Arte y Letras

Pasaporte Formentor: gente viajada, gente leída

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Me gusta que se pueda decir de alguien que es una persona viajada, del mismo modo que se puede decir de alguien que es una persona leída. Esos participios con usos adjetivos sugieren que es el viaje el que recorre a alguien, que es la lectura la que nos interpreta. Con todo, ni el viaje ni la lectura pueden considerarse, valga el oxímoron, actividades pasivas: como poco, hay que tener cierta predisposición para el descubrimiento, la revelación. Ambas dan sentido a nuestro paso por el mundo, aunque como decía durante su última intervención en las recientes Conversaciones Literarias de Formentor el premiado de esta edición emplazada en Marrakech, el escritor húngaro László Krasznahorkai, no logremos hablar de nada fuera de nosotros mismos.

Era la primera vez que yo asistía al encuentro, que este año llevaba por título Genios, nómadas y beduinos, y remitía al tema inagotable del viaje, la exploración. Allí nos recordaron que el tiempo no siempre ha sido entendido como magnitud lineal: en el antiguo Egipto, o en la Grecia clásica, se tenía en consideración el tiempo cíclico, la noción de que todo vuelve y todo se repite, por lo que nada se pierde enteramente, por mucho que nos pongamos nostálgicos. De igual manera, el verdadero viaje no es un trayecto en línea recta, sino lleno de recodos que obligan al caminante a volver sobre sus pasos, desandar lo andado y, así, tomar perspectiva. Vayamos, en cualquier caso, al origen de esta peregrinación por tierras marroquíes.

Porque todo empezó con que, al aterrizar en el aeropuerto de Menara, me presenté a Ángela Núñez, periodista experta en atravesar fronteras y ampliarlas con la lengua y los libros por única bandera. Buscaba en ella a un alma cómplice en mi temprana desorientación, y la encontré; ella me animaría, un par de noches después, a pedirle a un artista local que dibujara el nombre de mi hija Mina, que según corroboré, es muy común en Marruecos. Luego fue Zsuzsanna Ruppl la que nos dijo quién era —resumiendo, claro— y qué labor, tan delicada como ilusionante, se le había encomendado: la de ejercer de intérprete para el Prix Formentor, guía de ida y vuelta para las palabras que cruzarían el aire, de un idioma a otro. Esa tarea de encantamiento de la que, cuando el lenguaje se vierte sobre el papel, se ocupa el traductor Adan Kovacsics, a quien también pudimos oír estos días, tanto en su propia voz como prestándola (sobreimpresa en la pantalla) al maravilloso discurso de agradecimiento del premiado.

Gracias a mi rango de director de Mercurio, acudí a estas jornadas para participar en su Coloquio de Revistas Culturales, donde se congregaba la plana mayor del periodismo nacional dedicado a estos asuntos. Hubo quien se tomó en un sentido literal lo de mayor y etiquetó al grupo en la categoría de dinosaurios, por aquello de peinar canas o ni eso. También, supone uno, por lo próximo de la extinción de esta especie, que alguien estimó en un lustro: el redactor de Cultura se nos muere, advertían voces funestas, mientras las máquinas toman la sala de operaciones. Reunidos para analizar el papel de estas publicaciones, a algunos solo nos quedaba apostarlo todo justamente a la fisicidad imbatible de lo impreso, aunque solo sea como objeto de culto, o de cultureta.

Pero un fantasma distinto al de la abominada inteligencia artificial recorrió la Sala Koutubia en aquella charla de maneras noruegas —como alguien las nombró, por el respetuoso orden de las intervenciones— y donde los presentes advirtieron la escasez de mujeres, al tiempo que se negaban repetidamente a rebajar sus atributos viriles y convertirse en plañideras: el fantasma de Los Jóvenes, esa abstracción a la que con frecuencia se aludió en el debate y cuyo espíritu, al parecer, resulta inaprensible, enigmático, insensible a los esfuerzos por adaptar nuestros medios a TikTok, como esos padres que se hacen los enrollados en la pista de baile ante la mirada abochornada de sus descendientes.

