otro lado, a finales del franquismo los estereotipos de género estaban mutando y las nuevas corrientes podían encarnarse en figuras sustitutivas de los padres, como son los profesores y, en profesiones liberales con visibilidad pública, en periodistas, escritores, abogados, y yo tuve la suerte no solo de vivir en Barcelona durante ese periodo, sino también de ser permeable a esa influencia. Lo cual no significa que se resolviera definitivamente el problema, ya que si no hay reparación se deja la tarea a la mitad.

Hace apenas unos días, me llamó la atención el vídeo de un experto en lenguaje corporal que analizaba las reacciones de los hermanos Menéndez durante el juicio por el asesinato de sus padres, en que se desestimó que los abusos fuesen el motivo inductor del crimen, prefiriéndose como móvil la fortuna de los padres. La serie Monsters ha devuelto a la actualidad el caso, y la nueva sensibilidad social en torno a los abusos a menores ha propiciado una mirada empática, probablemente la difusión interminable de casos de true crime también ha familiarizado al público con la perversión que puede esconder un padre «ideal», hasta el punto de que se habla de repetir el juicio a tenor de nuevas leyes que hoy dan penas más clementes a delitos que décadas atrás conllevaban condenas de por vida. El psicólogo detenía la imagen en el momento en que uno de los hermanos no puede responder a una pregunta al haber perdido el hilo, pues su mente parece extraviarse en imágenes mentales de lo vivido, todo tan increíble que efectivamente no los creen. El experto en lenguaje no verbal, disciplina que estuvo, al igual que la antipsiquiatría, de moda en los años 70 y 80, identifica el lapsus del acusado con su comitiva de microgestos como indicio de estrés postraumático, observando que es habitual en víctimas de violencia sexual, antes de enfatizar la dificultad de fingir una reacción tan compleja como la que se ve en pantalla. Que a tantos años de distancia yo siga recordando esos dos momentos en que di por seguro que se iba a considerar falso mi testimonio, primero por falta de elocuencia y luego por exceso de ella, demuestra lo interiorizado que llega a estar el sentimiento de culpabilidad ante hechos en los que en realidad se participa fundamentalmente como objeto, como cosa. Recordemos a los que niegan todo avance en materia de leyes contra los abusos que ahora a estas agresiones se las define como «violencia vicaria».

Denunciar… ¿y luego qué?

El caso de la escritora canadiense Alice Munro ofrece la oportunidad de pensar en la lucha por el relato entre las propias mujeres, en cómo la rivalidad sexual se expresa en situaciones donde cualquiera espera la defensa estricta del más vulnerable. También desmonta el tópico de la infalible resiliencia de los niños. Se llevan todos las manos a la cabeza por que una escritora tan ejemplar no denunciara al nuevo marido por abusar de la niña, pero pensemos en las que sí lo hacen o lo hicieron. ¿Qué ofrece la ley y cómo se aplica para que romper la estructura económica que es una familia o sus imitaciones no suponga la ruina de la madre y sus hijos? ¿No resultaría más eficaz exponer quién obstaculiza y quién colabora, con independencia de su sexo, para que a una catástrofe no le siga otra y no se convierta en un círculo vicioso de pobreza y de desclasamiento definitivo?

Esta pregunta conviene al caso recientemente comentado por Juan Bonilla en su reseña de la película Little Girl Blue, de Mona Achache, protagonizada por Marion Cotillard, un caso claro de impotencia asumida que pasa de una generación a otra hasta que la catástrofe —el suicidio de la madre— empuja a romper el círculo. Se sorprendía Bonilla del ventajismo y la complicidad en el abuso mostrado por figuras tan prestigiadas como Jean Genet y Juan Goytisolo, recordando además el «escándalo Munro». Me extraña que se obvie el contexto histórico, pues no es lo mismo Canadá en el último cuarto del siglo XX, que Francia o España entre los años 50 y 70. En la respuesta de la Munro subyace el conflicto madre-hijas pocas veces elucidado que enfrenta a la madre como figura adulta sexualizada, a la/s hija/s menores de edad, considerados seres asexuados y dependientes. La madre, como demostraba Munro en la respuesta a su hija, puede resentirse de que se le imponga una decisión que implique sacrificar su vida sexual o, en otros casos, verse obligada a precipitar una decisión sin poder controlar las consecuencias. De otro lado, si para denunciar tiene que haber un aparato de justicia, su recorrido dependerá del criterio de los profesionales y de una sensibilidad social, que reclame una actualización de los criterios de castigo, como vimos en los casos de la manada en 2016 y en el de Jenny Hermoso en 2023, como se está viendo en Francia en el caso de Gisèle Pelicot, drogada durante una década por su marido «ideal», ese señor «como todos» que, en venganza a lo que no le consentía despierta, invitó a más de un centenar de tíos a cebarse en ella, registrando las violaciones en una carpeta titulada sin rodeos «Abuso». La policía, una policía más moderna que la de 1950, fue quien le retiró la venda de los ojos a Gisèle Pelicot al enseñarle miles de imágenes en las que aparece inconsciente a merced de desconocidos, de diferentes edades y orígenes. La leyenda de la Francia libertina ha recibido otro duro golpe, después del mazazo que le dio Vanessa Springora con la denuncia a Matzneff

Del ideal a la realidad

Las víctimas de las que he hablado hasta ahora pueden calificarse de víctimas ideales por incontestables. Lo que las cifras disparadas de abusos y violaciones denunciados demuestran es que aumenta el número de personas informadas de qué es delito. 

