Sociedad

I love orientalism

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Un visitante en el desierto del Sáhara. Fotografía: Marco Bottigelli / Getty.

Un hombre recorre el desierto, solitario y estático. Ambos, hombre y desierto son el preludio de una narrativa onírica y repleta de enigmas. Un ensueño que cristaliza con el camello (o dromedario: la diferencia es insustancial para lo que nos ocupa), cuerpo extensivo y adaptativo, que mueve la acción del hombre y su desierto hacia algún lugar esperanzador y vago. Pero ya sabemos que la vaguedad y la esperanza suelen ir de la mano, sobre todo cuando no saben hacia dónde van.

Para protegerse de la insolación, ropajes espesos que cubren su cuerpo. Apenas una sombra en el rostro del hombre, no sabemos si sonríe o si llora, si su gesto es de gravedad o de ligereza. Pero el dromedario (o camello, ¿cuántas jorobas distinguían el uno del otro?), sonríe altivo y tirante, concentra en su mueca toda la expresividad necesaria para interpelarnos. El horizonte recorta el espacio en dos, la arena casi grisácea conjuga su quietud con el movimiento anulado de la fotografía, el cielo azulado palidece ante la ausencia de sombras que no logra proyectar. Conjunto nítido, escenografía espectral: hombre, desierto y camello; trinidad icónica del orientalismo. También es el cartel de los Premios Formentor 2024, galardón concedido al escritor László Krasznahorkai en el Hotel Barceló Palmeraie de Marrakech.

Estos días, circular entre tanta escritura es como deambular por el mercado (o zoco: revalido la RAE para que no desentone en el texto), tarde o temprano aparece el mareo que nos vuelve frágiles y vulnerables al consumo: entonces, compramos de todo y no distinguimos entre el oro y el oropel. Es una sensación de vértigo sostenido. Las conversaciones literarias organizadas entorno a la entrega del premio son un soporte y una caída a la vez. Sería difícil definir en qué medida nos empuja hacia el borde del precipicio y en cuál nos sujeta.

La clave para calibrar la jugada de esta dialéctica estriba en buscar donde no hay luz: entre genios, nómadas, beduinos y errantes; arquetipos bajo los cuales se han propuesto distintos libros de distintos autores, todos ello compuestos por nombres masculinos. Efectivamente, no hay obras escritas por autoras en las conversaciones, pero sí mujeres hablando sobre todos ellos. La voz, a veces, tiene mayor campo acústico que la palabra escrita. Predicar en el desierto tal vez fuera un ejercicio femenino, aunque los profetas fueran ahí para encontrar algo de silencio. Al parecer, así empieza todo, con el Verbo y yo pensando que El origen del mundo de Gustave Courbet nos había dejado claro hace tiempo de donde procedía todo y el Todo, incluido el Verbo.

La caída-sostén define de alguna manera la entrega de los Premios Formentor. La relación que mantienen ambas ideas configura el principio de todo movimiento, decía la coreógrafa y bailarina, Isadora Duncan, opuestos que tensionan hasta que el propio movimiento decide por sí mismo. El encanto de esta polaridad es lograr hallarse en esta relación: bailar no es otra cosa que dialogar con la gravedad. Hacerse hueco en ella para entender dónde poner el pie y el ojo y así permanecer en la verticalidad suficiente que permita verse a una misma.