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El tiempo y el yo, abolidos

Una de las pocas personas jóvenes de verdad que pisaría aquel suelo, dos días después, fue Sara Barquinero, quien también habló de fantasmas, los de David Foster Wallace y su obra póstuma. Citando a Derrida, la escritora y filósofa zaragozana nos dio algunas claves para pensar el mundo (y, de paso, el periodismo cultural), por ejemplo: la violencia que ejercemos para ordenar las ideas y que se entiendan —en un mundo cada vez más difícil de entender— implica todo lo que dejamos fuera. Una ausencia convertida en presencia invocó también la figura de Juan Goytisolo de la mano de su traductora al francés, la catedrática Aline Schulmann, cuyo sencillo y sentido homenaje reinvidicó la importancia de con-memorar, hacer memoria (en el sentido activo del verbo, mucho más bonito que ejercitar, como si la evocación fuera un bíceps).

Parafraseando al premiado de este año en Formentor, no olvido, tampoco quiero, lo vivido en Marrakech. Una de las formas más preciosas del recuerdo o de hacer presente a alguien es la cita, como aquella con la que Jordi Esteva cerró su ponencia, del escritor y etnólogo maliense Amadou Hampâté Bâ: «Cuando un anciano muere, arde una biblioteca entera». Se trata entonces de conservar la memoria para preservar el relato. Por eso escribimos, en buena medida, aunque como expresaba Miguel Ángel Hernández, no nos sirva más que para experimentar el mundo en diferido. Al menos mientras escribo esta crónica, me digo, seguiré allí sentado, disfrutando de las Conversaciones y los libros que las inspiran.

La literatura y la escritura tienen ese efecto milagroso de abolir el tiempo, según Luisa Castro, mientras nos dejamos llevar por el lenguaje, ignorando cualquier límite físico. Del mismo modo y aunque no sabemos cómo demonios se crearon las pirámides, Tito Vivas nos indicó los cuatro elementos indispensables de su misterio: arena, agua, gente y tiempo; los mismos que ha requerido cualquier civilización de la historia, y también los que han compuesto esta edición de Formentor. En todo caso podría añadirse un quinto elemento, que no es el éter ni el ciberespacio, sino la palabra, que construyó el diálogo y que nos conforma. De palabras que nos identifican, propias y ajenas, hablé en las divertidas veladas con la venezolana Ariana Basciani y la argentina Andrea Calamari, periodistas y cómplices en el juego de comparar y compartir giros lingüísticos, dichos, modismos, palabras indecentes o intraducibles, chistes. Un clan hispanoamericano dedicado a darle vuelta a los vocablos (como el lunfardo), buscando equivalencias y conexiones, y que a mí me hizo sentirme no tan solo.

Aunque si uno quiere experimentar el verdadero viaje, varias veces lo hemos oído estos días, la mejor condición es esa, la soledad. Alguien me definió hace años como periodista de habitación y así me sigo autodefiniendo hoy; todo lo que sea abandonar ese registro privado y camuflado me angustia y, a ratos, me bloquea. Me pasó la primera noche en el Hotel Barceló Palmeraie, cuando no tuve arrestos para presentarme a otros compañeros y cené sin compañía. No tanto la última mañana, cuando más bien quise desayunar solo, y pasó algo curioso a lo que no supe qué sentido darle: un pajarito se posó en mi mesa, demasiado cerca o confiado para lo habitual, como si quisiera darme algún mensaje, contarme algún secreto, anunciarme algo. Las dudas se disiparon cuando se acercó a picotear de mi plato y le hablé para alejarlo: esa ave había traspasado el límite de lo cordial y, sobre todo, no encarnaba ya nada trascendental, sino pura hambre. Me lo comí todo, ignorando El lenguaje de los pájaros de Farid ud-Din Attar, citado en las Conversaciones, y mostrándole mi verdadera cara a un ser no humano que no me juzgaría.

Escuchando poco después a Vicente Molina Foix hablar de cómo Goytisolo defendía y ejercía la disidencia de uno mismo, envidié esa habilidad para desubicarme, sacarme de quicio; igual que hubiera querido para mí la voz y el oído excepcionales de su crónica de viajes, lo que les da sentido(s). Otra cosa de la que he sido más consciente es la necesidad de silencio para explorar otros lugares. Solo así podemos prestar atención a lo que nos rodea y, como sugería Karima Ziali en su ponencia sobre montañas danzantes, romper los dualismos que nos separan del mundo —y, por cierto, de lo no humano— para forjar un vínculo íntimo, identificarnos con la tierra que pisamos/narramos. Durante mi estancia no he podido poner un pie fuera del perímetro hotelero (salvo la noche de la cena en el desierto, aunque aún muy cerca de nuestras habitaciones y trasladados en microbuses), y a menudo he pensado que podría no haber estado en Marrakech, sino en un gran decorado. Ocupado con mi labor para Mercurio y también como colaborador de Jot Down, medio para el que realicé dos entrevistas en profundidad, aquella fue para mí una ciudad invisible como las que Albert Lladó evocó analizando la célebre obra de Italo Calvino; (de nuevo) una presencia fantasmal, aunque no del todo.

