Son cinco minutos
La vida es eterna en cinco minutos
Suena la sirena
De vuelta al trabajo
Y tú caminando
Lo iluminas todo
Los cinco minutos
Te hacen florecer
(«Te recuerdo Amanda», Víctor Jara)
Satine muere al final de Moulin Rouge. Es difícil que esto siquiera un resquicio de un spoiler cuando hablamos de un icono de la cultura popular de los 2000 que, por tanto, forma parte del imaginario colectivo en las décadas posteriores. La protagonista (Nicole Kidman) de la película de Baz Luhrmann, fallece de tuberculosis tras varios meses de aliento en una vida de explotación sexual en la que, literalmente, afirma sentirse enjaulada. El sueño que ella persigue, según una de las primeras canciones interpretadas en el musical, «One Day I’ll Fly Away», es precisamente ese: volar lejos de un lugar en el que se siente obligada a interpretar un papel. Su romance con Christian (Ewan McGregor) parece representar la única posibilidad real de que su deseo se cumpla. No por el manido relato del hombre con forma de solución, como en Pretty Woman (Garry Marshall) o My Fair Lady (George Cukor). No porque él pueda librarla de todos los males o salvarla de una vida de penurias. En todo momento se le presenta como a un escritor bohemio, idealista e inocente que, tanto a finales del siglo XIX en París como actualmente en cualquier parte del mundo, no suele poder presumir de una gran solvencia económica. La cuestión es que Satine muere al final de Moulin Rouge, pero desde que llegó Christian hubo ciertos momentos en los que la vida tenía un rostro más amable a pesar de las circunstancias. El verdadero motivo por el que su idilio les hace sentir más libres es porque es lo único que les salva de un sistema de precariedad y soledad que les lleva a ambos al sufrimiento. Curiosamente, tras la muerte de Satine, Christian se dedica a escribir dicho romance: la literatura, una vocación que tampoco tiene por qué ser productiva, es el otro amor que le queda al protagonista cuando ella ya no está.
El sambenito del amor
Nuccio Ordine afirmaba en su manifiesto La utilidad de lo inútil, ensayo en defensa de los saberes humanísticos desligados de los objetivos económicos, algo que puede vincularse no solamente con la cultura, sino también con los afectos: «Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de las sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad». Por otra parte, Coral Herrera Gómez afirma en su artículo «Sin tiempo para el amor: el capitalismo romántico», que el amor es improductivo. Quizás, ese trillado enunciado de que el amor es el motor del mundo, si bien puede ser excesivamente ingenuo, también encierra parte de verdad, al menos como músculo impulsor de las acciones no productivas y, por tanto, intrínsecamente humanas. Una madre o un padre leen un cuento a sus hijos por las noches no para que aprendan a unir las consonantes y vocales antes que los demás y sean los más listos de la clase—salvando excepciones—, sino para generar un lugar seguro, un recuerdo de intimidad en la memoria, un deseo de compartir lo inmaterial.
Contrariamente, está la idea del amor posesivo que lleva a entender al otro como algo que nos pertenece, como un terreno, una casa o una joya heredada. También abunda la cosificación, que hace creer que el cuerpo puede consumirse, especialmente el femenino. Actualmente, los sugar daddys ofrecen bienes materiales ya no solamente a cambio de sexo, sino de compañía, de darse la mano por la calle, de jugar a las casitas, de la performance de ser novios, de compartir una cena, de fingir que hay un vínculo afectivo. En los anuncios de perfume dos personas que parecen esculpidas por los dioses se enamoran perdidamente al olerse: en un barco, en una fiesta, entre las frutas de un mercado. Sin duda, el capitalismo ha sabido sacar tajada de las interpretaciones del amor, lo que ha hecho que este sentimiento pueda concebirse como uno de los principales aliados del hiperconsumismo. No obstante, no está entre estas calles su residencia.
Sí que está, como decían en Love Actually (Richard Curtis), en la puerta de llegadas del aeropuerto, en el desayuno en la mesa y el disco favorito sonando los domingos, en enjabonarse la cabeza, en llorar al lado de alguien que nos acaricia la cabeza en silencio, en luchar por los demás en una manifestación, en poder ser quien éramos cuando apenas levantábamos un palmo del suelo, en llegar a la casa en la que se creció y que la cama esté hecha y huela bien, en apuntar en un cuaderno todo lo que a le gusta a otra persona con el único motivo de que se sienta escuchada, en un mensaje de apoyo, en la risa que quita hierro en medio de una discusión, en quienes cuidan cuando el corazón se rompe y en quienes consiguen reconstruirlo con paciencia a pesar de que esta enmienda sea tan tediosa y lenta como el proyecto final de la Sagrada Familia. Por supuesto, también habita en el autoconcepto y en la estima que nos damos a nosotros mismos. «Las personas con amor propio tienen el coraje de equivocarse», afirmaba Joan Didion en su ensayo Sobre el amor propio, publicado en la revista Vogue en 1961. Equivocarse: eso que no premia la meritocracia, pilar esencial del discurso capitalista; eso que siempre ocurre en las relaciones humanas y, por tanto, también en el amor.
De romances y fábricas
Por todo ello, este intenso sentimiento tan anhelado, perseguido y cuestionado probablemente se parece más a lo que hay entre Ansa y Holappa, los protagonistas Fallen Leaves (Ari Kaurismäki). Al igual que Satine y Christian, los dos se sienten perdidos y aislados por sus circunstancias socioeconómicas. Y como los protagonistas de Moulin Rouge, encuentran en el otro ese aliento y alegría de vivir, la ilusión de saber que van a encontrarse con el rostro amado aunque vengan mal dadas. Las citas de Ansa y Holappa en el cine, las primeras sonrisas, la delicadeza y el propósito de enmienda es la forma que tiene Kaurismäki de explicar que, incluso en un sistema brutal y esclavista, el amor puede ser como respirar al sacar la cabeza del agua.
En la canción «Te recuerdo, Amanda», de Víctor Jara, dos obreros enamorados acuden ilusionados a la fábrica en la que trabajan en pésimas condiciones porque saben que van a verse. El cantautor chileno, que fue torturado en 1973, año en que Pinochet dio el golpe de Estado que terminó con el gobierno de Salvador Allende en Chile, utilizó la música para luchar por la dignidad de los trabajadores, por los derechos de los chilenos y, en definitiva, por lo humano. Según la letra del cantautor, Amanda lleva la sonrisa ancha y la lluvia en el pelo, y no le importa nada porque va a encontrarse con él. Sin embargo, suenan las sirenas, toca ir de vuelta al trabajo y, desgraciadamente, muchos no vuelven y tampoco Manuel, su enamorado. Pese a esto, la vida fue eterna durante el escaso tiempo en que se vieron por última vez: «Los cinco minutos te hacen florecer». El amor no es suficiente para terminar con todos los males, pero es el resquicio que nos queda cuando falla todo lo demás.