Desde esta coordenada veo mi nombre en la programación (¿soy yo?). En mi casa decían siempre que «Karima» es un nombre que trae alegría a la familia (curioso, teniendo en cuenta que el nombre que no me fue destinado, por motivos burocráticos, fuera Farah). Mi nombre, me decía a mí misma, es fácil de pronunciar vaya a dónde vaya, craso error:  he sido Karina, Katrina, Catalina, Carmina… El genio de Youssef El Maimouni, habla de «colonización de los nombres», cuando el esfuerzo por pronunciarlos es inversamente proporcional a la tonalidad dérmica de quien tenemos enfrente. Recuerdo que la escritora, Meryem El Mehdati, con la que coincidí entre tanto nomadismo congénito, hablaba en español intercalando palabras o expresiones en dariya, algo que decía, no puede tildarse de colonización lingüística por las cuestiones de poder implícitas y explícitas y que yo decidí llamar «afloramientos léxicos de la lengua materna». Mohamed El Morabet, errante gramatical por excelencia, deshecha este tipo de afloramientos por razones de legibilidad y, en parte, lealtad lingüísticas. Mounir Hachemi, con pocos tintes beduinos, se sitúa en una escritura donde estos andamiajes lingüísticos carecen de importancia para él. Farah Jerari, poeta en búsqueda del mundo perdido de las mujeres, proyecta su léxico sobre la incontestable quiebra de la interioridad. Mi nombre, como decía: isla abrupta entre el desierto mar de la programación. Parece que el vértigo de ver mi nombre en la programación gana terreno a la sujeción.

Con todo y con toda la amazigidad de Marruecos, de Marrakech, (para hacerle justicia al nombre, Amur n Akuch, Tierra de Dios, en tamazight), la música y la danza logran sostener mi vértigo: danza del vientre con fusión flamenca. La levedad es la insignia más versátil del orientalismo. En una ocasión, el escritor, Abdelkader Benali, en medio de una cena con danzarina oriental deambulando entre las mesas de los comensales (una no sabe si masticar al ritmo de la percusión y de las caderas o evadirse arrítmicamente entre bocado y bocado), comentó de forma muy lúcida que el orientalismo debía ser amado por encima de todas las demás frivolidades. Vuelve el peligro de caída que amenaza mi estabilidad literaria: ¿amar el orientalismo?

En efecto, querer el orientalismo, tenerlo en suma estima, apreciarlo como se aprecia toda la enemistad que hay en una auténtica amistad, es un ejercicio de auténtico amor por todo cuanto una puede llegar a rechazar. Porque amar el orientalismo no es otra cosa que hallar el germen de toda la herencia que ha quedado depositada sobre quienes somos carne de orientalización. La cuestión es si puede una amar todo aquello que rechaza. Aunque bien pensado, si la gravedad es capaz de retener sobre la faz de la Tierra todo tipo de seres y enseres, incluso los más odiados y despreciables, sin escupirlos hacia los confines del universo, tal vez se pueda hacer un ejercicio de gravedad o lo que es lo mismo, un buen gesto de amor por el orientalismo.

Ghassan Kanafani, en Hombres en el sol (Una trilogía Palestina), narra la historia de tres hombres palestinos de distintas generaciones que cruzan de forma ilegal la frontera que separa Iraq de Kuwait en el interior de un camión cisterna. La temperatura es abismal, pero el conductor les promete que en siete minutos habrán pasado el control de Mitla, del lado kuwaití. Lejos de esto, el policía en jefe de la aduana entretiene al conductor con preguntas absurdas y lo invita a subir a la oficina. Pasan siete minutos, diez, doce, casi veinte… pero el sol ha hecho su trabajo y descubre, unos metros más adelante, alejado del puesto de control, el horror de los tres cadáveres. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?», se pregunta el conductor. Ni un grito, ni un golpe, ni una llamada, los tres mueren callados.  Kanafani, en un contexto extremo, toca el epicentro de una memoria vieja que secuestra y aplaca la voz, que retiene el cuerpo en una quietud mortal y fotográfica.

Este es en realidad el orientalismo que me preocupa: el que impide gritar, darse voz, el que conlleva aislarse en el nombre, arroparse en el traje victimario, en la «segundidad» ciudadana. En Orientalismo, Edward Said hizo un trabajo clave para entender los entresijos de este dogma, pero pienso que debe ser releído como abanico abierto: nuestra propia memoria orientalista es el trabajo de (auto)descolonización más ardua al que nos enfrentamos todas las personas «orientalizadas».

Por eso, de los premios Formentor, del Marrakech escenario, del hombre subido al dromedario (¿o era un camello?) en posición infinitamente estática en medio del desierto, de las bailarinas, de los fuegos y las antorchas… solo puedo tomar prestadas las palabras de Benalí que me devuelven cierta verticalidad humana: «I love orientalism».

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