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Horizontes de grandeza literaria

Ya el domingo, los últimos en regresar seremos Rocío Rojas-Marcos y yo, y es gracias a ella que tomaré conciencia, al fin, de dónde estoy y de lo que nos conecta a unas raíces que tiendo a descuidar. Mientras la oigo hablar en árabe con el conductor de nuestro transfer al aeropuerto, distingo la palabra Koutubia y, dado que es el nombre de la sala del hotel que ha acogido esta XVII edición de las Conversaciones, le pregunto a mi paisana qué significa: la «mezquita de los libreros» es como se conoce a la más importante de Marrakech, que tiene grandes similitudes con la Giralda de Sevilla (nuestra ciudad natal, a la que ambos volvemos), siendo ambas proyectos del califa almohade Abū Yūsuf Yaʿqūb al-Manṣūr. No ha sido la única referencia a mi lugar de origen, pues ya Carlos Varona hizo mención a las maestras nonagenarias que Ibn Arabi conoció en Ishbīliya y de las que aprendió los misterios del sufismo: Shams Umm al-Fuqarâ y Mûnah Fâtima bint b. al-Muthannâ, también conocidas como Shams de Marchena y Fátima de Córdoba.

El Barceló Palmeraie, no lo he dicho aún, pretende evocar un oasis moderno, y ciertamente lo vivido allí tuvo algo de interrupción en el curso de nuestras aceleradas vidas, de cese de las hostilidades turbocapitalistas, de cobijo frente a los contra-tiempos que nos han tocado. ¿Acaso aquel oasis fue solo un espejismo en esta travesía por el desierto cultural? Tal vez, pero desde luego uno lo sintió como algo bien real. Como las dos emocionantes entrevistas a las que aludía antes: con María Belmonte, quien en su intervención para las Conversaciones mencionó la época dorada en que revistas como Holiday pagaban a escritores como Paul Bowles para que contaran sus viajes (exteriores e interiores); y con Marta Carnicero Hernanz, quien tras hacernos ver que ni una sola mujer escritora/viajera integraba el programa y asumir su parte de culpa, nombraría otra vez a Foster Wallace, cuando se subió a aquel crucero que narró en una crónica llena de gracia. Alguien, por cierto, había ya comparado el ambiente de las noches en el hotel con el de un crucero.

Pero, a diferencia de lo que espolea al turista, al que va de paso y pasa de casi todo, la de Marrakech no fue una visita relámpago movida por el ansia de cumplir etapas o marcar casillas con lo ya visto. Quiero pensar que todos los allí desplazados, más o menos disfrazados, nos sentimos verdaderos viajeros, aquellos que de un modo u otro siempre vuelven a ese mismo destino, o quizá nunca se marchan del todo. Formentor, ahora lo sé de buena tinta, abre horizontes literarios y crea un hogar simbólico y cíclico, que retorna y no se apaga con la clausura de cada edición; un refugio para tiempos de intemperie moral y acatamiento de dogmas; una familia a cuya itinerancia uno querría seguir sumándose, aunque continúe siendo un extraño en ese conjunto de exquisitas sensibilidades. Así pues, solo me queda dar las gracias al impulso aperturista, audaz y resistente de Basilio Baltasar, y también gracias

a la diligencia organizativa de Adriana Jaramillo,

a la amable hospitalidad de Aida Maaroufi,

al murciano Ibn Arabi por descreer de las fronteras,

a Rimbaud por descubrir que el mundo es palabra,

a Milli Vanilli y las subculturas,

al dios de László Krasznahorkai por concederle el Verbo,

a Mina Mazzini y Mina Harker, por sus ficticios nombres que son ahora tanta verdad,

a Goytisolo y DFW que están en los cielos y, por tanto, siguen entre nosotros,

a los swifties no de Taylor sino de Jonathan Swift, que en su famosa sátira Los viajes de Gulliver hace decir a su narrador que «pasaba las horas libres leyendo a los mejores autores antiguos y modernos, porque siempre estaba provisto de buena cantidad de libros» y que «el principal objeto del viajero ha de ser hacer a los hombres más sabios y mejores, y perfeccionar sus espíritus con malos y buenos ejemplos de lo que relatan acerca de lugares extraños».

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