Si causan sorpresa los casos de Mona Achache y Munro es porque hay una ceguera selectiva que impide admitir que la violencia es lo que desestructura un sector profesional y a las familias, no a la inversa. La manera de mantener a raya una realidad desbordada, de la que podría surgir un discurso de consecuencias no deseadas, es controlar quién habla y, por supuesto, qué se dice, como prueba que «lo de la Munro» no saliera a la luz hasta su muerte. Sorprende que en España las voces intelectuales «autorizadas» del feminismo no provocan debates productivos, más bien canalizan la indignación y la frustración de las mujeres afectadas dejándolas en sordina. 

Este artículo surge de un hartazgo reprimido durante meses. Si hace poco un periodista reclamaba a sus congéneres nuevas narrativas y nuevas formas de asumir los privilegios que les concede aún el patriarcado, yo añadiría que a las mujeres también hay que reclamarles narrativas distintas, y no únicamente a las creadoras sino también a las que gestionan tanto la visibilidad como la relevancia de los diferentes discursos, es decir a editoras, periodistas, profesoras, abogadas… Sus intervenciones se atienen casi siempre a criterios comerciales y políticos que no contribuyen a resolver el problema del lugar subalterno que ocupa la mayoría, sino que les permite controlar el marco de los discursos, descartando los no convenientes y jerarquizándolos no pocas veces según las modas que llegan desde otros países. La democratización en el abordaje de la violencia sexual se limita a lo más elemental, es decir a constatar y admitir que afecta a todas las clases sociales, edades, razas, países… A partir de esa constatación se puede comprobar que en los medios españoles se concede relevancia casi exclusivamente al discurso de la víctima de clase media ilustrada o alta, a las que también se les cede la función de expertas e intelectuales de referencia, incluso cuando adoptan posiciones reaccionarias en una supuesta lucha contra los «excesos» del nuevo feminismo y que sirven sobre todo a una agenda de afirmación de clase.

Las víctimas de clases trabajadoras o marginales reciben atención cuando corroboran los tópicos que «adornan» a este grupo y se las presenta prostituyéndose, drogándose, reproduciendo comportamientos degradantes y/o violentos, encarnando las varias declinaciones de la clase que los americanos llaman white trash, que allí la conforman blancos muy pobres, sin estudios y sin conciencia política: la «basura blanca». En España, como en Francia e Italia, se evita escrupulosamente este título mediante la creación de ese gueto que llaman «precariado», al que editores, agentes literarios y directores de medios disfrazados de corderos progresistas llevan años suministrando un rancho fatalista protagonizado por habitantes de países desarrollados, como el nuestro, víctimas de todo tipo de afrentas, desde la violencia sexual a la laboral, económica, sanitaria, cuyo punto en común es la prisión de la pobreza y la impotencia o falta de discernimiento para defenderse con las armas que brinda la ley. Parece que ni dios denuncia y la cadena de opresión-sumisión se mantiene. 

Dado que la white trash americana se caracteriza por la falta de formación y de conciencia política, en España, politizada hasta el último rincón desde los siglos del Cid Campeador, el término iba a provocar ira; se esconde entonces la demolición calculada de la meritocracia bajo el término precariado. Las obras destinadas a este grupo tienen la ventaja de crear un espejismo de relevancia entre un amplísimo sector de población con formación educativa suficiente para leer la realidad de sus escasas oportunidades y experimentar angustia; una población que es, en cualquier caso, imprescindible como consumidor. La nueva economía ha demostrado, con las infinitas plataformas que venden toda clase de productos por unas piastras al mes, con los gastos que cargan los bancos por cualquier movimiento en la cuenta, con la imaginación infinita de las administraciones para inventar impuestos, que no hay céntimo despreciable. Se ofrece a bajo precio experiencias efímeras mientras lo fundamental vivienda, salario, jubilación dignos se vuelve inaccesible para millones de trabajadores.

