Cine y TV

‘La sustancia’, de Coralie Fargeat: cuestión de ADN

La sustancia. Imagen Working Title Films.
La sustancia. Imagen: Working Title Films.

Hay ideas que parecen ganadoras desde el instante en que se formulan en voz alta. En Hollywood está muy extendido el término high concept para referirse a esas narraciones que no están desarrolladas a partir de una trama —ya saben: planteamiento, nudo, desenlace— sino de una noción poderosa, capaz por sí sola de abrir sugerentes vías de exploración temática: ¿y si un hombre descubriese que toda su vida es un reality show? ¿Qué pasaría si alguien con amnesia e incapacidad para generar nuevos recuerdos tuviese que investigar un asesinato? ¿Qué haría el capitalismo si se pudiera resucitar a los dinosaurios mediante clonación? Recientemente, series como Separación (¿qué pasaría si pudiéramos dividir nuestra consciencia para no recordar el tiempo que pasamos trabajando?) o Para toda la humanidad (¿y si los rusos hubieran llegado antes a la Luna?) han demostrado que dar con un high concept potente equivale a ganar la lotería creativa. Algo parecido pasa con La sustancia. La premisa (o promesa) de poder generar una versión más joven de uno mismo, con el telón de fondo de Hollywood y con una actriz de mediana edad como protagonista, se presta a infinidad de reflexiones sobre la dictadura de la estética, la obsolescencia impuesta de las estrellas en el mundo del espectáculo, el imperativo de la juventud como parte de la dominación patriarcal… 

Quizá por eso cabe lamentar que Coralie Fargeat se conforme con tomar todas y cada una de las decisiones más obvias y superficiales en su película sobre la superficialidad. Pasados los primeros compases del film, nada o casi nada hay en él que desafíe al espectador, que le haga replantearse ideas preconcebidas, que edifique sobre su planteamiento inicial para explorar los matices del —evidentemente envenenado— regalo que recibe la protagonista. Pese a la incontinencia exhibicionista de un body horror timorato y poco imaginativo (nada que no se haya visto antes en decenas de películas de género), la cinta nunca vuelve a ser tan interesante como en esos minutos iniciales donde la directora se detiene a explorar con la cámara el cuerpo sexagenario de Elisabeth, interpretada por una Demi Moore que muestra sin rubor sus pliegues y sus poros, sus arrugas evidentes y su belleza incontestable, en un corte de mangas frontal a Hollywood y a la sociedad en general.

Y es que La sustancia funciona mucho mejor cuando aún no ha acabado de mostrar sus cartas; cuando se mueve en la indefinición y en la incógnita de lo que parece configurarse como una película de terror, azuzando la imaginación del espectador: ¿hasta qué punto comparten con(s)ciencia el cuerpo original y su doble? ¿Qué sentimientos desatará en la mujer mayor la vida que disfruta su versión juvenil, y viceversa? ¿Qué resquicio le queda a la primera para encontrar la felicidad por sí misma? Sugerentes incógnitas que el film no se muestra interesado en explorar, optando en su lugar por una mutación paulatina hacia una comicidad de trazo grueso. Algo que, por otro lado, se podía intuir también en ese primer acto más contenido: ya desde entonces, la forma en que Fargeat filma a los personajes masculinos —en especial a ese Dennis Quaid grotesco siempre deformado por el gran angular— planta la semilla de una simplicidad que acabará adueñándose por completo de la narración y de las imágenes. La caricatura es tan burda como contraproducente, porque empuja al terreno de la irrealidad una masculinidad real, cotidiana y omnipresente, y al hacerlo, la banaliza y minimiza su peligrosidad.

Tampoco ayuda el capricho con el que evoluciona el guion, que más allá de la previsible oposición entre las dos mujeres, evoluciona a base de ocurrencias, tropezones y mamporros para alcanzar un final igual de caprichoso, y tan sutil como la escena de la gran vomitona de Cuenta conmigo. La cineasta ni siquiera parece tener claras las reglas que rigen su propia invención, como demuestra la aparición del viejo enfermero que, a diferencia de Elisabeth, sí parece poseer los recuerdos de su doppelgänger. Una opción que, por otro lado, habría hecho más fácil digerir la lógica de las acciones de la protagonista: si no es ella quien disfruta del cuerpo joven de «Sue» (Margaret Qualley), ¿por qué seguir con el pacto fáustico cuando las cosas se empiezan a torcer? Tan solo ese «ambas sois una» que repite la misteriosa voz del teléfono parece intentar justificar unas decisiones que, a la postre, Elisabeth toma únicamente porque el guion lo demanda.

Con todo, el poder de sugerencia de su premisa inicial sigue ahí, y eso solo sirve para empañar más el resultado. Porque, como sucede dentro de la propia ficción, La sustancia parece el fruto de la convivencia imposible entre dos almas: por un lado la crítica social pretendidamente afilada, y por otro la parodia tosca. La primera se toma muy en serio a sí misma, como Elisabeth; la segunda, como Sue, exhibe una inconsciente despreocupación. Y así, en su intento de hibridar el ADN de (pongamos) el terror crítico de un Jordan Peele con el festín lúdico de un Sam Raimi, el film acaba por parecerse más a la obra de algunos veteranos de la escatología pretenciosa como Ruben Östlund o Yorgos Lanthimos. Y demuestra, de paso, que en el terreno de la creación artística una buena idea no lo es todo. Ni mucho menos.

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Un comentario

  1. ¿»La sustancia» un high concept?

    Oscar Wilde se adelantó 135 años con «El retrato de Dorian Gray»…

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