El crítico literario Ignacio Echevarría nos cuenta en su doble columna semanal que desde hace años arrastra una destacada reputación de reseñista duro. «Incluso despiadado», añade.
En su breve alusión autobiográfica recuerda el autor haber escrito antes un artículo titulado: «Crítica y dolor». Dando a entender de nuevo su conocida teoría: la amputación de los miembros podridos de la biblioteca universal es la misión de los verdaderos cirujanos de la crítica literaria.
Sin embargo en esta ocasión, el reseñista famoso, duro y despiadado, que tantas flechas ha clavado en el corazón de los que tímidamente debutaban en el mundo de las letras, y que tan ufano se mostraba al martirizar a los principiantes desconocidos, declara que el deber de sentenciar, condenar, destruir y ridiculizar a los escritores que no le gustan, no es ajeno a su delicada conciencia moral.
Por lo visto, el reseñista, conmovido por un repentino y corrosivo sentido de la moral, considera llegada la hora de admitir en público que su fama de carnicero conlleva contrición, penalidad y remordimiento y se apresura por ello a dirigir una carta colectiva a los escritores «damnificados por mis reseñas».
Advierte el autor que dedicarse al reseñismo crítico, duro y despiadado, cruel y desalmado, comporta soportar animosidades, resquemores… «¡incluso odios!». Lamenta por ello Echevarría la penosa carga que arrastra al haber cumplido con abnegación su destino: arrojar al estercolero de las letras la escoria indeseable.
Para que no parezca excesivo su repentino sufrimiento, Echevarría aprovecha la ocasión para elogiarse a sí mismo y recuerda que la miseria de la crítica es culpa de los escritores envanecidos que nunca ven saciado su apetito de alabanzas, de los lectores embebidos de sus caprichosas afinidades estéticas y de los reseñistas orgullosos que no siguen dócilmente el ejemplo de Echevarría.
No obstante, la durísima tarea de despreciar el trabajo de los demás, a veces tan amarga, ejecutada implacablemente durante décadas, con el inconfundible estilismo sádico que lo distingue, la ferocidad con que colma su apetito carnívoro, no le ha impedido percibir en el ambiente literario, siempre tan rencoroso, una creciente animadversión. Una ojeriza que se expresa sin miedo a las consecuencias y libre de la coerción que supuso en otro tiempo ser objeto de la saña con que maltrataba los libros que él no escribía.
Sostiene Echevarría en su memorable artículo que se siente capaz de justificar todas las reseñas que ha publicado y que podría dar a los escritores azotados detallada razón de lo que dijo en su día de cada uno de ellos. Con estas compungidas líneas confiesa el autor su dolido arrepentimiento. Una insólita genuflexión, una inédita súplica de benevolencia, una humilde petición a las víctimas agraviadas y despedazadas por su venganza. Resulta que detrás del duro caparazón de su enervado sentido del deber palpita ahora una temblorosa bondad. Lo declara con emotiva franqueza: «¿en nombre de qué arrastrar por la vida una estela de resentimientos?».
Echevarría confiesa haber sentido por primera vez el virginal escalofrío del remordimiento. Algo que ha producido en el mundo de las letras españolas un turbador asombro. ¿Le habrá llegado la hora de la penitencia? ¿Brotarán las lágrimas en sus ojos ante el fantasma de las Navidades pasadas? ¿Tendrá miedo de ver descubierta la razón de su despiadado sentido del deber? ¿Tan insoportable es el bocado del remordimiento? Y algo que ha preocupado a todos por igual: ¿serán acaso los primeros síntomas de una repentina senilidad? ¿La compungida bondad que brota a la edad tardía?
Si nadie le hubiera hecho nunca ni puto caso, que es lo que hay que hacer con TODOS los críticos, traten del tema que traten, pues santas pascuas.
Este artículo sería una genialidad si el Barón de Bradomin fuera el mismísimo Ignacio Echevarría