Subirse a la ola

La ola del Me Too ha traído consigo una narrativa oportunista. Escritoras, periodistas, artistas, críticas, se han cosido a toda prisa un traje a medida para ser relevantes en medio del movimiento de denuncia que ha revelado el carácter estructural del abuso sexual y su función como mecanismo de control de la fuerza femenina a escala global. Veinte años se ha tardado en convertir el caso Nevenka en película —¿y las que sufren acoso hoy sin que un Juan José Millás o una Iciar Bollaín se fije en ellas?—; Acusados, un drama legal protagonizado por Jodie Foster, como, precisamente, mujer obrera violada por una manada y defendida por una abogada de clase alta, es de 1988. No todo empieza con el Me Too. ¿No da grima que escritoras que llevan treinta años o más publicando saquen ahora de su memoria que aquel (productor, periodista, empresario…) les tocó el culo o las tetas, o lo que les hizo este o aquellos cuando eran apenas prepúberes, o que fueron abusadas en la infancia, o que esto o aquello gravísimo le sucedió a tal miembro de la familia? Y que nunca denunciaron y que nunca pelearon ni pelean por nadie más que por sí mismas. Las mismas que durante décadas han contribuido a mantener la vergüenza del abuso envuelta en el silencio y en el prejuicio de clase ahora acaparan la atención, una vez comprobado que el mercado está maduro para recibir su testimonio, gracias al empeño de otras mujeres que por su valentía o temeridad, vistas las consecuencias han (hemos) cargado con el estigma, los insultos, el ostracismo que hasta ayer mismo se reservaba a las que describían la sordidez de la violencia sexual sin adular los apetitos del consumidor, es decir sin regodearse en los aspavientos gritos, fingidos intentos de suicidio, drogas, prostitución, etc. que tantos escritores pintan como consecuencia automática de la agresión sexual en cualquiera de sus formas.

Tópicos tramposos

Si bien el artículo de Ana Rosa Gómez Rosal me parece inteligente y un buen resumen de dónde está hoy la teoría feminista, no estoy de acuerdo con lemas maximalistas del tipo «todos los hombres son violadores en potencia». Conviene aquí citar a Agamben cuando se refiere a las trampas que encierra la generalización de la culpa: «Hannah Arendt nos ha recordado que la sorprendente disponibilidad de los alemanes de cualquier edad a asumir durante la posguerra una culpa colectiva con respecto al nazismo, a sentirse culpables por lo que sus padres o su pueblo habían hecho, desvelaba una no menos sorprendente mala voluntad en cuanto al establecimiento de las responsabilidades individuales y los delitos singulares» (Lo que queda de Auschwitz, 99). Aceptar una culpa general era una forma astuta de eximir a todos. 

Un sofisma indignante es repetir que cuando violan/abusan a una mujer violan a todas. Pocas personas están más solas que las víctimas de violación, abuso, o acoso, mientras ocurre y cuando deben decidir si denuncian o no, si van a contarlo y cómo, con las implicaciones psicológicas, sociales y de salud que las respectivas decisiones conllevan. En su estudio sobre la vergüenza que sufre el superviviente de los campos de concentración, Agamben retiene la experiencia de Primo Levi cuando el escritor italiano trataba de la dificultad del testimonio, al punto que solo parece posible cuando se produce un desdoblamiento entre el que sufrió la agonía de los campos, que murió todos los días, y su superviviente, que debe encontrar la forma —subrayemos «forma»— para comunicar una experiencia de por sí incomunicable. «El testimonio se presenta aquí como un proceso en el que participan al menos dos sujetos: el primero, el superviviente, puede hablar pero no tiene nada interesante que decir, y el segundo, el que «ha visto a la Gorgona», el que «ha tocado fondo», tiene mucho que decir pero no puede hablar». Para racionalizar la dificultad de sobreponerse a la vergüenza y a su consecuencia el silencio que caracteriza a tantas víctimas —da igual el sexo, pero la mayoría siguen siendo mujeres—, es imprescindible una labor didáctica que permita a las víctimas entender que son el campo de fuerzas contradictorias —pulsión de vida, pulsión de muerte—; fuerzas que Agamben llama de «subjetivación» y «desubjetivación». (Evidentemente, la misma contradicción puede atribuirse a los agresores, pero no soy partidaria de la equidistancia). Expresado de forma más sencilla, y más comprensible quizá para el común de los mortales: al dar testimonio, al denunciar, la víctima sale del ser «cosa», de haber sido cosificada mediante la agresión sexual, diciendo la «cosa» que ha sido. El miedo a denunciar, el miedo a no ser creída porque «no parece que» es la expresión habitual de esas dos fuerzas enfrentadas, como también lo es convertir la demostración incansable de la propia inocencia, hasta el punto de castración (hablando en términos simbólicos, naturalmente) del impulso natural hacia la alegría, en un rasgo de la personalidad femenina que dificulta la recuperación. La denuncia es imprescindible para pasar a la siguiente etapa, donde la ley debe asumir la defensa de las víctimas y crear el marco para la reparación (psicólogos, deporte, salud, trabajo, indemnizaciones). Es aquí donde se descubre a los aliados de las mujeres, y donde —según mi experiencia— el lema «todos los hombres son violadores en potencia» se disuelve en la realidad de los hechos. 

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